31. Los secretos de Chernóbil
Pista de audio recomendada: S.T.A.L.K.E.R Soundtrack - The End Credits
De pronto, así como apareció, la locura cesó. Aún con la respiración agitada, miré a mi alrededor. No había nadie, además de nosotros en ese lugar, lo habíamos elegido para pasar la noche, una última parada antes de nuestro destino final.
—N-No puede ser. ¿Cómo es que...?
Tenía las manos agarrotadas sobre las entrañas del cadáver. Sus restos eran reconocibles, aunque era innecesario porque, recordaba, recordaba lo que había hecho. Había matado a Sullivan con mis propias manos.
Aun temblando, me puse de pie. No quedaba rastro de vida en él. A pesar de que nos encontrábamos muy lejos de una zona civilizada, yo mismo había eliminado su forma etérea.
¡¿Qué había sido eso?! Locura, había sido la única forma de describirlo, y sólo encontraba una explicación. Había sentido una ira repentina, ganas de asesinar. Me había enfrentado a Sullivan con intención absoluta de asesinarlo, porque sabía que él también me asesinaría. No podía explicar lo ocurrido, ni tampoco tenía muchos medios para hacerlo. Suposiciones, era lo único que tenía.
Levanté la vista, preguntándome si había sido el lugar. ¿Acaso la radiación de Chernóbil tenía algún impacto desconocido en los kinianos? No había escuchado nunca algo como eso, pero, de no ser así, ¿qué otra cosa podría explicar lo que había presenciado?
Me alejé, en silencio, sin mirar atrás. Apreté ambos puños con fuerza, de los cuales aún escurría sangre fresca. Tenía que continuar, ya estaba cerca, muy cerca.
Cuando Sullivan y yo decidimos emprender nuestro viaje, sabíamos que terminaría con la muerte, de una forma u otra. Estábamos seguros, tanto, que dejamos nuestras vidas atrás para conseguirlo. Ahora él se había ido antes, pero su esperanza aún vivía en mí.
«Descansa en paz, maestro, ten por seguro que terminaré lo que iniciamos».
Sin mirar atrás, me puse en marcha. Una ciudad abandonada se alzaba delante de mí. Edificios invadidos de vegetación, árboles naciendo entre calles y aceras. El silbido tétrico del viento traía muerte, desolación.
Caminé despacio, asimilando los hechos, superándolos, igual que siempre. Primero mi madre, luego mi hermano, mi padre, y ahora él. Todos, muertos por el destino maldito que cargaba a cuestas.
La noche se cernía sobre mí. Las copas de los árboles, mecidas por el viento, crepitaban, y siniestros susurros llegaban a mis oídos desde lugares cercanos. Pronto la gran Noria, estática y oxidada, quedó atrás, junto con los restos de mi maestro, a quien no volvería a ver.
Me adentré en el bosque, mitad vivo, mitad muerto. Mi aura energética ardía con intensidad, mostrándome el camino. Podía sentir más presencias energéticas, e incluso divisaba a las criaturas que las originaban. Salvajes. La zona de exclusión se encontraba llena de ellos, un paraíso para las almas en pena. Ninguno se acercaba, y hacían bien con eso. Tenían miedo, miedo de mí. Estaba furioso, furioso conmigo mismo, y no sería capaz de contener mi ira si alguno de ellos se atrevía a interponerse en mi camino.
No supe cuánto tiempo pasó, y no me importó. Mis pasos me llevaban, pero casi no era consciente. Atravesé hierba y maleza boscosa, caminé junto a autos de metal corroído y entre casas sin puertas. Hasta que una gran planicie se mostró para mí. El gigantesco terreno a la mitad del bosque, a un costado del río, era ocupado por un complejo de edificaciones que alguna vez había conformado la Central Nuclear de Chernóbil.
A diferencia de Prypjat, la central no se encontraba abandonada. La zona estaba custodiada por cuerpos militares y guardias de seguridad, tanto humanos, como kinianos. O al menos, eso se suponía. El lugar echaba humo, y gran parte de los edificios se hallaba derruida. A lo lejos, se visualizaban los reactores aún funcionales y el inmenso sarcófago construido sobre el lugar de la explosión.
Me detuve por un instante antes de volver a emprender la marcha. Inhalé hondo, y exhalé despacio. Golpeé mis mejillas con ambas manos, y continué. No entendía lo que estaba viendo, parecía que la central había sufrido algún tipo de ataque hace poco.
Me adentré en el complejo con un sentimiento de ignorancia creciendo dentro de mí. No entendía lo que veía. Había sangre esparcida, cuerpos, destrucción, caos. No quedaba nadie con vida, al menos no en las afueras.
Pronto descubrí que tampoco había gente adentro. Llegué sin problemas al gran sarcófago. Creí que sería difícil acceder, pero no fue así. Todos estaban muertos, la entrada estaba abierta, y un gran boquete del tamaño de una casa acaparaba la vista en el área de contención, sí, la que supuestamente debía estar conteniendo la radiación que emanaba el núcleo expuesto del reactor.
—Curioso —murmuré, mientras entraba al recinto.
Salté directamente al interior, si aún se le podía llamar así debido a su estado actual. La sensación de estar dentro producía la misma agorafobia del exterior. Las huellas destructivas estaban por todas partes. Ya no me quedaba duda, eso había sido obra de kinianos. Las marcas, los muros, todo había sido causado por ataques energéticos. En ese momento me pregunté, si lo que había pasado con Sullivan y conmigo no había sido un caso aislado. Pero era imposible, ¿qué explicación había para un evento así?
Me adentré por pasillos, puertas y pasajes, visualizando un paisaje lleno de muerte. Lo que sea que hubiera ocurrido, había matado a todos. Impresionaba tratar de encontrar una razón para lo que veía.
Paré frente a lo poco que quedaba del antiguo sarcófago, el primero construido alrededor del núcleo expuesto. Los muros también estaban rotos y, desde lo alto, podía visualizar a la perfección el supuesto material radiactivo que seguía contaminando la atmósfera desde 1986. El uranio y el grafito, seguían ahí.
Sin pensarlo dos veces, salté al interior.
Derrapé por los escombros, hasta que llegué al fondo, pero la caída no cesó, al contrario, comenzó. La parte más profunda de aquel lugar, no era sólida, sino que era un acceso, una entrada. El supuesto núcleo, era falso.
No era un secreto en el mundo kiniano, de hecho era una historia muy conocida. La central nuclear no era más que la tapadera, la mentira brindada al mundo humano. La verdad estaba bajo tierra, en dónde se encontraba de las seis fortalezas que albergaban un Cristal Supremo.
Seguí cayendo a través del amplio túnel, por el cual, antes, los ascensores conectaban todas las plantas de la fortaleza. Me apoyaba en los muros, saltando de uno al otro, para frenar la velocidad adquirida en más de medio kilómetro de caída libre, hasta llegar al fondo.
Escombros. Antiguos escombros era lo que había. Los vestigios de la estructura kiniana llevaban más de treinta años sin ser pisados. La fortaleza quedó abandonada después de que el cristal que protegía estallara, en el 1986. Las causas de dicho incidente eran desconocidas, nadie sabía qué pudo haber provocado la destrucción de uno de los seis cristales que otorgaban energía a nuestro mundo, e incluso a los humanos. Para ellos, fue la explosión de un reactor, para nosotros, una pérdida incalculable.
No sabía exactamente qué buscaba, así que estaba dispuesto a pasar horas recorriendo las ruinas de un centro tecnológico abandonado. Proyecto V, era lo único que tenía. Si en este lugar se habían hecho experimentos de alguna clase, tenía que ser en los laboratorios, pero, ¿en dónde estaban?
Observé los alrededores, fuera del hueco del ascensor. Retiré gran parte de las obstrucciones para tener mejor vista de las paredes, hasta que encontré lo que buscaba. En Madrid, cada torre que albergaba una fortaleza, tenía un mapa en cada piso, el cual detallaba una breve descripción del nivel y los aledaños.
«Centro de control», rezaba el cartel. Colindante con «Bóveda» y «Administración». Tal vez en administración encontraría algo.
Volví al amplio hueco de ascensores y fijé mi destino. Un piso arriba. Salté. La entrada estaba bloqueada, así que disparé un potente ataque energético que apenas hizo retumbar un eco en el túnel. Sin embargo, no ocurrió nada. Con 150 KU apenas fui capaz de levantar polvo a los muros reforzados.
Las fortalezas eran muy resistentes, construidas de forma que incluso los ataques de un kiniano de Clase S, nivel 5, no pudieran ni hacerles cosquillas. Verla así, en ruinas, producía un sentimiento de frustración e impotencia difícil de explicar. Pensar que existían fuerzas tan grandes capaces de causar algo así, como los cristales supremos, me hacía preguntarme qué pasaría si cayeran en manos equivocadas.
En ese momento una idea frustrante llegó a mi cabeza. Si no podía acceder al lugar en cuestión, ¿cómo podría obtener la información que necesitaba? Me molestaba todavía más pensar en que, si ella estuviese conmigo, si de verdad me hubiera ofrecido su ayuda, no tendría problemas para entrar en la fortaleza.
Golpeé un muro para liberar la tensión, soltando una maldición. Levanté la vista hacia la infinita oscuridad y comencé a saltar. Recorrería uno a uno, los más de cien pisos, de ser necesario, para hallar una entrada a los laboratorios, o al menos un indicio de lo que había sido el Proyecto V.
Uno, dos, tres, cuatro, revisé los siguientes pisos, pero cada dos de tres accesos estaban bloqueados. Salas de entrenamiento, áreas comunes, jardines, y aún no encontraba nada que pudiese estar relacionado con un experimento secreto. ¿Qué es lo que esperaba encontrar? ¿Archivos con más de treinta años de antigüedad? ¿Entradas misteriosas?
Paré en el borde del piso de la armería, al sentirme abrumado por la realidad. No iba a conseguir nada solo, el mundo era mucho más duro de lo que esperaba. Katziri tenía razón, ¿qué iba a hacer yo contra una entidad casi divina?
Me senté con las piernas colgando, pensando en el rumbo al que había llevado mi vida. Estaba dejando que mi odio me dominara. Había perdido todo lo bueno que tenía en más de una ocasión, puede que lo primero no fuera culpa mía, pero, de todo lo demás, era el único y exclusivo responsable. A pesar de ello, sabía que no había vuelta a atrás, y tampoco me arrepentía por ello. Si las respuestas no estaban en un lugar, iría a otro, y continuaría buscándolas hasta el día de mi muerte. Ese es el camino que había elegido, el camino de la soledad y el autocastigo.
De pronto, el zumbido magnético de un ataque de energía activó mis reflejos, haciéndome saltar al vacío, a tiempo para evitar una tremenda explosión que causó un derrumbe.
Atontado y sorprendido, golpeé varias veces por las paredes antes de tocar fondo con un duro golpe, al fondo del pozo. Una oleada de polvo, metal y rocas cayó sobre mí, aplastándome. Tosí, grité, traté de llevar más aire a mis pulmones, pero había sido un fuerte impacto.
En un desesperado intento, liberé toda mi energía de golpe y conseguí salir de entre los escombros, aupándome al acceso del piso de administración. Respiraba agitado, observando a la parte alta, buscando el origen de aquel ataque. No podía verlo, pero sentía una abrumadora presión energética, enorme, de verdad grande, casi tanto como la de Katziri. Sin embargo, sabía que no era ella, esa no era su energía. ¿Acaso sería Mikael? ¿Me habría seguido? ¿O quizás otra de esas Alas del Supremo?
Tres ataques más se cernieron sobre mí, los cuales esquivé, saltando de un lado a otro. Ascendí en el túnel, más y más, mientras alguien continuaba atacándome desde lo alto. Estaba cansado, lastimado, pero no moriría en ese lugar, al menos no así.
Los ataques cesaron en cuanto alcancé, al menos, la mitad del túnel. Aproveché el momento para adentrarme en el sótano 51, hogar de un viejo jardín artificial. Por supuesto, de jardín quedaba poco, no había nada, además del amplio espacio plagado de suciedad y viejos troncos de vegetación muerta.
Me tiré en el suelo de espaldas, levantando una nube de polvo que me hizo toser. Entre el sonido de mi dañada respiración, escuché los pies de alguien arribando al mismo piso en el que me encontraba. Traté de levantarme, sin embargo, una potente presión me aplastó, impidiendo que me moviera.
Ese alguien se acercaba, sus pasos me lo decían, mientras yo estaba postrado en el piso, impotente, aguardando un destino incierto. La desconocida silueta se hacía cada vez más visible, disipando el polvo con su andar. Una poderosa aura dorada emanaba de un hombre de cabellos revueltos. Vestía una larga gabardina negra, cuyas mangas habían sido arrancadas por completo, dejando al descubierto los brazos. Vendajes negros, fabricados con la misma tela de su prenda, recubrían las manos que, extendidas, apuntaban a mi rostro.
—Reconozco esa vestimenta —habló en cuanto estuvo cerca—. ¿Eres de la GIV? ¿Qué haces tan lejos de Madrid?
Hablaba con firmeza, exigiendo respuesta, no pidiéndola. De alguna forma, su voz me resultaba familiar, pero no podía recordar por qué. Lo miré a los ojos, tan sólo para encontrarme con una mirada tan curiosa como asesina.
—¿Cómo es que...?
—No digas cosas innecesarias, ¡responde!
Atontado, no supe cómo reaccionar. De alguna forma sabía que, si no respondía, ese hombre me mataría.
—Estoy buscando algo, vine aquí por respuestas.
La presión energética que me aplastaba se redujo, sin embargo, el desconocido no dejó de apuntarme con la palma abierta.
—¿Qué respuestas? Aquí no hay nada, es un lugar desolado, lleno de muerte.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, ladeé la cabeza. Me parecía haber visto a ese hombre antes, sin mencionar que también hablaba español. Tenía que ser alguien de Madrid. A juzgar por la situación, él podía ser la clave que buscaba. No perdía nada compartiendo mis intenciones, si hubiese querido matarme, ya lo habría hecho.
—Proyecto V, quiero saber qué es, y por qué le interesa a Kalro.
—¿Cómo sabes del Proyecto V? Sólo las personas implicadas en ello saben de su existencia, y son kinianos con más de un siglo de antigüedad.
Y tenía razón, de no haber escuchado ese nombre de Hernán, yo tampoco lo sabría.
—Así que estuviste implicado con ese proyecto, ¿verdad? —repliqué—. Acabas de decirlo, sólo alguien implicado sabría de su existencia.
Bajó la mano por completo, pero volvió a aplicar la abrumadora presión que me impedía levantarme.
—Tienes mi atención, niño —declaró—, veamos qué es lo que tienes qué decir.
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