33. El Cristal de Argentina

Pista de audio recomendada: Smells like teen spirit (1 hour loop)

Uno de mis capítulos favoritos, y lo dedico especialmente a maitusciara y -Nary-

El sonido de las hélices retumbaba en mi cabeza, mientras volábamos a casi siete mil metros de altura.

—¿Seguros de que no necesitarán que vuelva por ustedes?

Escuché la pregunta del piloto con ligera interferencia a través de un auricular.

—Totalmente —respondí, transmitiendo mi voz por un pequeño micrófono que se ocultaba bajo una coipa—. Gracias por traernos.

A pesar de que vestíamos ropa kiniana especial para el frío, nuestro equipo de comunicaciones, así como el de transporte, tenía que ser de tecnología humana debido a los fallos en la red energética.

—Nada que agradecer, muchachos, pero, si me permiten decirlo, venir a este lugar en un momento como este, es de locos. Además, esa ropa no se ve muy abrigadora. Si mueren allá, será culpa suya.

Kiva y yo nos dirigimos una mirada de complicidad. Él se puso de pie y abrió la puerta. Al instante, una ráfaga de viento gélido arreció contra nosotros, viento que apenas pude sentir a través de las prendas de flexometal térmico y equipo que vestía. Armaduras ligeras blancas de la UEE, equipadas con capucha, coipa y un visor para proteger los ojos.

—Disfrute de la paga, y no diga nada —reclamó Kiva, guiñando un ojo al piloto. Su voz también la escuchaba a través del transmisor.

Saltó al vacío, dejando al piloto boquiabierto. Era natural. No llevábamos paracaídas.

—¡Está loco! No será que ustedes... ¡Son de esos que...!

Me miró, buscando respuestas. Tal vez ya se había dado cuenta de que no éramos humanos. Le devolví la mirada, encogiéndome de hombros.

—No se lo diga a nadie —declaré, justo antes de imitar a mi maestro y saltar fuera del helicóptero.

Apenas estuve en el aire, me sentí diferente a cuando volaba. Sin usar las cuerdas de la realidad para sostenerme, una caída era sólo eso: caída libre.

Frente a mí se extendía una vista totalmente diferente. Montañas, la cordillera de los andes en todo su esplendor, acariciando las nubes, pintándose de naranja con los rayos de un sol de media tarde. Una vista hermosa, en medio de una horrible situación.

Flexioné ligeramente las rodillas al caer sobre níveo suelo firme. Aún se escuchaba el helicóptero, que ya comenzaba a alejarse. No fue un gran salto, en realidad, nuestro transporte apenas y pudo rozar la parte más alta del coloso.

—¿Le diste explicaciones? Jamás lo entenderá.

Kiva ya me esperaba y, aunque no podía ver su expresión, sabía que estaba sonriendo de forma burlona.

—No subestimes a los humanos, recuerda que yo también fui una.

Me hizo una señal, para que me diera prisa.

—Eh, no los subestimo, sólo no me gusta perder el tiempo con ellos. Yo también tuve mi tiempo humano, ¿sabes? No nací de una probeta.

—Qué bueno que mencionas eso, porque tenemos una conversación pendiente, ¿recuerdas?

Kiva fingió buscar algo en el horizonte.

—¿Puedes ver la entrada? —preguntó.

—No, esta vez no escaparás. Tenemos una misión completa para nosotros solos. Quiero escuchar tu historia, ahora mismo.

Hizo silencio por un momento.

—Bien —dijo al fin, con un suspiro—. ¿Qué es exactamente lo que quieres saber? Recuerdo haber dicho que no era bueno con eso, tienes que preguntar.

Comenzamos a caminar buscando la entrada hacia la fortaleza. El Aconcagua era una montaña artificial, toda una estructura construida por kinianos, desde tiempos inmemoriales, hogar de Kizara. Según la información de la misión, aunque la entrada estuviese sellada, podríamos acceder usando un código único en una entrada lateral.

—¿Por qué no empiezas por el principio? Justo lo que acabas de decir me pareció interesante. ¿Cómo fue ese tiempo humano?

Kiva suspiró.

—¿Es realmente necesario?

—¡Kiva!

—Vale, vale, lo capto. —Tomó aire antes de empezar—. Fue en el año 1800, nací en la provincia de Zaragoza. Jamás conocí a mis padres, pero fui criado por una mujer muy amable, esposa del dueño de una finca que me recogió a mí y a otros cuatro niños abandonados.

—Entonces tuviste hermanos, ¡¿eran kinianos?!

Negó con la cabeza.

—Tres murieron cuando yo tenía unos cuatro años, apenas los recuerdo. Sólo quedamos tres más, Rafa, mi hermano, y Hugo, el hijo de los dueños de la finca.

Sus palabras se cortaron.

—Lo siento, dije, yo no... no sabía. ¿Quieres continuar?

Cuando preguntaba a Kiva sobre su pasado, imaginaba que sería duro, pero nunca se me había pasado por la cabeza que aún podía sufrir por eso.

—Querías saber, ¿no? Ahora resiste como la guerrera que eres. La vida ha cambiado mucho en dos siglos, yo tuve suerte, por ser lo que era, pero muchos otros no, y al menos sigo vivo para recordar su existencia.

Una sonrisa triste se dibujó bajo mi vestimenta, invisible.

—Sé lo que es eso —respondí, recordando a todas las personas que ya no me acompañaban en esta vida—. Tienes razón, lo siento, continúa.

Seguimos caminando, despacio, sobre la apacible cima de la cordillera.

—Apenas cumplimos siete, Rafa y yo comenzamos a trabajar en la finca, para nuestro padrastro. Empezábamos cuando salía el sol, y nos marchábamos con el ocaso. Fueron buenos tiempos, sin otras preocupaciones además de soportar al imbécil de Hugo. Ya te digo, ese niño tenía algo. No me enorgullezco, pero fui feliz cuando murió de tifo, unos años después.

—Es horrible —declaré.

—Estoy de acuerdo, pero no me arrepiento de nada. Recuerdo haber escupido cuando quemaron sus restos —añadió, encogiéndose de hombros—. Como sea, Hugo no tuvo mayor importancia en esa vida, además de hacerme odiar a la gente que abusa de su poder. Lo que de verdad me marcó, fueron los años venideros. Cuando tenía ocho, la ciudad se vio inmersa en un conflicto con los franceses, ya sabes, problemas con Napoleón y el Rey que impuso para España. La gente de Zaragoza se opuso, y yo también luché. Ahí me quedé sin madre, y sin hermano. Rafa murió en un asedio, y mi madre adoptiva también, tratando de salvarme. Luego vino el fuego, las bombardas, pero resistimos. Esos fueron los meses más angustiantes de mi vida, hasta que, un año después la ciudad cayó. Derribaron casa por casa, no tuvimos dónde escondernos. El maldito de Hugo me usó para volver a escapar, y fui capturado por los franceses. Me torturaron, jugaron conmigo, y luego me abandonaron a mi suerte.

Tragué saliva. Ahora me arrepentía de haber preguntado. No sabía qué hacer, Kiva estaba reviviendo momentos que claramente no quería recordar, por mi culpa.

—Kiva, yo...

—No lo sientas, está bien. —Se adelantó, me ganó la palabra—. A decir verdad, sienta bien recordar. Creí que sería duro, pero no está mal. Es bueno tener a alguien para escuchar.

—Entonces continúa, escucharé tanto como quieras contarme.

Kiva asintió, mientras subía por una pendiente pronunciada, valiéndose de sus manos para alcanzar lo alto.

—Lo siguiente ya no es tan interesante, pasé un par de años vagando por las afueras de la ciudad. Estaba sitiada, capturada por el ejército francés. Debí haberme ido, pero no podía. Todo lo que conocía era ese lugar. Así que me quedé. Cuando cumplí 14, la ciudad comenzó a volver a la calma, pero fue azotada por una terrible epidemia de tifo. Muchos murieron, incluyendo a Hugo. A los 16, fui reclutado por el ejército español para ser promovido rápidamente por mi participación en los sitios de Zaragoza. Jamás hubiese imaginado que todo era una conspiración para eliminar las malas hierbas, amenazas para la nueva corona. Mi muerte llegó dos años después, durante un conflicto en la frontera con Francia. Fui traicionado por miembros de mi pelotón. Esa impresión me causó tanto dolor, que desperté mi forma etérea. Descubrí que era un kiniano.

—¿A los 18? Eras muy joven —declaré.

Kiva rio.

—Mira quien habla —respondió—. Después de que morí, pasé casi un siglo, suspendido en mi forma etérea. En aquel tiempo, los biocontenedores no eran tan populares. Había muy pocos kinianos viviendo entre los humanos. Sin el fuerte electromagnetismo de la tecnología humana, la mayoría eran seres energéticos puros. Tal vez no lo sepas, porque has pasado toda tu vida en un biocontenedor, pero el tiempo se percibe diferente en la forma etérea. Todo pasa muy rápido, los grandes periodos van y vienen en un parpadeo. Me encontraron en la primera década del siglo XX, y me dieron mi primer biocontenedor. En aquella época se estaba realizando una migración masiva al uso de biocontenedores, porque se esperaba un peligro inminente para los nuestros ante el aumento de instrumentos que emanaban ondas de radio.

—Vaya, había leído sobre todo eso, pero escucharlo de alguien que lo presenció, es una perspectiva diferente. Después vino la Gran Guerra, ¿no?

Kiva asintió. Nos detuvimos sobre un cúmulo de roca muy grande, que se notaba especialmente diferente al resto de la topografía.

—Así es. Muchos kinianos no estuvieron de acuerdo con el uso de biocontenedores, preferían seguir siendo libres. Al estar encerrado en un cuerpo, el tiempo pasa más lento y no puedes visualizar el paso de las eras de la misma forma. Muchos kinianos disfrutaban de ser observadores, no les interesaba participar en una sociedad. En aquel entonces, yo no tenía idea, y lo único que conocía era la guerra, así que me uní a la guardia para ayudar a otros como yo. Lo demás es historia, ya lo sabes. Vino la guerra en 1930, terminó en el 38. Mas o menos, porque después vino una guerra humana, impulsada por algunos estragos dejados en la nuestra. Fueron tiempos duros, llenos de actos atroces. Algunos kinianos querían destruir a la humanidad, y otros luchamos para salvarla. Ahí conocí a tu padre. Keitor fue uno de los principales promotores de la humanidad. Él quería que progresáramos juntos, y sus ideas me motivaron. Luché a su lado en muchas batallas, algunas jamás podré olvidarlas. Le debo mucho, pero, también, me hubiese gustado mantener la distancia.

La última declaración de Kiva me produjo curiosidad. Sin embargo, antes de que pudiera preguntar por qué, la ilusión que cubría la entrada a la fortaleza se desvaneció, mostrándonos un corto pasaje construido con el característico estilo kiniano.

Kiva y yo entramos. El sonido del viento se apaciguó apenas nos encontramos entre muros. No había luz, nuestras auras iluminaban el camino.

—¿Te hizo algo malo mi padre? —pregunté—. ¿Es por eso que dejaste tu cargo como general?

Kiva suspiró. Ahora que había silencio, podía escuchar su voz en persona, sin la necesidad del transmisor.

—El maestro nunca me hizo nada. De hecho, me enseñó todo lo que sé. El Etherius, es un estilo de combate creado por Keitor y Kendra. Sólo un puñado, en todo el mundo, sabemos utilizarlo.

—¿Es cierto eso? ¡¿Por qué nunca me lo habías dicho?!

Ladeó la cabeza.

—No lo sé, no creí que fuera importante. ¿No te lo dijo tu padre? ¿De qué habláis cuando estáis juntos?

Comencé a mirar los alrededores, apenada. Recordando algunas escenas tontas de mi padre pellizcando mis mejillas como si fuese una niña de cinco años.

—Bueno, yo... De esto, y lo otro —respondí, nerviosa. En verdad, tener un padre amoroso, me había vuelto un poco aniñada. No demasiado, pero ahora me apenaban cosas que antes jamás hubiera prestado atención.

Kiva rio con fuerza.

—Lo imaginaba. Da igual, no fue tu padre el culpable de que dejara mis labores, aunque conocerlo llevó a eso. Después de la guerra, vinieron tiempos difíciles, de adaptación. Durante ese tiempo se conformó la sociedad energética tal y como la conoces ahora. Es más reciente de lo que parece. Yo fui ascendido a general en la década de los 80, pero a finales de los 90, ocurrió algo que me hizo desertar. Se llamaba Krinala, una amiga importante para mí, compañera de viejas batallas. Ella desapareció, y no pude hacer nada para evitarlo. Eso, sumado a algunos incidentes en mi trayectoria en las últimas dos décadas, me hicieron comprender que las guerras y los conflictos son estúpidos y no llevan a nada bueno. Fue ahí cuando dejé mi puesto, solicité mi retiro, y no quise volver a tener nada que ver con guerras.

Solté una risa triste.

—Ahora entiendo por qué no querías asistir a esa reunión. Lo siento, Kiva, te están obligando a hacer algo que odias.

—Tranquila, he tenido años para pensar mucho. No hará daño si ayudo un poco. Después simplemente volveré a retirarme. Además, mira, la compañía es muy buena. —Me dio un golpecillo en el hombro—. Fuera de juegos, de verdad agradezco que me hayas escuchado. Nunca antes había tenido la oportunidad de hablar de esto con nadie. Todos mis amigos... ellos ya no están aquí. He estado solo los últimos veinticinco años.

—Lo siento, Kiva. No te lo mereces. Pero tranquilo, ahora estoy aquí, y esta compañera no te abandonará.

Lo abracé, sin pensar, y sentí como un escalofrío lo recorrió.

—Gra... Gracias. Ahora, de... deberíamos concentrarnos en la misión. ¿Tienes ese código?

—Eh, espera, no me has dicho sobre esos incidentes. ¿Qué pasó exactamente, que te hizo abandonar?

—Es otra larga historia, ¿podríamos dejarla para después? Además, a mí también me gustaría que me contaras más sobre ti. Noté que llevaste a tu madre a Torre PwC, ¿cómo fue tu vida antes de descubrir lo que eras?

Reí un poco.

—¿Descubrir lo que soy? ¿Cuándo he hecho eso? —respondí de forma bromista—. Cuando lo haga, serás el primero en saberlo. Mientras tanto, creo que tienes razón, deberíamos dejar el pasado para después. Todavía tenemos que destruir este cristal.

Kiva también rio.

—Estoy de acuerdo, ¿entramos ya?

Ambos a sentimos y miramos la puerta que teníamos delante. Al analizarla con mi visión especial, podía darme cuenta de que la situación era la misma que en la pirámide. Las seis energías universales protegían la estructura.

Usamos el objeto que nos brindaría acceso a la fortaleza, la oreja de Kizara, aún imbuida en un poco de energía púrpura. Al detectarla, la protección desapareció y la puerta se abrió para nosotros.

—¿De verdad? Qué simple —dije, recordando todo lo que había tenido que hacer para entrar a la fortaleza de Keliel.

—Obtener la oreja de Kizara no es tan simple —declaró Kiva.

—Cierto —respondí, guardando el objeto en la riñonera de mi traje.

Apenas entramos, fuimos recibidos por gritos y explosiones, provenientes de los niveles inferiores.

Nos pusimos en guardia al instante.

—Aún hay kinianos —habló Kiva, en voz baja.

—Y deben ser los más fuertes —añadí—, experiencia propia.

Avanzamos hasta el área de ascensores, pero no había ninguno funcional. Al asomarnos a través del hueco, alcanzamos a distinguir destellos de luz dorada provenientes de unos veinte pisos más abajo. Gritos y gruñidos llegaban en forma de eco, a través del túnel cuyo fondo era imposible de divisar. Fuera de eso, no había ningún otro rastro de vida.

—¿Deberíamos ignorarlos? —preguntó Kiva.

Negué con la cabeza.

—No podemos. Si los dejamos así, morirán con la explosión.

—Me lo temía.

Me retiré la coipa y el visor. Kiva hizo lo mismo.

—Entonces, ¿me concedes esta pieza? —preguntó, ofreciéndome la mano para que ambos saltáramos al vacío.

Lo miré, incrédula, pero sonriente.

—Si a ti no te gusta bailar —respondí, aceptando su mano.

—Ah, podría tomarle gusto. Ese Etherius Sono es bastante impresionante.

Me ruboricé, que mi maestro elogiara mi estilo de combate era inusual, muy inusual. Normalmente se burlaba, diciendo que el baile y el combate eran cosas diferentes. Según él, nunca conseguiría sacar provecho a ambos si los combinaba. Una de mis metas en la vida, era demostrarle que se equivocaba.

—¿De... De verdad? —pregunté.

Sonrió.

—No, pero es muy espectacular verte saltar por todas partes —dijo, con una gran sonrisa, justo antes de que tirara de mi mano para que saltáramos juntos.

No tuve tiempo de reclamar, pero refunfuñé para mis adentros hasta que tocamos suelo en el sitio donde se originaban los destellos de luz.

Los sonidos de explosiones aumentaban, claramente provenían de esa planta. Podían sentirse al menos dos presencias energéticas sumamente grandes. Nos movimos con sigilo entre los pasillos. La estructura general de la fortaleza seguía intacta, normal, considerando la resistencia de los muros.

—Espectros, dos de ellos, al menos Clase S, nivel 3, puede que incluso 4 —dijo Kiva, cuando llegamos a un rango visible.

Su análisis era cierto. Dos Espectros luchaban entre sí en el área de biocontenedores. El espectáculo era curioso, impresionante y fantasmagórico. El espacio no era muy amplio, y estaba lleno de cuerpos inertes almacenados en cápsulas criogénicas. Los ataques energéticos de los dos sujetos, eran tan potentes que hacían retumbar toda la fortaleza. Lo llamativo ocurría cuando uno de los dos recibía suficiente daño como para quedar inutilizado. La forma etérea se liberaba y ocupaba un nuevo Bio-C para continuar la batalla.

—Vaya, es divertido verlos —dijo Kiva—, podría quedarme mirando por horas. Alguien debería implementar un nuevo programa de esto en la holovisión.

No pude evitar reír ante el chiste negro. La verdad es que sí, aunque sabía que estaban pasándolo mal, tenía algo hipnótico ver a las formas etéreas cambiar de cuerpo de forma constante para continuar con su incesante batalla.

—Vale, ni hablar, tenemos que detenerlos. ¿Lo hacemos juntos?

—Seguro, será divertido. ¿No tendrás problemas, Kiva? —pregunté.

Kiva era un kiniano de Clase S, Nivel 4. Estaba en desventaja en una batalla contra dos seres igual de fuertes que él.

—¿Problemas? Podrás ser más fuerte, princesita, pero yo estoy curtido en batalla. ¿Sabes qué? Quédate ahí y observa.

Me guiñó un ojo y comenzó a caminar al frente a paso altanero. Sorprendida, me crucé de brazos, mientras negaba con la cabeza y me recargaba sobre un muro.

La única vez que había visto a Kiva luchando, había sido cuando enfrentó a Velasco, en Torre KOI. Dejó hecho polvo al pobre vampiro, pero, ese par de kinianos que estaban delante, debían ser al menos dos veces más fuertes.

—Si puedes con los dos te debo una cena —dije, sonriente.

Hizo una seña con la mano, sin mirar atrás, aceptando la propuesta.

La sala de biocontenedores era pequeña, pero muy alta y profunda. Un pequeño balcón miraba hacia la zona de cápsulas, las cuales se acercaban a través de una vía aérea transportadora, actualmente inservible. Debía haber cientos de cuerpos sin rostro almacenados. Objetos muy valiosos, ya que podían representar potenciales vidas para un kiniano.

Kiva se detuvo a la orilla del balcón. Los dos Espectros luchaban frente a él, saltando de cápsula en cápsula, haciendo trepidar suelo y paredes.

Pensaba que Kiva se lanzaría al ataque en cualquier momento, pero no fue así. Tan sólo se quedó ahí, parado, sin hacer nada.

Pensando en que se había arrepentido, dejé mi cómoda posición para acercarme y ofrecerle ayuda, sin embargo, de un momento a otro, saltó hacia uno de ellos a toda velocidad.

Lo golpeó de lleno en el rostro, con un puño cargado de energía. Siguiendo la rotación natural del movimiento, Kiva desprendió una patada por la espalda que impactó en el pecho del segundo. La primera víctima salió disparada, hacia el frente, mientras que la otra en dirección lateral. La potencia de los golpes fue tal, que todas las cápsulas que aún quedaban salieron repelidas por los aires y, cuando los cuerpos impactaron contra los muros, un nuevo temblor y estruendo recorrió la zona.

De su cinturón, Kiva se hizo con dos artefactos, de los cuales brotaron látigos energéticos. Con uno, alcanzó en vuelo al primer kiniano y, dando un fuerte tirón, lo redireccionó hacia el segundo, haciéndolos chocar con peligroso resultado.

Ahora entendía, se había quedado mirándolos para estudiarlos, y acoplarse a sus movimientos.

Los kinianos tomados por sorpresa, apenas pudieron reaccionar ante el gigantesco ataque energético que Kiva lanzó contra ellos. Los golpeó de lleno, culminando así con el primer despliegue de mi maestro.

Por desgracia, no fue suficiente. Un par de ataques energéticos lanzados hacia Kiva fueron la respuesta. Los evadió, de no hacerlo, estaría muerto.

Para ese momento yo ya observaba el combate preparada para auxiliarlo, sin embargo, no daba señales de necesitarme. De verdad lo estaba consiguiendo. No era tonto, no se enfrentaba a los dos a la vez, sino que usaba la situación a su favor. Los enfrentaba, uno con otro, desapareciendo de su vista, usando los látigos como cuerdas de titiritero. Los kinianos se hacían daño entre ellos, y Kiva se limitaba a observar, dirigir y ejecutar. Era sorprendente, su capacidad adaptativa al combate superaba a la mía, y no sólo eso, sino que podía luchar perfectamente con dos seres tan fuertes como él sin mayor problema. Parecía que jugaba con ellos, llevándolos de un lado a otro con gran precisión y armonía.

Al verlo, mi cuerpo se emocionaba. Era un baile de guerra hermoso, admirable y muy cuidado. Podía decir que no le gustaba el baile, pero el ritmo de Kiva era de lo más perfecto. Sabía exactamente cuándo esquivar, cuando golpear y cuando contratacar. Y todo lo hacía mediante instinto, reflejos, empleando una técnica pulida en los miles de combates que debió haber finalizado.

Lastimosamente el combate no parecía ir a ningún lado. Kiva esquivaba bien a sus adversarios, pero no provocaba el suficiente daño para derribarlos. Podría ganar, seguro, pero el tiempo de misión se prolongaría demasiado.

Con eso en mente, salí de mi estado de relajación y, en menos de un segundo, me encontré con mi maestro, espalda contra espalda, a tiempo para repeler un ataque asesino.

—Podía evadir eso —dijo Kiva, enroscando su látigo en la pierna de un Espectro y arrojándolo contra el suelo.

—Lo sé, pero esto está tardando y no tenemos mucho tiempo. ¿Bailamos?

Kiva rio.

—Propuesta aceptada. ¡A tu derecha!

Reaccionamos por reflejo. Kiva me enganchó por un brazo y giró para darme impulso. Usé la fuerza centrífuga para responder la embestida de uno de los enemigos con un golpe etéreo bien calculado.

La forma etérea del desafortunado salió disparada hacia atrás, mientras que el cuerpo se precipitó, inmóvil.

—¡Allá! —grité, señalando el alma que intentaba entrar a un nuevo biocontenedor, de los tantos que había en el sitio.

Esta vez fui yo quien dio impulso a Kiva, usando mis manos como soporte para que saltara y atrapara al kiniano en un cristal de contención.

No tardamos en hacer lo mismo con el segundo, fue muy simple entre los dos. En tan sólo un par de movimientos bien coordinados, capturamos a los entes enloquecidos.

—Bueno, bueno, ¿quién me debe una cena? —preguntó, cuando dejábamos atrás la sala de biocontenedores, en dirección al agujero del ascensor.

—Creo que eres tú el que me la debe —respondí, burlona.

—Para nada, yo habría podido capturarlos perfectamente sin tu ayuda.

Reí.

—Claro, pero para cuando lo hicieras, ya no habría ningún restaurante en pie al cual invitarte.

—Eso es... Puede que... Vale, tal vez tengas un poco de razón.

Saltamos juntos al vacío, amortizando la velocidad de tanto en tanto. Caímos más de cincuenta pisos, hasta que llegamos a la parte más profunda. Ahí, al igual que en la fortaleza de México, una pila de cadáveres se acumulaba. Todos los ocupantes de la torre, asesinados por los dos supervivientes que logramos rescatar.

—¿Te preocupan? —preguntó Kiva, al notar que observaba los biocontenedores vacíos.

—¿Es malo si digo que no? Estoy acostumbrada a la muerte, no conocía a ninguno, siento pena, pero tampoco es que me importe.

Kiva bufó.

—Lo mismo me pasa. Muerte, cuerpos, he visto tantos que unos cientos más no cambian nada.

—La guerra cría monstruos, ¿no es así?

Asintió en silencio, mientras dejábamos atrás la zona de muerte, adentrándonos en los blancos y oscuros pasillos.

Pronto llegamos a la sala de control, bajo la cual se encontraba la bóveda del cristal. La sala de control de esa fortaleza se encontraba adornada de forma curiosa. Había cápsulas de biocontenedores muy antiguos, adornando los alrededores. Elfos, orcos, dragones, pegasos, sirenas, enanos y otras criaturas, todas congregados a manera de adornos.

Esa debía ser cosa de Kizara, aficionada a las formas extravagantes y únicas.

—Entonces, ya lo viste estallar, ¿qué sentiste? —preguntó Kiva, en cuanto llegamos a la bóveda.

La sala era exactamente igual a la de Madrid y a la de México. Una sala oval con un contenedor en el centro, conectado por gruesos cables a tableros de control y, a su vez, a toda la fortaleza.

—Terror —respondí.

No se me ocurría otra palabra para describir la destrucción de uno de esos cristales.

Kiva sonrió.

—Exacto.

Fruncí el ceño.

—Espera, ¿cómo lo sabes? No pudiste haber visto la explosión del cristal de Madrid, porque mi padre y Kendra la suprimieron.

Se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Ese no ha sido el único cristal que ha estallado en los últimos 30 años.

Puse los ojos en blanco.

—Déjame adivinar, ¿es parte de esa historia que aún no me cuentas?

Kiva rio.

—Te lo contaré cuando vayamos a cenar, yo invito.

Me crucé de brazos y lo miré con reproche.

—No me digas, por supuesto que tú invitas, me debes esa cena.

Se echó a reír, pero no lo negó.

—Siempre me pregunté, desde aquella vez, ¿cómo es que la explosión no destruye el planeta entero? Una sola de estas cosas tiene más energía que el sol.

Nos colocamos frente al tablero de control principal, mirando el brillo hipnótico del cristal.

—Mi padre me lo explicó. Los cristales fueron creados de tal manera que al ser destruidos, se produzca una implosión espacial. El verdadero poder destructivo es arrojado en alguna parte de la galaxia, mientras que aquí, sólo tenemos una ligera reacción exotérmica.

—Es decir, se crea un agujero negro que se traga a sí mismo y escupe una pequeña porción de su existencia, un excreto. Vaya, es poco gratificante saberlo. Un error, y el mundo estaría perdido.

—Bueno, basta de charla, ¿estás listo para el espectáculo?

—Adelante.

Ambos inhalamos profundo, mientras el panel holográfico aparecía frente a nosotros. Comencé a manipularlo, insertando comandos críticos y ejecutando la autodestrucción. En pocos instantes, el mismo efecto de la pirámide tuvo presencia.

Las luces se encendieron de pronto, y una sirena de emergencia comenzó a escucharse por todo el lugar. El sonido de potencia energética ascendente, comenzó a hacerse presente, mientras el cristal giraba cada vez más rápido sobre sí mismo.

—Ya está, vámonos de aquí —pronuncié, sin embargo, al darme la vuelta, se me heló la sangre.

—¿Qué pasa? —preguntó Kiva.

Señalé la entrada. Estaba cerrada. Él me miró, confundido.

Siguió adelante e intentó abrir la puerta, sin éxito. En ese momento, me di la vuelta a toda prisa para volver a usar el panel holográfico en el tablero de control.

—¡No! No puede ser, el sistema está dañado, ¡todo se ha bloqueado!

Kiva me miró, con cierto temor.

—¿C-Cómo que está bloqueado? Simplemente destruyamos la entrada, vámonos.

Negué con la cabeza, totalmente anonadada.

—No es posible, Kiva. Nada... Nada podrá destruir estos muros. He conseguido retrasar un poco la explosión, pero no hay nada más por hacer. La fortaleza se ha cerrado, y sólo se abrirá cuando el cristal ya no esté.

El irritante sonido de emergencia seguía escuchándose con fuerza. Ni siquiera podía acallarlo, porque el poder del Cristal Supremo se había extendido a toda la bóveda. Kiva no podía verlo, pero yo sí. Los muros estaban otra vez sellados por las seis leyes energéticas. Nada ni nadie podría abrir o crear una salida.

Traté de calmarme y pensar en algo. El tiempo corría, teníamos menos de cinco minutos para encontrar la forma de salir.

—Si no podemos destruir los muros, tal vez podamos detener la autodestrucción —dijo Kiva, e intentó manipular el tablero de control.

—No es posible, ya lo intenté —repliqué—, los sistemas se han corrompido, probablemente a la falta de mantenimiento. ¿Hace cuánto que nadie se preocuparía por el funcionamiento de la fortaleza?

—Ah, seguro es porque nadie pensó que sería necesario destruir nuestra principal fuente de energía. Kalro ha sabido golpearnos esta vez, le doy ese mérito.

Kiva se alejó de los controles y se posicionó a mi lado. Ambos nos quedamos mirando el cristal, impotentes. La energía seguía acumulándose, poco a poco. Podía verlo con mi vista privilegiada. Cuerdas universales siendo atraídas hacia el centro, aglomerándose, colapsando. La presión de la bóveda aumentaba, dificultando la respiración. La gravedad cambiaba, nos volvíamos más pesados, como si el núcleo del cristal comenzara a atraernos.

—Esto va mal —aseveró el maestro.

—Y que lo digas —respondí, comenzando a caer presa de la desesperación.

De pronto, un terrible estruendo se escuchó, y un rayo de energía se conectó entre muro y núcleo. El contenedor del Cristal Supremo comenzaba a resquebrajarse, sin embargo, la protección energética que envolvía la fortaleza, no desaparecía.

—¡¿Qué vamos a hacer?! —grité, rendida. Sin control sobre las cuerdas de la realidad, no se me ocurría solución alguna. Ni siquiera toda mi fuerza servía para detener lo inevitable.

Cruzado de brazos, de ojos cerrados, Kiva simplemente estaba ahí.

—Ya está, lo tengo solucionado.

—¿Ah sí? —pregunté, un poco aliviada—. ¿Qué procede?

Kiva se dirigió a paso rápido hacia el tablero de control, invocó el panel holográfico y comenzó a mover sus dedos a través del aire.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

Pero no respondía. Consternada, intenté acercarme para ver, sin embargo, él me apuntó con una de sus manos y disparó un poderoso ataque energético que me arrojó en dirección contraria.

Aturdida, me levanté de prisa. Traté de alcanzarlo, pero un nuevo ataque energético me golpeó.

—¡Kiva! —grité. Sin embargo, una lluvia de ataques caía sobre mí, impidiendo que me levantara—. ¡Kiva! ¡¿Qué estás haciendo?!

—¡Lo siento, Kat! ¡No hay alternativa! —gritó, alto, pero su voz apenas alcanzaba a sobrepasar el sonido de la energía, tanto la del cristal a punto de implosionar, como la de sus ataques, que seguía lanzando contra mí.

—¡¿Alternativa para qué?! ¡¿Acaso estás loco?!

Trataba de levantarme, pero estaba dando todo para impedirlo. Realmente estaba causándome problemas.

Mi aura energética comenzaba a encenderse, creciendo, aumentando. Los ataques de Kiva seguían cayendo sobre mí, pero no iba a permitirlo.

—Ya...

Me apoyé con una rodilla. Levanté una barrera energética para parar los ataques.

—¡Ya basta! —grité.

Una poderosa onda energética se dispersó a mi alrededor, arrasando con todo a su paso, incluyendo los ataques de Kiva, para finalmente golpearlo y lanzarlo varios metros por el aire, hasta que impactó de espalda en el muro contrario y rebotó al suelo.

Estaba furiosa, y él... él estaba riendo.

Me acerqué a paso rápido, lo levanté por un brazo y lo obligué a mirarme a los ojos. Seguía riendo.

—¡¿Qué demonios te pasa?! —pregunté—. No es momento para tonterías.

Kiva seguía riendo.

—Lo... Lo siento —dijo, adolorido—, pero ya está hecho.

De pronto, una extraña sensación se apoderó de mí. Impotencia, frustración. Aterrada, giré la vista hacia el panel de control. Estaba destruido, mi último ataque lo había despedazado por completo. Volví a centrar la mirada en Kiva.

—¡¿Qué está hecho?! —pregunté, acercándolo a mi rostro.

Sin embargo, antes de que me respondiera, sentí como si algo tirase de mí. Al girarme, vi con impotencia como una cuerda de energía roja, proveniente del cristal, se apoderaba de mí, me envolvía por completo y me hacía desaparecer. Estupefacta, miré a Kiva, quien seguía sonriendo.

—Sólo uno de nosotros podía salvarse. Eres importante Kat, yo ya he estado en muchas guerras. Es un buen momento para descansar. —Me miró con tristeza—. Cuídate. Me hubiese gustado llegar a conocerte mejor y... quién sabe, no me gusta pensar en lo que habría podido ocurrir.

Fue lo último que dijo, antes de que lo viera esfumarse ante mí, igual que la bóveda del cristal.

—¡Kivaa! —grité a todo pulmón, pero mi voz se quedó flotando en un vórtice espacial que me consumió por completo.

Por un segundo, todo fue negro, me sentí mareada, muy mareada. Era la misma sensación de ser teletransportada, pero multiplicada por diez. No pude resistir. Vomité.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué significa esto?! —escuché una voz, pero me sentía atontada por el súbito viaje.

Con toses de asco, el líquido que emanó de mi boca cayó a los pies de Kiva. Todavía mareada, traté de recuperar la estabilidad.

—Eres un... —Me puse de pie, limpié mi boca con la manga de mi armadura—. ¡Eres un tonto! ¡No tomes decisiones por mí!

Mi última frase fue acompañada de una bofetada, seguida de un golpe directo al estómago que hizo que Kiva cayera inerte al suelo, inconsciente.

Todavía jadeando, miré a Kiva. Era un tonto. Había usado lo último del poder de cristal para tratar de teletransportarme fuera de la fortaleza. Para su mala fortuna, no sabía que era imposible entrar o salir de una bóveda cuyos muros estaban protegidos por las seis energías universales. Nada podía contrarrestar ese poder, ni siquiera el mismo Cristal Supremo.

—No te sacrifiques sin un plan, tonto —murmuré por lo bajo, dando un golpecito con el pie a Kiva.

Me había dado un gran susto, por un momento de verdad creí que su plan iba a funcionar. Sin embargo, estando dentro, seguro encontraría una manera de sacarnos a los dos. No podía dejar que muriera en este lugar, no después de todo lo que había pasado. Tenía que pensar en algo, aunque fuese el poder más grande sobre la tierra, tenía que haber una forma.

Pensar, pensar, pensar. Obligué a mi mente a pensar rápido, como nunca antes. Y entonces, una idea se me ocurrió. La imagen de Torre de Cristal llegó a mi cabeza. ¿Cómo es que la destrucción del cristal de Madrid apenas había causado estragos? Algo, algo debieron hacer mi padre y Kendra para evitarlo. ¿Una cámara de contención? No, no habría sido suficiente. ¿Un domo de realidad como el que protegió la ciudad contra los valinianos? No, tampoco.

Apreté puños y dientes, mientras el sonido del cristal sobrecargándose me presionaba a pensar como nunca. Levanté la vista, miré el cristal. Las seis energías se arremolinaban, como una sola entidad. Las observé, confluyendo, interactuando, conviviendo en armonía, pero, a la vez, preparándose para liberar un gran poder destructivo. Por sí solas, no eran tan peligrosas, sin embargo, juntas...

—¡Eso es! —grité.

Si mi padre y Kendra lograron minimizar la explosión, fue porque trabajaron juntos. Materia y Realidad. Bajé la mirada, observé mis manos. La energía azul de la realidad irradiaba con fuerza de mí. Era hija de Keitor, después de todo. Sin embargo, Materia... Si la teoría que Mateo y yo habíamos pensado era cierta, entonces, mi verdadera madre tenía que ser Kendra. Y si era hija de Kendra, eso significaba que...

Cerré mis ojos, tratando de concentrarme. «Vamos, vamos, vamos», pensé. Necesitaba más tiempo para pensar, y sólo conocía un lugar en el universo que podía darme, al menos, unos minutos más.

Desconecté mis sentidos, y expandí mi existencia a través de las cuerdas de la realidad. Traté de reproducir la misma sensación que tuve en México, cuando mi padre me llevó a esa dimensión de oscuridad absoluta, en la que sólo existíamos él y yo. Me esforcé como nunca, una vida que me importaba demasiado estaba en juego.

Poco a poco, mis alrededores comenzaron a desaparecer. ¡Lo estaba consiguiendo! Sin embargo, la singularidad creada por el Cristal Supremo comenzaba a apoderarse de todo. Las cuerdas de la realidad eran atraídas hacia él, así que tuve que tirar de ellas con más fuerza para conseguir que permanecieran bajo mi control. ¡Fuerte, muy fuerte! Hasta que todo al fin se sumió en la completa oscuridad.

Silencio.

Sólo había silencio, oscuridad, y las cuerdas universales conformando un universo propio. Esperaba que eso me diese tiempo, sin embargo, miré con horror como la singularidad no se había ido. Seguía allí, tratando de arrancar de mí las cuerdas azules, atrayéndolas hacia su centro igual que todas.

No sabía cuánto tiempo quedaba. Quizás, podría haber tratado de llamar a mi padre, pedir ayuda, pero no llegaría a tiempo. Yo era la única que podía salvar a Kiva, y eso iba a hacer.

Presté atención a las cuerdas que me rodeaban, aquellas que conformaban mi figura, el universo. Siempre había seis tipos de cuerdas. Las cuerdas de la realidad, azules; del tiempo, verdes; del espacio, rojas; de la forma, púrpuras; dimensiones, rosadas; y, finalmente, tan negras como el vacío, las de la materia. A pesar de que podía verlas todas, sólo podía tener control sobre las cuerdas azules, las de la realidad. Sin embargo, si la teoría era cierta, también debería poder hacer algo con las cuerdas negras.

Extendí mis manos hacia ellas, tratando de tocarlas. Mi mano ilusoria las atravesaba.

La singularidad seguía creciendo, igual que mis ansias por no conseguirlo. Seguí tratando, una y otra vez, pero no podía hacer nada. ¿Acaso sería falso? ¿No era Kendra mi verdadera madre? Al pensar en ello, escuché algo, ¿o lo sentí? Era difícil describirlo. Un latido, eso parecía. Provenía de la oscuridad, de la negrura.

Curiosa, extendí mi ser hacia allí, y me sentí acogida por una calidez muy familiar. Entonces lo comprendí. No tenía que buscar la energía, no tenía que tratar de alcanzarla, tocarla, o controlarla. No... Yo era energía. La energía me conformaba, y yo a ella. Éramos un solo ser, una sola esencia.

Me dejé abrazar por la agradable sensación. La energía negra me acunó por completo, y al fin logré sentirme parte de ella. Al mismo tiempo, el azul de la realidad se mezcló con el negro de la materia, y ambos colores convergieron, acoplándose con armonía, reavivando la llama de mi energía. En ese momento me sentí diferente, tranquila, completa. Era verdad, era hija de la Materia, y la Realidad.

Una gran exhalación marcó el regreso de la mente al cuerpo. Estaba de vuelta, en la bóveda del cristal, con la singularidad desatada frente a mí. En lugar de aterrarme, ahora la situación era diferente. Primero, observé el flujo energético del Cristal, maravillada. Ya no me parecía aterrador, ahora lo veía como algo hermoso, la más grande creación, la perfección absoluta. La convergencia de las seis energías era algo único, impactante. Era como estar presente ante la creación y la destrucción. El principio y el final. Después miré mis manos. Mi cuerpo desprendía una nueva aura, diferente, apacible. Azul y negro confluían en total armonía con el dorado, emanando de mí como amigables llamas que resonaban al compás de la singularidad.

Volví a centrarme en el cristal y, aún sin saber exactamente que funcionaría, simplemente dejé fluir la energía.

Nunca antes había usado la energía negra, pero, después del primer segundo, se volvió algo natural. La energía que salía de mis manos, se convertía al instante en algún tipo de materia desconocida. Era igual que usar un ataque energético que se volvía sólido al instante.

¿Qué pasaría si dejaba fluir la energía oscura, en combinación con las cuerdas capaces de producir un domo de protección? Con eso en mente, derramé tanta energía como pude sobre el contenedor del cristal. No fue energía cualquiera, sino que usé las cuerdas de la realidad para conformar su existencia. De esta manera, una gruesa capa de materia azul comenzó a crecer encima del contenedor. Lo rodeaba, cubriéndolo, sin dejar un solo hueco.

Pronto, el sonido de la energía dejó de escucharse. Aterrada, supe que eso sólo podía significar una cosa. La singularidad había colapsado, la implosión era lo siguiente.

No me equivocaba. De un instante a otro, una demencial fuerza apareció en toda la zona. La capa de materia que había hecho sobre el cristal, fue tragada como si fuese papel, dejando a la vista por una milésima de segundo, el agujero negro que se hallaba donde el cristal había estado hace un momento.

Puede que mi barrera hubiese sido destruida, sin embargo, una sonrisa fugaz apareció en mi rostro antes de lanzar una nueva capa sobre la singularidad. Había funcionado. El cristal se llevaba todo a su alrededor durante el tiempo en el que la energía se estabilizaba. Y si todo lo que había a su alrededor era una gruesa capa de materia, sería lo único que desaparecería.

Decirlo era fácil, pero hacerlo era diferente. ¡La velocidad a la que mi materia era absorbida, pronto comenzó a superar mi velocidad de creación! Al darme cuenta de que reforzar la materia con realidad no servía, dejé de hacerlo, y pude redirigir el resto de mi energía a la creación de esta. No me detuve, no paré. Seguí creando más y más energía para que la singularidad se la llevara. No podía fallar, no podía flaquear, porque bastaría un solo segundo para que Kiva y yo fuésemos tragados por completo, directo a una muerte segura.

Grité, grité como nunca antes por esos tormentosos segundos, que para mí parecieron siglos. Estaba cansada, mis piernas comenzaban a temblar, pero no paré. Nunca había usado tanta energía, me sentía cerca del límite. Por fortuna, al igual que aquella vez en la pirámide. La destrucción se detuvo, y el tétrico silencio que precedía la siguiente calamidad se hizo presente.

En ese preciso instante, cuando la energía del Cristal Supremo se esfumó por completo, la fortaleza al fin quedó liberada de su protección. Lo que venía a continuación, era la gran explosión.

—¡No esta vez! —murmuré, apresurándome a crear materia reforzada con realidad otra vez. Capa tras capa, a toda velocidad, rápido, muy rápido.

Disparé energía negra con ambas manos, mientras un grito desgarrador salía de mi alma. Y cuando creí que sería suficiente, usé una mano para lanzar un ataque energético con todas mis fuerzas hacia la parte superior. Energía dorada brotó a borbotones, como nunca antes, llevándose con ella todo a su paso, abriendo un boquete limpio hacia la superficie, como si la montaña fuese un simple algodón de azúcar atravesado por un chorro de agua.

La explosión se produjo. Todo retumbó. Escuché las primeras capas protectoras comenzar a romperse. Dejé de crear materia, me moví tan rápido como pude, con las fuerzas que me quedaban, para alcanzar a Kiva. Lo levanté en mis brazos y, apuntando al cielo, traté de elevarme.

Traté... ¡De verdad traté de elevarme! Pero no lo conseguí. No podía más. Las piernas me temblaban, mis párpados se cerraban. No me quedaban más fuerzas para salir volando de ese lugar.

Aterrada, miré a Kiva, cambié la vista a la furiosa explosión que terminaba de romper las últimas capas de materia, y me dejé caer al suelo, de rodillas. Abracé a Kiva con ternura y, usando la poca energía que me quedaba, levanté un pobre escudo energético sobre nosotros.

La última capa se rompió, liberando toda la potencia de la explosión que, en México, logró llevarse toda una ciudad. Mi estúpida barrera se rompió tras dos simples segundos, permitiendo que las llamas y el fuego arremetieran contra nosotros.

Traté de proteger a Kiva con mi propio cuerpo, pero fue inútil. Poco a poco, sentí cómo se desintegraba, igual que yo. No pude evitar derramar lágrimas, las cuales se evaporaron antes siquiera de poder nacer. Una triste sonrisa apareció en mi rostro, mientras veía el último cabello de mi maestro esfumarse, al igual que los dedos de mi mano.

«Lo siento, maestro, no pude protegerte», fue lo último que pensé, antes de que el fuego de la explosión cesara, y la montaña entera comenzara a derrumbarse sobre nosotros. Todo se volvió oscuridad, no pude más, y me dejé llevar por las sombras del sueño eterno. Había fallado, había confiado demasiado en mi fuerza, pero, por las malas, tuve que descubrir que el poder no siempre era suficiente.


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