29. Tierras Aztecas

Nota: Este capítulo está inspirado en historia y mitología del México prehispánico, he disfrutado mucho escribiendo esta parte de la historia, y estoy muy feliz de poder compartir con aquellas personas que me leen, una pequeña parte de mi cultura  <3

Pista de audio recomendada: Dark Jungle Music - Aztec Temple (Reproducir en Bucle)


La noche de un día muy largo se dejaba caer con todo su peso, sumiendo en la penumbra la antigua ciudad de Teotihuacán. Furiosos rayos caían sobre las ruinas, iluminando las imponentes pirámides nacidas en los inicios del calendario.

Mientras descendíamos, despacio, sobre la calzada de los muertos, numerosos cadáveres se hacían visibles. La zona se encontraba completamente deshabitada, sin vida, azotada por la misma catástrofe que el resto del planeta.

Tocamos tierra al compás de un trueno.

Sólo había seleccionado a dos acompañantes para la travesía, Kremura y Kori. Una de ellas conocía las instalaciones donde se resguardaba el cristal. La otra era demasiado insistente como para perder tiempo contradiciéndola. El aeropuerto se había quedado bajo resguardo del ejército mexicano, bajo la promesa de que, el Ángel Blanco saldría para devolverles la paz.

—¿Q-Qué pasó aquí?

La voz temblorosa de Kori se hizo escuchar mientras caminábamos entre biocontenedores vacíos, vestigios de una batalla librada hace poco. Sabía que no eran humanos debido a la ropa que vestían. Los cráteres y de destrucción en las ruinas, eran la prueba de ello.

—Debe ser el personal administrativo de la fortaleza, la gente que trabajaba para el Gran Sabio Keliel.

Noté que Kremura evitaba mirar los cuerpos, sólo seguía andando por delante, guiándonos a la entrada. Bajo la pirámide del sol se encontraba una de las tantas fortalezas kinianas existentes en el mundo. Grandes complejos subterráneos, sedes administrativas o militares de la sociedad energética.

—Lo confirmo, son ellos —dijo, de pronto—. Reconozco al sujeto que está por allá, sobre la escalinata. Era un guardia del área de inteligencia, su misión era proteger a los estúpidos científicos que trabajaban allí.

Liberé una gran exhalación. La situación era difícil, esperaba que todos estuvieran bien en España.

—¿Venías mucho por aquí, Kremura?

Asintió.

—En este lugar se entrenan a las nuevas tropas. Mi cuartel se encontraba en la Torre Latino, pero aquí aprendí todo lo que sé. Esta es la sede kiniana más importante de Norteamérica, no por nada es donde se resguarda el Cristal Supremo.

—Lo siento, de verdad.

Las tres caminábamos sobre los caminos empedrados. El viento silbante se volvía parte de la lúgubre soledad del lugar.

—No puedo creer que todos estén muertos —declaró Kremura, conteniendo la ira en su voz.

—Si es que queda alguien, ya se ha ido.

—Es... Es horrible —aseveró Kori—. ¿Quién podría hacer algo así? ¿Y por qué? ¿Qué ganaría provocando que todos los kinianos se maten entre sí?

Hubo un tétrico silencio después de esa pregunta.

—Yo tampoco encontraba lógica al principio, pero, pensándolo bien, no es muy difícil deducir la razón.

—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Kremura—. Esto es obra de El Supremo, ¿no? ¿Acaso entiendes su forma de pensar?

Asentí. Las tres nos detuvimos frente a la base de la pirámide y comenzamos a rodearla.

—Si yo fuera un vampiro y quisiera apoderarme del mundo, ¿quién sería mi principal enemigo?

—¿Los Primeros? —cuestionó Kori.

Negué con la cabeza.

—Los Primeros serían tan sólo una parte del problema. Ellos son entidades que se encargan de mantener el equilibrio en el mundo, o al menos, eso hacían. No, el principal obstáculo de El Supremo, son los kinianos. Mientras la sociedad kiniana exista, los vampiros no podrán moverse a sus anchas, siempre deberán atenerse a reglas impuestas por otros que no piensan como ellos y que tampoco tienen las mismas necesidades. Por eso, la única manera de que ese sueño pudiera cumplirse, era derribando toda la civilización desde sus cimientos, algo que parecía imposible, hasta el día de hoy.

Otro trueno marcó el tenso silencio que se formó después de lo que había dicho.

—Así que por eso no ha tocado a los humanos —agregó Kremura.

Moví la cabeza de forma afirmativa, justo cuando alcanzábamos la parte posterior de la pirámide.

—Exactamente —respondí—, los humanos son el principal alimento vampírico. Destruirlos sería un suicidio. El movimiento de esa mujer ha sido magistral. Si no la detenemos, habrá conseguido su objetivo final.

Sostuve a las dos por la cintura y me elevé en el aire para llegar al tercer nivel de la gigantesca construcción.

—Por cierto, no había tenido tiempo de preguntar, pero, ¿cómo es que puedes hacer todo esto? —dijo Kremura, en cuanto la solté—. Hace pocos años eras una niña de academia que no sabía siquiera jugar dominorium, y ahora mírate, Clase S, Nivel 5. No sólo eso, sino que jamás había escuchado de un kiniano que pudiera volar, a excepción de algunos de los Primeros.

Miré a Kremura, pensativa. Desde que el problema se había desatado, fui obligada a desplegar todas mis habilidades sin reparo. Casi me había olvidado de la principal razón de por qué las ocultaba en un principio. Eran únicas, y por lo tanto, prohibidas. Nadie podía saber que era hija de uno de Los Primeros, o mi padre tendría problemas.

En ese momento me di cuenta de algo importante. ¿Tendría problemas? ¿Con quién? Ya no quedaba nadie con vida capaz de causarle problemas. A Kalro qué más le daba si uno de Los Primeros tenía una hija. Sin Keliel, Kizara o Krono, la única que quedaba era Kendra. Sin embargo, en una situación como esta, puede que incluso lo agradeciera.

Una repentina sonrisa se dibujó en mi rostro al entender lo que eso significaba. Tal vez, pronto, ya no necesitaría ocultar quién era.

—Si todavía hay mundo después de esto, podría decirte la razón —respondí.

—Y encima te haces la misteriosa. —Bufó—. Comienzo a recordar por qué me desesperabas tanto en la academia, conejita.

La miré con incredulidad.

—Vamos, incluso dijiste que me admirabas.

Kremura se puso roja, muy roja.

—¡¿De verdad dijo eso?! —exclamó Kori.

—¡E-Está mintiendo! —se apresuró a corregir la aludida—. ¡Yo nunca diría algo así! ¡Maldición, eres una...!

Reí de forma divertida, sin embargo, mi expresión se tornó seria cuando llegamos al punto en el cual debería haber un pasaje ilusorio protegiendo la entrada al complejo, igual que los muros ficticios de Torre Espacio.

—Momento, ¿no debería estar oculta la entrada?

Las chicas miraron el hueco en la pirámide. Kremura tuvo que tragarse toda su furia y vergüenza para responder la cuestión.

—Debe ser porque los sistemas de protección están comprometidos, eso, o hay problemas con la energía —dijo, entre dientes, para luego dar un gran suspiro y agregar con su voz normal—. La red energética no funciona bien desde que Keliel desapareció, tal vez el cristal no está funcionando bien desde entonces.

—Interesante, eso significa que podríamos encontrarnos con problemas inesperados.

Kremura asintió en silencio, un segundo antes de que nos adentráramos en el pasaje que normalmente cumplía la función de una barrera contra la presencia humana. Sólo los seres energéticos eran capaces de encontrar la entrada, pero ahora estaba abierta, libre para cualquiera.

Caminamos juntas a través del blanco pasillo de aspecto tecnológico, hasta encontrarnos con la puerta de acceso principal, aquella que conectaba a la sala de ascensores que debían llevarnos a las profundidades de la tierra, dentro de la fortaleza.

Kremura se adelantó y puso una mano en el escáner. Esperamos, pero nada ocurrió.

—Lo sabía, está bloqueada. El personal debió activar el protocolo de emergencia antes de que todos cayeran presas de la locura. Ahora sólo el Gran Sabio Keliel podría acceder a la fortaleza.

Fruncí el ceño, miré la puerta.

—¿Sólo Keliel? —pregunté.

Kremura asintió.

—Sí, y no creo que... Espera, ¿qué estás...?

Levanté un escudo energético encima de las tres, momentos antes de liberar un potente ataque energético contra la puerta.

El efecto fue instantáneo. Se produjo una gran e intensa explosión que voló toda la parte superior de la pirámide. Una tolvanera cubrió la visibilidad, mientras una lluvia de rocas caía sobre la barrera protectora.

—¡¿Estás loca?! —exclamó Kremura—. ¡¿Qué demonios estás haciendo?! ¡Acabas de destruir un monumento con más historia que la humanidad misma!

Me encogí de hombros.

—Fue construido por kinianos, ¿no? Seguro que se podrán construir más.

—P-Pero...

El polvo comenzó a disiparse, dejando a la vista la entrada a la fortaleza, todavía intacta, a pesar de que la parte superior de la pirámide había desaparecido. Ahora el cielo tormentoso volvía a ser nuestro cobijo.

—Lo siento —añadí, apenada—, tenía que intentarlo.

Kori soltó una risilla, Kremura se cruzó de brazos.

—Te dije que sólo Keliel podría entrar. Él era el Maestro del Espacio, podía aparecer y desaparecer de cualquier parte en este planeta.

Me llevé la mano a la barbilla. No había empleado todo mi poder con ese ataque, pero, era verdad que los muros eran resistentes. Tenían algo extraño.

Presté más atención, y analicé su estructura a través de mi visión de la realidad. Las cuerdas universales se entretejían sobre los muros de una forma curiosa, única.

—¿Qué vamos a hacer ahora? Necesitamos entrar, no podemos destruir el cristal desde aquí.

Levanté un dedo para que Kremura guardara silencio. Ladeé la cabeza, me acerqué a la puerta. Con los ojos cerrados, puse la mano sobre la entrada. Y percibí.

Aislé todo lo que me rodeaba. Dejé de escuchar a Kremura, el viento, los truenos. Dejé que mi percepción fuera más allá de lo que veía, o sentía. Las cuerdas de la realidad daban forma a la existencia misma, y todas ellas confluían de forma curiosa en los muros de esa fortaleza. Forma, Espacio, Tiempo, Materia, Dimensiones. La energía de las Seis Leyes protegía cada centímetro de ese lugar, energía que provenía de la parte más profunda de la fortaleza. Sí, podía verlo, el Cristal Supremo.

Kremura tenía razón, jamás iba a poder destruir esos muros, porque estaban protegidos por la Energía Original, la que había dado origen a todo. Sólo los Cristales Supremos, creados por los Seis Sabios, tenían la capacidad de usar ese tipo de energía, y por eso, eran una fuente ilimitada de vida y poder.

Solté mi conexión con la fortaleza. La voz de Kremura me recibió.

—¡No es así! Si no hay camino, tenemos que buscar un portal o algo.

Discutía con Kori.

—¡No hay portales funcionales! ¡¿Cómo quieres que consigamos uno?!

—Si sólo Keliel puede entrar, no creo que fuera a destruir toda la fortaleza para hacerlo. —Las interrumpí con mis deducciones—. Tampoco creo que nada ni nadie pueda aparecer dentro de la fortaleza, ya que está protegida por la energía del Cristal Supremo. Nada, ni siquiera Los Primeros, podrían superar ese poder.

Kremura y Kori me miraron, sin comprender exactamente lo que decía.

—Si lo que dices es cierto, entonces estamos perdidas —dijo la joven de rizos—. No hay manera de destruir el cristal.

Negué con la cabeza.

—Hay otra entrada —declaré—. Keliel debía tener una forma de entrar, y creo que esa es. Está por allá, más o menos a un kilómetro de distancia.

Al conectarme con la fortaleza, había sido capaz de comprender toda su estructura. Al fondo, muy cerca de la bóveda del cristal, había un pasaje muy largo que llevaba a una cámara subterránea distinta.

Kori y Kremura miraron hacia donde apuntaba.

—¿Allá? —cuestionó Kremura—. Allá está la ciudadela, no hay nada por debajo, son sólo ruinas construidas por humanos, en honor a Quetzalcóatl.

—Precisamente —respondí—. Significa que es un templo en honor a Keliel, la serpiente emplumada. Los antiguos teotihuacanos debieron haberlo visto entrar o salir de ese sitio, y construyeron ese templo para él.

—¿Entonces qué esperamos? ¡Vamos ya! —apremió Kori.

Sin decir más, cargué con ambas y emprendí vuelo hacia el sur, apuntando al Templo de Quetzalcóatl. En cuestión de segundos, ya me encontraba sobre la ciudadela, una amplia explanada con dos estructuras piramidales muchísimo más pequeñas que la Pirámide del Sol o la Luna.

Descendí sobre la estructura central, una plataforma que se elevaba tan sólo unos metros por encima del nivel del suelo.

—¿Y bien? ¿Dónde está la entrada? —preguntó Kremura, escéptica.

—No lo sé exactamente —respondí con la verdad—, no soy experta en arqueología. Yo sólo sé que, en alguna parte de este lugar, a unos dos kilómetros bajo tierra, hay un pasaje que lleva a la fortaleza.

—¿Por qué no simplemente destruyes el suelo? —cuestionó la chica—. Al fin y al cabo ya destruiste media pirámide, ¿qué más da?

Torcí un poco la boca. Tampoco es que disfrutara destruyendo monumentos del pasado, pero no parecía quedar otra opción. Cargué un poderoso ataque energético, apuntando al suelo.

—¡Espera, Kat, espera! —interrumpió Kori—. Creo que sé en dónde podría estar la entrada.

Detuve mi ataque. Tanto Kremura como yo, volteamos a ver a Kori, consternadas.

—¿De verdad? —preguntamos, casi al unísono.

Kori nos miró, enfurruñada.

—¡Sí! ¡No soy tonta, ¿saben?!

—Anda, dinos ya, no pierdas tiempo —espetó Kremura.

Kori miró a la chica, dolida, pero hizo lo que le pedía.

—Por allá. —Señaló una abertura en el suelo—. Es un túnel. Hay una leyenda sobre esto, en la mitología humana. La aprendí en la escuela, antes de saber del mundo kiniano. Tú también deberías saberlo, Kat.

Reí, apenada, mientras acariciaba mi cabello.

—Creo que... creo que me perdí esa clase.

La verdad era que nunca había prestado mucha atención a las clases de historia.

Kori negó con la cabeza, y saltó de la plataforma en dirección a la entrada subterránea. Kremura y yo la seguimos.

—Se supone que esta plaza, en la que estamos paradas, representa el mundo terrenal, donde habitan los mortales. El pequeño templo de allá, es el camino al cielo, lugar de dioses, en donde estaban cerca de Quetzalcóatl. —Kori esperó a que llegáramos al filo del abismo antes de continuar. Al estar paradas junto a ella, descubrimos que se trataba de una caída de varios metros. No se veía el fondo—. Por aquí se llegaba al inframundo, la tierra de los muertos.

Tragué saliva, era una historia cautivadora y aterradora a partes iguales.

—Sin duda esto parece la entrada a algo —habló Kremura—. Hasta que haces algo útil, para variar.

Kori mostró la lengua.

—¿Entramos ya? —dijo, mostrando su valor al saltar primero al vacío. Su caída duró unos segundos. El sonido de madera rompiéndose pudo escucharse con claridad—. Está bien, no es muy profundo. Vengan.

Kremura y yo nos dirigimos una última mirada antes de saltar. El viento frío de la noche golpeó mi cara con velocidad al caer, una caída que duró menos de dos segundos. Kori tenía razón, para ser una entrada al inframundo, no era muy profunda.

—Vamos —apremió Kori, claramente emocionada.

La seguimos, adentrándonos en un túnel de proporciones aceptables, cuya única luz era proporcionada por el brillo de nuestras auras energéticas. Ahí dentro, el ruido de los truenos no llegaba, sino que se formaba un silencio misterioso.

«Ploc, ploc, ploc». Un sonido repentino revivió un viejo recuerdo en la oscuridad.

—¿Escucharon eso? —pregunté, para asegurarme de que no estaba volviéndome loca.

—Gotas —dijo Kori—, hay una especie de manantial por aquí. El agua siempre purifica en las creencias antiguas.

La respuesta de Kori me tranquilizó. Estaba poniéndome nerviosa, y no había razón para eso.

Pronto descubrí de dónde provenía el sonido de aquellas gotas, porque tuvimos que pasar un pequeño boquete inundado con agua. Seguimos avanzando a buena velocidad por la oscuridad, un túnel bastante largo, que parecía llevar a la parte baja del Templo de Quetzalcóatl.

Mientras nos movíamos, pude notar que en el techo destellaban numerosas motitas de luz que, entre la negrura, recordaban un cielo estrellado.

—¿De verdad los humanos hicieron esto? —pregunté, observando la belleza que transmitía ese brillo místico.

—Eso no lo sé —respondió Kori—, los libros no hablan de eso.

—Hasta donde yo sé —añadió Kremura—, la historia dice que esta fue una ciudad meramente kiniana, de las primeras, una que fue destruida junto con la Atlántida y otras civilizaciones primigenias. Teotihuacán fue fundada sobre las ruinas de esa ciudad, por una secta de fanáticos adoradores del Gran Sabio Keliel, kinianos locos que usaron humanos para construirla. Supongo que han escuchado sobre los sacrificios y todo eso. —Hizo una pausa para esperar a que respondiésemos, cuando lo hicimos, continuó—. A Keliel no le gustó que cometieran tales atrocidades en su nombre, así que volvió a destruir la ciudad por eso del año 600 o 700. Desde entonces, el lugar quedó completamente abandonado, hasta que los aztecas lo encontraron más de medio siglo después y lo usaron para establecerse y fundar Tenochtitlán. Luego vino la conquista española, la caída del imperio mexica, el posterior y último abandono. Todo eso es historia humana, por eso la sabe Kori. La fortaleza se construyó después, es más reciente, posterior a la Gran Guerra. Estas construcciones viejas fueron hechas por humanos, aunque posiblemente guiados por los nuestros. No debería haber nada bajo estas ruinas, no tendría sentido.

Kremura sabía mucho sobre historia kiniana, algo comprensible, porque había nacido en el seno de una familia pura, y había sido educada con esa cultura desde muy pequeña. Se supone que yo también debería saber todo eso, pero la historia de la raza energética era tan extensa, que era imposible conocerla toda.

—Bueno, si esos fanáticos decidieron levantar aquí una ciudad en honor a Keliel, debió ser por alguna razón, ¿no es así? El hecho de que hayan construido esa fortaleza después de la gran guerra, precisamente en este lugar, también es prueba de ello. ¿Por qué el Gran Sabio habría elegido este lugar para resguardar el Cristal Supremo? No tendría sentido si no sintiera alguna especie de apego a él.

—Sí, es posible —replicó Kremura—, yo sólo te digo lo que sé. Tú preguntaste.

—Llegamos —aseveró Kori, cuando pisamos una zona más amplia, en la cual terminaba el camino.

Kremura y yo, atendiendo al llamado, centramos atención en lo que había delante. El final del túnel consistía en una división de tres cámaras contiguas, que no llevaban a ninguna parte.

—¿Lo ven? Se los dije, nada —afirmó Kremura.

—¿Esto es todo? ¿En serio? —cuestioné.

Kori se acercó a uno de los muros, colocó su oído por encima y comenzó a darle golpecitos.

—Busquen —dijo—, debería haber algo, no lo sé, una entrada...

Me crucé de brazos, mirando en todas direcciones, pensando en cómo proceder. Sin embargo, un sonido de potencia, característico de la energía acumulándose, se escuchó dentro de la cámara.

—Al diablo con esto, no tenemos tiempo, si hay algo aquí, lo encontraré —dijo Kremura, y disparó un poderoso ataque energético al suelo.

Ni siquiera pudimos reaccionar. Una nube de polvo cubrió todo el túnel, segundos antes de que este comenzara a colapsar por el fuerte impacto. Hubo un temblor, la tierra retumbaba al romperse. Y de un momento a otro, nos encontrábamos cayendo en la oscuridad.

Mi cuerpo golpeó contra diversos obstáculos, hasta que frené en el aire para recuperar control de la caída. Un sinfín de piedras, tierra y escombros seguían lloviendo sobre mi cabeza, así que levanté una barrera energética que detuvo el colapso. El estruendo del derrumbe cesó, dejando únicamente el tenue golpeteo del acomodo de las rocas, opacado por los gritos de Kori y Kremura, alejándose hacia profundidades insospechadas.

¡¿Seguían cayendo?! ¿Qué tan profundo era el abismo? Realmente habíamos encontrado algo.

Disparé una bola de energía hacia el fondo para iluminar el recorrido, igual que una bengala, y me lancé en picada detrás de ellas. La luz daba forma a una larga y estrecha construcción cuadrangular. Debido a la velocidad con la que bajaba, la perspectiva podía llegar a perderse, así que era pronto para indagar en lo que veía, y en los obstáculos que evadía.

Alcancé a Kori después de que rebotara contra un muro. A Kremura intenté ayudarla, pero ya se las había arreglado para amortizar su caída apoyándose en diferentes puntos de la estructura. Al final aterrizó a salvo, como una bala que destruyó gran parte de los escombros dejados por el derrumbe. Toqué fondo con suavidad, después de ella, dejando a Kori en el suelo.

—¿Cómo es que te aceptaron como suplente de dominorium? Necesitas mejorar tus reflejos.

Kori se dio un golpecito en la cabeza.

—Culpable —dijo, sin más.

Las tres nos miramos, confirmando que estábamos bien, para luego comenzar a mapear el nuevo terreno con los ojos.

Disparé una nueva bengala hacia la parte superior, hasta que se perdió de vista. No podíamos ver la parte más alta.

—¿Eso es...? —murmuró Kori, frotando su espalda debido a los golpes que se había dado.

Una estructura antiquísima de cuatro muros se elevaba, imponente. A diferencia de la arquitectura externa, esas paredes no parecían de origen humano, aunque tampoco kiniano. Estaban construidas con un material dorado, diferente al oro, a la piedra o a cualquier otra cosa conocida. Sólo había visto eso en otro tipo de construcciones, en una ilusión, hace tiempo.

—¿Qué es...? ¿Qué es esto? —habló Kremura, maravillada.

—Ori... Oricalco —respondí, recordando la arquitectura de la Atlántida.

—¡¿Oricalco?! —exclamó Kori—. Eso sólo existió en la antigüedad, antes de que los humanos siquiera formaran civilizaciones.

—Sep, creo que encontramos justo lo que buscábamos.

Si había oricalco en ese lugar, significaba que podía tener más de diez mil años de antigüedad.

Con una mano desprendí una ligera onda energética que retiró todos los escombros restantes, dejando a la vista un acceso en forma de arco, sin puerta alguna que bloqueara el paso.

—Vaya, encontré una entrada —afirmé, triunfante—. No creí que fuera tan fácil.

Mis dos acompañantes me miraron, confundidas.

—¿En dónde? —preguntaron a la vez.

Esta vez fui yo quien las miró con recelo.

—Justo ahí. —Señalé—. ¿Acaso no la ven?

Me miraron como si estuviese loca, primero a mí, luego a donde señalaba.

—¿Crees que sea una trampa o algo? —preguntó Kori, llevándose ambas manos al pecho.

Escuché a mi amiga, pero mi mente estaba más concentrada en lo que veía. Había algo en la entrada que...

—¿Trampas? —Kremura soltó una trompetilla—. ¿Para qué habría trampas en un lugar tan viejo como este? ¿Aquí está esa entrada invisible?

—¡Kremura espera! —grité, tratando de detenerla.

Pero fue tarde. La joven de cabello rizado intentó cruzar el umbral de la entrada.

—¡Ay! ¡¿Pero qué...?!

Kremura se quejó, cuando una fuerza extraña la empujó de regreso.

—En definitiva aquí hay algo —confirmó la chica, agitando la mano que había usado para tocar la entrada.

—En serio que tienes suerte —dije—, pudiste haber muerto. Hay una especie de barrera que protege todo este lugar.

—Perfecto, otra barrera. No hay forma, vinimos hasta acá para nada.

—No, esta es diferente —repliqué, acercándome para analizar la energía que la conformaba.

La toqué con cuidado, usando la yema de mis dedos. Al entrar en contacto conmigo, la energía respondió de forma dócil, manejable.

Miré de arriba a abajo la estructura. Esa barrera era muy diferente a la que bloqueaba la fortaleza, se parecía más a la que yo misma había puesto sobre el aeropuerto, un tejido protector creado exclusivamente con cuerdas de realidad.

—Vaya, qué curioso, ¿por qué hay una barrera de realidad en este lugar?

Hablé más para mí que para el resto. Me resultaba curioso, porque sólo alguien como mi padre podría haber hecho algo así. Me preguntaba cuánto tiempo llevaría activa esa protección, tal vez habían pasado milenios sin que nadie hubiese entrado a ese lugar.

—Si no es igual a la otra, ¿puedes destruirla? —cuestionó Kori.

Tardé unos segundos antes de poder dar una respuesta a eso. Sin embargo, preferí comprobarlo antes de poder afirmarlo.

Toqué la barrera y me concentré. Era un tejido complejo, muy poderoso. Sin duda, nadie, que no fuera un usuario de la Realidad, podría deshacer la restricción. Por fortuna, yo era una.

—No puedo destruirla, pero puedo abrirnos paso —confirmé, y eso hice.

No fue complicado, para variar. Al poder ver las cuerdas, bastaba con estirarlas, torcerlas, reacomodarlas. Claramente la barrera no estaba hecha para detener a alguien como yo, capaz de ver las cuerdas del universo. Mi padre la había hecho, sin lugar a dudas, pero probablemente su función habría sido la de restringir el paso a cualquier otro kiniano que no fuese Keliel.

Una exclamación de sorpresa brotó de Kori cuando la barrera desapareció. La entrada debió materializarse para ella como por arte de magia.

—Ya está, veamos qué hay del otro lado.

Mis palabras resonaron como un eco, mientras nos adentrábamos en un nuevo lugar, una habitación pequeña.

En esa habitación había cápsulas, muy parecidas a las que se usaban en la actualidad, en los reservorios de biocontenedores.

No nos detuvimos a investigar, porque la habitación tenía otra salida, la cual utilizamos para continuar nuestro camino. Apenas atravesé el umbral, me sentí abrumada por la enormidad del sitio al cual habíamos llegado.

Disparé al menos cinco bengalas, las cuales apenas fueron suficientes para darnos visibilidad.

—¡Guaau! —exclamó Kori, y su voz se extendió a lo largo y ancho del abismal recinto, volviendo a nosotras en forma de un eco multiplicado por diez.

—¡Por los Primeros! ¡¿Qué es este lugar?!

No las culpaba por esas reacciones, a decir verdad, yo me sentía igual. La vista era aterradora e impresionante a partes iguales.

Nos encontrábamos en la parte más alta de una cámara tan grande como la misma Pirámide del Sol. Las colosales paredes de oricalco, adornadas con diamantes y otras piedras preciosas, habrían sido la principal atracción de no ser por la gigantesca estatua de una serpiente emplumada. Acaparaba toda la visión, de tal manera que resultaba imposible divisarla en su totalidad debido a su tamaño. La cabeza, que se encontraba en la parte más alta, parecía observarnos de forma amenazadora, mostrando sus imponentes colmillos. Bajando por su cuerpo, podían apreciarse con claridad las plumas que recubrían cada una de sus escamas, a excepción de las de su vientre. En la parte media, dos inmensas alas se extendían hacia los lados, ocupando el resto de los muros. Todo ese lugar parecía estar construido sólo para contener la majestuosa escultura.

—Sorprendente —hablé en voz baja, admirando la capacidad artística del creador de esa obra. Parecía insultante que se encontrara enterrada a cientos de metros de la superficie.

—¿Cómo bajaremos? —preguntó Kori.

Su cuestión era bien fundada, ya que no había ninguna escalera o medio de transporte que llevara al fondo.

—Sólo salta, no seas bebé —se burló Kremura, saltando hacia la estatua de la serpiente.

Observé a la chica apoyarse en las escamas del reptil para luego lanzarse por el vertiginoso abismo, hasta llegar al fondo.

—No tiene remedio —dije, tomando a Kori por la cintura y saltando para flotar por el aire en un tranquilo descenso.

—Gracias —pronunció Kori, en cuanto la deposité en el suelo.

—De nada —respondí, con una sonrisa—. Sigamos adelante.

En la base de aquel lugar, encontramos una entrada de proporciones tan colosales como el lugar en el que estábamos. La atravesamos sin problema alguno, y pronto nos encontramos caminando sobre un puente de piedra que atravesaba una negrura infinita.

Disparé varias bengalas de energía a ambos lados del puente, pero no se alcanzaron a ver las paredes. Tampoco se veía el fondo, o la parte alta. Los pilares que sostenían la construcción parecían irreales por lo extensos que eran. No se me ocurría ningún método lógico para construir algo así.

Recorrimos ese largo puente, por al menos un kilómetro. Para esos momentos, ya sabía que al fin habíamos encontrado el pasaje que se conectaba con la fortaleza. Y si dejaba volar la imaginación, las cosas también comenzaban a cobrar sentido. Parecía lógico pensar que la enorme cámara que acabábamos de dejar atrás, la cual contenía la estatua de Quetzalcóatl, en algún momento de la historia había sido hogar del Gran Sabio Keliel.

Era bien sabido que Keliel, en su juventud, había sido conocido como el dragón vagabundo, debido a que viajaba por el mundo usando biocontenedores de formas caprichosas. Si no lo hubiera conocido como un viejo cascarrabias que había intentado encerrarme por doscientos años, tal vez incluso hasta me habría caído bien.

Tuve que retirar otra barrera de realidad, cerca de lo que consideré la mitad del camino, para que pudiéramos continuar sin más contratiempos.

No tardamos en alcanzar el final del puente. No me sorprendió encontrar otra inmensa construcción, esta vez de aspecto mucho más moderno, que se alzaba hasta perderse de vista. Al fin estábamos de vuelta en la fortaleza, debajo de la Pirámide del Sol.

Accedimos a través de otra colosal entrada, protegida por una tercera barrera de energía que pude deshacer sin problema. Una vez adentro, nos detuvimos frente a la única puerta de tamaño humano, una que conseguimos abrir fácilmente debido a que no estaba bloqueada por ningún tipo de sistema de seguridad.

Un nuevo pasillo blanco nos recibía, idéntico a los de Torre Espacio, en Madrid. Debíamos encontrarnos en la parte más profunda, a tan sólo unos niveles de la bóveda del cristal. Ya estaba cerca, muy pronto terminaría con la pesadilla que azotaba el mundo.

Atravesamos el angosto camino hasta salir a una habitación con olor a viejo. No había ninguna cama, pero estaba segura —debido a la colección de máscaras en un gran estante—, de que nos encontrábamos en los aposentos de Keliel. Así como los de mi padre, en Torre Espacio, la residencia de otro de los Primeros, era muy amplia y extravagante. Además de las máscaras, había esculturas antiguas, armaduras y otros tesoros. El oro era tanto, que incluso dificultaba caminar. Parece que los viejos tenían la manía de acumular recuerdos, eso, o era alguna especie de pasatiempo compartido.

Un gran vestíbulo con diversos modelos de la curiosa silla flotante de Keliel, marcaba los límites con el interior de la fortaleza con un par de ostentosas puertas de oricalco. Eran pesadas, pero no fue difícil abrirlas.

Al salir, lo primero que nos encontramos fueron cadáveres. Biocontenedores vacíos que sólo se distinguían entre el parpadeo de una intermitente luz roja, que prendía y apagaba al compás de una sirena de emergencia.

Tanto Kremura, como Kori y yo, nos paralizamos por un momento al encontrarnos ese panorama. No es que no lo esperásemos, sin embargo, verlo en persona producía un impacto mayor.

—Todos están... ¿Están muertos? —preguntó Kori, con horror, aunque más que pregunta se escuchó como una afirmación.

—Vamos, tenemos que destruir ese cristal —dije, ignorando la obvia respuesta.

Caminamos a paso rápido, en dirección al ascensor central que conectaba con todos los niveles de la fortaleza. Lo encontramos entre una pila de cuerpos bañados en sangre. En mi experiencia, la muerte contaba historias, y lo que podía ver en este lugar, era ira. Furia despiadada que, sedienta de sangre, había acabado con las vidas de todos los residentes.

El ascensor no servía, así que tuvimos que saltar por el hueco. Al llegar a la parte más baja, evité que cayéramos sobre más cuerpos, despedazados, que se apilaban hasta casi cubrir la salida, seguro provenientes de los cientos de niveles superiores.

Era horrible. Los kinianos temían tanto a la muerte, que podían hacer cualquier cosa para mantener su inmortalidad. Era triste pensar que muchos de ellos habrían encontrado su final de forma tan horrible e inesperada. Asesinados por sus propios amigos, aliados, parejas, conocidos. No sabía qué había pasado en la Gran Guerra, pero seguro no había sido tan malo como la tragedia que azotaba al mundo en este momento.

El nivel más profundo estaba despejado. Casi no había personal en el lugar, aunque sí restos de batalla. A saber lo que habría ocurrido, pero, considerando el poder de los kinianos encargados de proteger el Cristal Supremo, no me extrañaba que se hubiesen desintegrado por completo al enloquecer.

Bajamos unos cuantos pisos a pie, atravesamos algunos laboratorios tecnológicos y finalmente llegamos al lugar indicado, nuestro punto de destino, la bóveda del Cristal Supremo.

No era la primera vez que veía uno, el de Torre Espacio, en Madrid, se veía exactamente igual. La bóveda consistía en una gran sala circular, en cuyo centro se vislumbraba un contenedor esférico. En el interior de dicho contenedor, un cristal romboide del tamaño de una sandía, se mantenía girando sobre su propio eje a una velocidad vertiginosa. Numerosos cables, tan gruesos como una boa, se encontraban conectados a dicho contenedor, los cuales se ramificaban y extendían por toda la sala, alimentando tableros de control que, a su vez, repartían la energía hacia toda la fortaleza y por toda la región. Era irónico que ese pequeño instrumento, fuente de vida y energía eterna, tuviese que ser destruido para evitar el colapso de nuestro mundo.

—Es hermoso —dijo Kori.

—¿Nunca habías visto uno? —preguntó Kremura.

Y mientras ellas hablaban, yo buscaba con la mirada un tablero especial. Lo encontré muy cerca del contenedor, lo reconocí por el panel sensible a la energía, el cual se usaba para controlar el cristal. Mi padre me lo había enseñado. Habíamos tenido todo un curso sobre el uso y función de un Cristal Supremo. Jamás creí que lo usaría para destruir uno.

Me dirigí al panel y coloqué mi mano encima para activarlo. Al instante, una pantalla holográfica apareció frente a mí, llena de símbolos antiguos que era perfectamente capaz de leer. Kori y Kremura se acercaron para observar. Me preguntaba si tendrían alguna idea de lo que estaba por ocurrir.

Para destruir un Cristal Supremo, primero necesitaba deshabilitar su protección. El contenedor en el que se encontraba era lo suficientemente poderoso como para resistir su poder e impedir que escapase. Era imposible tratar de dañarlo con fuerza bruta. Los seis tipos de energía universal se combinaban en uno de esos cristales, y podían ser usados gracias a la tecnología. Los tableros de control servían precisamente para eso, para transformar la energía original proveniente del cristal. Crear materia, ralentizar o acelerar el tiempo, torcer el espacio, deformar los vectores o torcer la realidad. Así se creaban los biocontenedores, existía la red de comunicación energética, se conectaban portales de teletransporte o se suministraba energía para todos. Por desgracia, tanto poder, en las manos equivocadas, podía causar estragos tan importantes como los milagros que producía.

—Bien, aquí vamos. ¿Están listas? —pregunté.

—¿Cómo podrías estar lista para ver milenios de evolución tecnológica desaparecer ante tus ojos? —respondió Kremura.

No dije nada, era un excelente punto.

Así, en silencio, hice los ajustes requeridos en el panel para sobrecargar el sistema y producir una reacción en cadena que convertiría el poder del propio cristal, en su perdición. Con un suspiro, miré el último comando que liberaría la orden. En cuanto lo enviara, no habría vuelta atrás. El cristal estaría condenado.

Tomé aire. Lo solté.

Envié el comando.

Como acción inmediata, las luces de emergencia se apagaron, la sirena dejó de escucharse. Un instante después, un inquietante sonido de potencia incremental, proveniente del Cristal Supremo, comenzó a retumbar por toda el área.

—¡Ya está hecho! ¡Ahora tenemos que largarnos de aquí!

No lo dije dos veces. Las tres corrimos a toda velocidad fuera de la bóveda. Toda la edificación temblaba, la presión energética estaba aumentando a niveles sobrenaturales. La energía que protegía la fortaleza ya no estaba, se había replegado hacia la bóveda, acumulándose en el corazón del lugar.

Llegamos al hueco del ascensor, abracé a mis dos acompañantes por la cintura y emprendí vuelo vertical a gran velocidad. Me elevaba, mientras toda la edificación comenzaba a colapsar. No caía, no se derrumbaba, sólo se deformaba. Todo estaba siendo succionado hacia el punto en el que se encontraba la bóveda. Y eso nos incluía.

Podía sentir una gran fuerza atrayéndome hacia abajo. Mi vuelo desaceleraba, me ralentizaba. A la mitad del camino tuve que emplear mi máximo esfuerzo para no caer, y cuando llegué a la parte más alta, liberé un potente ataque energético que destruyó la salida de la fortaleza, llevándonos de nuevo al exterior, por encima de la Pirámide del Sol.

Pero el cristal seguía colapsando, creando una singularidad que se alimentaba de sí misma. En la teoría, se volvería inestable en unos segundos y estallaría, así que, apenas estuve fuera, di un giro para comenzar a volar a toda velocidad en horizontal, alejándome del área. En cierto momento, sentí que la atracción que me impedía ir más rápido desaparecía. Ahí, en ese segundo crucial, aceleré al máximo, a velocidad supersónica, sin importar dejar atrás los gritos de desesperación de las dos que llevaba conmigo.

Hice lo correcto, porque, justo después de eso, un repentino silencio precedió un vacío auditivo total. Mis ojos lagrimearon, mis oídos se taparon. Una gran presión aplastaba mis pulmones. No pude evitar mirar atrás, fue una visión aterradora. Había imaginado que sería como una bomba nuclear, o algo parecido, pero estaba totalmente equivocada.

No había humo, ni fuego, sólo luz, energía emanando hacia el cielo en un haz infinito. Las cuerdas de la realidad se deformaban, se rompían y se reconstruían a velocidades incomprensibles alrededor de toda la zona. El espacio se doblaba, el tiempo colapsaba. Era como ver el reflejo del mundo en agua, con ondas que rompían la superficie, deformando la imagen.

Y así, de un segundo a otro, la singularidad se esfumó. Las cuerdas universales volvieron a la normalidad, y toda esa parafernalia digna de un ataque psicótico, desapareció. La presión energética que dominaba el área, impidiendo la correcta respiración, se dispersó. Lo único que quedó, fue ese intenso haz de luz emanando hacia el cielo, el cual, poco a poco también se extinguía en titilante agonía. Y entonces, cuando por fin se desapareció, vino la verdadera explosión.

Hubo un potente estruendo, y un gigantesco domo de humo comenzó a extenderse rápidamente, cuyos límites se acercaban a toda velocidad, siguiendo una onda expansiva.

—¡Maldición! —exclamé, justo a tiempo para levantar una burbuja energética que me cubrió a mí y a mis protegidas.

El impacto fue tremendo. Las tres gritamos cuando fuimos arrojadas hacia el suelo. La burbuja se rompió y fuimos golpeadas con toda la fuerza de la destrucción. Alcancé a sostener a Kori de la mano, para evitar que fuera arrastrada, Kremura se sostuvo de mi pierna. Rodamos por el suelo varios metros, hasta que conseguí equilibrarme. Levanté una nueva barrera para protegernos, y resistí con toda mi fuerza.

Nunca, en toda mi vida, había sido orillada a usar tanto poder. Ni siquiera sabía cuál era mi limite, pero en ese momento, parecía estar cerca de averiguarlo. Mi aura ardía, potente, intensa, y aun así, parecía insignificante ante el poder destructivo que provenía de esa explosión. Kori y Kremura, en un intento más moral que realmente útil, también levantaron barreras energéticas para reforzar la mía.

Juntas resistimos, hasta que cesó la explosión. Las barreras cedieron, y fuimos absorbidas por humo y polvo. Sentí mi piel quemándose al contacto, sin embargo, sabía que era un daño menor en comparación con lo que pudo haber ocurrido. Tosíamos, gritábamos, pero estábamos bien. Lo habíamos superado, habíamos sobrevivido.

—Ya... ¿Ya está? —preguntó Kremura, entre toses.

Cuando la cortina de humo comenzó a dispersarse, nos vimos pintadas de negro por las cenizas.

—Estoy... ¡Estoy viva! —decía Kori, sin fuerzas.

—Estamos vivas, lo hicimos —agregué, apoyándome sobre mi rodilla.

Entre el pánico, la adrenalina y euforia producidas por el momento, las tres comenzamos a reír entre tos y tos. Sin embargo, cuando la vista se despejó al completo, descubrimos con horror lo cerca que habíamos estado de quedar igual que el terreno.

No quedaba nada. Todo, en un radio de varios kilómetros, había sido reducido a cenizas. El suelo erosionado, ardiente y ennegrecido, todavía estaba encendido de rojo brillante. En un luctuoso silencio, observamos el horizonte vacío bajo un cielo estrellado, despejado por la explosión.

Ahí, con los últimos destellos de luz que emanaban del sitio en el que había estado la antigua ciudad de Teotihuacán, me pareció ver algo en el firmamento. Una silueta alargada se elevaba hacia el cielo, serpenteando.

Parpadeé, atontada, y cuando abrí los ojos, ya no estaba.

—Debo estar alucinando —hablé en voz baja, para mí misma.

Me dejé caer de espalda al suelo, relajándome. ¿Había sido esa la despedida de Quetzalcóatl a su querida tierra? Tal vez nunca lo sabría. Lo que sí sabía, era que ahora volvería a haber paz y esperanza, al menos para todo humano y kiniano de Norteamérica. ¿Mi siguiente objetivo? Volver a España deprisa, porque aún quedaban dos cristales más por destruir.


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