52. El último Cristal
Toqué tierra en la parte más profunda del palacio, en el abismo. Ahí, mi corazón se agitó sobremanera al reconocer la escena que tenía delante. Era él, sin duda alguna, mi padre, estaba de pie, frente a mí, observando el Cristal Supremo con ambas manos en los bolsillos. A sus pies, yacían los centenares de cadáveres pertenecientes a vampiros aberrantes.
El lugar era exactamente igual a cómo lo recordaba, con esas ramificaciones orgánicas, palpitantes, conectadas al gran cristal.
—¿Cómo...? —hablé—. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
Lancé la pregunta al aire. Al escuchar mi voz, él tan sólo giró un poco la cabeza, para mirarme, y sonrió.
—Una distorsión del tiempo, en este lugar —respondió, sin más, para volver a centrar su atención en el cristal—. Supuse que debía provenir del Cristal Supremo.
Fruncí el ceño, recordando que Kalro me había dicho lo mismo sobre esa distorsión. Probablemente habría sido la visión del futuro que tuve. Al menos Kan no estaba conmigo en...
Escuché un par de pasos posarse detrás de mí. Giré la cabeza, aterrada. Era Kan.
—Eres tú, debí suponerlo —gruñó Kan—. Aléjate de ese cristal.
Boquiabierta, me dirigí a él, a paso rápido.
—¡¿Qué estás haciendo aquí?! ¡Te dije que volvieras con los otros!
Me miró, receloso.
—Volken está seguro, con Killian, y no sé qué tanto pueda confiar en ti. Eres su hija, después de todo, jamás entenderías lo que es capaz de hacer.
—¡Eres un tonto! ¡Vete, mientras...
No pude terminar esa frase, porque escuché la potencia de un ataque energético, creándose a unos pasos de donde me encontraba. Mi padre, estaba a punto de destruir el cristal.
Sin titubear, cargué un ataque todavía más potente que el de Keitor, y lo disparé contra el suyo. Ambos impactaron en el aire, provocando una explosión inmensa que provocó el derrumbe y desbordamiento de las paredes del abismo, creando una colosal avalancha de escombros, rocas, tierra y restos de piedras preciosas.
Levanté una barrera energética a mi alrededor, para protegerme de la destrucción, y me desplacé tan veloz como pude junto al Cristal Supremo. Estaba bien, a salvo, había logrado protegerlo.
De pronto, con una ráfaga de viento y energía, toda la marea de rocas que se precipitaba sobre nosotros, quedó convertida en polvo, el cual se disipó hacia lo alto como un vendaval tormentoso creado por la mano de mi padre. Ahí, con nuestros cabellos, vestido y gabardina, siendo agitados por el viento, nos miramos el uno al otro.
Ninguno dijo nada. Él quería el Cristal, y yo me interponía entre él, y su objetivo.
—No te interpongas, Ziri —habló, en tono serio—, ya has causado suficientes problemas por hoy. Hazte a un lado, ya hablaremos de esto más tarde.
Esas palabras, duras en otro momento, para mí sonaban como revelaciones. Me recordaban toda esa ira que había visto en él, esa sed de poder. Tenía que evitarlo, de alguna manera. Ahora sabía lo que de verdad pensaba, lo que de verdad quería. Su meta era acabar con todos los humanos del mundo, y sólo yo podía detenerlo. No podía permitir, bajo ninguna circunstancia, que mi padre volviese a crear un futuro tan horrible.
Pero todo estaba bien, aún estaba a tiempo. Mateo seguía vivo, Kan y Volken también. Al menos eso creía, porque, en ese momento, la tierra comenzó a temblar, a levantarse, rompiendo el suelo por completo y elevándose hacia lo alto.
—No puede ser —pronunció mi padre, con una expresión de hastío.
Comenzamos a elevarnos, a ascender hacia el cielo sobre la misma torre negra creada por Kendra en mi visión. Las cosas comenzaban a desarrollarse igual, como si no hubiese logrado cambiar nada. No me gustaba hacia donde iba todo.
Un gran rugido nos recibió al sobrepasar las nubes. Ni siquiera me sorprendí al ver al gran dragón emplumado, creando un campo gravitacional a nuestro alrededor, para evitar que cualquiera de los presentes pudiera escapar. Kendra hacía su aparición saltando desde la cabeza de la serpiente hacia la plataforma, para caer, justo delante de mi padre.
A pesar de que no era la primera vez que la veía, la armadura de la diosa de la creación no dejaba de impresionarme.
—¿Por qué nos has traído al cielo, querida Kendra? —preguntó mi padre, con calma.
—Es el único sitio en el que entidades como nosotros podemos arreglar problemas, sin afectar al planeta.
¿Sin afectar al planeta? Tonterías. Esos dos estaban a punto de causar un cataclismo.
Fruncí el ceño, si las cosas eran igual, ese sería el momento en el que me había quedado sorda, e inmóvil, sucumbiendo al poder de Los Primeros. Pero no, esta vez no lo permitiría. Ya sabía cómo vencer esas barreras, así que, en cuanto noté el movimiento de las cuerdas de la Realidad, y el crepitar misterioso de la Materia, en el suelo, cerré los ojos por un momento, y puse todo de mí en lo que estaba por hacer, algo que nunca antes había intentado, usar la Materia y la Realidad, al mismo tiempo, para convertir una ilusión, en algo real.
—Esto no tenía que haber sido así.
Primero corrí una cortina falsa sobre mí, una ilusión, una imagen de mi propio cuerpo, en la misma posición. Segundo, creé una capa de umbrita por encima de mi propia piel, y por debajo de la ilusión. Tercero, salté hacia atrás cubriéndome con un nuevo velo ilusorio, que ocultaría mi presencia siempre que me posicionara a espaldas de mi padre, el único que podría detectar esa distorsión en la Realidad.
Lo hice justo a tiempo, un cuerpo falso, recubierto por una ilusión que daría la apariencia. Tal vez en otra situación no habría funcionado, pero, en ese momento yo sabía que tanto mi padre, como Kendra, estarían mucho más concentrados en matarse el uno al otro, que en notar incongruencias a su alrededor.
Sonreí, satisfecha, al ver que mi títere era capturado, mientras yo estaba libre y mi audición seguía intacta.
—Así que, Keliel, veo que ni siquiera con la voz arrancada de tu existencia dejas de causar problemas —habló mi padre, levantando la vista al cielo, para luego volver a mirar a Kendra—. ¿Qué es exactamente lo que sabes, o lo que crees saber?
La diosa negra miró al hombre de gabardina y gafas oscuras.
—Sellaste la forma etérea de Keliel y usaste a Kalro para cumplir tus propósitos, propósitos que prometiste dejar atrás, Keitor. Kizara, Krono. ¿Realmente fuiste tan lejos para cumplir tus fantasías utópicas infundadas?
El rostro de mi padre se tornó severo.
—Si así fuese, ¿qué estarías dispuesta a hacer para impedirlo, Kendra? No tienes que hacerlo, tú y yo, somos los seres más poderosos que existen. Juntos, no habría nada ni nadie que pudiera oponerse a la justicia.
Kendra miró al hombre que tenía delante, como si no creyera lo que decía.
—¿Cómo te atreves a llamar justicia a lo que haces? La justicia es imparcial, dictada por el propio universo. Tu justicia es sólo una falsa ilusión de lo que realmente quieres, un mundo gobernado bajo tus ideales. La prueba máxima es que, sin mí, el equilibrio estaría perdido.
Suspiró. El conflicto se sentía en el aire.
—No lo entiendes, te he elegido a ti, Kendra, para sentarte a mi lado en el trono del nuevo mundo. No quiero quitarte del medio, porque tú estás en ese futuro. Piensa con calma las cosas, y te darás cuenta de que es la mejor opción.
Ella rio, primero despacio, luego a carcajadas.
—Así que eso es lo que era esa cría, al fin lo entiendo. Ella, y Kalro, ¿han servido para tu propósito? —preguntó la mujer, señalando mi cuerpo encerrado en la umbrita—. ¿Tenías miedo de hacerlo contigo? ¿Tenías que experimentar con otros? Incluso eres un cobarde.
Mi padre me miró, de reojo.
—No, Kendra, te equivocas —volvió a mirarla—, ella no es como Kalro, ni como tú o yo. Katziri es más que nosotros sin lugar a dudas, ella estará a mi lado cuando todo termine.
—¿Y por qué no se lo dices? ¿Por qué no le cuentas que su creador...? No, perdón, creo que has cometido el descaro de llamarla tu «hija». ¿Por qué no le cuentas entonces que su padre es un genocida, que planea asesinar hasta el último ser vivo en este planeta, que no se ajuste a sus ideales de justicia?
La expresión de mi padre se mantuvo intacta.
—No necesita saberlo. Lo comprenderá en su momento, es demasiado pronto para ello. —Ladeó la cabeza, tronó su cuello, se puso en guardia—. Ya hemos hablado suficiente, si tus intenciones son detenerme, tendrás que hacerlo aquí, y ahora, empleando todo lo que tienes, porque no voy a parar, Kendra, no después de haber llegado tan lejos.
Kendra también suspiró, colocándose en el mismo estilo de guardia que mi padre. Ese era el Etherius, después de todo, el estilo de combate creado por ellos, los dos dioses que estaban a punto de emplearlo contra ellos mismos.
—Tendré que recordarte, Keitor, qué es la verdadera justicia.
Suspiré. Así que era cierto. Ahora todo tenía sentido. El porqué de la actitud de Kendra, la presencia de Keliel como una serpiente emplumada, la muerte de Kizara, de Krono, el plan de mi padre, orquestado desde tiempos inmemoriales. Mi nacimiento, la existencia de Kalro. Era increíble, sin embargo, las cosas cuadraban, tenían sentido. Todo era verdad.
Un deje de tristeza se apoderó de mí al recordar las palabras que alguna vez me dijo Kiva. Mientras más larga es la vida, más fácil es perder el camino. Lo único que mi padre quería, era orden y paz en el mundo. ¿En qué momento, ese deseo, se habría tergiversado tanto?
El combate entre mis padres se desató, tal y como esperaba, mientras pensaba en el siguiente paso. En esa visión, yo había sido piedra angular en el desenlace final, lo recordaba bien, porque aún sentía, vívido, el arrepentimiento de haberlo hecho. En el momento en el que Kendra estaba por matar a mi padre, me liberé de mis ataduras e intervine para salvarlo. Esa acción terminó dañando a Keliel, liberando a Kalro y dando la oportunidad a mi padre de escabullirse y destruir el Cristal Supremo.
Al pensar en ello, desvié la mirada ligeramente hacia Kan. Tragué saliva al recordar el amargo momento de su muerte. Si mi padre volvía a robar el poder del cristal, ese futuro se cumpliría. Y si eso ocurría...
No quería pensarlo, pero, ¿cómo podía impedir que mi padre se convirtiera en un dios todopoderoso, llevándose consigo la vida de todos los que estaban allí presentes?
La batalla se desataba a mi alrededor igual que una zona de guerra. Las fuerzas de Keitor y Kendra eran abrumadoras, pero pronto eso sería sólo un evento irrisorio si no conseguía cambiar algo.
Oprimí ambos puños con fuerza, al tomar la decisión. Miré el Cristal Supremo. Ese pequeño objeto, representaba todo el futuro de una especie. Sin él, los kinianos se volverían mortales, y terminarían muriendo eventualmente. ¿Acaso no era eso algo «justo»? ¿Por qué tenían que ser diferentes a los humanos? Las vidas largas, sólo habían demostrado traer problemas, ensuciar mentes, corromper corazones.
Cerré los ojos para meditarlo por un momento. ¿Estaba lista? ¿Realmente sería apta?
Recordé mi vida, todo lo que había pasado. Sentí la calidez de mis viejos amigos, el amor de mi padre, los días felices. Reavivé la vieja llama apagada de la venganza consumada, del horror de los comedores, de mis días cazando vampiros. Y sonreí. ¿Qué si era apta, si estaba lista? Nunca había estado lista para nada, pero siempre estuve dispuesta a dar un paso más allá de lo que tenía delante, con tal de abrazar un futuro prometedor.
Avancé despacio, hacia mi destino. La razón de mi existencia, tal vez, realmente era ser mejor que mi padre, o incluso mi madre. Después de todo lo que había pasado, no permitiría que este mundo fuera dominado por gente como ellos.
Me detuve frente al Cristal Supremo, mientras el caos y destrucción se desataba detrás de mí. Extendí la mano hacia el místico objeto. Sabía que un ataque común no lo destruiría. Tendría que usar todo mi poder, al máximo. Después, debería que arrojarme hacia la explosión. Lo que ocurriría en ese momento, no lo sabía, pero, si no lo hacía yo, alguien más lo haría, y lo conseguiría. Tenía que ser fuerte y tomar la decisión, tomar el destino de la humanidad en mis manos. Aceptaría esa carga con honor, porque eso... eso es lo que mi padre me había enseñado.
En un segundo, cargué todo el poder energético que me fue posible.
El cristal crujió ante la potencia de mi ataque, pero la superficie no se quebró. Fruncí el ceño, así que ayudé un poco utilizando la materia, destruyendo los enlaces que lo conformaban, hasta que, por fin, se agrietó
Sonriendo, aceptando un destino que no estaba segura de poder cumplir, pero que enfrentaría con valor, me arrojé a la explosión misma, a la fuente del caos, a la singularidad.
Me sentía confiada, segura, sin embargo, apenas fui tragada por ese monstruoso agujero negro, estuve cerca de arrepentirme. La sonrisa se borró de mi rostro en cuanto toda la luz desapareció. Comencé a asfixiarme, no había nada a mi alrededor, estaba flotando en un inmenso espacio vacío. Podía sentir cómo mi cuerpo se congelaba, momentos antes de hacerse polvo ante las fuerzas que me rodeaban.
Veía estrellas, planetas lejanos. Las cuerdas del universo se revolvían con furia, expandiendo o contrayendo tiempo y espacio, abriendo puertas a otras dimensiones, jugando con la forma y la realidad, devorando toda la materia a mi alrededor. Mi cuerpo había desaparecido, y lo único que quedaba de mí, era una forma etérea que estaba a nada de desaparecer ante el poder de la destrucción.
Era una sensación única, como si me estuviese convirtiendo en un punto de concentración energética. Todo el universo desembocaba en mí, pero, a la vez, mi existencia le abría paso al mismo. Me sentía parte de la red universal, estaba conectada a ella de forma completa, total, a cada una de las hebras, a cada uno de los colores de energía. Me destruían.
Pero no, no iba a dejarme morir tan fácil. No era una kiniana cualquiera, era hija de Keitor, y Kendra, entrenada por el gran Maestro de la Realidad. Sabía lo que eran las fuerzas universales que regían la existencia, y ahora, más que nunca, podía sentirme parte de ellas. Mi consciencia, la razón, iba a prevalecer por encima de esa energía primordial.
Y así, en el momento en que me calmé, cuando puse en orden mi mente, de pronto, fue como si todo comenzara a cobrar sentido para mí. Me había dado cuenta de algo muy bello, reconfortante. No tenía por qué temer. ¿Acaso no conocía esa cálida energía azul? No es que fuese algo ajeno, sino que era parte de mí. Estaba conmigo, seguía allí. La Realidad y la Materia, dos de las seis leyes energéticas me conformaban, y se reunían con las otras cuatro.
Ahí estaba flotando en la inmensidad, a la mitad de la nada, convirtiéndome en la propia esencia del universo. Permití que esa sensación se apoderara de mí, y extendí mis límites más allá de los límites físicos. Me convertí en Realidad pura, y pude ver todo lo que me rodeaba, lo real, lo irreal, lo tangible y lo no visible. Cada hebra azul mantenía unido el gran conglomerado que llamaba «tejido universal». De forma consciente me permití conocer al resto de energías, con las que nunca antes había tenido contacto. Y entonces, me convertí en Forma, al descubrir la dirección que tomaban los vectores de la creación, el vaivén del tiempo y la lenta expansión del espacio. Percibí los conceptos, y entonces, me uní a ellos. Sentí el Tiempo fluyendo a través de mí, igual que una maquinaria que se movía en conjunto con todo lo demás, igual que la Realidad. El Espacio daba estructura y sostén, una red flexible que se tensaba con cada cuerpo celeste que ocupaba una parte de él. Materia, mi querida materia había abandonado mi existencia, pero sólo había sido en su forma física, porque su esencia, la energía oscura, seguía ahí, ocupando todo, conformando planetas, estrellas, galaxias, polvo estelar. Podía ver, sentir, percibir el universo mismo, no sólo porque yo estuviera ahí, sino porque ahora, me sentía parte de él.
Cuando logré tener constancia de lo que era, la reacción explosiva del cristal se detuvo. Mejor dicho, jamás ocurrió. Lo entendía, porque, no había necesidad. El colapso de las energías universales, se producía cuando el núcleo que las hacía converger, en un solo punto, se rompía. Al no tener en dónde desembocar, esa energía infinita volvía a su estado original, al universo, produciendo una catástrofe de proporciones inimaginables. Sin embargo, en esta ocasión, aunque el núcleo, que era El Cristal Supremo, se había roto, mi forma etérea se había convertido en el punto de convergencia de las seis energías primordiales. Yo era ese nuevo núcleo.
Las seis energías universales se agitaban a mi alrededor, mientras me dejaba invadir por ellas, las abrazaba, las convertía en parte de mí. No podía explicarlo, pero, de alguna forma, era un sentimiento familiar, como si estuviese recuperando algo que me pertenecía. No sólo la Realidad y la Materia se recibían la una a la otra, sino también la Forma, el Espacio, el Tiempo y las Dimensiones, todo encajaba perfectamente, volviéndose parte de mi esencia, mi forma etérea, mi propia existencia.
Cerré los ojos, dejándome llevar por la marea de emociones.
El universo tembló ante mi presencia, las dimensiones se agitaban, pero, mientras más me adentraba en la red universal, más la comprendía, más me unía a ella, todo volvía a la calma. Fue como percibir la explosión de un Cristal Supremo, directamente en mi interior, con la diferencia de que toda la destrucción, el caos, respondían a mi más puro deseo, a mi voluntad, es decir, todo ese poder, ahora era mío. Nunca, ni en diez vidas, hubiese estado preparada para eso. Por eso me alegraba de haberlo hecho. La única forma de superar esa prueba, era dando el paso a ciegas.
Y ahora, tenía ese poder, en mí. Mi forma etérea había cambiado, trascendido. No necesitaba oxígeno, porque no tenía cuerpo. No necesitaba una nave espacial, porque podía romper el espacio. No necesitaba tiempo, porque el tiempo era mío. Los vectores de la forma me permitían cambiar la dirección de cualquier vector. Las dimensiones se mostraban para mí, como nuevas realidades lejanas, inaccesibles e incomprensibles.
Al convertirme en Espacio, tuve constancia de la masa y volumen de todo lo que me rodeaba, así como del punto en el universo en el que me encontraba. Gracias a eso, podía saber, exactamente, hacia donde volver. Así, en un instante, desaparecí del vacío espacial con un destello rojo, dejando atrás una estela de luz, que quizás, pudo percibirse por alguna forma de vida desconocida, en un lugar muy lejano del que me interesaba llegar.
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