8. Monstruo
Desperté sintiéndome extraña, mareada, embriagada. Mi cuerpo ardía. Los puntitos de luz flotaban por todas partes, me envolvían, abrazándome y dispersándose por mis alrededores.
Me levanté con cuidado, tambaleándome, tuve que sostenerme de una pared para no caer. Algo estaba sucediendo, algo era diferente. Puse una mano en mi frente, forzándome a recordar. La rata...
Mi vista bajó directo al suelo, al punto del que me había levantado. Una gran incertidumbre me invadió cuando la vi, ahí estaba, muerta. No lo había soñado, de verdad me comía una rata.
Al instante, dirigí la mirada a mis pies. Los vendajes que los cubrían estaban roídos, dejaban mi piel al descubierto, una piel llena de heridas cicatrizadas. Aún no pasaba más de un día desde el último festín, y me sentía bien, completamente recuperada, incluso más que antes.
Pensar en que había estado dormida por tres días era una opción descartable, pues la rata estaba fresca, acababa de morir hace poco. Los motivos de su muerte me resultaban poco claros, sólo estaba ahí, panza arriba, como si hubiese muerto por el simple hecho de morderme. ¿Acaso tendría veneno en mi sangre? Observé la extraña medicina conectada a mi cuerpo. ¿Qué clase de químicos serían esos?
Atolondrada por todo lo que acontecía, me dejé resbalar con la espalda a la pared. La rata, mi esperanza, tampoco me había matado. Estaba encerrada en esta celda infernal, viviendo una vida de la cual no me sentía dueña. No podía decidir ni siquiera mi propia muerte. Era peor que un animal, era un simple objeto.
Llevé mis manos a la cabeza, a punto de sucumbir ante una de aquellas oleadas de depresión. Levanté la vista para liberar uno de esos gritos desesperados que solía regalar a la nada, pero apenas lo hice, lo noté: mi celda estaba abierta.
Mi boca se abrió de sorpresa, casi tanto como mis ojos cuando vi lo que tenía al frente. Tenía que estar soñando. Parpadeé, limpié mi visión y volví a mirar. No había duda, estaba abierta sin explicación y yo no estaba en condiciones de cuestionar nada.
Comencé a moverme a la salida, atraída, seducida por la libertad. Agité la cabeza para recuperar cordura, necesitaba sobreponerme, era una oportunidad que no podía desperdiciar. Volví a frotar mis ojos, pero mi visión no daba indicios de volver a la normalidad, seguía viendo luciérnagas por todas partes. No había opción, tendría que intentarlo en mi estado actual.
Agarré con fuerza la manguera que se conectaba a mi cuerpo. La arranqué. El líquido se regó por el suelo. Dejé tirada la bolsa del endemoniado medicamento. Una gran emoción me invadió cuando atravesé el umbral sin que nada malo ocurriera. No estaba voz grave, ni voz aguda, no había nadie cerca. Tenía que darme prisa, encontrar una manera de salir antes de que alguien viniese.
La habitación de mi celda tenía dos puertas, una que llevaba hacia la cocina y otra que iba a algún otro sitio. Después de la cocina se encontraba el comedor. El comedor colindaba con la habitación por la que arribaban los comensales, y ellos tenían que entrar por algún sitio, ¿no?
Esa parecía la opción más viable, o la mejor que podía imaginar. El único problema sería llegar ahí sin que nadie me viera, ¿qué haría si me encontraba con voz aguda? Un escalofrío me recorrió por completo al pensar en él, no estaba segura de poder enfrentarme a eso.
Despejé toda preocupación de mi mente, estaba desperdiciando tiempo valioso en algo que no sabía si sucedería. Tenía que actuar sin pensar, actuar rápido o no lograría salir.
Puse como objetivo la puerta que llevaba a la cocina y me dirigí con presteza hacia ella. Me paré al frente, era de metal. Con la mano sobre la manija, a punto de abrirla, escuché algo del otro lado.
—Mala noche infeliz, hoy es tu turno.
El palpitar de mi corazón se disparó como una bomba, sentía que estallaría. Me replegué como un limo hacia el lado opuesto de la puerta, con mi espalda y brazos a la pared. Ese era voz grave, estaba al otro lado. Se escuchaba lejano, al otro extremo del pasillo.
—¡Ja! ¡Ja, ja, ja!
Su risa estalló de la nada. Pegué el oído a la puerta y lo escuché más claro, acompañado del sonido de otra cosa.
—¡Eso es! ¡Toma eso desgraciado! ¡Te lo mereces por hablador!
Estaba viendo algo, ¿televisión? ¿Algún video por internet? Un comentarista hablaba, era un programa de deportes y él parecía entretenido con ello.
Respiré hondo y dejé que mi corazón se calmara. A veces escuchaba reír a voz grave desde mi celda, pero nunca imaginé que siempre estuviera ahí, custodiando. Esto no estaba bien, no contaba con eso. Si no se iba, nunca iba a poder salir, ¿cuánto tiempo tendría antes de que hiciera uno de sus recorridos?
La desesperación comenzó a invadirme. Mi estúpido corazón no dejaba de bombear sangre a mi cabeza y mi visión llena de lucecitas comenzaba a fastidiarme. Pero aún tenía otra opción.
Observé la segunda puerta, la que no sabía a donde llevaba. Tragué saliva y me posicioné al frente, igual que con la anterior. Pegué la oreja contra el metal. Silencio. No escuché nada.
Con cierto temor empujé la manija despacio, procurando no hacer ruido. La abrí, sólo un poco, para mirar lo que había al otro lado. Era un largo pasillo iluminado por lámparas alargadas en la parte alta de las paredes. Había dos puertas, una justo a mi derecha y otra más al final del pasillo. Nada, ni nadie más.
Era eso o enfrentar a voz grave, así que continué. Elegí la puerta de la derecha por cercanía. Tras no escuchar ruidos al otro lado la abrí y di un vistazo. Había otro pasillo, este era corto y con dos puertas posicionadas una frente a otra.
Entré con precaución y entreabrí la primera puerta. Al ver lo que había detrás de esta, me llevé la mano a la boca para evitar que escapara un grito de sorpresa. Era otra habitación verde, igual a la mía, con una celda. En el interior, una persona cubierta de vendajes ensangrentados igual que los míos yacía inmóvil, dormida. Sabía que no estaba muerta porque estaba conectada a esa misma sustancia intravenosa. Cerré la puerta de prisa, por reflejo, sin hacer ruido.
Respiraba agitada, volvía a estar nerviosa. Esa persona, esa otra chica, era la dueña de los lamentos que a veces escuchaba a través de la ventilación. ¿Sería la misma que había visto llegar hace tiempo?
Fijé la vista en la segunda puerta. ¿Acaso ahí...? No lo pensé más y la abrí. ¡Lo mismo! Otro cuarto verde, con alguien en su interior, esta vez un muchacho. Estaba despierto, me vio. Se quedó boquiabierto, igual que yo. Nuestros ojos se conectaron, pero ninguno dijo nada. Permanecimos así, por medio segundo más hasta que fui cerrando la puerta muy despacio. Él ni siquiera intentó decir nada, quizás pensó que era una alucinación.
Me alejé de las dos puertas y volví al largo pasillo. No quise regresar a mi habitación por miedo a encontrarme con voz grave dándose cuenta de que no estaba, así que esta vez corrí hacia el extremo opuesto. Estaba asustada, desesperada. Encontrarme a otros dos prisioneros me había hecho recordar mi situación actual. Aún no era libre, aún no estaba afuera, en cualquier momento alguien podría verme y devolverme a mi celda. Tenía que encontrar una salida tan pronto como fuera posible.
Corrí sin importarme nada, hasta llegar a la puerta del fondo. Me detuve frente a ella. Esta era diferente, no era de metal, sino de madera, con un acabado muy fino. Estaba a punto de pegar la oreja para escuchar, pero no fue necesario pues una voz habló fuerte.
—... creo que de verdad lo escuché, alguien corriendo, descalzo.
Hubo silencio, mi corazón palpitaba con fuerza, observé mis pies. Tonta. Estaba descalza, en un pasillo lleno de eco.
—Yo no escucho nada, ¡eh, chico! Ve a revisar.
Salté por el susto cuando escuché pasos, acompañados del sonido de una cadena acercándose a la puerta. Miré desesperada a mi alrededor, observé la puerta abrirse. Se abría hacia el exterior, así que tuve el tiempo exacto para ocultarme por detrás.
Fue sólo un momento, salió y dio un vistazo alrededor. Habría jurado por un segundo que me vio, pero no fue así, sólo se dio la vuelta y volvió al interior. Todo quedó en un silencio sepulcral durante un segundo. Lo que acababa de presenciar me había dejado impactada, loca, paralizada.
Mi corazón latía a mil por hora. Le había visto la espalda, un poco el perfil cuando se dio la vuelta. No podía creerlo, ¡era Mateo! La persona que había salido a revisar, no tenía la menor duda, ¡era él! ¡Estaba a salvo, y existía!
—Nada, ¿eh? Vuelve a tu sitio.
Me quedé inmersa en mis pensamientos por un momento, un sinfín de preguntas sin respuestas llegaban a mí, pero muchas de ellas sin importancia ahora mismo. ¿Qué hacía Mateo en este lugar? Mi mundo se caía a pedazos a la vez que se reconstruía, una y otra vez. Sentía que tenía un mono en mi cabeza jugando con dos platillos musicales. No entendía nada, no podía creer que mi amigo estuviera en un lugar así, con personas así. Aunque, ¿y si todo esto era una alucinación? Puede que no fuera él, después de todo, sólo otro producto de mi imaginación.
Con ese pensamiento en mi cabeza, y aún nerviosa, me acerqué a la rendija de la puerta, cerca de las bisagras. Un hueco se formaba entre la pared y la madera, desde el cual pude observar el interior. Busqué el mejor ángulo para mirar. Era una habitación muy elegante, forrada de alfombra y terciopelo por suelo, techo y paredes. A simple vista lucía muy parecida al comedor en el que pasé tantas noches siendo devorada, pero no era el mismo lugar.
Había dos hombres adentro, vestían traje negro. Estaban sentados en una mesa, jugando cartas o algo por el estilo. Cerca de ellos, escuchaba los pasos de quien acababa de cerrar la puerta. Lo busqué con la mirada hasta que di con él. Era un muchacho bajito, cabello desarreglado. Vestía un traje blanco, una cadena lo aprisionaba por el tobillo. No tardó en llegar hasta los hombres, se giró y pude verlo mejor. Ya no había duda, era Mateo.
Mis emociones se fueron a tope. Furia, tristeza, alegría y desesperación. ¡Era mi amigo! ¡Existía, estaba ahí, y era un prisionero igual que yo! No podía estar alucinando, y si lo estaba, entonces por lo menos esta era una alucinación que me daba esperanzas.
Fue allí, cuando mi vida adquirió un nuevo sentido. ¿Para qué quería salir de ese lugar? ¿Para volver a un mundo en el que mi madre no me recordaba, en el que viviría asustada por ser encontrada por estas personas? ¿Pasaría el resto de mi vida, tal vez, en un manicomio, repitiéndome a mí misma que estaba segura, que no vendrían por mí, que Mateo existía? No, no quería salir para convertirme en otra Melina. Si salía de este sitio, saldría bien, a mi manera, y con Mateo.
No estaba loca, o al menos me convencería de que no estaba loca, eso era lo más importante. Necesitaba que mi mente se mantuviese fuerte, necesitaba poder confiar en mis sentidos para poder confiar en lo que hacía. ¡Y eso haría! No importaba si todo era real o irreal, la realidad, al fin y al cabo, es aquello en lo que yo desee creer. Mi cordura ya no sería una carga, sino que la vería como una aliada, una aliada que luchaba y lanzaba un grito de guerra desde mi interior, diciéndome algo que ya sabía: no vas a salir de aquí, no ahora, pero lo harás, con mi ayuda lo harás. Sí, saldría de aquí, pero no lo haría sola. Saldría a su tiempo, cuando estuviese lista, y me mantendría cuerda, pasara lo que pasara. No dejaría que la situación me superara. Podía hacerlo, era difícil, pero podía hacerlo.
Los músculos de mi rostro estaban tensos, fruto de las decisiones que estaba tomando. Fijé la vista en la puerta al otro extremo del pasillo, la que devolvía a mi celda. Mi estómago se revolvió al pensar que tendría que volver ahí, pero luché contra esa sensación, luché con ayuda de mi renovada cordura y vencí. No debía temer a este sitio, no tenía por qué temer a algo que ya conocía. ¿Qué más podía pasarme? Ya conocía el límite máximo del dolor, de la humillación y de la locura. Las cosas no podían ir a peor, sólo a mejor. ¿Qué era lo peor? ¿La muerte? ¡Ja! Yo añoraba la muerte, y mis captores no me la otorgaban. Si no lo hacían, entonces aprovecharía eso al máximo, usaría en su contra la asquerosa protección que le daban a mi vida.
Regresé con sumo cuidado por el pasillo. Tomé aire y abrí la puerta que daba al cuarto verde. Observé mi celda. Volvería adentro, pero aún no. Necesitaba hacer una cosa más.
Giré a mi derecha y puse la mano sobre la manija de la puerta que llevaba a voz grave. Agucé el oído. No escuché nada. No me importó si fue suerte o no, tenía muy claro lo que iba a hacer. Abrí la puerta. Me encontré en otro pasillo con una puerta a la mitad —lado izquierdo— y otra al fondo —grande y doble—, la que seguro llevaba a la cocina. Ahí, en una silla, y durmiendo con la boca abierta estaba voz grave. Ni una sola cámara de seguridad vigilaba el área
Me sonreía el destino y no quise cuestionar su sabiduría. Avancé sin detenerme, pasé junto a voz grave, quien sostenía un teléfono celular en sus manos. Custodiaba la puerta doble, vaya gran guardián. Llegué a esta y acerqué mi oído para escuchar. No se oía nada.
Abrí la puerta con mucho cuidado y, sí, me encontré en la cocina. El Cocinero no estaba en casa. Encontré fácilmente el acceso al comedor y accedí a él, también solitario. Noté los platos preparados sobre la mesa para el siguiente festín. Observé la puerta por la que entraban y la abrí sin meditaciones. Tampoco había nadie, el lugar estaba desierto. No me sorprendía, tras un festín todos se marchaban.
Ahora estaba en una sala de la misma estructura y acabado que el comedor, elegante, llena de mueblería fina. Había una puerta más, de madera. Lo bueno de las puertas de madera era que tenían pequeñas rendijas, así que podía mirar a través de ellas. Y lo hice, sin embargo, no pude ver nada. Al otro lado todo era oscuridad. Escuchaba voces, pero no parecía haber nadie. Veía una luz, un pequeño destello que venía del techo. Escaleras, ¡había escaleras tras esta puerta! Esta tenía que ser la salida.
Puse la mano sobre la manija, mi corazón palpitaba con violencia, pero no la abrí. No iba a lograrlo. Si abría esa puerta en mi situación actual, no iba a poder escapar. Di un paso atrás. Cerré mis ojos por un segundo, respiré hondo, busqué valor y volví. Lo hice rápido, muy a prisa, sin mirar atrás. Cerré la puerta de la sala de espera, la del comedor y la de la cocina. Dejé todo como estaba, hasta que me encontré frente a frente con voz grave. Aún dormía.
Junté valor, aguanté la respiración y rogué a mi corazón para que se callara. Extendí mi mano. Lo había visto sacar las llaves de su cinturón cientos de veces, y ahora podía verlas, ahí, tan cerca de mí. Las tomé suavemente con las manos. ¡Voz grave respingó, pero no despertó! Al borde del infarto desatoré la argolla de su pantalón y me hice con ellas. Las pegué a mi pecho como si hubiese obtenido un tesoro más valioso que los diamantes, y me alejé.
De prisa y sin perder más tiempo, recorrí el pasillo hasta regresar a mi celda. Era duro, pero había hecho lo correcto. Era imposible que dejaran un sitio como este sin vigilancia. El que mi celda hubiese aparecido abierta y después viera a Mateo no podía ser una coincidencia. Tenía que haber sido él, de alguna forma había conseguido ayudarme, y esta era la mejor forma de aprovechar la situación.
Probé las llaves antes de volver a condenarme. Funcionaban. Atravesé el umbral de los barrotes y cerré la puerta, en silencio. Observé la medicina intravenosa esparcida por el suelo, la tomé y limpié la aguja tan rápido como pude. Mordí mis labios y volví a insertarla en la vena. ¿Dolor? Eso era una simple caricia para mí.
Todavía no podía saber si realmente estaba alucinando, así que tendría que hacer una prueba final. Escondí las llaves debajo de los trapos en los que dormía y me quedé ahí, hecha un ovillo por la gran cantidad de adrenalina que había generado. Si las llaves seguían ahí cuando despertara, estaría segura de que podía volver a confiar en mi propia mente.
Tal vez no sería hoy, pero lo haría, en definitiva, lo haría. Escaparía. La vieja Katziri había muerto, pero ahora renacía como un monstruo, un monstruo lleno de cicatrices en cuerpo y mente dispuesto a luchar por su vida.
Ya estaba todo en orden, nadie notaría que esa noche había dado, el que sería mi primer paseo por el lugar.
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