15. La Penitencia del Rey


Tenía sangre en las manos, estaba de rodillas, no podía creer lo que acababa de suceder. Velasco seguía de pie, a un lado de mí, observando en silencio. Su presencia era aterradora, un kiniano de su rango no era cualquier cosa. Por eso lo había hecho, había sido lo mejor, la única forma, la única manera de quitarle todo ese sufrimiento del que yo mismo fui causante.

Estaba temblando, apretando con fuerza el cuchillo entre mis dedos. Observaba con horror el deslizar del filo al sacarlo del cuerpo de mi mejor... de mi única amiga.

Sentía un terrible nudo en la boca de mi estómago. Katziri estaba ahí, tendida en el suelo, llena de deformidades por las torturas que había sufrido. Aún lucía hermosa para mí, y no sólo eso, se había hecho fuerte, muy fuerte. Nunca creí que pudiera causarle problemas a esta gente. Quizás yo también debería, pero no, yo no era como ella, no tenía el valor. Teniendo a Velasco a un lado, recordar lo que había hecho con mi padre, y pensar lo que le había hecho a ella... era un cobarde.

«Lo siento, Kat, matarte es lo menos que podía hacer».

Dejé su cuerpo inmóvil. Ya no respiraba, ya no latía su corazón. Estaba destruida por el esfuerzo de intentar liberarme. Me sentía terrible, sin embargo, ella no lo entendía. No era tan fácil, no podríamos librarnos de estos locos, así como así. Ellos... yo... nosotros no somos humanos.

Me levanté, todavía consumido por la confusión, la culpa y el terror de haber visto a Katziri en el comedor. Tantas veces alucinando con ella, resistiendo los horrores de esta gente, extrañándola y lamentándome por no haberla acompañado al museo del chocolate. Cuánto me arrepentía de eso, si hubiese sabido que nunca más iba a volver a verla, lo habría hecho sin dudar.

Me reconfortaba saber que estaba allá afuera, que era libre, incluso algún día me había planteado, si lograba salir de este embrollo, volver a buscarla. Pero ya nada de eso tenía sentido. ¿Por qué había venido a este sitio? Se suponía que mi existencia habría quedado borrada de la faz de la tierra. Nadie debía recordarme, ¿por qué ella sí?

Observé a Velasco, sin evitar cuestionarme qué tendría que ver con todo eso. ¿Cómo es que mi amiga habría terminado en el comedor? ¿Habría sido esa otra de sus horribles torturas para mí? ¿Lo había hecho con tal de orillarme a esforzarme más? Lo odiaba, odiaba a ese hombre, sin embargo, no podía demostrarlo. Tenía que darle mi mejor cara, obedecerlo, o de lo contrario no obtendría mi venganza.

—Está hecho, Amo Velasco —dije, señalando a Katziri con ambos brazos, ofreciendo una ligera reverencia al sujeto.

Velasco observó el cadáver de mi amiga con recelo. No podía evitar sentir su intimidante presencia, su energía kiniana emanaba a mares con un resplandor dorado. Estaba furioso.

—Que desperdicio de UPE, era una presa valiosa —dijo él, negando con la cabeza—. Y encima ha matado a Bob.

Suspiró en negación. Se acercó hasta estar a un costado del cuerpo de Kat, levantó una pierna y, con un arrebato de ira y odio, pateó el cadáver de mi amiga en la cara.

Cerré los ojos, alejé mi vista cuando lo hizo. Escuché el sonido de los huesos quebrándose. La pateaba, la pisoteaba, lo hacía una y otra vez.

—¡Maldita humana! ¡Basura! ¡Fuiste peor que una rata!

—A-Amo Velasco, p-por favor, ya está muerta —murmuré con la voz quebrada.

Lo escuché detenerse.

—Qué... ¿Qué estás diciendo? —habló, jadeando y molesto.

Otra vez el miedo me invadió. Abrí los ojos. Velasco me observaba. No respondí, mi cuerpo estaba rígido, paralizado. Cerraba mi puño con fuerza dentro del bolsillo de mi pantalón, alrededor de uno de los objetos más preciados que aún mantenía conmigo. Era de ella, su regalo, la bailarina de ballet que me dio en mi cumpleaños. El contenido de mi cofre es lo único que logré llevarme, ellos no sabían de su existencia, era la única conexión con mi pasado.

—Ahora que lo pienso, ella dijo que eras su amigo, ¿no es así? —Velasco dio un paso hacia mí—. Estaba aquí por tu culpa, ¿verdad? —Extendió la palma de su mano. Ya sabía lo que vendría, me lo había ganado—. ¿También dejaste que matara a los dos humanos que te hacían compañía? O peor aún, ¿dejaste que una rata como ella lo hiciera? ¡Eres un puto incordio!

Una onda energética brotó de la palma de su mano, acompañada de un sonido magnético. Lo disparó, un cañón de luz dorada que impactó de lleno en mi pecho.

Ya estaba familiarizado con eso, un ataque energético, quemaba mi cuerpo y estremecía mi alma. Si pudiese compararlo con algo, sería con una llamarada que hacía vibrar mis entrañas, arrojándome con una potencia abrumadora.

La oleada de energía me levantó del suelo y me hizo volar sin que pudiese evitarlo. Sentí mi espalda impactando contra la pared, produciendo un gran estruendo al quebrar la capa externa de madera. Me desorienté un poco. Mi visión se nubló, pero alcancé a ver astillas saltando por todas partes cuando quedé incrustado en el muro. Mis oídos zumbaban. Si no fuese yo también un kiniano, ahora estaría muerto.

No tuve tiempo siquiera para recuperarme. Una mano me tomó por el cuello de la camisa y me sacó con violencia de la pared rota. Escuché las tablas volar y los escombros caer cuando Velasco me arrojó con furia hacia el piso. Mi ropa se rasgó. Caí al suelo. El impacto me hizo toser, me quedé sin aire.

Velasco llegó a mi lado y se puso en cuclillas para mirarme de cerca. Respiró profundo y habló con tranquilidad.

—Juro que si el Supremo no te hubiese solicitado ya estarías muerto. ¡Eres mi boleto de entrada, así que haz bien tu trabajo! —Me sostuvo del cabello y me levantó. Mis pies quedaron flotando a centímetros del suelo, el dolor se apoderó de mí—. No sé qué puede desear de un malnacido como tú, mitad humano y mitad kiniano... vampiro, sí, pero débil. Ni siquiera has madurado, no puedes usar energía. ¡De pie! ¡Hay un desastre que limpiar!

Me soltó. Caí sobre mis pies desorientado, mareado y aturdido. Apenas pude sostenerme, recuperaba mi respiración. Todavía me sorprendía que mi cuerpo pudiese resistir tantos maltratos.

Siempre supe que era diferente a los demás, mi padre me lo decía, pero jamás lo había experimentado por mí mismo. Vampirismo, así se llama, una enfermedad que afecta a los kinianos. Nos obliga a beber la «vida», de otras personas para seguir existiendo. ¿La sangre? Sólo un endulzante. Se transmite por nacimiento, nada de mordidas ni venenos raros, como las historias contaban. Mi madre la tenía, mi hermano la tenía, y yo también.

No sabía mucho del mundo energético, porque papá siempre trató de mantenernos lejos, sin embargo, ahora comprendía que ser mitad humano era humillación para los vampiros. Que un kiniano con vampirismo engendre con un humano no es normal, pero ella lo hizo, mi madre. Papá era humano.

La noche de la terrible noticia comenzó todo. Los vampiros nos secuestraron, a papá y a mí. Algo había ocurrido con mamá y Kein, mi hermano, algo que metió a mi familia en un problema grave con el vampiro más antiguo, El Supremo.

Mi hermano siempre había sido bueno conmigo y con cualquiera que lo conociese. A mamá nunca la traté mucho, pero papá era un sujeto amable. Y lo mataron... los mataron. A papá frente a mí, para enseñarme a cooperar, arrancándole los dedos, poco a poco, para luego quitarle la mano entera... y yo... yo...

Un sollozo se me escapó. No podía seguir. Siempre que pensaba en ello mi cordura se destruía a pedazos, reviviendo el horrible momento. Y ahora tenía a Katziri, delante de mí, muerta también. ¿Por qué no había muerto yo, igual que todos los demás? ¿Por qué tenía que pagar deudas de mi familia? La vida era injusta, y en lugares como el Comedor, la muerte era la única salida.

—¿Ya vas a empezar a llorar otra vez? Maldito niño marica —dijo Velasco, pateándome la espalda para arrojarme hacia el cadáver de Katziri.

—Está hecho, Amo Velasco, ahora... —dijo Sullivan, regresando al vestíbulo después de llevar a la otra pobre niña de vuelta a su celda, pero parando al ver el desorden y el cuerpo de Katziri, destruido, en el suelo—. ¿Está todo bien?

Velasco centró su atención en Sullivan, respiró hondo y se acomodó el saco.

—Sí, sí, todo está bien —dijo Velasco—. Ya... Ya no será necesario que lleves a esa a su celda. Ya entiendo el sentir de Rica, hizo bien en despachar al otro, le daré una recompensa. Malditos humanos, cada vez son más difíciles.

Velasco dio media vuelta y emprendió marcha hacia la salida del vestíbulo.

—Una cosa más, Sullivan.

—Lo que diga, Amo.

—Ayúdale a limpiar, es un completo inútil.

—Esté tranquilo, quedará limpio para el próximo festín.

Velasco asintió con la cabeza y terminó de marcharse. Sullivan me observó, primero con dureza, luego con lástima. Llegó a mi lado. Yo sólo estaba ahí, de pie, con la mirada perdida en el horizonte.

—Mírate, estás hecho una piltrafa —me dijo, dándome golpes en la espalda para sacudir el polvo—. Tranquilo, ya se le pasará. Concéntrate en aprender y más rápido te enviarán a ver al Supremo.

Escuché las palabras de Sullivan y traté de centrarme. Lo que decía era verdad. Esa era la principal razón por la que me tenían ahí, aprender. Me estaban enseñando modales porque un sucio medio-humano no podía pisar suelo santo sin previa instrucción. El Supremo quería verme, y para eso, tenía que ser un buen vampiro.

Todavía me costaba trabajo, pero cada vez era más fácil sobreponerme a las golpizas de Velasco, a sus arrebatos de ira o a los cadáveres que dejaba a su paso. No era la primera vez que estaba en una situación así, el único problema era que, en esa ocasión, era el cuerpo de mi amiga el que tenía que limpiar, amiga que yo mismo había asesinado.

Me arrodillé junto al cadáver de Katziri. Tenía la cabeza destrozada, el maldito Velasco se había pasado con ella. No le bastó con someterla a los crueles festines, sino que también la despojó de su dignidad incluso después de muerta.

—Ya sabes qué hacer, ¿no? —preguntó Sullivan.

Asentí con la cabeza, sin decir palabra alguna. Me ayudó a levantar el cuerpo de Kat, antes de llevarse el del otro chico y el de Bob al mismo tiempo. Lo puse sobre mi hombro, trastabillé un poco, dejando que el contenido de su cabeza abierta se derramara por el suelo. Sullivan lo notó, pero sólo murmuró «ten cuidado».

Me dirigí hacia la salida del vestíbulo, cuando noté que Sullivan no tomaba el mismo rumbo.

—¿Lo haremos aquí? —pregunté, sin mucho ánimo.

—Es una cocina, no veo por qué no —respondió.

No tuve ánimos de discutir, llevamos los cadáveres a la cocina. Sullivan depositó los que llevaba en platos grandes, de los que se usaban para los festines. Hice lo mismo con Kat.

Me paré frente a ella, poniendo ambas manos sobre el plato. Sus vendajes eran lo único que cubría su cuerpo, teñidos de rojo casi por completo. Tenía pierna y brazo destrozados, igual que su cabeza. En ese momento me parecía un alivio, pues no podría hacerlo si la miraba a los ojos.

—¿Quieres encargarte de este? —preguntó Sullivan, antes de comenzar.

Negué con la cabeza. No podía imaginar que alguien más la tocara sin cuidado. El simple hecho de pensar en los festines, de saber que ella estuvo presente en quién sabe cuántos, me hacía sentir ganas de vomitar.

—Lo haré. No... No hay problema —dije, tratando de manipular mi voz.

Le fui quitando los vendajes al cuerpo, tenía que estar limpio. Sentí un terrible nudo en la garganta cuando vi cada centímetro de su piel lleno de cicatrices, mordidas. Había sido fuerte, muy fuerte. Escuché de algunos que perdían la razón después de dos festines. No se merecía eso, jamás debí haberme acercado a ella. Yo era culpable de todo.

Levanté la mano para hacerme con un cuchillo grande, de los que usan los carniceros, lo coloqué sobre el cuerpo de Kat. Sería un corte longitudinal.

—¡No! ¡No, no, no, no! ¡Qué están haciendo?! —Escuché una voz aguda chillando, arribando desde el comedor. ¡Sullivan, Salazar! ¡Salgan de aquí ahora mismo!

—¿Q-Qué sucede? —cuestionó Sullivan, a punto de cortar uno de los cadáveres. Su gabardina negra ondeó en el aire cuando detuvo el movimiento.

—¡Están ensuciando todo! ¡Este no es lugar para eso! ¡Es mi cocina! ¡Largo, largo! Llévense esa basura lejos de aquí.

El Cocinero, un sujeto tan raro como misterioso, nos ahuyentaba haciendo aspavientos. Era un loco de la cocina, sólo le importaba eso, hacer los mejores platillos para los comensales ricos que regentaban este lugar. Tenía privilegios especiales debido a lo buen chef que era, reconocido a nivel mundial por los vampiros. Algunos decían que incluso había llegado a cocinar para el mismísimo Supremo.

—Está bien, ya nos vamos —dijo Sullivan—. ¡Cuánto escándalo por hacer lo que haces todas las noches!

El Cocinero se infló como un pavo enojado.

—¡Cómo te atreves a comparar mi arte con este método barbárico de limpieza! ¡Vamos, vamos, márchense ya!

Aplaudió para apresurarnos al tiempo que cargábamos con los cuerpos fuera de la cocina, con todo y plato para no ensuciar más.

Nos alejamos por el comedor, dejando atrás al Cocinero farfullando maldiciones. Pasamos por el vestíbulo y subimos las escaleras que llevaban al siguiente sótano, un almacén. El lugar estaba lleno de cajas con el sustento del comercio que yacía arriba. Dos guardias nos recibieron al llegar a la zona de ascensores, dándonos paso con asco al ver nuestra carga. Subimos tres pisos más. Las puertas se abrieron, salimos y atravesamos el pasillo de los dormitorios, los que usaban los guardias de los sótanos inferiores. Era el único camino hacia la salida, y daba con las escaleras que llevaban arriba.

Otro bloqueo de seguridad nos recibía antes de salir del complejo subterráneo, era una auténtica fortaleza. Debíamos mostrar nuestra identificación energética para salir a la sección pública. Así llegamos a la cocina, pero no a la de los vampiros, sino a la que servía para mantener en pie el restaurante que daba una fachada normal para el mundo humano. Velasco solía contratar humanos para cuidar de sus presas y evitar sospechas ante otros kinianos. Rica y Sullivan eran la excepción, y ellos dos bastaban como guardianes para resolver cualquier problema mayor.

No era horario laboral, era de noche, así que el lugar estaba desierto. Sólo había estado en ese lugar unas cuantas veces, una cuando me trajeron, un par más limpiando cadáveres de presas caducas, y otra cuando me obligaron a limpiar el cadáver de mi padre.

Pusimos los platos sobre la mesa del chef y retomamos el trabajo. Posicioné el cuchillo de carnicero en alto, apreté mis labios, y lo blandí con fuerza. El filo cortó la carne con un escalofriante sonido. Gotas de sangre salpicaron mi rostro. Repetí el proceso, una y otra vez, cortando el cadáver de Katziri en trozos pequeños.

Sullivan hacía lo mismo, mucho más rápido, cortando los dos cadáveres que tenía a su disposición. Sacar los órganos y desecharlos, dividir el cuerpo en fragmentos y retirar la carne del hueso. Tardamos mucho, pero lo concluimos.

—Eso es todo, lo hiciste bien, chico —dijo, dándome un golpe en la espalda—. Ahora debes volver a tus aposentos, si sigues así, pronto te sacarán de esta pocilga. Mañana te conseguiré otro par de compañeros para que no te vuelvas loco ahí abajo.

Asentí con la cabeza más por reflejo que por voluntad. Estaba temblando mientras observaba los filetes de la carne de mi amiga, cortados con poca precisión. Se veían muy mal en comparación con los que Sullivan había hecho. La carne quedaba lista para el chef y sus ayudantes, humanos que ignoraban para quién trabajaban.

Solté el cuchillo, se me había agarrotado la mano. Me di la vuelta sin decir otra palabra, en silencio. Dejé que Sullivan eliminara los últimos huesos en el incinerador. No era un mal sujeto, pero sí muy leal. No tenía vampirismo, y aun así era una de las piezas más valiosas de Velasco, junto con Rica.

Me retiré de la cocina, dispuesto a bajar de nuevo a las profundidades de ese infierno. Ahora tenía otra razón más para no dormir por las noches. Tenía mis manos manchadas de sangre, la de mi padre, la de mi amiga. Siempre llevaría esa carga en mi consciencia, recordándome el saco de basura que era. Tenía que aprender, volverme uno de ellos para así comprender su mundo y poder expiar mis pecados, llevando la destrucción directo al seno del mundo vampírico.

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