5. El Cocinero

Nota: Reproduce el audio para acompañar el texto.

Esclava de la Realidad es una historia de misterio paranormal recomendada para mayores de 16 años. A partir de este punto comenzará el contenido fuerte, si eres un lector sensible lee bajo tu propio riesgo.

Estaba agitada. Sentía que mi corazón escaparía de mi pecho. Todavía tenía puesta mi ropa de dormir, no debería haber pasado mucho tiempo desde qué, ¿me habían secuestrado?

La idea me llegó como un golpe en el estómago. No podía creer que estuviese sucediéndome esto. ¿Por qué? ¿Quiénes eran estas personas? ¿Qué es lo que querían conmigo?

Estaba atada de pies y manos. Me arrastré como pude hasta que topé con un trozo de metal que impidió mi avance. Traté de seguir su forma con mi cabeza —evitando el área cercana a mi cuello porque me dolía con cualquier roce—, era un barrote, y había más. Estaba en una celda.

Ya no había duda, esto estaba pasando. Me habían privado de mi libertad, me habían roto huesos y mi bienestar no parecía ser una prioridad. Tenía miedo. Tenía miedo porque sabía que cuando algo como esto ocurre, significa que las posibilidades de salir con vida son casi nulas.

Me fui arrastrando hasta encontrar un rincón. Sentí algo en él. Eran trapos, telas que no podía distinguir sin luz. Los hice a un lado con mis pies y me quedé ahí, hecha un ovillo, protegida por las paredes que formaban un ángulo perpendicular. Temblaba de frío, de miedo y desesperación. Ni siquiera podía pensar con claridad. Me sentía débil, me sentía impotente. Quería llorar, quería abrazar a alguien, quería a mamá.

¡Mamá! ¡¿Cómo estaba mamá?! ¿Estaría bien? ¿Le habrían hecho lo mismo que a mí? ¡¿Qué?! ¡¿Qué estaba pasando?! Tantos pensamientos afloraban en mi mente que, no pude más, me quebré. Comencé a sollozar, y finalmente a llorar, pero traté de tranquilizarme al instante. Mi barbilla temblaba sin control, atrayendo un dolor insoportable, producido cada vez que emitía cualquier sonido o movía mi boca un solo milímetro. Y entonces pasó algo peor, algo terrible, cuando traté de tragarme todas esas emociones desgastantes. Vomité.

Mi boca se abrió ante la fuerza del líquido expulsado. El dolor de mi mandíbula rota fue tan intenso, que me hizo querer gritar. Sentí mis labios hinchados despegándose de sus comisuras y dejando salir la sustancia, pero los vendajes la retuvieron y se acumuló en el interior. Sentía que me ahogaba junto con el grito que nunca logró salir. Intenté llevarme las manos a la garganta, pero estaban atadas. Desesperada, me puse boca abajo. Al mover mi cabeza sentí el punzante dolor de los huesos de mis mejillas reajustándose. Finalmente, giré un poco mi cabeza y el líquido comenzó a salir a través de la unión de los vendajes y la humedad de estos. El olor era casi tan insoportable como la sensación, pero, por inexplicable que pareciera, sentía un gran alivio conforme se vaciaba, poco a poco, el contenido de mi boca.

Me dejé caer al suelo, con la cabeza de lado para que todo siguiera saliendo. Me atragantaba de tanto en tanto y las arcadas amenazaban con rellenar mi boca con una segunda carga, pero resistí. Jamás creí que algo así podría causarme tantos problemas. Y justo ahora, estaba pasando por la experiencia más horrible de mi vida.

Que tonta fui al pensar eso, porque lo que sucedería a continuación, estaba por restregarme en la cara el hecho de que, esto, sería como un paseo de rosas comparado con lo que vendría.

Las luces se encendieron. Escuché pasos entrando en la habitación. Hice los ojos pequeños para dosificar la luminosidad y logré ver un poco a mi alrededor. Lo confirmaba, estaba en una celda, dentro de una habitación con paredes verde pastel, y yo estaba ahí, ahogándome en mis fluidos.

—¿Esta es la chica? —habló un hombre de voz aguda.

—La misma. La han traído hace unas horas —habló un segundo individuo, con una tonalidad grave—. ¿Ya tiene pensado lo que hará con ella?

Noté como alguien se acercaba a los barrotes de la celda y me observaba.

—Pero qué burdo, está sucia. ¿Y quién le ha roto la boca? Es un desastre —dijo voz aguda—. Me han dejado trabajo extra.

Voz grave gruñó.

—A mí no me mire, la queja a Sullivan y Rica.

Voz aguda suspiró.

—Qué se le va hacer, esos dos no saben de arte. Gracias por mostrarme, ya puedes retirarte, me encargaré de ella.

—Estaré afuera por si necesita algo.

Escuché una puerta abrirse y cerrarse, después, la respiración de aquel que se había quedado conmigo. Hubo un breve silencio en el que murmuró algunas cosas inaudibles para mí, hasta que el sonido de unas llaves llegó a mis oídos.

El sujeto entró. Me puso las manos encima, me giró la cabeza. Al notar que me ahogaba con el vómito puso cara de asco y me soltó. Mi falta de fuerza hizo que mi cabeza cayera y golpeara contra el suelo. Tosí por el ahogamiento y me quejé por el dolor que me produjo.

—Ay, ay... bella, pero inmunda. No te preocupes, te voy a convertir en arte.

Ni siquiera supe cómo sentirme ante tal afirmación. La situación me tenía anonadada, no comprendía nada ni tenía ganas de hacerlo.

Sentí como el hombre volvía a moverme, esta vez con mayor cuidado —de no mancharse, más no de dañarme—. Noté que llevaba un maletín muy pequeño, del tamaño de un libro. Lo abrió. Sacó algo de ahí, algo que no alcancé a distinguir, pero pude intuir lo que era cuando sentí un pinchazo en la nuca. Abrí mis ojos tanto como pude y traté de gritar cuando me di cuenta de que me había inyectado algo.

Intenté moverme, patalear, pero volví a ahogarme.

—¡Deja de moverte, te vas a ensuciar más! ¡Aagh!

El hombre de voz aguda se alejó mientras yo me retorcía, gritando sin abrir mi boca y produciendo un sonido gorgoreante. Sin embargo, tras unos segundos, un escalofrío comenzó a recorrer mi cuerpo desde la base de mi nuca, por mi espina dorsal y hacia el resto de mi cuerpo. Ya no podía moverme. Quedé completamente estática. Estaba paralizada, parálisis de verdad.

—¡Ay, qué mal trabajo han hecho contigo! —siguió diciendo el hombre, limpiando unas gotitas de suciedad que habían alcanzado a salpicar su vestimenta blanca.

Acto seguido, voz aguda se hizo con una manta que obtuvo de su maletín. La desdobló y la extendió para echarla encima de mí. Por un momento no pude ver nada, pero sentí como me levantaba en brazos y me sacaba de la celda. Me dejó sobre una camilla —o algo parecido— lo supe porque escuché el ruido del metal cuando me puso encima y luego el sonido de las llantitas cuando comenzó a empujarme.

Salió por la misma puerta que voz grave, e incluso se despidió de él con cortesía. Escuché más voces por el trayecto. Voz aguda silbaba mientras me llevaba, una tonada de música clásica que no supe identificar... sonaba aterradora.

Intentaba moverme, pero mi cuerpo no respondía. A saber qué me había inyectado, pero era horrible. ¿Qué iba a hacer conmigo? El que vistiese de blanco no me daba buena espina. Todo esto estaba superándome. Mi mente ya estaba al límite, quería hablar, quería preguntar quién era, o qué quería. ¿Era dinero? Por favor, de verdad esperaba que ese hombre quisiera dinero.

Una puerta grande se cerró y todo quedó en silencio cuando dejó de silbar. Me quitó la manta de la cara y pude ver en donde estaba. Tenía la cabeza de lado, así que sólo pude ver las paredes de mosaicos blancos, relucientes de limpios, con algunos utensilios colgados por aquí y por allá. Parecía una cocina. ¿Por qué me traía a una cocina? Y entonces apareció. Vi su rostro al frente. Era un hombre de unos cincuenta años, con cabello negro —pintado seguro—. Llevaba unos lentes cóncavos y un cubre bocas.

—Vamos a ver, primero hay que asearte. A los comensales no les gustará que estés sucia.

¡Comensales! Un fuerte latido casi me dejó al borde del infarto. Hubiera preferido infartarme y morir ahí, que asimilar lo que ese hombre había dicho. La desesperación comenzó a invadirme otra vez. Esperaba que lo de comensales fuera porque estaba invitada a una cena, ¿verdad? ¡¿verdad?!

Voz aguda siguió tarareando mientras el terror me invadía. Poco a poco fue quitándome los vendajes de la cara, con asco, pero con firmeza. Sentí cómo la venda pegada a mi rostro se desprendía, produciendo un sonido asqueroso a la vez que una sensación satisfactoria. La parte mala fue cuando comenzó a limpiarme. Utilizó un trapo para retirar la sangre y el vómito. Luego usó una manguera para rociar el interior de mi boca con agua, con tanta presión que incluso salió por mis fosas nasales. Lo agradecí, sinceramente, pues a pesar del dolor, fue magnífico cuando toda obstrucción desapareció. Ahora sentía mi mandíbula inferior colgando como un péndulo, causándome punzadas de dolor cada que un huesecillo flojo chocaba con otro. Podía notar como las lágrimas escurrían de mi rostro, pero era imposible intentar cualquier cosa para evitarlo.

—Mira nada más como te han dejado —decía él—. Pero eres tan hermosa, serás una obra de arte como ninguna. —Me sostuvo con una mano y giró mi rostro para verlo desde varias perspectivas. Lloré de dolor—. ¿Te duele? Tranquila, pronto me encargaré de eso. Por desgracia, el festín de hoy no será tan perfecto como esperaba. Ya verás, El Cocinero se encargará de sacarte brillo.

Hablaba para sí mismo, más que para mí, pude notarlo cuando se presentó en tercera persona. El Cocinero, se nombraba, pero yo lo identificaba ahora como voz aguda. Un nombre que no me animaba en absoluto.

Durante los siguientes minutos me despojó de todas y cada una de mis prendas hasta dejarme completamente desnuda. Quería llorar. Me sentí ultrajada cuando pasó sus manos por todo mi cuerpo para lavarme a consciencia en cada rincón. No podía evitar preguntarme, ¿por qué estaba consciente? ¿Por qué no pude simplemente haberme desmayado?

Una vez limpia, voz aguda comenzó a rociar mi cuerpo con diferentes cosas. No podía distinguirlo bien por mi ángulo de visión —cabeza de lado, apoyada sobre uno de mis brazos a manera de doncella caída—, pero logré identificar una especie de pasta que olía muy bien. La frotó por mis brazos, mi pecho, mi cintura y mis piernas, para luego espolvorear un poco de trocitos de nuez encima. Me adornó con lechuga, jitomate y pepino, a mí alrededor. Ahora me daba cuenta, estaba sobre un plato muy grande.

—Sí, ¡así! —decía mientras continuaba adornando mi cuerpo—. El Cocinero siempre hace un buen trabajo, aunque le den una presa dañada.

A estas alturas ya sabía cómo iba el asunto. Observaba mi cuerpo bañado en aderezo, como la carne que acompaña una ensalada. Veía mi piel barnizada con aceite de oliva y otras especias que no conocía. Me quedaba claro. Iban a comerme.

Jamás creí que mi vida terminaría de esa manera. Pero ahora, lo único que deseaba es que terminara pronto. Me preguntaba cómo demonios había acabado en un lugar como este, pero ya nada tenía importancia. Ninguna respuesta podría justificar lo que estaba a punto de sucederme. Las lágrimas de mi rostro ya se habían secado, pero por dentro mi alma gritaba, desagarrándose al ver mi final tan cerca.

Todo ocurrió despacio cuando voz aguda volvió a moverme, empujando el carrito que llevaba el plato principal. Ahora lo sabía, me tenía en la cocina, y El Cocinero me llevaría a los comensales.

Escuché una puerta abriéndose. La atravesamos. Me encontré en una habitación más grande, muy hermosa. Estaba alfombrada por piso y paredes, con colores cálidos y adornos de oro. Del techo colgaba un candelabro con velas reales y, al centro, una mesa vacía. Ya lo sabía. Ese era mi lugar.

El Cocinero sirvió la mesa. Sin mucho esfuerzo puso el plato de Katziri a la Caesar y adornó mi alrededor con copas de vino. Eran muchas copas de vino. Después, aun tarareando, se alejó muy sonriente hasta abrir una puerta doble. Afuera, esperaban varias personas de traje, cuyos ojos se clavaron en mí al instante.

—Bienvenidos al festín —dijo voz aguda—. Es un placer presentarles el plato principal.

Se hizo a un lado para señalarme con el brazo extendido. Muchos se relamieron los labios, otros hicieron gesto de un buen aroma, pero yo sólo quería morir ya.

Entraron al mismo tiempo, guiados por El Cocinero, hasta llegar a la mesa en la que me encontraba. Me rodearon por completo y tomaron asiento.

—Nueva presa esta noche, Cocinero. ¿Qué celebramos? —preguntó una mujer.

Voz aguda rio de forma tonta, halagado.

—Nada especial, simplemente ha llegado hoy mismo y no quería desperdiciar la frescura —dijo él.

Varios de los presentes asintieron conformes y se dispusieron a tomar los cubiertos. Quise cerrar mis ojos con todas mis fuerzas, pero no podía, ni siquiera podía moverlos.

—Pobre chica, se ve tan joven —dijo un hombre, atrás de mí.

—Seguro que está deliciosa —habló alguien más.

Esta gente me causaba nauseas. ¿Cómo podían hablar así de una persona? No era un objeto, no era... alimento. Yo ya no podía más. Las ansias eran horribles y la espera estaba matándome. En realidad, habría deseado que las ansias me mataran, pero eso parecía ser muy bueno para que ocurriera. Me preguntaba qué harían si es que vomitaba otra vez, allí mismo, pero tampoco podía con ello. Mi cuerpo no respondía ni siquiera para eso.

—Entonces, queridos míos —dijo voz aguda—. No se hable más, los dejo disfrutar del festín.

El Cocinero realizó una reverencia y se alejó hasta que desapareció de mi vista. Y ahí estaba yo. Me había quedado sola con esta gente. ¿Cuánto podría aguantar con vida? Esperaba que por lo menos alguien rompiera mi cabeza antes de...

¡Au! Fue repentino. No lo esperaba. Un agudo dolor punzante y constante apareció en la parte de atrás de mi muslo derecho. Era terrible, intenso y agobiante. Sentía que algo removía entre mi carne, separándola de mí. El dolor era fuerte, pero no tan fuerte como para desmayarme. ¡Maldita mi vida! ¡De verdad quería morirme en ese momento!

Pero entonces me di cuenta, cuando lo hicieron con mi brazo, frente a mí. No estaban cortando mi carne. Me estaban mordiendo. Clavaban sus dientes en mi piel, la desgarraban. Comencé a sentir esas punzadas en mis piernas, en mis brazos, en mi abdomen y cuello. Mordían, hacían cosas con su lengua y volvían a morder. Los cubiertos les servían para la ensalada, que la comían con gran elegancia, acompañándola con el vino. Y qué decir de las mordidas, que, aunque salvajes y dolorosas, no se mostraban como animales barbáricos, sino como una gente fina y de alta alcurnia.

El dolor se sumaba como una orquesta de agonía y desesperación que invadía mi mente. Una sinfonía de notas agudas y fulminantes que se arremolinaba como un infierno en mi cabeza. Quería morirme, quería que acabara ya. Quería que dejaran de relamerse los labios para limpiarse los restos de aderezo ensangrentado que había quedado en ellos. Quería que dejaran de sumergir la lechuga en mi carne o de lamer la nuez directamente de mi piel. Lo deseaba, me aferraba tanto a ello, que fue lo último que pensé cuando, finalmente, mi cordura se rindió ante la horrible experiencia.

Estamos comenzando...

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