Capítulo Introductorio




Era de noche, los suburbios del hospital general no se notaban más peligrosos de lo normal, y sin embargo, un sentimiento de pánico se albergaba en su pecho. Inhaló profundo, exhaló. Trataba de calmarse. No tenía por qué temer, había hecho todo bien. ¿O no?

Tenía un mal presentimiento, si algo salía mal, la justicia la atraparía y estaría perdida. Corrió a su auto, abrió la puerta y subió. El ruido del exterior quedó aislado tras un ligero portazo, sumiendo el interior del vehículo en un silencio perturbador. Puso ambas manos sobre el volante y respiró hondo, profundo, despacio. Necesitaba calmarse o le daría algo. Nunca nadie sabría lo que había hecho, la prueba de su crimen ya no estaba. Su regreso a España era inminente.

Observó al frente por el parabrisas, a los lados y atrás por las ventanillas y espejos. Todo parecía en orden, tanto orden como podía ofrecer la ciudad de México a las diez de la noche. Encendió el motor mientras apoyaba su frente en el volante, estaba cansada. Quería llegar a su escondite, pero no podría, debía realizar antes alguna escala por si acaso alguien la estaba siguiendo. Ninguna precaución estaba por demás para el calibre de lo que había hecho.

Puso en marcha su vehículo, uniéndose al tránsito nocturno. Trataba de distraer su mente, pensando en lo cerca que estaba. «Casi lo consigues», se decía a sí misma. «Todo estará bien», se lo repetía una y otra vez, mientras trataba de controlar su respiración. Había hecho un millón de cosas más complicadas y, de alguna manera, no estaba tranquila, sentía que algo iba a salir mal. El miedo al fracaso la amedrentaba. Después de todo, no dejaba de ser una criminal huyendo de su destino.

Giró en una esquina especialmente oscura con los nervios de punta. Pocos autos transitaban la avenida y los transeúntes eran casi nulos. Su corazón palpitaba con fuerza, y lo hizo más aún cuando escuchó el motor apagarse sin previo aviso. Se orilló hasta parar la marcha, dejando un crudo silencio que fue atenuado por su agitada respiración.

—No... no, no, no, esto no puede estar pasando.

Golpeó el volante con furia. Clavó su mirada en el tablero. Gasolina, ¡el tanque estaba vacío!

Su ritmo cardíaco aumentaba conforme notaba que sus presentimientos se hacían realidad. Eso no había sido obra del azar, ni de un descuido; lo sabía, se había asegurado de llenar el tanque de forma consciente para que algo así no le sucediese. Alguien lo había hecho, no era simple coincidencia.

La ciudad era bien conocida por su inseguridad y alta criminalidad, por lo que aún cabía la esperanza de que la horrible situación estuviese ligada directamente a simples delincuentes. No, no era una esperanza, era un deseo. De verdad quería que, justo en ese momento, apareciese algún maleante con pistola en mano, pidiéndole bajar del vehículo o entregar todas sus pertenencias. Cualquier cosa, cualquiera menos lo que más se temía, estaría bien.

Observó a su alrededor, no parecía haber nadie. Estaba paralizada, no sabía qué hacer, su mente la controlaba. Sentía como si su cabeza fuera a explotar, como si un millar de pensamientos se agolpasen como un miedo que drenaba su cordura.

—Calma —se dijo, tratando de respirar hondo—, calma. Estás delirando, todo estará bien. No te han encontrado, nadie sabe que estás aquí.

Tomó una bocanada de aire al tiempo que cerraba los ojos, sin embargo, al abrirlos, se quedó petrificada al ver una silueta frente al cofre del vehículo. Era un hombre, inmóvil, que tenía ambas manos guardadas en los bolsillos de una larga gabardina negra. La observaba con fijeza a través de unas llamativas gafas negras, sin importar que la oscuridad fuese tan profunda como para portarlas.

«¡Al demonio con esto! Me largo de aquí», pensó. Estaba aterrada, ya no cabía ninguna duda. Sus miedos no estaban injustificados. La había descubierto, incluso había ido por ella, en persona, el máximo ejecutor de justicia.

El hombre comenzó a caminar despacio, desde el frente hasta la puerta del conductor. Ella intentó huir, pero los seguros se bajaron de forma automática para impedirle la salida. Aterrada, se replegó hacia el extremo opuesto, hacia el lado del copiloto, mientras el hombre llegaba a posicionarse —con toda calma—, en la ventanilla contraria.

El desconocido levantó una mano y dio un golpecillo en el cristal.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con una voz varonil cargada de cortesía—. La noto algo estresada, ¿puedo ayudarla?

Estaba jugando con ella, lo sabía, disfrutaba de su triunfo... de su victoria. Se regocijaba de verla asustada, como una presa frente al depredador. ¿Y cómo no? ¿Qué podía hacer ella ahora, sino pensar en el error que había cometido?

—¿C-Cómo me encontraste? —preguntó la mujer, con la voz temblorosa—. Tú no puedes... es imposible.

En el exterior los autos seguían pasando, ignorando por completo la escena que, para cualquiera, parecería una simple descompostura con un hombre tratando de ayudar.

—No sé de qué está hablando, por favor, permítame ayudarla. Salga de ahí.

Seguía burlándose, utilizando esa voz tan caballerosa y educada que sabía emplear tan bien. Fue entonces cuando una idea llegó a su mente: «no lo sabe». Y si lo sabía, al menos no todo. Ese hombre ignoraba lo más importante, ignoraba que ya no existía ninguna prueba para incriminarla. Se había desecho de ella, sin dejar rastro alguno.

La mujer se dejó llevar por ese frágil sentimiento de esperanza.

—D-De acuerdo, v-voy a salir —tartamudeó.

Como si hubiese sido la palabra clave, el seguro de la puerta del conductor se retiró por sí sólo y el hombre la abrió, extendiendo una mano hacia ella, invitándola a tomarla.

Ella suspiró. Sin pruebas, no podrían juzgarla. Era arriesgado pensar que más adelante podría terminar lo que había iniciado, recuperar su tesoro, pero así era ella, arriesgada.

Bajó del auto con cierto temor. Se paró, tan alta como pudo, pero sin alcanzar apenas el hombro del que estaba al frente. Levantó la cara y lo miró a los ojos. Parecía orgulloso, sabía que había ganado. Era un descaro total, incluso llevaba el aspecto que ella misma le había preparado.

—Es un gusto por fin encontrarte —dijo el hombre, ofreciendo una reverencia—. ¿México? Muy conveniente.

La mujer tragó saliva.

—No importa lo que digas, no tengo nada, ¿lo ves? Estoy limpia. Llévame a España y veremos quién sale ganando.

Una de las cejas del siniestro personaje sobresalió por detrás de sus gafas, acompañando a la sonrisa que se dibujó bajo su bigote.

—Espero que no te moleste que haya realizado algunas averiguaciones. —Se ajustó la manga de la gabardina—. No me gustó nada que me dejaras solo con tanto trabajo. ¿Tu traición no es suficiente? Dime, ¿dónde está lo que llevabas contigo?

—¡Y una mierda! —exclamó ella, escupiendo al suelo—. Jamás lo sabrás, ni muerta lo tendrás, porque ni yo misma sé en dónde está ahora.

Si el hombre enfureció con lo que la mujer dijo, no lo hizo notorio. Hubo un breve silencio. El extraño extendió un brazo para pasarlo detrás de la nuca de la mujer, aproximándola hacia él en un abrazo que denotaba lástima.

—No debiste —dijo, meciéndose muy despacio—. Te apreciaba, lo sabes, ¿no? Lo que has hecho, solo ha sido retrasar lo inevitable.

En ese momento sintió otro tipo de terror, terror que se tradujo como un tirón debajo del ombligo. Esas palabras sólo podían significar una cosa.

—No... —balbuceó—. No puedes, ¡te vincularían de inmediato!

Él sonrió.

—¿Vincularme? —la cuestionó, todavía sumiéndola en aquel profundo y tétrico abrazo—. Estoy aquí para impartir tu castigo, pequeña niña. Tu expediente se cerró desde el momento en que decidiste marcharte. Ya no eres nadie.

Todo iba de mal en peor. Ella pensaba que sería apresada, que sería llevada al juzgado y, de alguna manera, sentía que podría usar su último as bajo la manga aún privada de su libertad. ¡La muerte no estaba en sus opciones! Lo peor era que el hombre tenía razón, nada le impedía matarla en ese momento.

Y entonces, como una oleada de emociones producidas en gran medida por la adrenalina, empleó todas sus fuerzas para alejarse del hombre, empujándolo con ambos brazos para salir corriendo. Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles, era demasiado fuerte, apenas lo movió unos milímetros.

—Jamás... —intentó hablar, y una risa que rozaba la locura escapó de ella—. Jamás la recuperarás.

El hombre crispó el rostro, sin poder ocultar más su molestia, mas no dijo nada, tan sólo siguió oprimiendo el cuello de su víctima. La mujer seguía riendo, hasta que el sonido comenzó a ahogarse por la presión de su captor, orillándola a manotear en un intento vano por respirar. El oxígeno se le escapaba, sentía como si sus ojos fuesen a salir de sus cuencas. Era una fuerza descomunal, monstruosa, la que le arrancaba la vida. Intentaba gritar, pero su garganta estaba destruida bajo el yugo del brazo ajeno.

Entonces se escuchó un «crac». Los brazos de la mujer cayeron inmóviles, igual que el peso del resto del cuerpo que fue sostenido por su asesino. Y así, con sumo cuidado y gran delicadeza, el hombre la cargó en brazos como si estuviese dormida. La introdujo en el auto e ingresó también. Lo encendió, como si el combustible nunca hubiese sido ningún problema, y se alejó hasta perderse en la oscuridad.


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