4. Todo o Nada

Al día siguiente desperté temprano para hacer rendir el día. Era sábado, esperaba visitar todos los lugares que tenía planeados.

La alta torre se levantaba frente a mí, con sus cuarenta y cuatro pisos de altura. El edificio emblemático de la Ciudad de México. Su cristalería reflejaba los rayos del sol, resaltando una fachada antigua de los años cincuenta. Me resultaba raro pensar que, según la teoría, esa torre albergaba una entrada secreta a un mundo subterráneo. Era para reírse, pero desde hace poco, ya nada me parecía imposible.

Una vieja leyenda urbana sobre la torre era lo único que apuntaba hacia algún tipo de extraña conspiración. Resaltaban nombres como Sebastián Moreno, uno de los arquitectos implicados en la construcción de la Torre Latinoamericana, específicamente en sus cimientos, sótanos y el conocido sistema anti terremotos. Otro más, Rodrigo Meléndez, se relacionaba con el primero a través de un suicidio, debido a la construcción de supuestos pasajes subterráneos que nunca aparecieron en los planos. No sabía qué podría encontrar, pero iba con la mente abierta.

Entré sin dudar. Pagué una entrada con acceso completo. Me otorgaron dos brazaletes con números, igual que en los parques de atracciones. Al principio me pareció normal, pero si no supiese a lo que venía, jamás hubiera notado que había personas que podían entrar y salir de la torre sin brazaletes, e incluso utilizaban ascensores distintos a los de acceso público.

No me quedó más que seguir las indicaciones que el personal me daba. Me llevaron a través de un elevador, con otros turistas. Ahí, lo primero que noté es que no subíamos directamente hasta el último piso, sino que nos deteníamos en diferentes puntos para cambiar de un ascensor a otro.

—¿Por qué no se puede acceder al piso 39? —pregunté a la persona encargada, al ver que el letrero restringía el paso.

—Son oficinas, nada interesante.

No esperaba otro tipo de respuesta, sabía que la torre latinoamericana tenía muchos pisos inaccesibles, pero ahora dudaba de todo lo que veía.

Finalmente, bajé en el piso 36 y di un paseo por la cafetería. No quise llegar al mirador, porque mi destino no estaba arriba, quería ir abajo, al subterráneo. Tras uno minutos sin que notase nada extraño, decidí retomar mi camino.

Tomé un nuevo elevador hasta el primer piso. De entrada, había más botones que el número de pisos, me sentí tentada a presionar uno para ver qué ocurría, pero seguro me echarían del complejo en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando llegué a la planta baja, nos sacaron a todos, sin embargo, yo no salí.

—¿Señorita? —habló el encargado del ascensor.

—Al tercer sótano, por favor —pedí.

El hombre que atendía rio.

—Hasta aquí llega el servicio, para bajar a los museos están las escaleras de allá.

Suspiré al darme cuenta de que no podría hacer nada. ¿Cómo podría saber si realmente ocultaban algo, o era simple paranoia?

Sin más que hacer, dejé el cubo del ascensor para dirigirme a las escaleras. Miré el descenso. La gente entraba y salía, riendo, la mayoría turistas. Las atracciones que se ofrecían en la sección subterránea eran variadas, desde museos, hasta películas en tercera dimensión y un cuarto de espejos. No me interesaba nada, a excepción del cuarto de espejos. Si había una entrada secreta a algún sitio, esa debía ser la coartada perfecta.

Solicité acceso mostrando mis brazaletes. Lo obtuve sin problemas. El cuarto de espejos era un lugar oscuro, con caminos confusos en los que veía mi reflejo a cada esquina. Muchas personas estaban a mi alrededor, era fácil perderse en el laberinto.

Mientras más tiempo permanecía en ese lugar, mi corazón se aceleraba más y más. ¡Era perfecto! Sin duda alguna en ese lugar debería haber algún tipo de entrada a los niveles secretos, inferiores. ¡¿Pero cómo encontrarla?! Lo único que veía alrededor eran infinitas reflexiones de los pasos que daba. Por si fuera poco, los caminos no estaban preestablecidos, sino que había puertas plegables, que abrían paso a lugares cerrados.

Estaba a punto de rendirme, cuando noté algo que salía de contexto. Una persona. Una persona transitaba por el lugar sin un brazalete. No sabía si era un empleado, o alguien de «aura dorada», pero lo seguí.

Me moví de prisa para no perderlo, algo muy difícil considerando que a veces era un simple reflejo lo que observaba. Mi corazón se agitaba con cada esquina en la que giraba. Sentía que lo perdía de vista, pero seguía ahí. Estaba delante de mí, vestía ropa normal, era un hombre joven. Lo seguí hasta que se detuvo frente a un camino sin salida. Allí, miró a ambos lados y luego dio un paso al frente. ¡Lo perdí de vista! ¡Atravesó el espejo sin más!

Parpadeé confundida, sin dar crédito a lo que había visto, y empecé a correr en la misma dirección que el desconocido. Sin embargo, apenas alcancé el siguiente cruce, me estrellé de lleno con alguien. El impacto me derribó. Caí al suelo.

—¡Ay! —exclamé, llevándome la mano a la frente.

Una mano me ofreció ayuda.

—¡Lo siento! ¿Te encuentras bien? No te vi.

Acepté la mano y me puse de pie.

—No, perdón, yo fui la que no...

Las palabras se quedaron atoradas en mi garganta cuando levanté la vista. Una gran decepción se aglomeró en mi estómago. Era el mismo sujeto que creí haber visto atravesar los espejos. No lo había hecho, tal vez sólo se había perdido en alguna esquina.

Suspiré.

—No importa, lo siento.

—Ven aquí, te ayudaré a salir. Me enviaron para encontrarte, creo que llevas mucho tiempo perdida.

Totalmente frustrada, asentí con la cabeza y acepté la ayuda. Era hora de salir, no encontraría nada más.

No sé cuánto tiempo perdí en la cámara de espejos, pero no conseguí nada. Salí de la torre y me perdí entre la multitud, en el Corredor Madero. ¿Qué estaba pensando? ¿De verdad esperaba encontrar una entrada al mundo de los topos? Seguro había asustado al personal de seguridad quedándome tanto tiempo allí.

Observé mi reloj. Eran las cuatro treinta. Me llevé una mano a la sien. En Bellas Artes no encontraría nada, lo sabía, porque había realizado un par de presentaciones sin notar nada extraño. Conocía bien a la gente de allí, y nunca había escuchado nada sobre auras doradas.

Un repentino dolor en la frente me distrajo. Estaba cansada, los espejos me habían ofuscado. Cerré los ojos con fuerza por unos segundos, para luego volver a abrirlos. Veía motitas de luz flotando por todas partes. Necesitaba un respiro, tanto estrés me estaba agobiando.

Eran las seis de la tarde cuando volví a casa. Mamá estaba dormida en el sillón de la entrada, junto a su ordenador portátil encendido. Sonreí, cerré el ordenador y la cubrí con una manta. Ella se acomodó y siguió perdida entre sueños. Su trabajo era agotador, estaba orgullosa de ella.

Subí a mi habitación cabizbaja. Otro día y ningún resultado. La desolación volvía a invadirme. No encontraría nada, estaba desperdiciando mi tiempo. Quizás de verdad estaba loca y todo esto era una señal para que lo dejara antes de que fuera demasiado tarde. Podría terminar obsesionada, en un manicomio, o muerta.

Me arrojé a la cama boca abajo, meditando en lo que sabía. La Torre, Bellas Artes, los monumentos, todos lugares públicos. ¿De verdad encontraría algo en cualquiera de ellos? Es más, suponiendo que de verdad estaba tratando con alguna sociedad secreta, ¿había posibilidad siquiera de conseguir relacionarla con la desaparición de Mateo?

Todos mis esfuerzos eran infructuosos, después de todo, era sólo una niña tratando de hallar a un amigo imaginario. Si tan sólo fuese un año mayor, podría ir a alguno de esos lugares nocturnos que se mencionaban en la Deep Web, tan sólo a dar un vistazo.

Suspiré, al tiempo que una idea llegaba a mi mente. ¿Y si lo hacía?

Me levanté de la cama casi de un salto. Observé el espejo del armario. ¿Qué diferencia habría en mi aspecto físico cuando cumpliese 18? Ninguno. Sólo necesitaría una identificación.

Una ligera sonrisa se dibujó en mi rostro. Tenía que intentarlo, de cualquier forma, ya estaba loca, ¿qué de malo habría en hacer una locura?

***

Caminaba por las calles del centro histórico de la ciudad, bien iluminadas y llenas de música por la zona en la que me encontraba. Los hombres se me quedaban viendo al andar. Los ignoraba. Iba muy bien vestida, con porte elegante. Lucía más alta de lo normal.

Todavía no podía creer lo que estaba haciendo. Había escapado de mi casa a mitad de la noche para adentrarme en el mundo adulto. Era peligroso, lo sabía, y tal vez estaba yendo demasiado lejos, pero ya no podía parar. No quería aceptarlo, pero la desaparición de Mateo se había vuelto una obsesión. No podría continuar con mi vida a menos de que encontrase respuestas.

Llegué al sitio correcto, una entrada que llevaba a la terraza de un edificio. Las escaleras estaban custodiadas por un guardia de piel morena, brazos gruesos y cabeza calva. El sonido de mis tacones se perdió entre el barullo de la muchedumbre que quería entrar. Me formé a la fila de mujeres. Se suponía que era entrada libre para nosotras, un claro movimiento discriminatorio por parte de los dueños «mercancía para los hombres», sólo nos veían como eso. Esa noche no me importaba, mientras yo pudiese aprovecharlo.

Estaba nerviosa. Las chicas de adelante claramente lucían mayores que yo. El guardia les pedía una identificación, las revisaba con un detector de metales y les permitía el acceso.

—Su identificación, señorita —solicitó el guardia cuando llegó mi turno.

Tuve suficiente tiempo para idear mi estrategia, y esperaba que no fallara. Sabía que mi principal problema era la edad, pero contaba con que el maquillaje me diese los años que no tenía.

—Sí claro —respondí, buscando en mi bolso.

Mi corazón palpitaba con fuerza, pero trataba de que no se notara.

—Aquí está —le dije.

El hombre recibió la identificación, una credencial para votar. Observó la fotografía con ojos inquisitivos, pasándolos del objeto a mi rostro; una, dos veces. Frunció el ceño y me la devolvió.

—Brazos arriba.

Seguí la indicación, levantando mis extremidades mientras él pasaba el detector por el contorno de mi cuerpo, sin tocarme. Finalmente, extendió su mano mostrándome la entrada.

Sin pensarlo dos veces me dirigí al interior. Sonreí. Sentía una extraña satisfacción. Lo había conseguido, había sido muy fácil. Guardé la identificación que robé de mi madre, me había peinado y maquillado igual que ella, emborronando los últimos dígitos de la fecha de nacimiento.

Subí las escaleras que llevaban a la terraza y la música me invadió junto con el penetrante aroma del cigarrillo y el alcohol. La música electrónica se escuchaba a todo volumen, mientras la pista de baile central se encontraba atestada de gente. A los lados, cerca de los balcones y de la barra, las personas se reunían para beber o charlar cómodamente.

Me moví de forma discreta, tan natural como pude. Traté de no mostrarme intimidada por el entorno. Era nuevo para mí, pero tenía que lucir como si fuese algo normal. Eso intentaba, caminando con la frente en alto y la espalda recta. Me sentía tan observada y nerviosa como en una competencia de ballet.

Mi rostro denotaba seriedad, pero por dentro me sentía rara. La extraña sensación de euforia se acrecentaba con cada sonido del bajo palpitando en mi pecho, haciendo vibrar mi corazón al ritmo de la música. No acostumbraba salir de casa, porque no me gustaba la convivencia con otras personas, pero al estar en ese lugar, ver el ambiente, no estaba tan mal. De ser posible, me hubiese gustado volver con...

Mi euforia se fue casi tan rápido como había llegado. La razón principal de mi venida a este sitio volvió a mi mente como un destello. Mateo. Tenía que centrarme en mi objetivo.

Llegué con decisión hasta la barra, abriéndome paso entre la multitud. Ignoré tres invitaciones para bailar, hasta que logré sentarme a solas. Pedí un trago suave, una margarita, no quería más problemas de los que podría controlar. Crucé una pierna, me eché el cabello hacia atrás y recargué la espalda en la barra, observando mi área de investigación mientras esperaba a que sirviesen mi copa. No sabía si estaba actuando bien, pero eso era lo que siempre hacían en las películas. Ahora sólo necesitaba que alguien comenzara a hablar sobre alguna cosa misteriosa o ilegal, prestaría atención, obtendría pistas y me iría.

La mayoría de los que estaban allí eran jóvenes, muchos de dieciocho, que se veían incluso más chicos que yo. El lugar transmitía una sensación de euforia difícil de resistir. A veces perdía la mirada hacia el lejano horizonte, más allá del balcón de la terraza, desde donde se veía muy bien el palacio nacional y la catedral. Podía comprender por qué esta clase de sitios eran tan populares. Tenía que encontrar a Mateo y volver el próximo año, con él.

Cuando la margarita llegó comencé a beberla de a tragos muy pequeños. Trataba de escuchar a las personas que me rodeaban, pero el volumen de la música era muy alto, además de que, cuando alcanzaba a escuchar, sus charlas eran tan mundanas como cualquier otra.

El tiempo transcurría y comenzaba a sentirme frustrada. Ya había tenido que rechazar otras cinco invitaciones —dos de ellas a chicos bastante guapos—. Todavía no tenía nada, ni siquiera sabía qué buscaba. ¿Alguna señal, una imagen, una palabra clave? Bufé, haciendo volar mi cabello. Lo peor era que ni siquiera me estaba divirtiendo. Ahí estaba, bebiendo en un bar, de forma ilegal, a altas horas de la noche. Nunca antes lo había hecho y mi estado de ánimo no permitía que lo disfrutara.

Di el último trago a mi segunda margarita de la noche. Pedí otra más. Estaban deliciosas, ¿cómo podía haber vivido tanto tiempo sin probarlas?

—¿Por qué tan sola? —me preguntó un hombre de edad algo avanzada, llegando a mi lado.

Lo miré de reojo. Podría tener la edad de mi abuelo. Aun así, decidí que sería él quien me daría la información que buscaba.

—No es asunto suyo —respondí.

Iba a utilizar la historia de la mujer despechada, escuché que eso era una buena apuesta para tentar a los hombres.

Él se rio.

—Puede que tenga canas, pero no soy tan mayor como aparento. ¿Quieres que te deje en paz? Parece que no has tenido una buena noche.

Me sentí tonta. Lo había llamado de usted como a cualquier otro adulto. Estúpida costumbre.

—No, no. —Me apresuré a responder—. Tienes razón, perdona, es que... sí, acertaste, ha sido una mala noche.

Traté de ocultar mi nerviosismo, fingiendo estar distraída.

—Tranquila, es muy común por aquí.

Se sentó a mi lado. Había usado las palabras que estaba esperando.

—¿Vienes mucho por aquí? —le pregunté.

Él asintió, miró al barman y pidió un tequila.

—Cada noche, sólo un rato —dijo él—. No suelo beber mucho, sólo cuando encuentro buena compañía.

Me guiñó un ojo, recibiendo un caballito y mirándome como diciendo «a tu salud», antes de tragarlo hasta el fondo y hacer ese ruido característico que deja una bebida ardiente en la garganta.

—Eh, sí.

Me reí, un poco incómoda. Sus palabras me tomaron por sorpresa.

—Martín, sírvele un trago a mi compañía, lo mismo que haya pedido toda la noche.

—Seguro —respondió Martín—, otra margarita para la joven.

Me puse roja cuando el barman me sirvió otra más. El hombre observó mi trago bajo en alcohol y soltó una risilla.

—No bebes mucho, ¿verdad?

—Sólo a veces. —Mentí—. Vine porque escuché que en este lugar pasan cosas... únicas.

Él crispó su rostro como si dijese tonterías.

—¡Por supuesto! Mira, ese tipo de allí suele caer borracho a las tres de la mañana, y esa de allá es conocida por beberse más de un...

—No, yo me refiero a otro tipo de cosas —interrumpí antes de que continuara.

Guardó silencio, como si hubiese dicho algo indebido.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó.

—No lo sé. ¿Has escuchado hablar sobre la gente de aura dorada? Dicen que muchos frecuentaban este lugar.

Hubo otro silencio que se tornó más largo de lo que esperaba.

—Discúlpame —dijo él—, creo que he cometido una equivocación. Que tengas una linda noche.

Me hizo un gesto de cortesía, se levantó y se alejó como si lo hubiera ofendido. No entendía qué había dicho. ¿Acaso era un tema sensible? ¿Fui muy directa? Tal vez debí haber sido más cuidadosa.

Estaba pensando en qué había hecho mal, cuando Martín, el barman, se me acercó.

—No deberías estar preguntando esas cosas por aquí —dijo con un tono serio, casi a mi oído—, mira, ya te han visto.

El hombre señaló de forma discreta a una pareja de traje, al fondo. En cuanto mi mirada se posó en ellos, voltearon para otro lado.

—Yo de ti me iría rápido —agregó en un tono sombrío—. Me iría muy rápido... y no volvería nunca más.

Un escalofrío recorrió mi espalda y un impulso me hizo levantarme de prisa. Sentí que los vellos de mi espalda se erizaban. Sin mirarlo, y como una estatua, asentí con la cabeza y me dispuse a dejar el bar.

Ya no podía ocultarlo más. No quise averiguar si lo que me decía era una broma o era verdad. La forma en la que lo había dicho me había aterrado.

Salí a toda prisa de ese extraño lugar. ¿Quería pruebas de algo raro? Sin duda las había encontrado. Por desgracia, al huir, perdí toda oportunidad de llegar a algo. Y cuando estaba de camino a casa, en uno de esos autos que se contratan con la aplicación del móvil, pensé para mis adentros: si ni siquiera podía con una tarea como esa, ¿de verdad tenía lo que se necesitaba para cumplir lo que me había propuesto?

Me quedé pensando mientras recargaba la cabeza en la ventanilla. Estaba encontrando más preguntas que respuestas. Ni siquiera sabía si iba en la dirección correcta y, con lo de hoy, todo comenzaba a parecerme una gran locura. Quizás de verdad debería aceptar lo que había ocurrido, olvidarlo y seguir con mi vida.

Lo pensaba, pero no quería rendirme. Mateo era alguien muy importante para mí, alguien que de verdad me prestaba atención y se preocupaba por lo que sentía. No abandonaría su recuerdo.

No me pasó nada malo esa noche. Mi madre aún dormía cuando llegué a casa, así que me resultó fácil devolver la identificación a su billetera. La última vez que hablamos sobre Mateo, me dio un buen consejo que tal vez debería seguir. «Si para ti existe ese chico, que siga existiendo».

No lo había pensado de ese modo. Si había sido una invención de mi imaginación, entonces, ¿por qué no podía seguir siéndolo? Todos decían que estaba loca, yo misma me sentía como una loca, así que sólo debía aceptarlo o terminaría de verdad como Melina Aldiva.

Resignada, decidí olvidarme de todo. Devolví los animales de felpa a su sitio, volví a colocar mi alfombra morada. Todo quedó igual que antes. Coloqué a Tomás sobre mi buró y le rocié un poco de agua con un atomizador. Mi vida volvería a ser lo que era antes de conocer a Mateo. Me sentía mal por ello, pero las palabras de mi madre me daban esperanza. Él seguiría existiendo mientras no lo olvidara.

Me acosté a dormir pensando en que, al día siguiente, si lo deseaba con todas mis fuerzas, mi gran imaginación podría materializar de nuevo a Mateo. Sí, así cerré mis ojos, antes de quedarme dormida. Jamás hubiese imaginado que, después de ese día, nunca volvería a ser la misma.

Un ruido me despertó. No sabía la hora que era, pero todavía estaba oscuro. Extendí la mano para alcanzar mi teléfono. Las cuatro y media de la madrugada. Arrugué la frente y me di la vuelta para seguir durmiendo, pero entonces, el sonido de una respiración ajena me causó un escalofrío que me puso los cabellos de punta.

Me quedé petrificada, y lo único que pude hacer fue ocultarme bajo las sábanas. No sabía qué hacer. No sabía si estaba delirando o era real. Todo lo ocurrido en los últimos días había dejado mi mente licuada. Me sentía incapaz de saber si estaba soñando o...

¡Una voz! Pasos, de verdad había escuchado pasos y no parecía estar soñando. Había alguien en casa y las sábanas no iban a protegerme.

Me levanté rígida como una tabla. Fui al interruptor de luz más cercano. Puse mi mano encima pero no lo oprimí. Traté de calmarme. Si había alguien dentro, no sería una buena idea dar mi ubicación. Pensaba en qué hacer cuando, sin que yo hiciese nada, la luz se encendió.

Mi corazón dio un vuelco. Escuché una respiración detrás de mí. Pasando junto a mi cuello, una mano había presionado el interruptor, una mano que no era la mía y que se retiró lentamente, perteneciente a la presencia que sentía a mi espalda. No quería darme la vuelta. No quería verlo, pero de cualquier forma no podía moverme. Estaba aterrada, asustada de verdad.

Sentí el tacto de unas manos obligándome a girar. Tragué saliva, y lo vi. Alto y delgado, de mirada perdida y sonrisa diabólica, de pie, frente a mí.

Todo mi cuerpo comenzó a temblar. Hubo un flash de luz azul que me cegó por un instante. Llevaba algo en la mano, algo que no alcancé a distinguir hasta que me golpeó justo en la frente. Se movió rápido, como una bala, ni siquiera lo vi venir. Era una espada, me había abatido con el mango.

Sentí que todo me dio vueltas. Perdí el equilibrio y la noción de lo que ocurría. Caí al suelo, aturdida, pero consciente. Sentí cómo el hombre me tomaba por una pierna y comenzaba a arrastrarme fuera de mi habitación. Veía rojo, había sangre escurriendo por mi rostro.

—¿La tienes? —Escuché la voz de una mujer, entrando a mi habitación antes de que el hombre me sacara a rastras—. ¡Oh, mira! ¡Tenía un cactus! Me encantan los cactus.

Escuché los pasos andar por mi habitación hasta llegar a mi buró.

—Deja de jugar, vámonos —habló el hombre, con voz dura—. ¿Ya te encargaste de la madre?

Mi cerebro luchaba por funcionar, pero un fuerte dolor en mi cabeza me desorientaba.

—¿Es necesario? Hazlo tú, no tengo ganas —replicó la otra presencia—. ¿Crees que pueda llevar el cactus conmigo?

El hombre gruñó.

—Estás loca.

La mujer hizo un sonido de queja. El hombre me soltó. Lo escuché bajar las escaleras.

Un fuerte grito fue ahogado, identifiqué la voz de mamá.

—¡¿Quién es?! ¡¿Qué está haciendo?!

Un destello azul alcanzó mis párpados, venía de la planta baja. Se escuchó un golpe seco, luego silencio.

Mis sentidos se dispararon, mi corazón comenzó a bombear sangre a toda prisa. Quería saltar, levantarme y ayudar a mamá, pero estaba desorientada. Lo único que conseguí fue emitir un absurdo quejido y generar un espasmo con mi cuerpo.

En cuanto lo hice, escuché que una presencia se acercó a mí. Intenté abrir los ojos. Me asusté al observar un rostro borroso.

—Imposible, ¿sigue despierta? —habló la mujer—. Sullivan, vuelve aquí, creo que tenemos un problema.

Los pasos del hombre subiendo las escaleras, acercándose, resonaron en mis oídos. Hubo un breve silencio.

—Debe ser un espécimen sensible, las instrucciones son claras en estos casos. Cambio de planes, la llevaremos con nosotros. ¡Deja eso! Vámonos antes de que termines llamando la atención de la G.I.V.

—Eres un bruto. —Se escuchó un ruido muy fuerte. Algo se estrelló a un lado de mi cabeza—. ¡Está bien! Larguémonos de este sitio.

Alcancé a verlo. Ahí, en el suelo, despedazado, estaba Tomás, mi pobre cactus. Sentí que volvían a jalarme de la pierna. Comencé a alterarme, intenté escapar.

—¡Eh! ¿Tengo que decirte encima que no has hecho bien tu trabajo? Sigue consciente.

—¿Mmhm?

Fue lo último que escuché. Pues sentí un golpe potente en mi mandíbula inferior, una patada. Escuché algo crujir. No pude más. Me desmayé.

Abrí los ojos despacio. No podía ver nada, estaba en completa oscuridad. Me dolía la cabeza y el cuerpo. Tenía frío y el piso se sentía helado. ¿Estaba soñando? No, el dolor en mi cara me decía lo contrario. Me llevé una mano al rostro, estaba vendado casi por completo. Intenté mover mi boca, pero un dolor intenso y agudo me dejó al borde de perder la conciencia. Tenía la mandíbula rota.

No había sido un sueño, estaba ocurriendo de verdad.

Una mezcla de pánico, dolor e impotencia me invadieron. Mi estómago se hizo pequeño y un grito, un grito que venía de mi alma, se tradujo como una vibración en mi garganta que no alcanzó a salir a través de mi magullada boca. Tirada en la oscuridad, vencida ante el peso de lo desconocido, me preguntaba qué estaba sucediendo.




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