8. Una salida salvaje
Oscuridad, silencio, negrura total. Estaba sola, en paz, aislada de la realidad. Escapar a mis mundos era una habilidad que siempre me pareció normal, quién hubiera pensado que estaba relacionada con mi procedencia energética. Habían pasado más de cinco años desde que descubrí su verdadera utilidad y, por supuesto, ya no era la misma de antes.
«Ploc».
Un sonido. Un goteo. La oscuridad se iluminó con pequeñas ondas de luz azul, a unos pasos de distancia.
«Bum» «Pom».
Acordes. Un estímulo auditivo representado de forma visual por destellos rítmicos del mismo color, cercanos al primer origen.
«Zim» «Zum».
Cuerdas. Violines a diferentes tonalidades acompañaban líneas de luz que trazaban trayectorias y figuras.
Los sonidos que escuchaba y las luces que observaba eran otra manera de observar la realidad, sin utilizar los ojos. Mi padre me lo había enseñado. Mi cuerpo físico no debía ser una limitación para el poder de la forma etérea. Los sentidos, ventanas al exterior, eran sólo una de las opciones para mirar la existencia misma. Al principio no lo comprendí, pero con el paso del tiempo, y con la práctica, conseguí hacerme con el concepto.
Tener el poder de influir en la realidad, significaba que podía crear una visión propia del mundo. Un lugar oscuro, en el cual todo se tradujera en luz y música. Esa, esa era mi forma de ver la realidad.
Las 42 cuerdas se tensaban, deformaban o vibraban hasta con la más mínima acción, presencia o existencia. Si me concentraba suficiente, podía sentir todo lo que me rodeara, incluso a grandes distancias. La habilidad de percepción dependía directamente de mi capacidad cognitiva y potencial energético, así que sólo podía mejorar estudiando y practicando. Estaba muy avanzada en mi aprendizaje, tanto, que ahora sólo me concentraba en pulir detalles.
Una serie de ondulaciones, pulsaciones y líneas de luz comenzaron a conformar una melodía coherente, un patrón. Se acercaba por la izquierda, pero sabía que no colisionaría conmigo porque ese no era su destino. Podía predecirlo, porque conocía el estilo y al intérprete de la composición.
Di un paso atrás, con tranquilidad. La línea azul se desvió de su curso, rodeó mi cuerpo con elegancia, ritmo y delicadeza, y se alejó por la derecha. Giró con un cambio de tono, pero con la misma energía de antes. Esta vez no me aparté, sino que me agaché en un adagio controlado, hasta llegar a ras de suelo. La trayectoria de la luz azul pasó por encima de mí, alegre y virtuosa. Solté un acorde alto, una pulsación de energía que envolvió la traviesa melodía hasta apoderarse del tono y tomar control de la pieza.
Nuevos acordes brotaron junto a mí, uniéndose en un potente solo que generó nuevas líneas de luz. Me orbitaban, produciendo nuevas y bellas notas. Bailé con ellas, siguiendo su ritmo, liderando la danza. A veces escapaban, pero las hacía volver como una buena directora de orquesta.
Seguí danzando un poco más, hasta que las rebeldes luces sucumbieron ante el ritmo que impuse. Sólo en ese momento, fue que desaparecieron. No era una fantasía, sólo era una forma distinta de percibir la realidad.
La oscuridad se disipó, mis ventanas al mundo volvieron a abrirse. Pude ver, escuchar y sentir otra vez con los ojos, oídos y cuerpo. Me encontraba en una sala amplia, con piso de madera y ventanales oblicuos a manera de muros. El sonido de agua corriente, perteneciente a un riachuelo artificial que recorría los hermosos jardines interiores que adornaban la vista, daba un ambiente muy apacible.
Escuché un leve quejido provenir de la parte inferior de mi cuerpo. Bajé la mirada y me encontré a un atlético hombre joven sin camisa, cuyo cuello yacía atrapado entre mis piernas. Se estaba asfixiando, pedía que lo soltara.
Le dirigí una sonrisa traviesa y apreté con más fuerza. Noté que su rostro se ponía azul, y las venas comenzaban a saltarle. Primero manoteó, luego llevó sus manos a mis piernas y liberó un pulso energético potente y fugaz que me obligó a soltarlo. Salió disparado hacia atrás, dio un par de tumbos y chocó contra la pared invisible que protegía la vegetación. Quedó en el suelo, jadeando como un adorable perrito cansado de jugar.
—Sabes que sólo te estoy dejando ganar, ¿no es así? —pronunció, sin poder ocultar la falta de aire en su voz.
Me puse de pie y avancé despacio hacia él.
—¿Qué sería de mí si no fuera así? —respondí en tono burlón.
Se rio. Le tendí la mano. La usó como apoyo para levantarse.
—Fuera de bromas, mejoras más cada día, ni toda mi experiencia sirve cuando hablamos de tu poder tan abrumador.
—Vamos, Kiva, estoy segura de que en una situación de vida o muerte no me lo pondrías tan fácil.
Balanceó la cabeza de un lado a otro, dudando.
—Ya no estoy tan seguro de eso, los kinianos normales no nos acercamos siquiera a una milésima parte del poder de Los Primeros. Y tú, eres como una princesa, hija de un Dios.
—Sólo tengo cinco estrellas en mi uniforme, igual que tú, por cierto.
Kiva rio con ganas, casi suelta una carcajada.
—Porque no existen más de cinco, y lo sabes, no me vengas con eso. Además, yo ya estoy retirado.
Solté una risita inocente, mientras entrelazaba los dedos detrás de mi espalda.
—Lo siento, maestro —respondí, jugando todavía más con la situación—, pero eres el mejor compañero de entrenamiento que tengo, no cambiaría estos domingos por nada. ¿Qué haría sin ti ayudándome a pulir el Etherius Sono?
Kiva suspiró, acariciando su nuca.
—Sabes que yo tampoco, pero no me hagas repetirlo. Quién lo diría, creando tu propio estilo a los 22 años, apenas en tu segunda vida. Y encima usando el estilo de la mismísima Kendra como base. ¡Por los Primeros, estoy creando un monstruo!
Esa era la verdadera naturaleza de mi creación, el Etherius Sono. Una forma de combate derivada de mis enseñanzas con Kiva, mi pasión por el ballet y el control sobre la realidad. Consistía en cerrar mis sentidos a las distracciones, convertir los movimientos en música y el combate en danza. Yo llevaba la batuta, me adaptaba al ritmo ajeno y lo obligaba a ser mi pareja de baile. Una vez que conseguía sentir y escuchar la música del otro, lo arrastraba a seguir mi ritmo, poco a poco, sin que se diera cuenta, hasta finalizar la danza de forma magistral, bajo mis condiciones. Con Kiva era sencillo, porque conocía bien su estilo, pero todavía me quedaba mucho camino por delante para seguir desarrollando el Etherius Sono. Cada persona tenía un ritmo único, creaba una melodía diferente. La música era un patrón artístico, así que, hasta cierto punto, podía adaptarme a melodías desconocidas, sin embargo, seguir conociendo y experimentando «danzas» con más personas, era primordial para el progreso de mi estilo.
—Pues este monstruo está hambriento, este cuerpo pide comida.
—Aunque podrías vivir sin comer, ¿prefieres llenar de tejido adiposo ese biocontenedor?
Reí un poco.
—¿Tejido adiposo? —Bufé—. Esa energía estará quemada en un santiamén. Además, uno de los placeres de la vida es comer, ¿por qué lo renegaría?
Mientras hablaba, me daba la media vuelta, retiraba mi top deportivo y lo arrojaba hacia el área de regaderas. Una zona única en el fondo del recinto, con divisiones de cristal
—No tienes remedio, jamás había conocido una princesa tan poco delicada como tú.
Reí con más fuerza. Alguna vez, en mis sueños, llegué a desear ser una princesa de cuento de hadas. Sin embargo, ahora que el destino me había convertido en una de verdad, en la hija de un Dios, entendía que era mucho más divertido viajar por el mundo como una guerrera, en lugar de esperar en una torre a ser rescatada.
—¿Ah así? —cuestioné—. Según tú, ¿cómo es una princesa? —Giré un poco, tan sólo un poco, para dirigirle una mirada de reojo y sonreírle de forma burlona—. Muéstrame una, que yo le enseñaré a comportarse.
—¡Katziri! ¡Eh! No me dejes hablando solo. ¡Vuelve acá!
Lo ignoré, y seguí caminando sin mirar atrás, en dirección a las duchas. Podría haber parecido un acto rebelde hacia un maestro, pero hacía tiempo que Kiva y yo nos habíamos convertido en buenos amigos. No me importaba que tuviese más de doscientos años, porque él también se comportaba igual que un adolescente inmaduro.
Salimos de la torre con el cabello aún húmedo, limpios, vestidos con ropa humana. Yo un traje azul completo, saco y pantalón ajustados. Él una camisa negra, arremangada, y pantalones vaqueros de color gris. El viento fresco me acariciaba las puntas de las orejas, que alcanzaban a sobresalir de entre mi cabello recogido.
Dejamos atrás Torre de Cristal, dirigiéndonos hacia Torre Caleido. Aunque nunca estaba desierto, los domingos eran un poco solitarios. La mayoría de actividades kinianas cesaban, era un día de descanso. Caminábamos juntos, uno al lado del otro, sin decir nada, tan sólo observando los alrededores.
De vez en cuando observaba el andar de Kiva, siempre tranquilo, relajado. No sonreía, pero tampoco mostraba una seriedad total. Su rostro era muy bien parecido, de nariz afilada, ojos oscuros y una barba delineada, delgada y perfecta, que iba desde sus sienes hasta cerrar en su mentón. A veces me preguntaba qué pasaría por su mente, era muy misterioso.
La paz de las áreas verdes era contagiosa, el arrullo producido por el follaje y el suave salpicar del agua en las fuentes, contrastaba con el estresante repicar del tránsito nocturno en la ciudad. Nuestros pasos nos llevaron a la arboleda de la quinta torre, el gran parque que rodeaba el área de tiendas y restaurantes. CTBA era una de las zonas más seguras en Madrid, así que era normal ver a familias paseando con tranquilidad.
—¡Mira eso! ¿Está vivo?
—¡Qué asco! ¡No lo toques!
Cruzábamos un pequeño puente de madera, cuando un par de voces, provenientes de la parte de abajo, atrajeron mi atención.
Kiva siguió andando, pero yo me desvié para asomarme por la barandilla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kiva, volviendo a mi encuentro al darse cuenta de que no estaba a su lado.
No respondí, sólo levanté el dedo para pedir que hiciera silencio. Kiva frunció el ceño y aguzó el oído, igual que yo.
—¡Se está moviendo!
—¡Voy a decirle a mamá!
Eran niños. Uno de ellos sostenía una vara, la cual usaba para remover algo en el suelo. No alcanzaba a ver bien desde mi posición, pero divisaba un tenue destello dorado entre las dos siluetas.
—Vámonos, Kat, son sólo ni...
—¡Aaah!
—¡Nooo!
Ambos niños gritaron, asustados, impidiendo que Kiva terminase su frase. Sin pensarlo dos veces, saltamos la barandilla y corrimos a su encuentro. Nos tomó menos de un segundo llegar a ellos. Justo a tiempo, porque, al estar cerca, por fin comprendí el porqué de su actitud tan sospechosa. El destello dorado emanaba de un pequeño animal, un erizo del tamaño de una piña, que mostraba los dientes, furioso.
—¡Atrás! —ordené a los niños, mientras los apartaba y me posicionaba entre ellos y la criatura.
El pequeño erizo emitió un chillido de advertencia, pero no atacó.
—¡¿Qué es esa cosa?! ¡¿Por qué se mueve?! —gritó uno de los críos, abrazando a la que, presumiblemente, era su hermana.
Kiva se acercó a los niños y los apartó de la escena.
—Vamos, pequeñajos, dejad al bicho en paz, os llevaré con vuestra madre. Kat, ¿te encargas tú? Es uno pequeño.
Estaba a punto de decir que sí, pero entonces recordé algo que me heló la sangre. Giré al instante, para negarme, pero Kiva ya me había dado la espalda y se alejaba con los niños de la mano.
Con la respiración agitada, volví a fijar la vista en la criatura que tenía al frente. No era un erizo común, el pobrecillo tenía un ojo blanco y la mitad de la cabeza abierta. La herida se notaba seca, pero no por eso curada. Estaba muerto, era un cadáver viviente que no debía estar caminando por ahí. Un salvaje lo había usado como refugio, el aura dorada que destellaba era la prueba, y ahora tenía que deshacerme de él.
Sólo había dos formas de deshacerse de los salvajes, una extrayendo su forma etérea del cadáver, resguardándola en un cristal de contención; la otra, era asesinarlo. Casi siempre llevaba un cristal de emergencia conmigo, pero en esa ocasión lo había dejado en la torre porque no iba lejos.
Tomé aire y apreté los labios. Extendí la mano hacia el pequeñín, cerré los ojos con fuerza y cargué un ataque energético. Estaba a punto, a punto de hacerlo, ¡pero no pude! No tenía corazón. Una cosa era asesinar humanos podridos o kinianos aberrantes, y otra deshacerme de una criaturita inocente. ¡Era imposible! Tan sólo verlo ahí, con los ojos chuecos y los sesos salidos, me causaba una ternura incomprensible.
Miré a ambos lados, arriba abajo, atrás adelante. No había nadie cerca. Me quité el saco y, a sabiendas de que estaba haciendo una tontería, salté a toda velocidad sobre el pobre erizo. Lo cubrí por completo con el saco, a tiempo para evitar que escapara. El salvaje comenzó a chillar y soltar pequeños ataques energéticos de baja intensidad, tratando de salvarse. Estaba débil, así que no fue difícil controlarlo. Antes de que se me fuera de las manos, liberé una suave onda energética que lo dejó inconsciente.
Ya estaba, lo había hecho. Nadie tenía por qué saberlo, y ahora, era tiempo de volver con Kiva.
Lo encontré minutos después, esperando con los brazos cruzados en las afueras de un pabellón de pizza.
—Tardaste más de lo usual, ¿te causó problemas? Espera, qué es... ¿qué es ese olor?
—¡Shh!
Lo interrumpí, abrazando con fuerza el bulto que llevaba entre brazos.
—¡Katziri! ¡¿Eso es lo que creo que es?! —cuestionó Kiva, en voz baja—. ¡¿Estás loca?! ¡No puedes traer eso aquí!
Aparté al salvaje de Kiva cuando intentó pescarlo con las manos.
—Silencio —dije—, es mi problema. No puedo matarlo, Kiva, es una criatura inocente, y tampoco puedo llevarlo ante Killian porque no es horario. Mañana lo entregaré, ¿de acuerdo? Ahora ignora el asunto, por favor, y no digas nada.
Kiva me miró boquiabierto, incrédulo ante mi acción.
—¡Escúchate, Kat! ¡Es un salvaje! —siguió hablando, sin dar crédito a mis acciones. Lo entendía, a mí también me parecía una locura.
—Ya basta, me haré responsable si algo malo pasa, ¡pero no pasará! Ahora olvídalo ya, y vamos a comer.
Dejé atrás a Kiva y entré en el restaurante, llevando al erizo muerto envuelto en mi saco. Me dio alcance en breves instantes, justo cuando me sentaba a la mesa del restaurante. Oculté el «paquete» sobre mis piernas, bajo el mantel. Dediqué una sonrisa inocente a mi invitado.
—No puedo creer que esté haciendo esto —replicó Kiva, pero no volvió a mencionar el asunto. Se sentó frente a mí, tan sólo un poco más intranquilo de lo normal.
—Gracias —dije en voz baja, mientras levantaba una mano para solicitar servicio.
Los pabellones de Torre Caleido ofrecían todo tipo de alimentos y tiendas al aire libre, era un lugar muy lindo. Me gustaba ir a comer allí cada vez que podía. Lo visitaba casi siempre con Mateo, Selene, Kiva, o con los tres. Algunas de mis citas más agradables con mi novio habían sido justo en esta pizzería.
Un camarero humano se nos acercó.
—Buenas noches —habló, colocando dos copas, una frente a mí y la otra frente a Kiva—, ¿puedo tomar su orden?
—Pizza gorgonzola con tres champiñones, frutilla doble y pasta cortada. Vino tinto de bebida.
La curiosa solicitud que hice al camarero, no era más que una clave para pedir una pizza de queso armónico. En España era muy común que los negocios kinianos estuviesen mezclados con los humanos. Como ellos no podían ver la energía, era muy sencillo hacer pasar desapercibido cualquier producto energético.
El camarero asintió con cortesía antes de irse y volver, un momento después, con una botella de vino que destapó frente a nosotros. Llenó nuestras copas y volvió a marcharse.
—¿Vino tinto? ¿Qué celebramos? —preguntó Kiva, todavía de mal humor.
Un poco apenada, porque había olvidado la razón principal de haberlo invitado, respondí.
—La reubicación de los salvajes de Madrid. Al fin están todos de vuelta en su hábitat, bueno... casi todos.
Mi última afirmación no hubiese sido tan incómoda, de no tener, en ese momento, un salvaje inconsciente sobre mi regazo.
Kiva puso los ojos en blanco y bufó.
—¿No es la tercera vez este mes? Van y vienen, no puedes salvar a todos.
Suspiré.
—Lo sé, no debí mencionarlo. Hago lo que puedo, me hace sentir bien, y lo seguiré haciendo. Pobrecillos, no se merecen lo que les está ocurriendo.
Kiva inhaló profundo. Parecía que tenía una lucha interna. No quería discutir conmigo, pero se notaba que no le agradaban los salvajes.
—Mira, sé que tienes buenas intenciones, pero tal vez no pensarías lo mismo si supieses los problemas que pueden provocar.
Puse mala cara.
—No importa, no razonan, Kiva, son inocentes. La culpa de cualquier desastre que hagan, es sólo de aquellos que los utilizan para propósitos bajos.
El hombre suspiró.
—No soy nadie para discutir esa filosofía contigo. Tienes y no tienes razón. En estos casos, lo mejor es permitir que aprendas la lección por ti misma.
Un silencio incómodo se quedó flotando entre nosotros. No quería que algo así arruinara la cena, así que lo rompí.
—A veces olvidó que eres un viejo senil —bromeé—. ¿Qué se siente vivir tanto?
La incomodidad se notó en su rostro. Al menos le sacaba un gesto.
—Ya te lo he dicho, no es del todo agradable. Hay tantas cosas por las cuales desearía no haber pasado. Yo soy presente, presente y nada más. Me gusta lo simple, el pasado es problemático.
—Entonces no seas problemático, ¿sí? —Dibujé una amplia sonrisa en mi rostro—. Sólo ríe, vive el hoy y no te preocupes por el mañana.
Sin poder resistirse a mi cara, Kiva rio. Enseguida trató de ocultarlo, pero ya era tarde.
—¿Ya empiezas con las lecciones? —Negó con la cabeza—. Lo permito. En algunos casos, mientras más edad tienes, más raro te vuelves. Funciona como una onda, a veces vas arriba, otras abajo.
—No creo que seas raro, tal vez sólo estás cansado, Kiva, lo entiendo. Todavía no imagino lo que significa vivir tanto tiempo. Dime, ¿en qué etapa estás?
Volvió a reír.
—Creo que voy hacia arriba, empezando desde abajo. No es tan malo, no me tomes tan en serio, a veces sólo digo estupideces. No tuve malas vidas, a decir verdad, guardo algunos recuerdos muy buenos. Por desgracia, ya no queda nada, además de eso. Es lo que hay, cuando uno sigue adelante, a veces se queda solo.
Siempre que se mencionaba el pasado, Kiva se ponía melancólico. Nunca hablaba sobre eso, por más que le preguntara. A veces soltaba algún dato de forma inocente, pero nada más. En mis años viviendo en Madrid, sólo sabía algunos datos sobre él. Datos vagos, como que había participado en la Gran Guerra o que había sido el General Supremo de la guardia. Nunca hablaba de relaciones, así que no sabía nada sobre eso. ¿Habría tenido pareja alguna vez? ¿Amigos? Cuando decía que no quedaba nada de su pasado, intuía que se refería a eso.
—Oye, Kiva, he escuchado muchas historias sobre la gran guerra, pero nunca la tuya. ¿Te sientes de buenas como para compartirla?
Levantó su copa, haciendo girar su contenido mientras me miraba con fijeza. Sin decir nada, y sin dejar de observarme, bebió.
—No haría daño a nadie, ¿por qué no? —respondió, convencido, después de dar un trago.
Satisfecha, puse ambos codos sobre la mesa dispuesta a escuchar.
—¿Puedo preguntar, o te dejo hablar?
Lo pensó un momento, pero cuando abrió la boca para decir algo, la voz de alguien más le ganó la palabra. Varias voces, en realidad, voces de asombro.
Casi como un reflejo bajé la mirada a mi regazo para comprobar que el salvaje no causaba problemas. Respiré aliviada al ver que seguía inconsciente. Levanté la vista y busqué el origen del suceso. Kiva hacía lo mismo. Algunas personas lucían igual de perplejas que nosotros, pero otras más, aquellas que habían soltado las exclamaciones de sorpresa, miraban algo atentamente en sus mesas.
—¿Qué es lo que...?
Kiva alzó un poco la cabeza, para observar mejor. Yo me giré en mi asiento, tratando de comprender la razón. Los murmullos se acrecentaban sin una razón aparente, poco a poco más voces se unían al revuelo. Las personas escuchaban algo en cada una de sus mesas, lo comentaban, pero el revuelo impedía comprender cualquier tipo de palabra.
—Es el E-Nex, Kiva, está sucediendo algo en la holovisión.
Apenas nos dimos cuenta, ambos levantamos la muñeca para encender el E-Nex y buscar en la red lo que sea que estuviesen viendo.
No fue difícil encontrar la razón, estaba por todas partes, una transmisión especial de calidad oficial en la cual destacaba nada más y nada menos que el Gran Sabio Keitor, mi padre. Vistiendo la insignia oficial del Maestro de la Realidad, de pie frente al trono de la Torre Espacio. Se encontraba dando un informe con una expresión de alta seriedad.
«... un evento sin precedentes, que quedará escrito en la historia y cambiará las cosas como las conocemos hasta el momento. Mis hermanos, desde hoy, dos de ellos no estarán más entre nosotros. Krono, Maestro del Tiempo; Kizara, Maestra de la Forma. Sus vidas se perdieron en una contienda que no da tregua, que nos mantiene a todos atentos. Debería haberos ocultado esta información, pero no puedo hacerlo. Estoy furioso, y todos merecéis saber lo que está ocurriendo, por más desgarrador que sea.
Hermanos etéreos, cuidad de vuestra familias, protegeos, porque ya nadie está seguro. Y antes de cerrar la conexión, quiero deciros, a vosotros, si formáis parte de la legión que apoya las fuerzas perpetradoras de este acto: vuestros días están contados, os aseguro que habrá justicia. Quedaos en dónde estáis, intentad esconderos, da igual, porque os encontraré. Iré a vosotros personalmente y traeré la cabeza de vuestro líder para exponerla igual que se hacía hace quinientos años».
Cuando el discurso finalizó, todos los murmullos que habían inundado el recinto, se habían ido. Un silencio sepulcral dominaba el ambiente, y permaneció intacto, hasta que un grito de pánico marcó el inicio del caos.
—¡Nooo!
—¡Vamos a morir!
—¡Es el fin!
A los gritos le siguieron los lamentos. Y no era para menos. La noticia que acababan de recibir, nos había impactado a todos por igual. La muerte de, no uno, sino dos de Los Primeros, no podía ser más que el inicio de una guerra abierta.
Kiva y yo nos miramos por un instante antes de tomar acción inmediata. Nos levantamos de la mesa en un solo movimiento, inclusive me olvidé del salvaje, el cual cayó y rodó por el suelo tras el repentino movimiento.
—Calma, mantengan la calma.
—¡Mantened la calma, callaos!
Los dos levantamos la voz alto, sobrepasando el volumen de los lamentos.
Nos movimos a lo largo y ancho del pabellón, intentando promover el orden. Por fuera, podía parecer tranquila porque mi puesto lo requería, pero por dentro me sentía igual que toda esa gente: aterrada. No podía creerlo, era imposible, Los Primeros no podían morir, no había nada en el mundo capaz de hacerles frente, su poder era inimaginable. Nunca se me había pasado por la cabeza que algo como eso pudiese ocurrir. ¿Quién era El Supremo, y qué era lo que buscaba? La vida de mi padre, y la estabilidad del mundo kiniano, estaban en verdadero peligro.
Si te gustó el capítulo, no olvides compartir tus impresiones conmigo ^^
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