10. Sullivan
«La carne se está haciendo dura, Cocinero. El sabor es bueno, pero pronto dejará de servir esta presa, necesitarás otra».
Las palabras del comensal resonaban en mi cabeza después del último festín. Mi cuerpo estaba destruido otra vez. No sé qué ocurrió hace tres días, cuando la puerta de mi celda se abrió y me recuperé al instante, pero parece que no volvería a suceder. Si no podía contar con una recuperación rápida después de los festines, tendría que fortalecer mi cuerpo tanto como pudiese durante los primeros dos días para que, al tercero, cuando llegara el momento, tuviera la fuerza para actuar.
Estaba midiendo todo, calculando tiempos. Y a excepción de hechos puntuales, inusuales, el movimiento en el comedor era una rutina. La puerta de mi habitación verde se abría de forma constante, con voz grave haciendo su recorrido normal. Un día completo era igual a 77 377 gotas. El carcelero tardaba entre 3227 y 3340 gotas en cada uno de los 6 intervalos de sus recorridos diarios. Tuve que quedarme despierta por 24 horas enteras, contando el goteo, luchando para no perder la cuenta. No fue difícil, considerando que no tenía nada mejor que hacer. LA única forma que tenía para saber cuándo terminaba un día e iniciaba uno nuevo, era con los festines. Cada noche llevaban a un prisionero diferente a la cocina.
Ya sabía que voz grave parecía ser un simple pandillero, el más bajo en la cadena de mando de este lugar. Era muy violento, no parecía tener vínculos familiares, puesto que no salía a ninguna otra parte, y no era muy apreciado por sus compañeros. Sobre voz aguda, El Cocinero, sabía muy poco. Todos le hablaban con respeto, pero no parecía mucho más peligroso que voz grave. Sólo era eso, un cocinero.
Esos dos parecían ser el menor de mis problemas. A veces escuchaba otras personas, un hombre y una mujer, charlando con voz grave o voz aguda. No tenían una hora específica de llegada, sino que iban y venían de forma arbitraria. Además del carcelero, nunca nadie transitaba por mi celda, pero yo sabía que dos guardias custodiaban a Mateo. Si es que salían, no lo hacían a través de un acceso que yo conociera. Para sacarlo, necesitaba saber quiénes eran, qué hacían, a qué me estaba enfrentando. Pronto peinaría el sitio para identificar todo aquello que aún no veía.
Esperé hasta el día siguiente, a que mi cuerpo se recuperara para poder moverme con mayor fluidez. Realicé mi rutina de baile, lo hacía cada día sin falta. Forzaba mi cuerpo a funcionar con todo y las heridas del festín. Tenía que acostumbrarme, pues es lo que haría de ahora en adelante.
Contaba el goteo lejano, complacida por ver a voz grave cumplir con sus horarios de ronda. Fui paciente, hasta que escuché las puertas de la cocina cerrarse por última vez, y vi al guardia dar el último recorrido de la noche. Ese era el momento, era hora de actuar.
Me dirigí al nido de trapos, en donde escondía mi rata muerta y las llaves de la celda. Retiré la aguja clavada a la vena de mi muñeca izquierda y dejé la bolsita de solución intravenosa en el suelo, con cuidado. Introduje la llave en la cerradura de mi celda y giré despacio para no hacer demasiado ruido. La puerta se abrió. Esta vez el gozo no llegó a mí como una oleada, puesto que todo este tiempo me había sentido en libertad. Desde que esas llaves estaban en mi posición, actuaba por decisión propia. Cada festín, cada día en la suciedad, cada grito o insulto de voz grave era porque yo lo aceptaba. Podía elegir mi destino y eso me hacía sentir libre, aun siendo prisionera.
Miré la puerta que llevaba a la cocina, esta vez no era mi objetivo. Desvié la vista hacia la parte alta, cerca de la lámpara, esquina superior izquierda de mi habitación, justo a la rejilla de ventilación. Sí, lo haría por ahí.
Avancé con decisión hasta llegar a ella. Estaba alto, pero gracias a la silla de voz grave subir se convirtió en una tarea fácil. Me paré sobre el soporte y alcancé la rejilla. Estaba atornillada, nada que mis fabulosas llaves no pudieran solucionar. Quité los tornillos junto con la rejilla y la dejé abajo, sobre la silla. Até la argolla de mis llaves a la punta de uno de mis vendajes, no quería perderlas accidentalmente.
Usar la fuerza de mis brazos para levantar mi cuerpo y lograr entrar en el ducto de ventilación fue una tarea difícil, pero logré superarla con éxito al impulsarme con las piernas. Entré por la ventila y comencé a arrastrarme por un oscuro túnel, procurando hacerlo lento para que el metal sonara lo menos posible.
Era angosto, pero la delgadez de mi cuerpo me permitía moverme a la perfección, incluso podía girar o dar la vuelta cuando quisiera. Cada esquina, cada nuevo camino, era importante trazar un mapa mental de mi recorrido, un laberinto que tendría que convertirse en mi segundo hogar.
Me moví muy despacio, tenía tiempo, voz grave no regresaría a mi celda durante los próximos 47 000 goteos. Eso era mucho, el tiempo suficiente para reconocer los ductos. Al avanzar cuidaba que mis llaves se mantuvieran bien atadas al vendaje, y que este no cascabeleara o golpeara contra las paredes. Había polvo, pero resistía las ganas de toser. Recorrí los túneles, descubriendo los diferentes caminos. Encontré salida hacia la celda contigua a la mía; desde la rejilla identifiqué a la chica que vi durante mi primera escapada. No me detuve mucho, seguí mi camino, cruzando túneles y descubriendo pasajes. Pasé por la habitación del chico que no me delató, encontré baños junto al pasillo que custodiaba voz grave, la cocina, el comedor e incluso el vestíbulo con las escaleras que no alcancé a tocar en mi primera escapada. Desde ahí, el ducto de ventilación se volvía vertical, alto, no podía alcanzar el siguiente nivel, aunque me pusiera de pie. Ese era mi límite, hasta ahí podía llegar.
Calculaba que llevaba unos 500 goteos, agradable sonido que siempre me acompañaba por este sitio, tenía tiempo de sobra. Ahora incluso sabía de dónde venía mi reloj acuoso. El origen de la gotera era una tubería de agua que desembocaba en la cocina, su acompasada existencia era apenas audible, gracias a ello parecía ser la única que tenía constancia de ella. Dentro de los ductos se escuchaba todavía más claro, afuera podía pasar desapercibido para cualquiera.
Después de dar vueltas por los túneles una y otra vez, logré hacerme una idea de cómo era el sitio en el que estaba. Parecía un sótano, en el subterráneo. No había una sola ventana y las habitaciones se conectaban por pasillos. Tenían tres celdas, todas al fondo, incluida la mía. El comedor, el vestíbulo y las escaleras parecían ser los únicos sitios con acceso al «público». La cocina se conectaba al pasillo de voz grave, que a su vez colindaba con mi celda y los baños. Desde ahí se podía acceder a la zona profunda, en donde había visto a Mateo.
Contaba cerca de 3400 gotas cuando llegué a dicha área, a pesar de la lejanía con la cocina, el sonido se percibía bien si me concentraba. Después de dar un último vistazo, me dispondría a memorizar las rutinas de todos los guardias. Tal vez tendría que soportar, por lo menos, uno o dos festines más para conseguirlo.
Mi corazón latía con fuerza mientras me acercaba a la rejilla que daba vista al sitio donde había visto a Mateo. Esperaba ese momento, el momento de verlo otra vez. Asomé mi cabeza para inspeccionar el interior. Era una habitación tapizada de alfombras color vino. Había objetos de oro por todas partes, copas, botellas, cuadros y adornos. En el centro una mesa y, más al fondo, otra puerta. Dos guardias, uno sentado a la mesa y otro en un sofá, entretenido con un teléfono móvil. Sin embargo, Mateo no estaba.
No me asusté. Sabía que eso no significaba que había sido producto de mi imaginación. Ya había pensado en las posibilidades, quizás tenía una celda en algún otro lugar. Busqué más pistas con la mirada, algo que delatara su paradero, hasta que encontré lo que buscaba. La cadena, esa que antes había visto atada a su tobillo, ahí estaba. Nacía de un garfio soldado a la pared, por detrás de la madera y la alfombra. La seguí con la vista, hasta perderla de nuevo detrás de otra puerta.
Fruncí el ceño, esa no era la puerta que llevaba al pasillo, ¿a dónde llevaba? Levanté la vista para ver el túnel, sin embargo, no había más camino, la rejilla en la que me encontraba era el fin del camino para mí. ¿Habría una salida detrás de esa puerta? Tenía sentido, considerando que nunca había visto entrar o salir a los custodios de esa extraña zona. Sea lo que sea que estuviera al otro lado de esa puerta, no parecía necesitar ventilación, y ahí, es en dónde debían tener a Mateo.
Todavía tenía tiempo antes de que voz grave hiciera otra ronda, por lo que decidí quedarme un poco más. No estaba dispuesta a irme hasta ver que esa puerta se abriera y Mateo saliera de ese lugar.
Esperé por más de 3000 gotas más, estaba cansada, pero no quería irme hasta verlo. Sólo eso quería, verlo una vez más.
La puerta se abrió. Escuché el arrastrar de las cadenas. Y lo vi. Era él, mi confirmación máxima. Lo vi claramente. Mateo, vistiendo traje de etiqueta, llevando una bandeja de oro, con una copa y botella de vino. Salió de esa habitación, encadenado, y dejó los objetos sobre la mesa. Después, cambió la botella de vino por otra de la vitrina y volvió a internarse al interior de aquella puerta.
Una gran emoción me invadió, tan sólo por el hecho de verlo. Y con esa alegría en mi cabeza, por fin me permití volver a mi celda.
Hice el mismo recorrido de regreso, salí por mi habitación y volví a colocar mi rejilla con calma. Entré en mi celda y la cerré. Guardé de nuevo las llaves entre mis trapos y me acosté sobre ellos, a dormir, con una sonrisa en el rostro. Estaba feliz, estaba motivada. Ese era el combustible que necesitaba para continuar.
***
386 885 gotas después.
Ya tenía a todos estudiados, El Cocinero vino por mí a los dos días, unas 150 000 gotas después de mi primera escapada por la ventilación. El último festín me había servido para fichar sus movimientos, al igual que el de los comensales.
Voz aguda venía todas las noches a preparar la cena. Tres días... era lo que demoraba mi turno. Por eso había tres celdas, tres prisioneros. A veces los veía, mi cuarto verde servía de paso hacia la cocina. Cada noche, uno de nosotros servía de alimento para esta gente. El comedor estaba lleno por 4320 gotas, mientras los comensales devoraban el plato principal. Durante ese tiempo, voz aguda estaba en la cocina, esperando a que terminaran para llevar a la presa de vuelta a su celda.
Haber visto un festín desde las rejillas de ventilación me permitió ver el verdadero horror de las atrocidades que cometían en ese sitio. A pesar de que ya me parecía algo normal, mi estómago aún se retorcía al ver a esa gente destruir el cuerpo de alguien que no era yo.
Además de las horribles experiencias, también había cosas buenas. Vigilaba a Mateo desde la rejilla de ventilación todos los días , y eso traía felicidad, recargaba mis baterías. Los guardias que lo custodiaban intercambiaban turno aproximadamente cada 38 000 gotas, y dejaban sola la habitación por unas 350, apenas nada de tiempo. Todavía no entendía por qué eran dos personas las que custodiaban a Mat, pero no tenía manera de averiguarlo, la razón de su estadía no parecía ser la misma que la mía.
La planificación de mi escape estaba progresando muy bien. Ya tenía mucha información sobre las rutinas, practicaba ballet cada día, mi cuerpo se recuperaba bien de los festines y reaccionaba cada vez mejor. Sin embargo, todavía no tenía todo. El factor azaroso representado por las inesperadas apariciones de un par de desconocidos, era algo muy peligroso. Sullivan y Rica, por lo que había escuchado, eran los nombres del hombre y la mujer que solían aparecer para hablar con voz grave o voz aguda. Nombres era lo único que tenía, pero nunca los había visto. Necesitaba verlos, al menos una vez, hacerme una idea de con quién estaba tratando antes de aventurarme hacia el peligro.
Hoy tenía esperanza. Había escuchado a voz grave decir que vendría «alguien» que no deseaba ver. Lo malo de ello, es que sería a la mitad de una de sus rondas. Tendría que escabullirme con tan sólo 3600 gotas de margen para volver a mi celda. Sería arriesgado, pero no podía perder la oportunidad.
Esperé con paciencia a que el momento llegara. Tal y como sospechaba, eventualmente escuché la voz de un hombre ajeno a la rutina diaria: era Sullivan. Estaba nerviosa. Hasta ahora sólo había salido durante, lo que suponía, era la noche, cuando voz grave dormía, sin embargo, en ese momento, el carcelero hacía la tercera de sus seis rondas diarias.
No estaba bien, no del todo. El evento había ocurrido, sí, pero a la mitad del intervalo entre una y otra de las rondas de voz grave. ¡Un agujero en mi plan! Tantas consideraciones y no se me había ocurrido que podía suceder eso. Ingenua de mí, que pensé que llegaría justo al final de una ronda. Contaba con 3600 gotas, cuando en realidad tendría, con suerte, 1500. ¡Tenía que actuar pronto!
A toda prisa, pero sin perder la calma, salí de mi celda. Tenía las llaves preparadas, las cuales até a mis vendajes igual que siempre. Abrí la rejilla y entré a los túneles. Ya los conocía como la palma de mi mano, sabía a donde tenía que ir: a la cocina.
Me desplacé con maestría por el estrecho pasaje, rodeada de las tuberías de la instalación, hasta que llegué a la rejilla que permitía observar hacia la cocina. Junto a mí, escuchaba muy claro el goteo que se había vuelto mi amigo más íntimo. Las gotas de agua me salpicaban, naciendo de la tubería mal sellada.
—No olvides que has tenido bastante suerte.
Estaba en un ángulo difícil. Escuchaba, pero no alcanzaba a ver su rostro. Busqué moverme, adaptar mi posición para verlo mejor.
—Ya lo sé, ya lo sé Sullivan, pero no hay razón para pensar que esos de la GIV las tienen. Ya dije que debieron caer al drenaje.
Estaba tan cerca, ya veía el cuello de su camisa. Vestía un saco negro de cola larga.
—Da igual. No es a eso a lo que he venido. Los comensales comienzan a cansarse de la presa nueva, dicen ha perdido el sabor a adrenalina. Ya no tiene miedo, será enviada a un proceso de renovación.
—Una gran decisión, esa perra loca me da escalofríos.
Hablaba con voz grave, el hombre que no identificaba. Estiré la cabeza, tratando de ajustar la vista entre los espacios de la rejilla. Con un poco de esfuerzo, al fin lo vi. De cabello largo y revuelto, ojos caídos, blanquecinos. ¡Era él! El sujeto que me había secuestrado.
—¿Y cuándo será qué...?
El metal que me sostenía chirrió.
—¡Shh! —Sullivan levantó un dedo—. ¿Has oído eso?
Me quedé como una estatua, inmóvil, con ambas manos pegadas a mi boca para evitar que mi respiración pudiese delatarme aún más. ¡Qué tonta era! No podía haber elegido peor momento para dejarme llevar.
Sullivan se acercó con una mirada suspicaz hacia la rejilla de ventilación en la que yo estaba. Era alto, la alcanzaría con facilidad. Si me movía, haría ruido y me descubriría. Lo único que podía hacer era rogar para que no se le ocurriera mirar dentro.
Sullivan llegó al frente de la rejilla, con la cabeza a sólo centímetros por debajo. Había silencio, ni él ni voz grave decían nada. Levantó una mano. Golpeó el acceso con un su puño. La rejilla hizo un ruido que casi me infarta al romperse. Los trozos de metal volaron para todas partes, algunos rasgando mi rostro, momento que aproveché para pegar un salto hacia atrás.
Observé la mano de Sullivan entrar por la ventilación, buscando algo, tratando de alcanzarme. ¡Estaba muerta! Me había encontrado, ya no podría hacer nada.
Cerré los ojos, sin saber exactamente qué sucedería a continuación, cuando, de pronto, la mano del hombre se detuvo sobre las tuberías. Alcanzó la llave, justo de la cual emanaba la gotera...
«Ploc, ploc, ploc». Apretó con una fuerza inhumana el tubo metálico hasta que el agua dejó de escurrir. Silencio. La gotera se había ido.
—Malditas goteras —dijo—. El Cocinero es un descuidado, tendré que hablar con él para que de mantenimiento a esta pocilga.
Sullivan se alejó, dando la espalda a la rejilla rota. Ya no podía verlo, pero escuchaba sus pasos. Mientras tanto, yo estaba observando con una mezcla de alivio y terror lo que acababa de suceder. La gotera, ¿por qué la gotera?
—Me voy —dijo Sullivan—. Deberías dar un recorrido, asegúrate de preparar a la presa. El próximo será su último festín. Ah, y revisa la ventilación, puede que tengas un problema de ratas. Si llevan infecciones a nuestras presas, al Cocinero no le va a gustar.
—Sí, sí, ya mismo lo hago —gruñó voz grave—. Gracias Sullivan.
Me quedé estupefacta por unos segundos, mirando la tubería retorcida, cadáver de mi instrumento para medir el tiempo. Escuché a Sullivan salir de la cocina y a voz grave hacer lo mismo.
Reaccioné un instante después. ¡¿Que hiciera un recorrido?! ¡No! ¡No ahora! ¡Maldición! ¡Tenía que volver enseguida! No, ¡estaba perdida! Voz grave llegaría antes, sólo tenía que atravesar ese pasillo y...
Escuché la puerta del baño, sonido transmitido por la ventilación. ¡Sí! ¡Todavía tenía una oportunidad!
Di la vuelta y me arrastré tan rápida y silenciosamente como me fue posible. Pasé por encima del baño y alcancé a entrever a voz grave haciendo sus necesidades. Que suerte tenía de que fuese un irresponsable.
Llegué a la rejilla de mi habitación justo cuando escuché la puerta del baño cerrándose. Ya venía. ¡Salté! Esperaba alcanzar la silla, pero algo detuvo mi caída. ¡Uno de mis vendajes! Se había atorado con algo en el ducto.
El ligero tirón impidió que alcanzara la silla y trastabillé, apenas alcanzando a apoyarme en ella. Furiosa, tiré de la venda. Se rompió. Arrojé los restos dentro la ventilación y volví a colocar la rejilla a toda velocidad, sin siquiera atornillarla. Escuché el chirriar de la manija. La puerta se abrió, ¡voz grave ya estaba aquí!
—¡¿Pero qué estás haciendo, maldita loca?! —gritó el carcelero al escuchar el estruendo que provocó mi orinal al impactar sobre la silla de la habitación.
Todavía estaba agitada, era una locura, pero, ¡lo había conseguido! Estaba en el interior de mi celda, había arrojado el contenedor de desechos para disfrazar el sonido metálico provocado por mi celda al cerrarse. Apenas había alcanzado a insertar la aguja de la solución intravenosa en un punto azaroso de mi brazo.
Voz grave sonrió.
—Ah, ¿acaso escuchaste?
Me puse tensa. ¿Lo sabía? No, calma, hablaba del festín. Estaba paranoica.
—Eres una pequeña rata chismosa. ¿Ya sabes que te van a reemplazar? Estás furiosa, ¿no es así? Quieres romper cosas.
En este momento agradecía que voz grave fuese un idiota. ¿Cómo podría molestarme por algo que, en teoría, finalmente me liberaría de esta tortura?
Voz grave rio.
—No te alegres.
Alcanzó el orinal que arrojé contra su silla, lo levantó y lo devolvió con violencia a mi celda. El objeto hizo un ruido muy fuerte al estrellarse y rebotar hasta mis pies, golpeándome en la espinilla.
No me moví. Eso no era dolor.
—Sigues retándome, ¿eh? Ya verás cómo pierdes las ganas pronto. Disfruta de tu último festín, porque cuando salgas de este lugar, serás llevada a un lugar todavía peor. ¿Crees que ser devorada cada tres días es malo? Oh, pequeña, espera cuando seas el plato principal tres veces al día, con algún cocinero de mierda en Bagdad o en Hong Kong.
Con sus palabras, voz grave consiguió algo que no lograba hace mucho: infundirme temor. Analicé por breves instantes lo que dijo. ¿Un lugar todavía peor que este? No podía permitir que algo así ocurriera. Dos días, ese era el límite. Tenía que salir en menos de dos días.
El carcelero dejó mi habitación riéndose, dejándome ahí, con una información que sabía me perturbaría. Era un infeliz, se divertía incordiándome, y seguro lo hacía también con el resto de prisioneros. Un maldito que se dedicaba a hacer todavía más miserable la vida de aquellos que han conocido algo peor que la muerte.
Pues bien, al menos había conseguido mi objetivo. Sabía quién era Sullivan, y con eso ya podía intuir que Rica era la mujer que lo acompañaba ese día, aquella que había destruido al pobre de Tomás. Ambos parecían ser mucho más peligrosos que cualquiera, así que tendría que procurar no toparme con ellos cuando escapase.
La parte mala de todo, era que ese loco había sellado la gotera, ¡mi reloj! Necesitaría crear otra para volver a medir el tiempo. Sin la gotera no podría hacer nada.
Suspiré. Me coloqué bien la intravenosa y busqué las llaves para volver a esconderlas. Llaves, llaves, llaves... ¡¿En dónde estaban?!
Mi corazón se cayó al suelo, junto con mi estómago y esperanzas cuando me di cuenta de que no estaban. Busqué por todo mi cuerpo, en mis vendajes, pero no había rastro de ellas. Tan sólo estaba el pedazo de venda que se había roto cuando salté del ducto de ventilación.
Observé la rejilla con horror. Alcancé a ver un trocito de tela atorado. Estupidez se quedaba corta, no había palabra para describir lo que acababa de suceder. Las llaves... había perdido las llaves.
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