3. Siguiendo el Rastro
Versión reacondicionada: enero de 2020
Los siguientes días los pasé perdida en mis pensamientos, divagando en los acontecimientos recientes. Con la cabeza fría, el panorama general de mi vida comenzaba a tomar un rumbo muy extraño. Eran pequeños detalles, situaciones que, si yo tampoco recordase nada sobre Mateo, no me parecerían raras; el hecho de que la señora López hubiese sido transferida a otra academia de forma repentina era una de ellas.
Mi amigo había desaparecido completamente de la faz de la tierra. Todos mis conocidos aseguraban jamás haberlo visto, incluso mis compañeras de ballet. Esos testimonios ya no me desquiciaban tanto como antes, tenía una nueva idea metida en la cabeza: Mateo había existido, y de alguna manera todos lo habían olvidado. ¿Estaba loca? Quizás, pero, ¿no estaría loca también si aceptara el hecho de que lo había imaginado? No tenía alternativa, cualquier camino apuntaba a que estaba mal de la cabeza, tenía que seguir aquel que me hiciese sentir más cuerda.
Esa tarde estaba en mi habitación, con un bol lleno de aperitivos sobre mi escritorio. Salchichas crudas, yogur con cereal y un par de zanahorias. No estaba comiendo bien, sabía que me traería consecuencias con el ballet, pero es que mi mente estaba ocupada con el tema que carcomía mi alma.
Mi habitación no era la misma de siempre. Mis perfumes, muñecas de porcelana, lámparas y animales de felpa estaban guardados, dejando toda superficie limpia y disponible para trabajar. Tomás, mi querido cactus que yacía en su pequeña maceta cúbica, era el único acompañante que tenía. Lo conservaba porque se parecía a mí: pequeño, pero peligroso; espinoso, para que nadie se le acercara; requería pocos cuidados y no le pasaba nada por dejarlo días sin atención.
De algo habían servido todas mis clases de administración y acceso a la información, gracias a ellas es que logré reunir tantos datos como pude. Irónicamente, tenía más pruebas de mi locura, que de la existencia de mi amigo.
Era curioso como algo, de lo que puedes estar completamente segura, puede llegar a parecer irreal si el mundo te dice que es así. Que peligrosa es la sociedad, con tanta subjetividad y la fragilidad de la mente humana, puede incluso tergiversar la realidad. Apegarme o no a lo que yo creía, a mi propia realidad, significaba un simple cambio de perspectiva: o me unía a la sociedad, viviendo con una locura interna; o sería fiel a mis pensamientos, aunque la sociedad me enviase al manicomio. Me sentía como una esclava, esclava de la realidad que me aplastaba y no podía comprender, pues de una forma u otra terminaría estando loca. Sin embargo, si al final representaba una decisión, una preferencia entre las dos, entonces sería fiel a lo que mi mente dictaba. Sabía que Mateo existía y, si no podía probárselo al mundo, al menos me lo probaría a mí.
El cofre era la pista más sólida hasta el momento. No podía comprobar nada sobre los objetos de Mat, pero el llavero de bailarina que había comprado para él, lo había adquirido en una joyería del centro de la ciudad, en el corredor Madero. Preguntar en ese sitio fue una de mis primeras acciones y, aunque ya no tenían, descubrí que los hubo hace unos meses, justo cuando recordaba haber comprado el mío. No era mucho, pero si de verdad había comprado ese llavero, ¡¿por qué no estaba en el cofre?! Suponiendo que hubiese sido yo la loca que hizo todo eso, tendría que haber estado en su interior. Los objetos de Mateo —la billetera, el dije y el guante— al ser, en teoría, productos de mi imaginación, no deberían existir; sin embargo, el objeto real, el llavero de bailarina, debió haber estado allí. La única explicación a ello era simple: alguien se lo había llevado.
Todo parecía tan surrealista para mí, que no podía creerlo. Era como un mal sueño, una pesadilla, como esas historias locas de viajeros del tiempo, o gente abducida por extraterrestres. Por eso mismo decidí que tenía que considerar lo paranormal como una posibilidad plausible. No me gustaba creerlo, no me gustaba compararme con esa gente loca, pero me había visto inmersa en una situación que no tenía explicación y no me quedaba otra salida.
La web fue mi mejor aliada, busqué todo lo que pude sobre desapariciones, abducciones, amnesia, ¡todo! Al principio sentí que había perdido la razón, pero, conforme más me adentraba en ese mundo, más cuerda me sentía.
Había testimonios de personas que aseguraban conocer gente que jamás había existido. Desde abducciones alienígenas, hasta conspiraciones illuminati o lavado cerebral del gobierno. Algunas parecían verdaderas alucinaciones, producto de imaginaciones muy ociosas, pero no me sentía en posición de dudar de la veracidad de cualquiera de ellas. Traté de excluir, filtrar y separar lo bueno de malo, buscando lo que mejor se adaptara a mi caso, hasta que me quedé con una, la única comprobable en la ciudad de México.
Un artículo en internet contaba la historia de cierta joven diagnosticada con esquizofrenia. Ella juraba que veía el alma de las personas, además de fantasmas entre la gente. A los quince años había reportado a su madre como desaparecida, sin embargo, nunca nadie encontró rastro alguno de ella. La nota decía que dicha mujer estaba tan desquiciada, que terminó en un psiquiátrico. Aún vivía, pero era una anciana. ¿De verdad estaba loca? ¿Tan loca como yo? Sólo había una forma de saberlo.
Lo había pensado mucho, pero al fin estaba lista para hacerlo. Cerré mi computadora portátil, bajé las escaleras y salí de casa. Planeaba estar de vuelta para antes del anochecer. Mamá ni siquiera notaría que me había ido.
***
Caminaba por el vestíbulo del Sanatorio del Oso. En este lugar se encontraba la única persona viva que había pasado por algo como lo que yo. Esperaba que despejara algunas de mis dudas, o por lo menos me diera la clave para olvidar. Cualquier cosa, cualquier cosa que ayudara a quitarme esta desesperación del pecho.
Obtener una visita había sido especialmente complejo, llevaba días informándome sobre cómo hacerlo. Tuve que llenar un sinfín de formularios y entregar diversos documentos con el fin de que me permitiesen verla. Como no era ningún familiar, mi petición tenía que pasar por muchos filtros. Incluso me orillaron a agregar un pequeño «estímulo» en efectivo para que ignorasen el hecho de que era una menor. Pero así funcionaban las cosas, y estaba dispuesta a caminar por esos sucios pasos con tal de encontrar la verdad.
—Muy buenas tardes —saludé a la recepcionista—. Soy Nabté Katziri, tengo una cita para ver a la señora Aldiva.
La mujer detrás del escritorio revisó en la pantalla que tenía delante. Tecleó algunos datos y me entregó un pase.
—Ve por ese pasillo y muestra tu pase. Uno de los camilleros te mostrará el camino.
Recibí la tarjeta que me entregaba y la colgué de mi cuello. Caminé hasta el sitio indicado y fui recibida por un joven de bata blanca. Mostré mi pase tal y como me habían indicado y esperé a que me dijese qué hacer.
—La señora Aldiva está esperando. Es un poco paranoica, así que, por favor, te pido que procures ser breve y no la presiones. —Se acercó para hablarme al oído—. Y recuerda no mencionar a nadie que eres menor de edad. Aquí tienes tu pase, te llevaré a verla.
—S-Sí, está bien —dije, poniéndome de pie y recibiendo el pase.
Seguí a la persona mientras pensaba, «el dinero lo podía todo».
Me llevaron a los pasillos internos del hospital. Había personas vistiendo de blanco por todas partes. Tenía la idea de que un hospital psiquiátrico sería tétrico y lleno de locos, con paredes acolchadas, puertas blindadas y camisas de seguridad, así que me dio un poco de risa el darme cuenta de que estaba muy equivocada. Esto lucía como un hospital común y corriente.
La habitación de Melina Aldiva, la mujer que venía a visitar, estaba en el 4º piso. Era pequeña y poco iluminada. No había ventanas, sólo adornos en las paredes.
—Meli —dijo mi acompañante—, esta es Katziri. —Se dirigió a mí—. Esperaré afuera, recuerda lo que te he dicho.
Asentí con la cabeza y me acerqué a la anciana que habitaba el lugar.
—Se... ¿Señora Aldiva? —cuestioné, sin moverme.
Ella estaba sentada en una silla común, dándome la espalda. Podía ver su cabello blanco. Vestía un camisón largo, con pantuflas.
—¿Qué te trae por aquí pequeña? —dijo ella, en un tono de voz bastante cordial—. Desde hace mucho que nadie viene a verme.
Por un momento no supe cómo continuar. Otra vez estaba nerviosa. Estaba frente a ella y no sabía qué decir, o qué preguntar. A veces me sentía como una...
—Yo... quería preguntar por lo que ocurrió con su madre, señora Aldiva.
Sí, como una tonta.
La mujer guardó silencio un momento. No reaccionó tan mal como había esperado. Eso era bueno, no lo había arruinado... tanto.
—Madre... —murmuró Aldiva, con melancolía.
Ups. Tal vez sí que lo había arruinado.
—Lo siento, yo no quería...
La anciana se giró antes de que pudiera disculparme como era debido. Me mostró su acabado rostro de rasgos mexicanos. Debía rondar los sesenta. Tenía su piel caída y unos ojos blanquecinos, apagados por la edad. Me observó con gran fijeza. Tenía su boca entreabierta.
—Madre, sí, ella tenía un aura dorada.
Frunció, todavía más, su arrugado ceño. Sonrió.
Me sentí extraña, ¿de verdad escuché bien? ¿Había dicho aura? Bueno, de cualquier forma ya sabía a lo que me atenía, ahora no podía echarme para atrás.
—Señora Aldiva, disculpe que sea tan directa, pero estoy aquí para hablar de ella. Tal vez usted pueda ayudarme. Yo le creo... creo que ella existió, porque lo mismo ha pasado con mi amigo. ¿Tiene alguna idea de por qué ha sucedido esto?
Hubo otro silencio incómodo. La mujer no dejaba de mirarme con una mezcla de comprensión, amor y lástima. A los pocos segundos extendió un brazo y me hizo un ademán para que me acercara. Así lo hice, sentándome a la orilla de su cama, cerca de ella.
Esperé unos segundos más hasta que Melina se decidió a hablar. Pero cuando lo hizo, escuché algo que no esperaba.
—Cuando se han ido es para no volver —habló con soltura y tristeza, en voz baja—. La gente dirá que estás loca, así que lo mejor es que lo aceptes, mi niña.
Me miraba a los ojos, obligándome a perder en la niebla de los suyos. No parecía una loca, de hecho... se veía bastante cuerda. Un poco vieja y triste por la soledad, pero cuerda.
—¿Para no volver? No... No entiendo. ¿Entonces es verdad? ¿Usted sabe algo sobre eso?
Asintió con la cabeza.
—Un aura dorada significa peligro, objetivo. Ella la tenía, tal vez tu amigo la tenía. —Hizo sus ojos pequeños—. No puedo ver el color de tu aura, pero por tu bien, niña, olvídalo. —Me miró de forma penetrante, al tiempo que una sonrisa tétrica se dibujaba en su rostro—. O puedes venir aquí. Te sentirás mejor, te sentirás a gusto, te sentirás segura. Estaremos bien si nos quedamos juntas. Ellos no vendrán por nosotras, los de aura dorada. Nosotras no les importamos, no...
La anciana dejó de mirarme, empezó a temblar. La puerta se escuchó y la persona de bata que esperaba afuera entró.
—Ya basta Meli, ya basta —dijo, acercándose a la señora Aldiva para tranquilizarla—. No empieces de nuevo, por favor, ya lo habíamos hablado.
—Yo, lo siento, no quería... —balbuceé.
—Descuida, pero te advertí que no la presionaras.
—Ellos... Aquí no... —seguía diciendo la anciana. Le estaban dando un calmante.
El miedo comenzaba a invadirme otra vez. No entendía en qué me estaba metiendo. ¿De verdad estaba yendo por el camino correcto?
—Ahora vamos —me indicó el personal del hospital—. Creo que no puedo hacer más por ti, no sé por qué se ha alterado tanto. Te acompañaré a la salida.
Asentí con la cabeza sin dejar de mirar a Melina. No podía evitarlo. La veía y, de alguna forma, era como estar viéndome. Si no hacía algo, ese sería mi futuro.
—Ellos... —seguía hablando la anciana, de forma pausada. Pero cuando me iba, guardó un repentino silencio antes de mirarme con fijeza y declarar—: Ten cuidado, pequeña, no dejes que nunca se fijen en ti.
La puerta se cerró, dejándome con un aterrador escalofrío. Siendo sincera, jamás creí que iba a enfrentarme a una experiencia tan atemorizante. Hace unos días no me hubiera planteado siquiera creer en algo así. ¿Qué había sido todo eso del aura dorada? ¿«Ellos»? ¿De quién «ellos» estaba hablando? Creo que, al final, esa mujer sí que estaba loca.
***
Después de mi fatídico encuentro con Melina Aldiva, volví a casa un poco decepcionada. No había encontrado nada útil, a excepción de una inexplicable relación entre la desaparición de Mateo y personas con aura dorada.
Me senté frente a mi escritorio, sin ánimos de darme por vencida. Observé a Tomás, tan fuerte como siempre. Respiré hondo y tomé valor. Abrir la computadora portátil, la encendí y comencé a buscar nueva información, esta vez sobre gente de «aura dorada».
Encontré mucha información sobre espiritualidad, sobre el significado del color del aura, sobre paz interior y esoterismo. Sin embargo, nada de eso me era útil, nada se relacionaba con desapariciones. No esperaba más, así que abrí el navegador prohibido, aquel que tenía acceso a la Deep Web.
Cada segundo que una persona pasa dentro de la Deep Web, sin protección, significa exponerse ante un sinnúmero de peligros, así que actué rápido. Busqué casos de desaparición y auras doradas, descarté al instante todo resultado esotérico, y me quedé con algunos artículos sobre conspiraciones. Desconecté mi PC al instante para seguir leyendo sin conexión, no quería navegar por lugares peligrosos más del tiempo necesario.
Al revisar con calma la información obtenida, tampoco encontré relación entre el color del aura y las desapariciones. Sin embargo, sí que encontré datos curiosos sobre «auras doradas» y la capacidad de algunos para verlos. ¿Por qué eran curiosos? Porque hablaban de la gente con aura dorada como una existencia plural, secreta y funcional, como un «ellos».
No había información concreta, sólo teorías tontas y datos de lugares en los que, supuestamente, se habían avistado personas con aura dorada. Por supuesto, mi búsqueda se reducía a la Ciudad de México explícitamente, en donde El Palacio de Bellas Artes y la Torre Latinoamericana figuraban como los principales puntos críticos. También se mencionaban sitios de reunión menores, tales como bares y restaurantes en los suburbios, pero la información era demasiado inconspicua como para tomarla en serio.
Suspiré y me recliné en mi silla, observando pensativa el techo de mi habitación. ¿De verdad existirían personas de aura dorada? Y más importante aún, ¿qué relación tenían con la desaparición Mateo?
Sentía que poco a poco me acercaba a las respuestas que quería, sin embargo, no me gustaba el rumbo que estaban tomando. Tenía que avanzar con cautela, con la cabeza fría, si es que no quería terminar como Melina Aldiva.
Escuché la puerta de la planta baja abrirse.
—Kat, ya estoy en casa.
Inhalé profundo para responder.
—Sí mamá, bajo en seguida.
Me levanté de la silla, satisfecha con lo quetenía. Era suficiente por hoy, mañana continuaría la búsqueda. Esta vezvisitaría la torre más emblemática del país, quizás podría encontrar una nuevapista.
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