9. Tiempos difíciles
Ese día salí de la torre muy temprano, poco antes del amanecer. Vestía mi uniforme metamórfico, en su forma humana, ya que aún no me encontraba en horas laborales. Quería hacer una visita a alguien antes de sumergirme en otro día ocupado. Ahora me encontraba en las profundidades de Torre Espacio, andando por el pasaje que llevaba a los aposentos del Gran Sabio.
Me detuve ante el sonido reverberante de las dos vibroespadas cruzadas que me impedían el paso, armas pertenecientes a dos guardias de elite custodiando las amplias puertas del sitio en el cual asistía a mis clases privadas en control de la realidad. Paré, pero fue más por la sorpresa que por la negativa. Era extraño. Nunca había guardias en la entrada.
—E-Es usted el Demonio Blanco —inquirió uno de los guardias, tratando de ocultar el titubeo de su voz—. Lo... Lo sentimos, no puede acceder a esta zona sin un llamado oficial. ¿Tiene uno?
Enarqué una ceja. Observé los uniformes blancos de los guardias. Cuatro estrellas, ambos; nada mal.
—Soldado, soy tu superior, no puedes negarme el acceso —repliqué en tono cortés, pero firme.
Ambos guardias dieron un paso atrás, pero se mantuvieron rígidos, bloqueándome el paso.
—De verdad, lamentamos los inconvenientes, Espectro —explicó el segundo—, pero nuestras órdenes superan nuestro propio rango, y el suyo. El Gran Sabio Keitor solicitó expresamente que nadie, absolutamente nadie, lo molestase sin haber sido llamado.
—Por favor, comprenda nuestra posición.
Pasé la vista del uno al otro. ¿Cómo explicarles, que tan sólo era una hija preocupada por su padre? Quería verlo, preguntar cómo estaba. No sabía de qué manera afectaría una situación así, a una entidad con más de ocho mil años de vida.
Respiré profundo, y di un paso atrás.
—Comprendo, soldado, respeto su determinación, sigan haciendo su trabajo —dije al fin, con voz de mando.
Realicé un saludo formal, el cual fue correspondido por ambos. No habría forma de convencerlos, tenían órdenes directas de uno de los Primeros, y eso estaba por encima de cualquier otra jerarquía. Tampoco quería meterlos en problemas, puesto que sólo estaban haciendo su trabajo. Tras un suspiro de resignación, di la media vuelta y me alejé en dirección contraria, hasta perderme de vista en los confines del pasaje.
Al menos, eso fue lo que creyeron ver los guardias, porque yo seguía ahí, de pie, frente a ellos. Torciendo un poco la doceava, décimo octava y décimo novena cuerda, era sencillo transmitir a sus ojos la ilusión de mi partida. Había jugado sucio, pero de verdad tenía que ver a mi padre.
Los vi respirar aliviados cuando me fui. Retiraron el bloqueo, enfundando armas.
—Vaya, que alivio, dicen que es un monstruo cuando caza, pero en persona es muy amable —afirmó uno de los guardias.
—No puedo creer que la haya conocido —canturreó el otro—. ¡Joder! Tenía tanto miedo que apenas y pude hablar. ¡Quería pedir que firmase mi vibroespada!
El primero rio.
—Conozco a un amigo que conoce a un Espectro que se ha topado con ella en el sector cinco. Quizás pueda hablar con él para que lo consiga.
Cuando se apartaron, caminé entre ellos sin que pudieran percibirme. Ventajas de tener control de la realidad. Me hubiese gustado quedarme un poco más a escuchar de lo que hablaban, pero el tiempo corría y tenía cosas más importantes qué hacer, incluyendo un salvaje esperando en mi apartamento.
—¡¿De verdad harías eso?! ¡Por favor! Aahh, pero jamás querrá hacerlo, fui todo un idiota hoy, le negué el paso a la kiniana más poderosa de toda España. ¡Pude haberlo pedido yo mismo!
—Vamos, para... acaso estás... ¿esas son lágrimas?
—¿Qué? ¿Lágrimas? No imagines cosas. Sí, puede que yo...
Abrí y cerré las grandes puertas de los aposentos de mi padre. Los guardias no pudieron notar nada debido a una ligera tensión en la décimo sexta cuerda, la cual permitía la existencia del sonido. Una vez adentro, se me escapó una sonrisa.
—La más poderosa de España, ¿eh? Pero qué lindos son —hablé sola, en voz muy baja. Acto seguido, levanté la vista hacia lo que tenía delante—. Bien papá, ¿en dónde estás?
Frente a mí se extendía un amplio camino forjado en piedra negra, oscura y medieval, igual que la arquitectura. Una alfombra azul adornaba el ostentoso acceso, en cuyos costados se erguían una docena de pedestales. Se trataba de expositores, expositores que contenían algunos de los objetos más preciados de mi padre. Siempre que iba a ese lugar, sentía que estaba entrando a un castillo. Parecía mentira que todo eso estuviese en el subterráneo de Madrid.
Avancé despacio, observando las reliquias. Las conocía bien, y no dejaban de impresionarme cada vez que las veía. Podía decir que cada una de ellas contaba un poco sobre la historia de mi padre, una vida difícil de comprender, o siquiera imaginar.
Por un lado, entre otros, estaba Excalibur, la espada del Rey Arturo, un recuerdo del siglo VI, reluciente, grande y poderosa, imbuida de pequeños fragmentos de un Cristal Supremo. El tridente de Aedoros, primer rey del mar, forjado en oro hace más de siete mil años; su portador había perecido junto con la Atlántida. La ciudad de la luz, una pequeña réplica en miniatura, cuyas edificaciones doradas y calles de oricalco, emanaban una luz mística, muy bella; según la historia de mi padre, esa fue la primera ciudad forjada por los kinianos, mucho antes de que la humanidad comenzara a registrar la historia.
Al otro costado del camino, se encontraban objetos que no pertenecían a mi padre, pero representaban una parte importante de su vida. El báculo de Anubis, perteneciente a la época dorada de Egipto, en la cual florecieron civilizaciones gracias a la ayuda de los Primeros. La armadura de Kendra, sí, pero no la misma que había robado hace algunos años; resultaba que aquella había sido una simple réplica, y la que se resguardaba en este lugar, era la original. El penacho de Moctezuma, el verdadero; cuando mi padre contaba esa historia, siempre lo hacía riendo, pues demostraba su vieja rivalidad con Keliel, encargado de proteger la región americana.
Seguí caminando entre las reliquias, algunas muy importantes, otras simples objetos que cualquiera podría encontrar allá afuera. Sabía que la historia kiniana, al igual que la humana, no era toda de color rosa. Tanto mi padre, como los otros Primeros, siendo gobernantes milenarios, habían cometido muchos errores. No eran las mejores personas, ni tampoco seres perfectos. Eso lo sabía gracias a la confianza que mi padre tenía conmigo. Me contó sobre cómo llevaron a muchos pueblos humanos a la guerra, en el pasado, o sobre cómo jugaron con civilizaciones que los creyeron dioses. Según explicó, considerando su longevidad, ellos también fueron jóvenes, inmaduros y tercos, pero con el paso de los años aprendieron de sus errores y trataron de mejorar. Guiaron a los humanos por mejor camino, protegieron la vida y comprendieron su valor, buscaron la paz, la estabilidad, y luego formaron esta sociedad.
Él podía decir muchas cosas, pero, para mí, sólo importaba lo que era ahora, una persona maravillosa, sabia y cariñosa. ¿Quién era yo para juzgar su pasado? ¿Qué era yo, en la insignificante trayectoria de una vida milenaria? Mi corta existencia era nada en comparación. Cuando vivía con mamá nunca deseé tener un padre, pero ahora no imaginaba mi vida sin él. De verdad me había ayudado a superar el oscuro pasado que me atormentó por tanto tiempo.
Justo donde la sección de expositores culminaba, una pequeña y modesta sala de estar tomaba lugar. Detrás de los cómodos sillones de aspecto antiguo, más no desgastado, una chimenea sin fuego adornaba el muro. A un costado de esta, un arco de piedra daba acceso a una nueva sección. Estaba a punto de atravesarlo, cuando escuché las voces de los guardias, en el exterior.
—¿Tiene un llamado oficial?
No habían intercambiado muchas palabras, pero pude distinguir, con claridad, el sonido de las vibroespadas apartándose. Los pasos se habían detenido frente a la puerta, estaba a punto de abrirla. Alguien, que no era yo, tenía un llamado oficial por parte del Maestro de la Realidad.
Apenas tenía tiempo, así que, agitada, cerré los ojos y extendí mis manos para jugar con las cuerdas de la realidad. Tensé algunas, estiré otras, una ilusión sencilla que me ocultaría de la vista de cualquiera que pisara esa sala.
Las puertas se abrieron con delicadeza, de forma muy cuidadosa, y un hombre alto apareció andando sobre la alfombra roja. Me replegué hacia uno de los muros, detrás de los expositores, para no estorbar su camino. Atravesó la zona de reliquias y llegó a los sillones. Vestía de forma muy parecida a los Espectros, con la diferencia de que, su gabardina negra, tenía adornos dorados en los hombros.
No era cualquier persona, era fácil de reconocer. Las cinco estrellas en su gabardina, las numerosas insignias de rangos y viejas batallas, esa mirada seria y semblante rígido; no cabía duda, él era Kan Stewart, General Supremo de la Guardia Kiniana.
Sin decir nada, seguro de sí, tomó asiento y se colocó en posición de espera, con los codos recargados sobre las rodillas y las manos sosteniendo su mentón lampiño. No pasaron ni treinta segundos, para que un par de pisadas, acompañadas de un bastón, se escucharan provenir de los aposentos de mi padre. Pasos lentos, tranquilos, apacibles.
—Tan puntual como siempre.
La voz de mi padre se escuchó un poco antes de que su figura apareciese bajo el arco de piedra. La túnica larga, barba blanca y báculo dorado, lo hacían lucir como un mago de cuento de hadas. Caminó despacio, hasta sentarse frente al general de la guardia.
—Cualquier otra situación sería una falta de respeto, Gran Sabio.
Mi padre asintió, en silencio. Mientras tanto, yo estaba oculta detrás del pedestal que contenía la Ciudad de la Luz, por ser el más grande que había. Esperaba que, incluso si mi padre podía ver a través de las ilusiones, no pudiese distinguirme entre toda esa luz dorada.
—Intuyo que te estarás preguntando el porqué de mi llamado, así que seré directo.
—Por favor.
Unos segundos de silencio, en los cuales se pudo apreciar la seriedad del asunto, precedieron la explicación de mi padre.
—Esta tarde se realizará la cumbre de los tres sabios, los últimos que quedamos. Habrá nuevos acuerdos con respecto a la situación, y seguro, quizás, algunos conflictos. —El general de la guardia hizo un gesto solemne ante la declaración, sin hablar, para permitir que el Gran Sabio continuara—. Pase lo que pase, Kan, he decidido traer de vuelta a la UEE.
—Está... ¿Está hablando en serio? Eso es imposible.
—Disculpa si se malinterpretó. No me refería a la antigua, sino una distinta, totalmente renovada.
No alcancé a ver la expresión del General Supremo, pero debió estar sorprendido o agobiado por haber soltado tremendo suspiro antes de responder.
—Comprendo, Gran Sabio. En ese caso, puedo preguntar, ¿cuál será mi postura en esa encomienda?
—La nueva UEE estará a tu cargo. Los fichajes están listos, cuando lleguen los reuniré a todos. Tengo confianza en ti, Kan, sé que, con tu experiencia, esta vez será todo un éxito.
El general Kan tardó unos instantes en dar respuesta.
—Haré lo mejor que pueda, Gran Sabio. Realizaré los preparativos cuanto antes.
—Cuento contigo.
Kan realizó una reverencia. Mi padre esperó a que levantara la cabeza para permitir su retirada, sin embargo, no se fue.
—Puedo preguntar, Gran Sabio, ¿escuché bien? Hace un momento, acaso dijo, ¿cumbre de los tres sabios? ¿Significa eso que...?
Alcancé a ver una sonrisa entre la cara barbuda de mi padre.
—Es natural tu sorpresa, no te culpo. Tu cuestión está bien fundada, General Supremo. Escuchaste bien, la cumbre ya se ha pactado. Ella estará presente.
Noté que la mandíbula inferior se le caía de sorpresa al hombre más joven. Y creo que entendía por qué, aunque no estaba del todo segura. Debían estar hablando de Kendra, la Maestra de la Materia, quien se encontraba en un exilio autoimpuesto desde la Gran Guerra. Ella era la única de los Primeros cuyos poderes no habían sido limitados en un cuerpo anciano, y por eso, se había marchado desde hace mucho para mantener el equilibrio del mundo.
—No sé qué decir respecto a eso. Y pensar que... —acalló su frase antes de concluirla—. Para que ella aparezca... Deben estar ocurriendo grandes cosas, ¿no es así?
Mi padre permaneció en silencio. Sin decir una sola palabra más, ambos asintieron con seriedad. El general Kan dio la media vuelta y se retiró a paso firme, hasta desaparecer detrás de la puerta de entrada.
El ambiente, tenso y silencioso, reinó por unos segundos más. Desde que ese hombre se alejó y salió del lugar, hasta que una gran inhalación de mi padre acaparó mi atención.
—¿Para eso crees que sirven las cuerdas, jovencita? ¿Para espiar a tu propio padre?
Su voz, tan fuerte como repentina, se escuchó con claridad a mi oído, igual que un susurro llegado desde un plano intangible. Me sobresalté, girando por acto reflejo, esperando encontrar a alguien detrás de mí, sin éxito alguno. El Maestro de la Realidad seguía allí, inmóvil, mirando justo en la dirección a la cual me ocultaba.
Atolondrada, parpadee, sin decir nada, hasta que el hombre anciano movió la mano con fineza, recorriendo toda la habitación en un movimiento circular, devolviendo todas las cuerdas de la Realidad alteradas a su estado natural. Mi ilusión desapareció, dejándome a la vista en un santiamén.
Apenada, salí de mi escondite, ahora inútil, plantándome frente a mi padre con la culpa plasmada en los ojos.
—Yo... Lo siento mucho, no pensaba espiar. Sólo... Sólo quería verte. Estaba preocupada por ti. Después del anuncio de anoche, creí que necesitarías compañía.
Ladeó un poco la cabeza, mis palabras lo sorprendieron.
—¿Por qué pensaste eso, Ziri?
Avanzó despacio, hacia mí.
—No sé qué ocurrió, y tal vez no soy capaz de imaginar lo que pasa por la mente de un ser milenario como tú, pero, en mi poca experiencia humana, quería hacerle saber a mi padre que contaba con mi apoyo en un momento difícil como este.
Él extendió su mano, despacio, dispuesto a tocar mi mejilla, sin embargo, a media distancia detuvo su acción. Me dio la espalda.
—Solicité expresamente que necesitaba estar solo. ¿Por qué tú...?
Sin pensarlo demasiado, aventurándome a creer que sus emociones eran tan humanas como las mías, lo interrumpí a media frase con un cálido abrazo que lo hizo perder la compostura.
—Los guardias no me dejaban pasar —repliqué—, ¿cómo explicarles que sólo quería abrazar a mi propio padre? Te lo mereces, papá, un simple abrazo. No está mal, ¿o sí?
Por un momento, se sobresaltó, pero, enseguida comenzó a relajarse. Lentamente tocó mis brazos con sus manos, inhaló profundo, exhaló. Disfrutó de la muestra de afecto por un momento, y luego me apartó. Volvió a girar, para quedar frente a frente una vez más.
—Cuan complejas y enigmáticas pueden ser las emociones, un deleite, un elixir —habló con una misteriosa sonrisa triste en el rostro—. Discúlpame, querida hija, por excluirte de los últimos eventos. Tú... no deberías verme así, de esta forma, en estas condiciones. Estoy furioso, como nunca antes, Ziri, esta parte de mí que no es para ti.
No supe qué responder a eso. Sus palabras eran sinceras, su mirada también. Sufría mucho, pero sabía que no compartiría su pesar conmigo.
Lo medité por unos momentos, luego sonreí, y fui yo la que tocó su mejilla con suavidad. La acaricié con ternura. En su anciano rostro, alcancé a notar expresiones de gran complejidad. Parecía sorprendido, agradecido, incrédulo, demostraba fuerza, pero también debilidad.
—Eres mi padre —respondí—. No importa en qué faceta te encuentres, sigues siendo igual de impresionante que siempre. Sólo quería decirte que estoy aquí, si lo necesitas, ¿de acuerdo? —Tiré suavemente de su barba antes de retirar mi mano de su rostro—. Puede que hayas estado solo por miles de años, pero ya no más.
Los ojos de mi padre se pusieron vidriosos por unos instantes y, tan efímera como aquel evento, una expresión de paz total se apoderó de él. Podía sentirlo en su aura, irradiaba tranquilidad. Era como si hubiese cumplido una meta, como si en ese momento no necesitara nada, ninguna otra cosa en su vida. Después, aquel gesto desapareció. El rostro del Maestro de la Realidad volvió a tornarse preocupado, tenso.
—Gracias, querida hija, no podría pedir más de ti. Eres un verdadero orgullo. —Tomó aire, se alejó de mí y caminó hacia uno de los sillones. Se sentó y, mirándome, volvió a hablar—. Tiempos muy oscuros se acercan, hija, tiempos de elegir bandos y prioridades. ¿Escuchaste lo que pedí al general Kan? —Asentí, en silencio. Él también lo hizo—. Tienes un lugar importante en ese proyecto, Ziri, pero aún no es tiempo de explicártelo. ¿Comprendes lo que digo?
Caminé hasta posicionarme de pie, frente a él, y realicé una ligera inclinación de respeto.
—Comprendo, padre, no tienes nada de qué preocuparte. De verdad, lamento haber importunado.
Él movió la mano, avisándome de que ese gesto no era necesario. No me importaba, yo quería hacerlo, de verdad me sentía culpable por haberme colado sin permiso.
—No pasa nada, lo habrías sabido de cualquier forma, hoy o mañana. Sólo, no hables de esto a nadie, no aún. ¿Estás bien con eso?
Lo miré sorprendida.
—¿Qué si estoy bien? No me sentiré bien hasta que no compense mi falta. Trabajaré doble turno y...
Mi padre comenzó a reír.
—No te merezco, hija, no tengo dudas de que no te merezco. —Se levantó, me dio un golpecito en el hombro y me impulsó para caminar hacia la salida—. Sólo espero que, cuando llegue el momento, todos los porqués sean suficientes.
Parpadeé dos veces, anonadada por su respuesta. No alcanzaba a comprender el significado, pero no me atreví a preguntar, porque tampoco sabía exactamente qué era lo que no entendía.
Así, en silencio, llegamos juntos a las puertas que daban al exterior de sus aposentos, donde los guardias debían seguir custodiando la entrada.
—Agradezco tu visita, hija. Ahora, si me disculpas, necesito pensar algunas cosas.
Asentí con solemnidad.
—Seguro que sí, una vez más, lo siento. Estaré todo el tiempo en el sector de junto, llevaré mi E-Nex en modo activo. Si necesitas algo, sólo llama.
Él asintió, sin decir nada, y abrió la puerta para que pudiese salir. Me despedí de él con un fugaz golpecillo en el brazo, y abandoné el lugar.
La puerta se cerró despacio, detrás de mí. Los guardias de la entrada se giraron para observarme. Les sonreí de forma culpable, encogiéndome de hombros, y pasé entre los dos, caminando de prisa, mientras ellos se miraban perplejos sin saber exactamente cómo es que había salido del lugar que, se suponía, debían custodiar.
Entre pensamientos y reflexiones, abordé el ascensor espectral para que me llevara a la salida de la torre. Nunca antes había visto a mi padre tan perturbado, y no era para menos. No podía imaginar lo que se sentía perder a dos compañeros con miles de años de antigüedad.
Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo de Torre Espacio. Abandoné el transporte y salí del lugar oculto usando mi vestimenta humana. Estaba a punto de dejar la entrada principal, cuando de pronto, sentí algo grande, algo intenso, poderoso, sobrenatural.
Las cuerdas de la realidad se agitaron por un instante, una fluctuación enorme de energía sin precedentes desestabilizó por completo la existencia del universo. Y luego, otra vez paz, calma. Podía escucharse como algo terrible, pero no era más que una sensación, un sentimiento. Lo que había percibido, era una presencia sumamente poderosa en las cercanías, una llegada de alguien o algo tan poderoso como uno de los Primeros.
Avancé un poco más, tratando de imaginar qué estaría ocurriendo abajo, en la torre. Probablemente sería Keliel, reuniéndose con mi padre. Podía percibir furia en aquella presencia, acompañada de una presión energética abrumadora.
Salí de Torre Espacio, mientras aquella pesadez se volvía cada vez más ligera, hasta el punto de casi desaparecer. Me dirigía de vuelta a mi apartamento, necesitaba llevarme el pequeño cadáver de erizo para entregarlo a Killian en la armería.
Desde mi posición ya alcanzaba a divisar la entrada a Torre PwC, afuera de la cual distinguía la figura de un conocido. Era Mateo, esperándome. Pobrecillo, había olvidado decirle que iba a demorar un poco. Llegaría tarde al trabajo por mi culpa, otra vez.
Apreté el paso para recortar el tiempo de retardo, sin embargo, de pronto, otra vez aquel sentimiento de una presencia que sólo podría describirse como divina, me asaltó. Por acto reflejo, desvié la mirada hacia la persona que pasaba caminando a mi lado, a paso rápido, en dirección contraria.
Era una mujer, pero no cualquier mujer. Su ondulado cabello dorado se agitaba siguiendo su andar, igual que su larga gabardina de viaje color marrón. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron y ambas quedamos atrapadas en un inexplicable enlace que se rompió cuando seguimos nuestro recorrido.
Las dos giramos un poco la vista sobre nuestro hombro, para dirigirnos una última mirada discreta mientras nos alejábamos. Sus ojos verdes parecían ocultar una inmensa y profunda oscuridad. Para cuando me di la vuelta y miré al frente otra vez, me encontraba boquiabierta. Esa era la mujer más hermosa que había visto en mi vida.
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