26. Cataclismo


Salí de la tienda de ropa, caminando entre la destrucción. Aún escuchaba explosiones lejanas, provenientes de otras partes del aeropuerto. También había lamentos, llantos y voces de humanos desconcertados.

Con todo el desastre, había pasado por alto las posibles razones de los acontecimientos. ¿Por qué? ¿Por qué alguien había hecho algo tan cruel? Y otra cosa que llamaba mi atención era, ¿por qué aquí? En todos los lugares posibles, ¿debía ser en el aeropuerto que iba a usar para volver a España? ¿Acaso el perpetrador de tal monstruosidad quería hacerme daño, o peor aún, controlarme? Lo que sea que hubiese causado ese extraño comportamiento en los kinianos debía estar cerca, o por lo menos alcanzable. No sabía qué era, pero lo averiguaría.

Un fugaz destello de luz dorada, que iluminó por un instante todo a mi alrededor, me hizo detenerme a mitad de un extenso corredor con vista a la parte central del aeropuerto, en donde se encontraban las pistas de aterrizaje. Uno más, otro, y otro. No eran rayos, ni centellas, era energía, destellos de energía.

Petrificada, observé como, en las afueras, se estaban librando encarnizadas batallas energéticas. Era una visión calamitosa. Después del ocaso, la luz del sol se había ido, y el exterior, normalmente dominado por las intensas luces de reflectores y faros de aviones, resplandecía a la luz de diversos ataques energéticos que brotaban de las manos de kinianos enardecidos. No eran uno, ni dos, sino decenas. No podía contarlos, tan sólo los distinguía a la distancia como pequeñas siluetas recubiertas de un aura dorada, que se movían a gran velocidad entre los aviones y el inconmensurable terreno del puerto aéreo. Chocaban entre sí, arrojándose con gran potencia, desplegando ataques asesinos que destruían todo a su paso. Ni siquiera los gigantescos aeroplanos se salvaban, cuyas imponentes presencias sucumbían ante la fuerza de los seres que intentaban matarse unos a otros.

—No puede ser —musité.

Estaba sin palabras, no sabía qué hacer. Nunca me había enfrentado a algo como esto. ¿Cómo podía salvar a tanta gente? ¿Cómo protegerlos de sí mismos?

Apreté puños y dientes, tratando de calmarme. Cabeza fría, corazón firme. Si no podía salvar a todos, al menos haría lo posible. Daría lo mejor de mí.

Inhalé profundo, y dejé que la energía fluyera a través de mi cuerpo. Exhalé despacio.

Los estruendos del exterior seguían presentes, al igual que aquellos destellos que seguían iluminando el horizonte como una peligrosa tormenta.

Adaptación, conversión. Visualicé las cuerdas de la realidad, vibrando, moviéndose, deformándose debido al caos. Analicé el patrón con calma, igual que una partitura, y comencé a traducir.

Música. El sonido de la destrucción se convertía en música para mis oídos, música que podía interpretar, bailar.

Abrí los ojos, despacio. Troné mi cuello, relajé mis músculos. Levanté una pierna y me coloqué en posición de combate. Etherius Sono, había llegado el momento de sacar el máximo partido a mi estilo de combate.

Un resplandor, seguido del estruendo dejado por mi desplante energético, marcó el inicio de la coreografía. Los cristales del corredor se rompieron en mil pedazos, incapaces de soportar la energía que desprendí. Caí sobre el ala de un avión, derritiendo el metal con la potencia y fricción de mi llegada. Volví a impulsarme, deformando la superficie, para dar un gran salto que me elevó al cielo. Y así, al llegar a la cúspide, giré de forma elegante, de tal manera que mi cabeza quedó apuntando al suelo.

Mi estruendosa entrada llamó la atención de los kinianos que protagonizaban el caos. Algunos de ellos se lanzaron contra mí, otros simplemente decidieron ignorar mi presencia para continuar con sus refriegas personales. No importaba cual fuera su decisión, la batalla terminaría con la apertura de la orquesta.

Extendí ambas manos, y me impulsé en el aire de vuelta hacia el suelo. Violines acelerando. Conforme descendía, me envolví con energía que fui liberando poco a poco en forma de una lluvia meteórica que impactaba contra los desafortunados que intentaban alcanzarme. Colossale. Mi aterrizaje creó un cráter en el suelo, cuyo estruendo se tradujo en forma de un llamativo alto en la melodía, que continuó al instante, convirtiéndose en un brioso coro que acompañó un nuevo desplazamiento supersónico.

La lluvia energética dio de lleno en gran parte de las víctimas, cumpliendo la función de pequeños ataques penetrantes que causarían un choque energético interno, obligando a los más débiles a caer inconscientes. Con eso, la mayoría quedaron derribados. Civiles kinianos, cuya vestimenta los delataba como simples ciudadanos que vivían su día a día como cualquier otro. Sin embargo, era pronto para celebrar. Aún quedaban muchos de pie, carentes de razonamiento, que no parecían tener ganas de cuidar sus vidas ni las de sus congéneres.

A toda velocidad, me moví entre ellos, evadiendo sus lentos ataques, absorbiendo sus pobres y débiles ráfagas energéticas. Instrumentos de viento acompasaban los ágiles pasos que daba, guiándome hacía una interpretación armoniosa que tenía que ser perfecta para no dañar a ninguno de ellos. Me bastaba con tocarlos para derribarlos, un simple toque para ponerlos a dormir.

Casi tan rápido como inició, el combate había terminado. El enorme terreno de las pistas de aterrizaje pronto quedó tapizado con biocontenedores kinianos, inmóviles. Sin embargo, era pronto para festejar. La explosión de un avión cercano marcó un cambio en la melodía. No había terminado, por supuesto, había más.

Seguí corriendo al ritmo de los tambores. La música clásica se convertía en electrónica, resonante. Mi forma etérea vibraba de emoción conforme aumentaba mi velocidad. De encontrarme en otra situación, seguro estaría sonriendo.

Corrí otra vez por el interior de las instalaciones aeroportuarias, en donde los kinianos descontrolados seguían creando caos. Todos, sin excepción, actuaban de la misma manera. Querían matarse, destruirse, sin importar a quién se llevaran en el camino.

Uno a uno fui derribándolos, sin descanso. Decenas de ellos fueron cayendo. Era común encontrar humanos por mi recorrido. Algunos se encontraban bien, ocultos o refugiados bajo mesas, detrás de escaparates o acuartelados en las tiendas. A otros tuve que quitarlos del pleno caos, ya fuera levantando escudos energéticos para bloquear una muerte inminente, o sustrayéndolos de entre el conflicto con mis propias manos. Eran muchos, muchos de ellos y, a pesar de que era muy rápida, me era imposible ayudarlos a todos. Así como encontraba supervivientes, también encontraba cadáveres. Humanos o kinianos, muchos de ellos habían sido aplastados por escombros, exterminados por algún ataque energético o golpeados hasta la muerte por algún kiniano. La sangre y el hedor a muerte eran parte del paisaje, algo a lo que, por desgracia, estaba muy acostumbrada.

Poco a poco la oleada de destrucción comenzó a cesar. Debían quedar muy pocos kinianos en el aeropuerto y casi ningún humano en peligro. Diversos refugios se habían levantado por toda la zona departamental, así como el área de salidas y llegadas. El saldo rojo era despreciable, en comparación con el blanco, y eso era algo bueno. Sin embargo, a pesar de que había peinado todo el aeropuerto, de arriba abajo y de un extremo a otro, no había visto ningún rastro o pista relacionada con la causa del desastre. Y no fue sino hasta que me dispuse a buscar por las afueras, cuando me di cuenta de lo que de verdad ocurría.

Me cayó como un balde de agua helada. Apenas puse un pie afuera del complejo, me encontré con un nuevo significado de caos. El problema no estaba limitado al aeropuerto, no...

Edificios cercanos ardían en llamas, grandes columnas de humo se levantaban en todas partes. Las calles y avenidas, cuyo asfalto se levantaba, resquebrajado, estaban llenas de vehículos abandonados. Escombros, fuego, sirenas, alarmas y explosiones, rompían el ritmo que llevaba mi melodía de guerra, terminándola, trayendo de nuevo los sonidos poco armoniosos de la destrucción.

Me hubiese gustado decir que las calles estaban vacías, pero no era así. Las explosiones tenían un origen y, a diferencia del aeropuerto, lo que las producía no eran sólo kinianos.

El sonido de turbinas a gran velocidad, rompiendo el viento, me hizo levantar la mirada. Aviones, aviones que dejaron caer bombas, lejos, en alguna parte de la ciudad. Explosiones. El colosal puente vehicular que servía como distribuidor vial en las cercanías del aeropuerto, se balanceaba peligrosamente, agitado por los potentes disparos de tanques de guerra.

Mi corazón volvió a agitarse al presenciar tal horror. La guardia civil, las fuerzas militares humanas habían sido desplegadas y disparaban contra aquellos que causaban más destrucción. Era inaudito. La guerra que el mundo energético siempre trató de evitar, comenzaba a librarse frente a mis ojos, y no sabía qué hacer.

Observaba los tremendos disparos balísticos colisionar contra la gente energética, destruyendo sus biocontenedores. Las formas etéreas, invisibles para la vista humana, volaban por doquier igual que almas en pena, aullando de dolor hasta desintegrarse con las ondas electromagnéticas de la ciudad. Las fuerzas militares también sufrían bajas. Los poderosos ataques energéticos que conseguían impactar contra sus agresores, despedazaban cualquier tanque, por más pesado que fuera.

Como un acto reflejo, saqué mi propio cristal de emergencia, ese que siempre llevaba conmigo, y salté hacia la primer forma etérea que encontré. La capturé. Caí al suelo, observando el único cristal que poseía. Sólo un alma, una sola. Al levantar la vista, podía ver a decenas de kinianos muriendo. Se me partía el corazón, no podía hacer nada.

Golpeé el suelo con fuerza, e hice un esfuerzo más allá de mis límites para mantener la calma. ¿Cómo era posible que esto pudiera estar pasando? ¿Qué estaba haciendo mi padre? ¿Qué debía hacer yo?

—¡¿Qué es lo que debo hacer?! —grité, al aire, al tiempo que me ponía de pie y liberaba una poderosa onda energética que se extendió a lo largo y ancho del lugar.

La desinformación estaba matándome, no podía más. Ya era suficiente.

Me envolví con un aura etérea dorada y azul, grande, imponente como el sol. Comencé a levitar. La Realidad me pertenecía, y era hora de hacer uso de todo su potencial.

Seguí elevándome, alto, más arriba. Cuando llegué a la cúspide de mi ascenso, liberé una exhalación, satisfecha, y observé lo que había debajo. Destrucción, muerte, inocentes cayendo presas de un engranaje incongruente con la perpetuación de la vida.

Pero no más, era hora de poner fin.

Entrecrucé mis antebrazos frente a mi rostro, encogí mis piernas, preparándome para acumular una gran energía. Comencé a entretejer, deformar y entrecruzar las cuerdas de la realidad de aquello que sería el campo de batalla. Todo, a un radio de cinco kilómetros, me pertenecería. Tensar, adherir, torcer, atraer, extender. Mi mente estaba totalmente concentrada en tejer una red de energía azul por encima del aeropuerto, en dónde estaba segura de que no había más problemas.

La energía comenzó a arder con intensidad a mi alrededor. El azul se superponía al dorado, y viceversa. Necesitaba nivelarla porque, para tener control sobre la energía azul, era primordial manejar la dorada.

«Más, más, necesito más», pensaba, mientras seguía convirtiéndome en un faro energético. Nunca antes había intentado algo como lo que estaba a punto de hacer, estaba almacenando una cantidad de energía inconmensurable. Era necesario, el área a cubrir era muy extensa.

Tardé un poco, pero, cuando al fin supe que tenía suficiente. Estiré brazos y piernas, arrojando toda la energía acumulada a mi alrededor.

Enorme. Desde lo alto pude ver un domo energético azulado extenderse, desde mi posición, hasta cubrir todo el aeropuerto. Era inmenso, y mantendría segura la zona, pero, todavía faltaba una cosa más por hacer.

En la misma posición en la que me encontraba, apunté con la palma de mi mano extendida hacia el complejo que acababa de proteger con el domo de energía. Forcé mi visión para ir más allá, usando las mismas cuerdas para dotar de percepción al resto de mis sentidos. Presión energética, era lo que buscaba, y la encontré. Eran cientos, cientos de kinianos que aún estaban inconscientes dentro del aeropuerto. Cada uno de ellos, al igual que la existencia misma, se conectaba al menos a una cuerda.

Inhalé profundo y, con un movimiento fuerte, empleé toda mi fuerza para realizar un fuerte tirón con la mano que tenía extendida. Tiré de ellos, de su energía, de su existencia. Al levantar mi mano, todos los cuerpos inertes de los kinianos vencidos en el aeropuerto se elevaron en el aire, alto, hasta alcanzar la altura en la que me encontraba. El evento llamó la atención de todo aquel que decidiera mirar al cielo en ese momento, porque un centenar de cuerpos se había elevado en el aire sin razón alguna aparente. Naturalmente, eso incluía a las fuerzas armadas.

En breves instantes, ya tenía dos helicópteros volando hacia a mí, apuntando con sus reflectores. Escuchaba megáfonos, parlantes que vociferaban instrucciones irrelevantes hacia mí. Por el momento, no me importaban, primero tenía que terminar lo que estaba haciendo.

Ignoré todo lo ajeno para evitar perder la concentración. Maniobré con las cuerdas que ataban a los kinianos y los alejé del domo. Apunté a lo alto de un edificio cercano, un gran estacionamiento con varios niveles, el cual era lo suficientemente grande como para recibir la carga que estaba por entregar. Ahí, los bajé a todos con mucho cuidado, hasta depositarlos en piso firme. Ahora el aeropuerto era un área completamente libre de kinianos y la barrera que había puesto lo protegería de cualquier ataque o intento de acceso energético. Sólo humanos podrían entrar a ese lugar. Necesitaba encontrar la forma de liberar la mente de mis congéneres antes de que la raza kiniana se extinguiera por completo. Era irónico, éramos tan fuertes y vulnerables al mismo tiempo.

Estaba a punto de darme la vuelta para dirigirme a mi siguiente objetivo, cuando, de pronto, sentí un potente impulso producido por una explosión en mi espalda. La potencia de impacto me arrojó en el aire a una velocidad vertiginosa, y me incrustó en un edificio cuyos cimientos temblaron cuando mi cuerpo destruyó gran parte de su estructura.

Polvo, había polvo por todas partes. Me puse de pie. Liberé un pulso energético que despejó la visibilidad. Estaba dentro de un edificio de oficinas, y un gran boquete se abría frente a mí, por el cual había llegado. A mi alrededor, había humanos vestidos de traje, que gritaban y corrían despavoridos. ¿Con qué me habían disparado? ¿Con un misil? Por fortuna podía resistir eso y más, pero el ataque había causado bajas. ¡Inaudito! ¿Tampoco les importaba dañar a su propia gente? Tenía que detener esta locura ahora mismo.

Con un par de golpecillos terminé de apagar mis prendas, que habían quedado casi completamente incineradas por el fuego. Al diablo con el secretismo. Toqué el anillo que portaba conmigo, comencé a caminar por el boquete hacia el exterior. Los mechones oscuros de mi cabello perdían su pigmento a cada paso que daba, recuperando su color aperlado original. Mis raídas prendas humanas se intercambiaron por la armadura acolchada característica de la UEE. Llegué a al umbral que se creó durante el impacto. No me detuve, seguí avanzando, por el aire, hacia el vacío. La gabardina blanca fue lo último que terminó de brotar, dando un ajustado soporte al resto de mi vestimenta.

Una potente ráfaga de viento golpeó mi cara cuando pude respirar el aire de afuera. Olía a quemado, a fuego, a humo. No me detuve, seguí avanzando después del borde, hacia el vacío. Mi gabardina ondeaba igual que mi cabello, debido al viento de las hélices del helicóptero que apuntaba a mí rostro con sus reflectores.

Durante un breve instante de tensión, nada ocurrió. Podía ver a los ocupantes de la aeronave, gritándose cosas entre ellos, desesperados. Claramente nunca habían visto algo como eso, no daban crédito a lo que sus ojos percibían.

No quería que más sangre de la necesaria fuera derramada, así que me quedé inmóvil, levitando frente a ellos, alzando las manos en señal de paz.

Fueron unos tensos instantes, en los cuales pude notar personas aglomerándose en las ventanas de edificios circundantes para ver lo que ocurría, curiosos, expectantes ante lo increíble.

La gente del helicóptero no disparaba, sin embargo, tampoco dejaban de apuntar. El viento de las hélices seguía empujando cabello y prendas, pero mi aura se mantenía apacible, fuerte y vibrante.

—¡No es momento para el conflicto! —pronuncié, alzando la voz tanto como pude, sin embargo, el sonido fue tragado por el estruendoso fragor del viento, motores, fuego y explosiones.

Suspiré. Traté de bajar las manos para poder moverme, no podía seguir perdiendo el tiempo.

—¡No te muevas!

Una voz habló a través de un megáfono, proveniente del helicóptero.

¿Qué no me moviera? Era imposible. Necesitaba que dejaran de dispararme, porque sólo estaban poniendo en peligro a civiles inocentes.

Era una pena, de verdad quería colaborar con ellos, sin embargo, más atrás, todavía podía divisar la intensidad de la batalla que se libraba. Los disparos centellantes de los tanques, las metralletas de los soldados, el bombardeo de los aviones.

Respiré hondo, bajé las manos.

Dispararon.

Un misil, presumiblemente del mismo tipo de antes, salió desde el cañón de la aeronave. El fuego que lo propulsaba se escuchó, amenazador, dirigiendo el pequeño bólido hacia mí. Podría evadirlo, pero daría de lleno en el edificio que estaba detrás de mí, así que lo recibí de lleno.

Una gran explosión se produjo, pero el fuego no se extendió, sino que fue absorbido por mi mano abierta, tan sólo para ser desintegrado al contacto. Una nube de humo se esparció por la zona. Escuché gritos, pero no de dolor, sino de asombro. Por supuesto, un ataque de esa magnitud no servía para causarme daño. Estaba intacta, sin un solo rasguño.

Disipé la nube de humo con un movimiento de mano y, antes de que la gente del helicóptero pudiera reaccionar, me desplacé a toda velocidad hasta ellos. Con una mano me agarré a la base de su transporte y, con la otra, desprendí con fuerza el armamento de uno de los costados ante la atónita mirada de sus ocupantes. Me trasladé al lado opuesto y realicé la misma operación, para luego soltar la aeronave y permitir que siguiera en el aire.

Sin decir nada, me alejé volando en dirección a la batalla principal. Al menos la que tenía lugar delante de mí. Había por lo menos una decena de tanques en formación de hilera, disparando contra todo ser sobrenatural que se moviera en las cercanías. Por supuesto, eso me incluía a mí.

Debieron recibir algún tipo de instrucción por radio, porque comenzaron a disparar apenas estuve en su rango de alcance. Evadí los proyectiles y bloqueé aquellos que pudieron acertar a edificaciones. No reduje mi velocidad en ningún momento. Bajaba en diagonal, directo a los vehículos blindados. Extendí ambas manos y cargué un ataque energético en cada una. Sin detenerme, pasé a ras del suelo, disparando dos potentes haces de energía que cortaron los cañones de los tanques de guerra, uno a uno, hasta concluir y volver a elevarme en el aire. Di una vuelta y descendí por segunda ocasión, esta vez golpeando las trampillas para sacar a los soldados del interior. Uno a uno los tomaba por el cuello de su vestimenta y los arrojaba con delicadeza, inhabilitándolos. En unos instantes, no quedaba arsenal balístico funcional.

El sonido de turbinas aéreas llamó mi atención. Aeronaves, bombarderos, a punto de dejar caer una nueva carga. Ascendí con gran potencia, calculando el nivel por el cual pasarían. Podía verlas acercándose a toda velocidad. Me preparé y, justo en el momento en el que surcaban el cielo a mi lado, con suma precisión golpeé las cabinas de los pilotos para sacarlos obligándolos a accionar los paracaídas de emergencia. Capturé uno de los aviones en vuelo y, girando para mantener la fuerza centrífuga, cambié su dirección para obligarlo a impactar contra el segundo, ambos destruyéndose en el acto, convirtiéndose en una lluvia de metal llameante.

Descendí a nivel del suelo a tiempo para lanzar un escudo de energía que bloqueó nuevos disparos dirigidos a una docena de kinianos que se abalanzaban sobre ellos mismos. Había al menos tres tanques funcionales que no había visto, y seguían disparando contra los pocos seres energéticos que aún quedaban con vida.

Estaba pensando en cómo deshacerme del problema, cuando sentí numerosos impactos energéticos a mi espalda. Me giré para ver el origen, no me sorprendí al descubrir que los kinianos a los cuales intentaba ayudar habían decidido centrar su ira y locura en mí.

Mientras ellos se abalanzaban contra mí, encaramándose a mi espalda como trogloditas enfurecidos, tratando de derribarme, yo seguía bloqueando los disparos del arsenal humano. La situación estaba sacándome de quicio.

«Ziri», escuché una voz que me causó un ligero sobresalto.

No podría haber descrito eso como un sonido, sino más bien como una sensación, pude percibirlo como si fuese la realidad hablando conmigo.

«Ziri», volví a escuchar.

Recibí una nueva oleada de disparos energéticos a mi espalda. No me hacían daño, sin embargo, herían a los kinianos que arañaban, mordían e intentaban destruir mi cuerpo de forma inefectiva.

Molesta, me elevé en el aire una vez más y realicé algunas piruetas peligrosas hasta quitármelos de encima. Cuando caían, aprovechaba para alcanzarlos con una ráfaga energética leve que los dejaba fuera de combate.

Descendí, directo hacia el resto, para dormirlos. Y venían más. ¿De dónde salían tantos?

Por fortuna, no parecía que los tanques estuviesen disparando más. Al lanzar una mirada de reojo, pude darme cuenta de que los soldados habían salido por la trampilla superior y observaban mis acciones con expresiones juiciosas. Eso era bueno para mí, un problema menos del cual preocuparme.

«Ziri», esa voz volvía a llamarme. La reconocía, pero no lograba recordar de dónde.

Seguí apagando a tantos kinianos como me era posible, tan rápido como podía. Mientras más rápido cayeran, más pronto estarían a salvo. Pero no terminaban. Parece que el hecho de que estuviera desprendiendo una gran cantidad de energía, estaba atrayendo a más y más de mis congéneres. Afortunados, diría yo, porque era mejor que vinieran a mí, antes de que siguieran matándose entre ellos.

«Ziri, responde».

La misión parecía interminable, y esa voz estaba hartándome. Dominada por las emociones, ascendí a lo alto del cielo, rodeada de haces de energía orbitándome. Antes de atravesar la capa de nubes, dejé que toda esa furia, frustración y desesperación que llevaba acumulando desde el principio, se liberaran acompañadas de un potente grito y una gigantesca oleada de energía que se expandió a lo largo y ancho como una llamarada.

—¡¿Qué?! —grité, a todo pulmón, y mis palabras resonaron por doquier, estridentes, potenciadas por el poder energético que desprendía.

«¡Te tengo! ¡Lo sabía! Resiste un poco».

La respuesta se quedó flotando en la vacuidad de mi mente, mientras exhalaba cansancio en un cielo despejado, silencioso. Todas las nubes del área se habían dispersado, dejando a la vista las estrellas en el firmamento.

Relajé mis músculos y comencé a descender, despacio, hasta que toqué suelo con mis pies. Al hacerlo, fui recibida por un sinfín de ovaciones, aplausos y vítores. Aquel recibimiento me conflictuó, porque hace poco todos intentaban matarme.

Militares y civiles rodeaban mi posición, sin atreverse a acercarse, pero tampoco animosos de marcharse. No me temían, sino que parecían estar... alabándome. Algunos se persinaban, otros aplaudían, algunos más se hincaban, abriendo las manos como si dieran gracias al cielo.

Suspiré, mirando a mi alrededor. Algunos soldados se acercaban a los cuerpos de los kinianos caídos, apuntando con sus armas, listos para dar disparos de gracia.

—¡No! —grité.

Y mi voz volvió a escucharse alta, poderosa, amplificada. Ahora lo comprendía, estaba usando las cuerdas para transmitir mi voz. Todos la escucharían si yo así lo quería.

Los soldados que estaban a punto de perpetrar el acto de muerte, saltaron, apuntando sus armas hacia mí.

—Bajen las armas —gritó alguien más, presumiblemente la persona al mando de esas tropas.

A paso rápido me acerqué hacia ellos. Las personas que se encontraban en la zona me abrieron camino.

—No los toquen, ellos no quieren hacerles daño, ¿acaso no ven que se están matando solos?

Un hombre con ropa militar, portador de medallas e insignias de rango, se atrevió a plantarme cara y hablar con firmeza.

—¿Ellos? ¿Qué son ellos, y por qué no debería asesinarlos?

Abrí la boca para responder, sin embargo, aquella insistente voz volvió a comunicarse conmigo.

«Ziri, he creado un canal de comunicación estable. Al fin te he encontrado, me alegro de que estés a salvo».

Anonadada, me llevé la mano al pecho. Con todas esas palabras era posible para mí recordar en dónde había escuchado antes esa voz. ¿Cómo podría haberla olvidado? Esa, era la voz de mi padre. No era la voz a la cual me había acostumbrado en los últimos cinco años, sino que era la voz de su versión más joven, la voz de Kei, y estaba utilizando las cuerdas de la realidad para comunicarse conmigo.

Una sonrisa se vislumbró en mi rostro. ¡Al fin podría saber qué es lo que estaba pasando!


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