9. Mi celda, mis reglas
Desperté mejor, sin delirios ni luces de colores. Lo primero que pensé es que había soñado una gran locura, así que pasé mi mano bajo los trapos viejos sobre los que dormía. Ahí estaban las llaves, ¡no había sido un sueño! Podía seguir confiando en mi mente y ahora tenía una motivación, no sólo para seguir viviendo, sino para salir de este sitio. Después de ver a Mateo todo era distinto, tendría que prepararme para luchar contra mi destino.
Un olor nauseabundo llegó a mi nariz, llevándome al límite de una arcada. El cadáver de la rata seguía ahí. Aún no comenzaba a descomponerse, pero emanaba un olor a muerte. Lo observé por unos momentos, antes de acercarme y sostenerlo por la cola. Lo levanté del suelo. No tenía sangre siquiera, había sido una muerte limpia.
Sin más asco del que me daba al mirar mis vendajes, rompí una de las telas que usaba para dormir y envolví a la rata por completo. La guardé. Tenía algo pensado para ella, pero tendría que esperar un poco. Las llaves y un animal muerto eran mis bienes materiales más preciados sobre la tierra, bienes que protegería con mi vida de ser necesario.
Escuchaba la corriente eléctrica atravesar la lámpara de la habitación, un sonido al que ya me había habituado desde hace tiempo. No denotaba ninguna hora del día, porque siempre estaba encendida. Para cambiar mi situación necesitaba organizarme, medir el tiempo.
Cerré los ojos para pensar en algo. No tenía sol, no había nada que me... «ploc», «ploc», «ploc». Ese sonido. «Ploc», «ploc». Gotas de agua. Abrí mis ojos y busqué. Era muy lejano, apenas se escuchaba, venía a través de los ductos de ventilación. Sonreí. Podía usar eso. Uno, dos, tres, cuatro. Sí, podía contar las gotas y medir el tiempo en base a eso. Lo necesitaría para lo que estaba planeando.
Solucionado el asunto del tiempo, tenía otro problema. Mi cuerpo. Cada tres días era llevada a un festín, terminaba destruida durante un día entero y tardaba dos en recuperarme, es decir, sólo tenía un día para hacer cualquier cosa. Hasta donde sabía, el último festín había sido hace poco y, considerando que un milagro me había permitido recuperarme en pocas horas, pensaba ocupar estos tres días en...
Ya lo había intentado una vez, de forma infructuosa, pero ahora me sentía viva de nuevo, me sentía fuerte y segura. Quería volver a tratar. No, tratar no; esta vez lo lograría.
Me puse de pie y llené mis pulmones de aire. Recordé mis dedos rotos de la última vez, pero no pensaba cometer la misma estupidez ahora. Golpeé muy despacio mis puntas contra el suelo, aumentando la intensidad poco a poco, encontrando mi límite de tolerancia.
Golpeaba mi pie contra el suelo, con cuidado, luego con fuerza, y más fuerza. Mis huesos resistían, un beneficio de la buena comida que me daban Mis músculos estaban débiles, pero era más que suficiente para comenzar. Parecía que mi cuerpo resistiría si me mantenía firme.
Adopté primera posición, flexionando y estirando rodillas, suave, muy lento. Estaba midiendo mis propias capacidades físicas, conociendo mi cuerpo, explorando mis propios límites. Mi flexibilidad parecía seguir intacta, juraría que incluso se incrementó por la falta de musculatura. Fuerza tenía poca, pero era suficiente. Pasé a segunda y luego a tercera, giré. No iría por las puntas todavía, primero quería probar un poco más.
Mantuve mi cuerpo rígido mientras me movía de lado a lado por mi celda. Ahora no imaginaba el estudio, no, quería estar aquí, quería estar en este lugar lleno de mi propia inmundicia. Tenía que conocerlo, adoptarlo, fluir en él. Esta era mi celda, mi mundo, mi hogar. Las lejanas gotas de agua eran el compás, los vendajes mi maillot. Podía hacerlo, lo estaba haciendo. Y entonces me di cuenta de algo, si no usaba las puntas, tenía mejor apoyo en la planta de mis pies.
Para el arte del ballet, no usar las puntas cuando debían usarse era una osadía, un atrevimiento, un mal paso y movimiento, pero aquí no había reglas, aquí no había jueces, aquí no había más que la cruda ley de la supervivencia. ¿Qué podía hacer yo para defenderme, una simple niña que sólo sabía bailar? La respuesta venía con la misma pregunta, eso es lo que haría, bailaría. Bailaría por mi propia vida.
Llevaba años haciendo esto, ballet. Cada giro simbolizaba un reencuentro conmigo misma, con mi vida pasada. Necesitaba ese conocimiento, ese saber, para fortalecer mi cuerpo ahora y ayudarme a salir de aquí. El ballet había sido un estilo de vida, mi pasado. Era quizás la única parte de mí que aún añoraba en mi presente. Me sentía agradecida con el ballet, porque, a pesar de todo lo que me habían hecho, aún conseguía que me sintiese dueña de este cuerpo tan mancillado.
Continué realizando mis movimientos, consiguiendo cada vez una mejor postura. Sustituí las puntas por el talón y facilité algunos giros. Me sentía bien, incluso estaba sudando, respirando agitada. Era mi cuerpo gritándome a los cuatro vientos que estaba a gusto, que seguía ahí, dispuesto a servirme a pesar de tener capas y capas de cicatrices.
Esa era la primera etapa de mi plan. Ya no pararía, pensaba bailar cada día para acostumbrarme otra vez al movimiento. La siguiente fase sería...
La puerta se abrió, voz grave entró. El hombre se quedó de pie, estático, observándome bailar. Me detuve al verlo y mis ojos conectaron con los suyos. No bajé la mirada como siempre lo hacía, resistí.
Su rostro se torció en una mueca incontrolable antes de estallar en carcajadas.
—¡Ja! Qué... ¡Ja! ¿Qué estás haciendo?! —Seguía riendo, apenas podía hablar—. Eso es... ¿Es una especie de ritual o algo? Al final te has vuelto completamente loca, ¿eh?
No respondí, como de costumbre, lo dejé hablar solo.
—Oye, oye, espera. —Fingió recordar algo—. ¿No sería eso lo que estabas haciendo cuando te rompiste los dedos?
Mi cara se crispó en un gesto de molestia que no pude controlar. No sabía por qué, pero voz grave no me asustaba en ese preciso momento. Tal vez se debía a que ya sabía que era un hablador, o tal vez al poder que las llaves, mi valiosa posesión, representaba en mi nueva realidad. Podía salir de mi celda cuando yo quisiera, es decir, cada paso que diera desde ese día, era por decisión propia.
—¿Qué? Adiviné, ¿cierto? —Volvió a soltar una carcajada—. Pues sigue, sigue haciéndolo, anda, vamos a ver si te los rompes de nuevo. Será muy divertido, la última vez me lo perdí y me hubiera gustado verlo.
Se cruzó de brazos y se quedó viendo, como si yo fuese a seguir bailando. Ja, estaba loco.
Me quedé de pie, observándolo sin hacer movimiento alguno.
—Vaya, ¿ya no más? Pero que perra eres —dijo, escupiendo al suelo—. Seguro quieres que te los rompa yo mismo, ¿no es así? ¡¿Es lo que quieres?!
Se acercó como un vendaval, gritando como un idiota, hasta llegar a centímetros de los barrotes de mi celda. Me observó con cara de loco, abriendo sus fosas nasales tanto como podía.
Si eso hubiese ocurrido un día antes, seguro estaría tirada en el suelo lloriqueando. Pero no me moví, tan sólo lo observé sin perder sus ojos de vista por un sólo segundo.
—Qué... ¡¿Qué te pasa?! —preguntó, dando un paso atrás—. ¡Estás loca! ¡Perra!
Volvió a gritar, golpeó los barrotes con ambas manos y se alejó. Dio media vuelta y se fue a continuar el recorrido que siempre hacía.
Y yo seguí ahí, de pie, sin titubear y sin moverme, observando directamente a la puerta por la cual se había ido.
13, 14, 15... 396, 397, 398... 627, 628, 629.
La puerta se abrió de nuevo y voz grave regresó. Lo recibí con mi mejor sonrisa, torciendo mis labios y clavando mis ojos en los suyos. Él se sorprendió al verme. Me observó con el ceño fruncido, pero no dijo nada, sólo atravesó la puerta que llevaba al pasillo de la cocina.
—¿Qué le sucede a esa perra? —Lo escuché hablar al otro lado de la puerta—. Sólo está ahí, parada como un puto zombi.
—¿Ah, sí? En zombi te convertirás si no me explicas qué pasó con lo que perdiste.
Era una voz femenina. A veces escuchaba otras voces hablando con voz grave, pero nunca había visto a sus dueños. Eso era un problema para mí, un problema que debería solucionar pronto.
—L-Lo siento, mi señora, d-debí perderlas en el baño. Lo juro, no... no he salido de este lugar.
—Ruega porque así sea, pequeño engendro —dijo la mujer—. Al amo no le gustará saber que las perdiste en el bar kiniano. Ya sabes lo que pasará si la guardia las encuentra. ¡Estarás muerto!
—¡Lo siento, mi señora! Pero de verdad juro que deben estar por aquí, en alguna parte.
—Ya lo dirá el tiempo, y ruega porque no sean los de la GIV quienes las tengan.
Escuché la puerta de la cocina cerrarse con fuerza. Parece que mi pequeño hurto había causado ligeros problemas a voz grave. Sin embargo, no era eso lo que me había llamado la atención sobre lo que había escuchado. Una palabra me había resultado familiar. La había escuchado antes. Kiniano, ¿qué era kiniano? Otra incógnita más que agregaba a mi lista.
Seiscientas veintinueve gotas, es lo que había demorado en su recorrido. Ya estaba, lo tenía. Ese era el segundo paso. Voz grave, pronto borraría toda sonrisa de tu rostro.
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