12. Peones para la Reina



Terminé de enjuagar mi boca. Hacía tanto que no estaba en un baño real, sentir el agua corriente fue maravilloso. Sin embargo, el problema con mi visión estaba empeorando. Veía luces, luces de muchos colores. No eran un impedimento, pero sí me preocupaban. ¿Qué estaba sucediéndome? ¿Sería por haber mordido una rata muerta? Esperaba que los efectos llegaran un poco después.

Salí del cuarto de baño y torcí a mi izquierda en el pasillo que algún día fue vigilado por voz grave. Aún estaba su silla, junto a la cual, y tirado en el suelo, estaba su teléfono móvil aun reproduciendo el último video. Lo revisé, pero no me extrañó darme cuenta de que no tenía señal, lo que se reproducía en su pantalla era televisión. Lo tenían limitado, ese pobre siempre había sido tan prisionero como yo.

Me llevé el objeto conmigo, podría resultarme de utilidad más tarde. Abrí la puerta doble que daba acceso a la cocina y entré. Voz aguda no tardaría en venir. Faltaban unas 1000 gotas para su llegada, tiempo suficiente para lo que iba a hacer.

Me hice con muchos objetos de la cocina. Un cuchillo grande como mi cabeza, cinco tenedores y tres picahielos. Salí de la cocina y regresé al cuarto de baño. Ahí es de donde voz aguda obtenía los vendajes con los que me envolvía tras los festines, lo había visto decenas de veces desde la ventilación. Los encontré en un contenedor detrás del espejo. Cerré el compartimento oculto y me quedé observando directamente mi reflejo. Lucía horrible. Mis ojos apenas se notaban en sus cuencas hinchadas, con cicatrices al igual que toda mi piel. Tenía la cara muy ancha, llena de bordos debido al grosor de la carne que volvía a crecer después de ser desgarrada cada tercer día. Mi cabello era una maraña de mechones solitarios que salían de aquí y allá. En verdad era un monstruo, me habían convertido en un despojo de humanidad.

Un sentimiento de furia y frustración escapó de mí al ver esa imagen. Mi brazo se movió solo, blandiendo el cuchillo de carnicero para golpear directamente el espejo. Estalló. Voló en pedazos que se esparcieron por todo el suelo. El fuerte ruido me hizo volver a recuperar la razón. Tenía que controlarme, no podía dejar que las emociones me cegaran.

Bajé la mirada y vi los restos de vidrio esparcidos. Se me ocurrió una idea.

Saqué dos vendas de su empaque y desenrollé una. Me agaché y recogí algunos trozos de vidrio, un puñado. Los deposité sobre la venda y comencé a darle vueltas, rodeándolos como si estuviese enrollando una bola de estambre. Al final quedé con una especie de cachiporra en mis manos, una bola de vendajes que contenía vidrios en su interior, cuyas puntas alcanzaban a salir de forma peligrosa. Até una segunda venda a la bola y la dejé a manera de cadena. Un arma improvisada, poco resistente, pero efectiva.

Hice dos de esas bolas con pinchos antes de salir y dirigirme al siguiente destino. Llegué al pasillo corto, el que tenía dos puertas que daban a las celdas, a los otros prisioneros que pasaban el mismo infierno que yo. No sabía si podía confiar en ellos, pero tal vez entre los tres tendríamos más posibilidades de escapar.

Abrí la puerta de la derecha y entré en la habitación. La ocupante estaba despierta, hecha un ovillo, recargada en la pared. Me miró confundida. Traté de sonreírle, pero mi deformado rostro seguro no le permitió darse cuenta.

Me acerqué hasta la puerta de su celda. Lo pensé por medio segundo, ¿qué era lo peor que podría pasar, que me atacara? Dudaba mucho ese panorama, así que introduje las llaves y abrí la puerta.

La chica me miró y se quedó boquiabierta, sin poder expresar palabra alguna. No se movió. Y no la culpaba. Si alguien hubiese entrado a mi celda, así, sin más, yo tampoco habría sabido qué hacer.

—Ho... Hofa —traté de hablar, pero las palabras no salieron bien. Mi boca estaba tan desecha, que el don del habla jamás volvería a ser el mismo para mí.

Usé mis manos para tratar de ajustar mis huesos. Abrí y cerré la mandíbula varias veces, para volver a acostumbrar a esos músculos a trabajar. Eran los únicos que no había usado en todo este tiempo.

Ella seguía boquiabierta, todavía sin algún tipo de reacción.

—Ho... la —pronuncié de nuevo, esta vez con una mejor dicción—. Soy Kat... ziri.

Las palabras parecieron devolverle a la vida. Agitó su cabeza con suavidad. Me dio un poco de lástima ver su rostro, su cuerpo, estaba tan mal como yo. Era una sensación rara la que me producía, sentía una conexión que me hacía querer romper en llanto y abrazarla. La entendía, entendía su sufrimiento y sabía que ella entendía el mío. ¿Sería la misma que voz grave llevaba a cuestas aquel día?

—Se... Sebe... —habló, pero tuvo el mismo conflicto que yo. Me imitó, abriendo y cerrando su boca antes de volver a intentar—. Se... Sele... ne.

Sonreí. Ella hizo lo mismo. Y de pronto, en un movimiento que primero me asustó, pero luego comprendí, se lanzó hacia delante.

Intentaba acercarse, pero tropezó y cayó. La alcancé a sostener antes de que tocara el suelo. Sus brazos se entrelazaron en mi cintura, desajustando mis vendajes. Su cuerpo quedó en mi regazo. Y se soltó a llorar. Lloró con todas sus fuerzas mientras me abrazaba, hundiendo su rostro en mi vientre.

El ruido del llanto no era algo raro en este lugar, así que no me preocupó en lo absoluto. Bajé mis rodillas al suelo. La abracé y la dejé desahogarse por unos instantes, compartiendo lágrimas con ella antes de levantar su rostro para captar su vista. No podíamos perder tiempo, teníamos que salir en menos de 800 gotas, antes de que El Cocinero volviera.

La ayudé a levantarse y juntas nos dirigimos a la segunda habitación. Abrí la puerta y entramos. Ahí estaba el otro, el chico. Nos observó con cara de estupefacción.

Dejé a Selene cerca de la entrada y me dispuse a abrir también su celda, pero cuando iba a girar la llave, sentí sus manos aprisionando las mías con fuerza.

Me asusté, levanté la mirada, mi respiración se agitó.

—Q-Qué... ¿Qué estás haciendo? —pregunté.

Él me observaba. Su rostro lleno de deformidades estaba muy cerca del mío.

—Eso... Eso es lo que te pregunto —dijo, con dificultad.

Era imposible determinar la edad del que estaba delante de mí, pero su voz era la de alguien joven. Entonces lo comprendí. Tenía miedo, sólo eso. Lo entendía, así que me permití relajarme antes de continuar.

—Puedes quedarte aquí, a seguir sufriendo —le dije—, o puedes venir conmigo. Intentaré salir.

Teníamos que resumir todo en pocas palabras. Hablar era un fastidio. Me miró sin decir palabra alguna por un instante. Apretó sus manos con más fuerza, al igual que crispaba su rostro. Me soltó. Lo hizo con furia, pero me soltó.

—Tienes toda la... maldita razón —exclamó, furioso.

Se dio la vuelta, mientras blandía sus manos al aire. Se veía en mejor estado que Selene, más activo, quizás tanto como yo. Sería útil.

Terminé de girar la llave y lo liberé.

—Soy Kat —le dije, al abrir su celda.

—Nes... Nestor —dijo él—, sólo... salgamos de aquí.

Nestor era su nombre, no sabía nada de él, ni de Selene, pero de alguna manera nos entendíamos. Los tres.

Sólo faltaba uno más. Estaba custodiado por dos guardias, pero ya lo había hecho una vez. Podía hacerlo otras dos. Escaparía y llevaría a Mateo conmigo, o moriría en el intento.

***

Estaba en los ductos de ventilación, justo sobre la habitación en la que tenían a mi viejo amigo. En el interior estaban los dos guardias de siempre.

«Goooooooooool...».

Un sonido se escuchó al otro lado de la puerta.

—¿Qué fue eso? —dijo uno de ellos.

—Debe ser el tonto de Bob —dijo el otro.

—No, Bob siempre deja la televisión en sus recorridos. Además, él no ve futbol.

El hombre se dirigió a la puerta.

Esa era la señal. Estaba lista, estaban listos. Lo haríamos juntos y saldría bien.

En cuanto uno de los guardias salió, escuché un grito de dolor perderse con el sonido de la puerta cerrándose por detrás.

—¡Eh! ¿Qué está pasando? —gritó el guardia de adentro, pero antes de que pudiese salir a averiguar qué ocurría, era turno de mi jugada.

Pateé la rejilla de ventilación con fuerza y salté al interior de la habitación. Lo asusté, lo tomé por sorpresa, y entonces blandí una de mis armas improvisadas: la bola con pinchos. La venda a la que estaba atada se enroscó en el cuello de mi víctima, haciendo que la filosa maraña de vendajes latigueara y terminara incrustándose en su cara.

El guardia comenzó a gritar, llevándose las manos al rostro para quitarse los pedazos de vidrio. Y yo no paré. Tenía que ser rápida, aprovechar el factor sorpresa, de lo contrario, en un enfrentamiento directo sería yo la que saldría perdiendo.

Cerré los ojos y me concentré en bailar. Tenía que ser rápida, más que en una competencia. Hombros, brazos y torso bien alineados para ejecutar un salto. Un movimiento simple de ballet abanicando las piernas en el aire, tiene la fuerza suficiente para partirle la cara a alguien. Aunque en ese preciso momento, el rostro del guardia no era mi objetivo.

Logré alcanzar el punto de impacto, propinando un potente golpe en los testículos del guardia, sin embargo, justo cuando el hombre se agachaba por reflejo del dolor, noté cómo mi pierna latigueaba sin dirección fija. ¡Estaba rota! ¡Rota desde la mitad de mi espinilla!

La adrenalina me había hecho olvidarlo. No sentía dolor, y estaba llena de energía, pero mi cuerpo seguía débil. Había cometido un error. Mis músculos no fueron tan fuertes como para soportar la presión de un golpe perpendicular.

Ni siquiera sentí el dolor de la rotura de hueso, me preocupaba más ser capturada otra vez. Caí de sentón al tiempo que sacaba el picahielos de entre los vendajes de mi pecho. Arrojé con todo lo que me quedaba de fuerza el objeto, el cual se clavó en el hombro del guardia.

El hombre gritaba furioso, desorientado.

Me arrastré, desenvolviendo el cuchillo de carnicero que llevaba atado a la cintura. Lo blandí. El filo cortó la parte baja de los tobillos del guardia, haciéndolo caer de rodillas. Gritando, desesperada, volví a agitarlo, esta vez cortando la parte trasera de sus piernas, parando en el hueso.

El hombre aullaba de dolor, pero no paré. Me levanté con mi pierna buena y, con un último esfuerzo, volví a agitar el cuchillo ante la aterrada mirada de mi objetivo, clavándolo justo en su nuca hasta partirle el cuello.

Solté el instrumento de muerte, dejándolo clavado en el cuerpo que ahora caía, sin vida. Estaba jadeando, asustada, era la segunda vez que lo hacía esa noche.

No quedaba mucho tiempo, sólo 200 gotas. Tenía que darme prisa.

Escuché unos pasos llegar a donde yo estaba. Dos figuras llenas de vendas, con caras de preocupación me encontraron.

—¡Kat!

Gritaron al unísono, al ver mi pierna destruida. Parecía un trozo de carne unido por una goma elástica: piel.

—E-Estoy bien —dije, poniendo todo de mí para levantarme.

Ambos me ayudaron, me cargaron en sus hombros y me llevaron en dirección a la segunda puerta, la única que me separaba de Mat. Ahí estaba la cadena que lo mantenía atado, atravesando hasta el otro lado.

Puse la mano en la perilla y la abrí.

Un par de ojos de castaña resplandecieron por medio segundo cuando la luz del exterior entró. Estaba a oscuras, pero se veía bien. Mateo yacía sentado en una cama mullida, mirando justo hacia donde yo estaba. Se le notaba ido, perdido en sus pensamientos.

No me había equivocado, no tanto, con lo que había detrás de esa puerta. Esa era sin duda la «celda» de Mateo, sin embargo, no se parecía en nada a la mía, a la de Selene o a la de Néstor. Esa «celda», era nada más y nada menos que una habitación de lujo, con una cama adornada de sábanas de seda y telares aterciopelados. Había una alfombra y un guardarropa,cerrado, el cual intuía que estaría lleno de trajes de etiqueta como el que vestía en ese momento. Incluso tenía una barra llena de comida para él solo. No lo entendía, pero quería entender. La cadena atada a su pie derecho tampoco mentía. Mateo era un prisionero.

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