13. El vagabundo y el profesor


Cuando entramos en la tienda, el aroma a yeso, sangre y pólvora inundó el ambiente. Los estantes destruidos, paredes agujeradas por impactos de bala, cadáveres frescos por todas partes. Se habían matado unos a otros, sin más. A pesar de que conocía el mundo kiniano los conflictos humanos me seguían pareciendo igual de irracionales que antes. ¿Perder la vida por dinero? ¿Matar a otros por respeto y poder? Monstruos los había en todas partes, en cualquier mundo.

Caminamos entre los cuerpos, evitando pisar los charcos de sangre, haciendo crujir los restos de jarrones y otros artefactos que yacían desperdigados por todas partes. No sabía qué era lo que buscábamos exactamente, pero, si era una persona, no parecía quedar nadie con vida en ese lugar.

Revisamos la planta baja en silencio, pero no encontramos nada, además de muertos. Comenzaba a pensar que nos iríamos con las manos vacías, cuando, de pronto, el sonido lejano de un silbido, proveniente de la planta alta, llegó a mis oídos.

Mateo también lo notó. Ambos nos miramos, e hicimos una señal para subir sin hacer ruido. Caminamos juntos, en silencio, subiendo por viejas escaleras, rogando para que no rechinaran al pisar.

Cuando llegamos a la planta alta, el silbido era muy claro. Seguimos la melodía, hasta que dimos con el origen. Nos paramos obstruyendo el marco de una habitación sin puerta, dentro de la cual, un hombre de mediana edad nos daba la espalda. Esa podría haber sido una escena de lo más normal, de no ser porque el sujeto se encontraba meando el cráneo abierto de un cadáver. Estaba tan concentrado en lo que hacía, disfrutando del momento, que no parecía haberse percatado de nuestra presencia. Grotesco, muy grotesco.

—¿Estás seguro que esta alimaña es la que podrá ayudarnos? —hablé alto y claro.

Al escuchar mi voz, el hombre dio un respingo y, sin importarle guardar su «cosa» en el pantalón, intentó huir a través de una ventana.

—Sí, es él, no hay duda —respondió Mateo, realizando un desplante veloz para taparle el paso por el frente.

Sorprendido, el hombre dio un paso atrás, pero mi cuerpo lo detuvo. Ambos lo sostuvimos, cada uno por un hombro, y lo obligamos a sentarse en el suelo.

—¿Y ahora? —preguntó, observándonos con recelo—. No parecéis gentuza de esta que está muerta. ¿Qué problema tenéis conmigo?

Alcanzaba a verlo de reojo, porque apartaba la mirada.

—Primero guárdate eso, y veremos qué tienes para contarnos —repliqué.

El hombre soltó una risa pretenciosa.

—No te gustan tan grandes, ¿eh? —se burló, pero escuché claramente como cerraba la cremallera de su pantalón.

Mateo dejó ir un gruñido, y empujó ligeramente el hombro de nuestro rehén con la rodilla.

—Eres Connor, ¿no es cierto? —preguntó.

El hombre asintió.

—Se nota que hiciste tu tarea, hermano. Así me llamaban, ahora creo que no tengo un nombre.

—Sí, bueno, como sea —continuó Mat—. No queremos mucho de ti, y ya que se nota que interrumpimos tu pasatiempo favorito, ¿por qué no terminamos con esto rápido?

—Aah, no sois de por aquí. Se les nota el acento ese... ¿cómo es? Sí, sí, sois panchitos, del otro lado del charco. ¿Qué es lo que queréis?

Torcí la boca, me crucé de brazos, no dije nada. Mateo también ignoró la despectiva manera de referirse a nosotros.

—¿Qué sabes de esta gente? Se nota que eres muy apegado a ellos, se te ha visto saqueando cada lugar en el que hay enfrentamientos. No formas parte de esos grupos criminales, ¿por qué te arriesgas así? ¿Qué pensabas robar, un jarrón?

El tal Connor se encogió de hombros.

—Vivo la vida, hermano. No siempre fue así, antes yo era como tú, un pobre diablo esclavo del sistema. ¿Pero sabes qué? Lo dejé, me largué, y ahora soy una sombra de las calles. Hago lo que quiero, cuando quiero. Estos de aquí —dijo refiriéndose a los cadáveres—, son otros esclavos de un sistema diferente. Siguen reglas, obedecen órdenes, sirven a otros. Yo sólo vengo, me río de su porquería y me llevo todo lo que puedo. De algo se vive, de algo se muere.

—¿Entonces sabes a quién servía toda esta gente? —pregunté—. ¿Sabes por qué entraron en conflicto?

Connor hizo los ojos pequeños.

—No os recomiendo que os metáis con ellos, antes eran normales, pero desde hace unos días todo se desmadró. No me creáis si no queréis, pero yo conocía al viejo jefe de estos imbéciles, era buen sujeto. Ahora está muerto. Los alienígenas lo mataron y pusieron a uno de los suyos en la silla. Y no sólo eso, también están viniendo de Ibiza. Los muy palurdos creyeron que podrían ajustar viejas cuentas cuando el jefe murió, pero no contaron con que ahora habría un alienígena al frente de la mafia de Madrid.

Mateo y yo nos miramos con curiosidad.

—¿Alienígena? —preguntamos, casi al mismo tiempo.

Connor comenzó a reír.

—No os hagáis los tontos, ya sé que vosotros también sois alienígenas. Nadie puede moverse así de rápido para capturarme, soy el más rápido de las calles... al menos hasta que vosotros llegasteis. No lo malinterpretéis, me agradáis, por mí podéis apoderaros de este mundo de cojones, mientras a mí me dejéis toda la pasta. ¿No tendréis algo de tecnología alienígena por ahí, ¿o sí? Clonarme me vendría bien, nunca se pueden tener suficientes como yo, podría hacer un dineral.

Solté una risa tonta. No podía creer que lo pensara, pero el sujeto tenía un carisma único.

—Bueno, bueno, Connor, entonces, dinos, ¿sabes algo más de ese alienígena? Nos interesa saber más, no sé, tal vez, ¿tiene un nombre?

—Mirad, no sé si tenga un nombre alienígena, ¿sí? Pero al menos sé que los gilipollas de aquí lo llaman Don Galahad Kane. No me pidáis más, que es todo lo que sé.

Miré a Mateo y ambos asentimos con la cabeza. Levanté a Connor por la parte trasera de su chaqueta para ponerlo de pie. Una vez se sostuvo con sus piernas, toqué su frente con un dedo y su mirada quedó en trance.

—Ya está, no recordará nuestro encuentro. Tenemos cinco minutos para salir de aquí antes de que vuelva en sí y quiera seguir meando cadáveres —dije, dando la vuelta y emprendiendo camino a la salida—. ¿Alienígenas? ¿Qué clase de contactos tienes, Mateo?

Él me siguió. Ambos dejamos a Connor solo, en aquella habitación. Era un humano común, al fin y al cabo, un poco enfermizo, pero ajeno a la guerra oculta que se avecinaba.

—Pareces nueva, Ziri, como si nunca te hubieses encontrado con tipos así en los comedores.

Reí.

—No hay comparación, él podría haber sido un ángel si lo pones a ese nivel. En fin, ahora que sabemos que hay un kiniano implicado en todo esto, creo que deberíamos investigarlo más a fondo. Parece que al final tendrás razón, Mat, todo esto está oliendo muy extraño, y no precisamente por la orina de Connor.

Mateo compartió la risa.

—Y que lo digas, todo es muy sospechoso e incoherente a la vez. No entiendo por qué El Supremo querría usar humanos de la mafia de Madrid. ¿Cuál será su propósito?

Ambos salimos de la tienda de antigüedades. Cruzamos la avenida para abordar nuestro auto.

—Yo sigo pensando que puede que El Supremo no tenga nada que ver, Mat —respondí—, pero no está de más que revisemos este asunto de ese tal Galahad Kane. Si es algún vampiro loco, fanático de El Supremo, podría estar pensando en alguna locura para ayudar a su ídolo. Y cuando hablo de una locura, hablo de implicar a los humanos en este problema.

Suspiró justo cuando encendía el motor del vehículo.

—No hay que celebrar antes de tiempo, ¿eh? De acuerdo, entiendo el punto. Aunque si en algo estamos de acuerdo, es en que tenemos que investigar a este Galahad. Dame esta noche, hablaré con mi contacto y conseguiré más información. Mañana sabremos por donde continuar.

Puse el auto en marcha, torciendo el volante para incorporarme a la avenida.

—Me gustaría ayudarte con eso, pero eres mucho mejor que yo a la hora de conseguir información. Si necesitas algo, estaré en mi apartamento.

Esa tarde volví a casa mucho más tranquila. Me aseguré de agradecer mucho a Sely el consejo, gracias a ella, ahora estaba bien con Mateo otra vez, tanto, que incluso teníamos una misión juntos. Hacía tanto que no trabajábamos en un proyecto, quizás eso era lo que nos hacía falta para recuperar nuestra cercanía. Durante los últimos años, Mat y yo nos habíamos distanciado debido a nuestras labores. Mientras él se adentraba más y más en el mundo vampírico, yo me acercaba a los caminos que mi padre labraba para mí, aprendiendo sobre el control de la Realidad, sobre el mundo kiniano, o simplemente escuchando las historias de su pasado. Antes sólo tenía a Mat, a mi madre, pero ahora, mi pequeño mundo se había hecho mucho más grande, y eso era algo que él no entendía.

Después de cenar, guardamos a Apestosito en su frasco especial con formol y lo pusimos en el escritorio de mi habitación, junto a Tomás. Mi cactus había crecido muy fuerte, y ahora ostentaba una maceta grande y redonda. Selene se acostó conmigo, abrazándome. Dormí muy bien esa noche, tranquila, en un sueño reparador que me permitió liberar todo el estrés que tenía acumulado. Hacía mucho que no me sentía tan libre de preocupaciones, todo estaba marchando bien, y esperaba que siguiese así.

A la mañana siguiente asistí con normalidad a mi reunión con los otros miembros de la UEE, pero no hubo otro avance además de que Kady se atrevió a hablar un poco sobre su pasado y de cómo escapó de Marruecos en plena tensión política por la ocupación europea en 1914. Yo también hablé un poco sobre mí, sobre el hecho de que no sabía nada sobre el mundo kiniano hasta hace poco más de cinco años, pero no más. Fuera de eso, ya casi había terminado con todas las lecturas sobre sinergia y trabajo en equipo, y el general Kan mencionó que pronto comenzaríamos a trabajar con el simulador de combate para poner en práctica tácticas y estrategias conjuntas. Esa idea me gustaba mucho, así que lo esperaba con ansias.

Antes del medio día ya estaba de vuelta en mi apartamento, recibiendo una llamada de Mateo con una actualización importante sobre el caso que investigábamos. Resulta que había sido muy complicado encontrar información sobre ese tal Galahad Kane, porque hasta hace unos días, era un sujeto invisible, sin importancia alguna. Los únicos registros de ese nombre provenían de un orfanatorio humano, y todo rastro suyo desaparecía en el año 2003, después de que escapara con tan sólo 12 años de ese lugar. Era algo muy común que entre los huérfanos hubiese kinianos abandonados, pero había algo muy raro con el hecho de que hubiese vivido tanto tiempo sin salir a la luz. Según Mateo, eso volvía imposible el hecho de que fuese un vampiro, ya que la enfermedad no perdona a nadie desde el nacimiento. Saber eso, de alguna manera había reforzado su creencia de que El Supremo había tenido algo que ver con que un sujeto así estuviese causando problemas teniendo vampiros a su cargo.

Fuera como fuera, si algo teníamos claro sobre Galahad, era que había reemplazado al jefe de la mafia de Madrid hace apenas unos días, y su nombre se estaba volviendo común en el submundo. A pesar de ello, y como los conflictos eran entre grupos criminales humanos, la guardia kiniana no estaba ni siquiera enterada del asunto. La verdad es que el caso que había encontrado Mat era, cuanto menos, muy extraño y digno de investigarse.

Sin embargo, a pesar de que el trabajo de rastreo por parte de Mateo había sido muy bueno, no fue capaz de encontrar la ubicación de Galahad. Lo único que consiguió fue más nombres de humanos que tal vez podrían llevar a él. Un tal Víctor fue el primero que obtuvo, por desgracia el dueño de ese nombre había muerto el mismo día en que Galahad ascendió al poder. Cuando Mateo mencionó a ese hombre, lo hizo con un tono tétrico y preocupado, puesto que un dato muy extraño envolvía esa muerte: el sujeto llevaba muerto unos días y había vestigios de energía valiniana en el lugar de su deceso. Lo había verificado él mismo esa mañana, al visitar el bar que atendía. Ambos creímos que debía tratarse de algún tipo de error, porque era imposible que hubiese valinianos en las calles de Madrid, todas esas criaturas se encontraban exiliadas del planeta, flotando en su forma etérea en la estratosfera.

Por fortuna, después de Víctor pudo dar con dos nombres más, aunque no tan útiles como el primero. Uno de ellos era Josh Aldrin, un profesor de la Universidad Complutense de Madrid, quien se dedicaba a estudiar la interacción de los campos magnéticos con la materia invisible para el ojo humano. Según Mateo, la policía tenía un reporte de una agresión contra su esposa que fue desestimada sin razón alguna aparente por tener conexión con alguien importante. El otro era un hombre llamado Eduardo Tablones, dueño de un modesto taller de autos, padre de familia. Pagaba renta, seguridad, o lo que fuera, y estaba en la lista de Víctor. Tal vez no era mucho, pero al menos teníamos por donde continuar con el caso.

Ambos pactamos acudir a entrevistar a los susodichos, ofrecerles protección o dinero a cambio de su testimonio. Yo me encargaría de Josh, y él de Eduardo. Por eso mismo, a media tarde ya me encontraba al pie de la escalinata perteneciente al portón de la casa del profesor.

Al contrario del día anterior, esta vez vestía el traje formal del trabajo. Había teñido mi cabello de negro usando una ilusión, para evitar llamar la atención más de lo debido. Cuando se trataba con humanos directamente, el perfil bajo era lo mejor.

Subí los dos escalones que separaban el andador de la entrada, y llamé a la puerta. Menos de un minuto después, pasos se escuchaban del otro lado.

—¿Quién? —preguntó una voz masculina.

—¿Profesor Aldrin? Mi nombre es Ana, soy estudiante de la facultad de ciencias de la UAM. Lamento molestarlo, pero, ¿tendría un poco de tiempo para hablar sobre su investigación de los campos magnéticos?

Pasaron unos segundos antes de que la puerta se abriera por completo, dejando a la vista a un hombre de rasgos jóvenes, a pesar de que debía tener más de treinta. Vestía casual, y el principal rasgo que llamaba la atención, eran las gafas redondeadas que usaba.

—Ana —dijo, como si estuviese viendo un fantasma—, curiosa coincidencia. —Agitó la cabeza—. ¿Coincidencias? No, no. No existen las coincidencias. Pasa, por favor, ya tienes mi atención.

Enarqué una ceja ante la misteriosa bienvenida del profesor. Su reacción era la de alguien interesado en hablar conmigo, cuando se suponía que la interesada era yo.

Apenas di un paso al interior de la casa de Josh Aldrin, me invadió un ambiente hogareño. El chasquido de una chimenea encendida, el burbujeo de una fuente cercana, el sonido de los pasos sobre piso de madera, el aroma de libros viejos. Una sonrisa se me escapó al disfrutar de la sensación.

—¿Hay visitas, cariño?

La voz de una mujer, con acento italiano casi imperceptible, se escuchó proveniente del sitio donde debía estar la chimenea. Josh me guiaba directo a ese lugar.

—Sólo es una estudiante que viene a hablar sobre ciencia, ¿no es verdad?

La última pregunta del profesor Aldrin me produjo confusión, pues le añadió un guiño de ojo inesperado. Ese hombre no podía ser normal, ahora estaba realmente interesada en hablar con él.

—Qué pena que no pueda recibirla como se debe, pero que pase, aquí hay bastante sitio.

Llegué al umbral de la sala de estar a espaldas del profesor, desde donde pude visualizar a la dueña de esa voz. Era una mujer de rasgos finos, cabello negro y complexión atlética que yacía postrada sobre un sofá, con una pierna y un brazo enyesados. Disfrutaba de una gaseosa con pajilla, mientras miraba un programa de deportes en la tv.

—Señorita Ana, ella es mi esposa Sophia. Recientemente tuvo un accidente, así que su movilidad está limitada. No le molesta escucharme hablar con mis estudiantes, así que, por favor, siéntate y cuéntame a qué has venido.

Tras la invitación, Josh se sentó en uno de los dos sillones vacíos, los más alejados de la chimenea y la televisión.

—Hablad cuanto queráis, que ya estoy acostumbrada a pasar de ello. Los corredores de este año son todos unos idiotas, no puedo creerlo.

Josh rio y, justo cuando me sentaba, se acercó un poco a mí para hablarme en voz baja.

—Está furiosa porque hace tiempo que ya no corre, y menos con lo que le ha pasado.

Fruncí el ceño y asentí con cierta incomodidad. No sabía de qué me estaba hablando, pero aproveché para preguntar.

—¿Se puede saber qué le ha pasado?

De pronto la mirada del profesor se tornó seria.

—Un altercado, difícil de explicar. —Dio un golpecillo con ambas manos sobre sus piernas—. Y bien, entonces, ¿qué es lo que te interesa sobre mi trabajo?

Tomé nota mental de esa reacción, le incomodaba hablar sobre el accidente de su esposa. ¿Realmente habría sido un accidente? Mi intuición me decía que debía intentar indagar en ello, pero antes, el profesor Aldrin prometía entretenerme con una conversación de lo más inusual para un humano.

—Por supuesto —respondí—, leí algunos artículos sobre su investigación del electro magnetismo y el rango óptico del ojo humano. Me resultó muy interesante su teoría sobre un espectro de luz invisible, que puede albergar formas de vida. ¿Cómo lo catalogaría?

El hombre sonrió de manera elegante, acomodándose las gafas con el dedo medio.

Epíreo, que significa superior —respondió, sin más—, es la palabra que se me ha ocurrido para nombrarlo. Se me ocurrió durante un sueño, y no creo en las coincidencias. Se trata de una existencia extra corporal, intangible, invisible, mas no insensible. Pienso que, con la tecnología adecuada, seríamos capaces de, no sólo detectar, sino también visualizar, e incluso comunicarnos con estas presencias.

Parpadeé, sorprendida. Era increíble, ese hombre, de alguna manera, había conducido una investigación científica cercana a demostrar la existencia de los kinianos. Era una lástima, porque, si se acercaba demasiado, pronto la agencia de relaciones humanas tomaría cartas en el asunto. Ahora me preguntaba si esa era la razón por la que Galahad Kane habría contactado con este hombre.

—Impresionante, profesor Aldrin, aunque, si me permite decirlo, su idea me parece un poco descabellada. ¿Tiene alguna forma de probar esa teoría?

—Lo permito, lo permito —convino en tono vacilante—, ya estoy acostumbrado a que todos me digan loco, pero la ciencia es de locos, ¿no es así? Como sea, la respuesta es no. No he encontrado una forma de probarlo, todavía no existe tecnología que permita visualizar ese rango específico del espectro de luz, y sería imposible detectar una frecuencia fantasma con toda la basura electromagnética que nos rodea. Esa teoría se quedará como teoría, querida. Sin embargo, si me permites confesarte algo, mi pensamiento y estudios personales van más allá de eso. Por supuesto, jamás me atrevería a publicar esas locuras, son prácticamente como un diario para mí.

Fruncí el ceño.

—¿Y por qué me habla sobre eso, profesor Aldrin? Acabamos de conocernos.

Sonrió de forma misteriosa.

—¿Ah, sí? Puede ser, puede ser que no.

Ladeé la cabeza.

—No entiendo a qué se refiere, aunque debo admitir que me está intrigando mucho.

—Resonancia cuántica dimensional —pronunció, sin más.

—¿Qué?

Se rio.

—¡Ajá! No eres estudiante de la facultad de ciencias, ¿verdad?

Me tomó desprevenida, me quedé callada, no supe qué hacer.

—Yo, esto... sí que lo soy.

El profesor agitó la mano en señal de que no tenía importancia.

—Me da igual, Ana —hizo énfasis en ese nombre—, dime algo, ¿hay alguna razón específica que te haya provocado pensar en ese nombre?

Suspiré, me tenía, y no podía ocultarlo. No tenía sentido continuar, así que dejé la tapadera.

—Simplemente lo pensé en cuanto toqué a la puerta.

—¡Exacto! —respondió—. Lo pensaste en cuanto entraste a mi campo cuántico personal, mi territorio, por decirlo de otra forma. En esta zona, mis moléculas vibran en concordancia con otros universos, o quizás otros puntos en las dimensiones. Se traslapan, pero a la vez mantienen su propia coherencia, no pueden alterarse ni crear caos. Aun así, puedes recibir información inesperada, sin que te des cuenta.

—Vaya, eso es... cautivante —mentí, al escuchar al hombre desvariar. Había un límite para su raciocinio, y parece que lo había alcanzado. Pero bueno, entre todas esas locuras, había acertado a algo de verdad, casi descubre el mundo kiniano por su cuenta.

—Ana, es el nombre de una antigua pareja mía.

—Ana esto, Ana aquello —interrumpió de pronto Sophia, en tono burlón—, si escucharas la mar de historias que tiene sobre ella, quedarías loca.

Josh rio.

—No es para menos, fue una buena amiga, pero hace tiempo que no hablo con ella. Ni con ella, ni con nadie. Desde que comencé a hacer estos descubrimientos, he sido conducido a caminos que nunca antes habría pensado. Por ejemplo, mi esposa Sophia, la conocí gracias a la resonancia cuántica. Fue una experiencia sumamente reveladora para mí, porque, cuando la vi, sentí que la conocía de hace años. Desde el primer momento supe que quería pasar el resto de mi vida a su lado.

Sophia rio.

—Todo un Don Juan, ¿eh? —habló ella—. A mí me suena a que me cogiste como conejillo de indias, tontuelo, pero me la paso muy bien contigo. No tengo quejas. Si esa resonancia que dices realmente existe, ha funcionado muy bien con nosotros.

—Ya lo creo, cariño —respondió Josh—, y esa es la misma razón por la cual hice pasar a nuestra invitada de hoy.

—Bien, profesor Aldrin —dije, un poco cansada—, no quisiera quitarle más su tiempo, y tampoco quisiera que nuestra conversación se vaya por las ramas. Tiene usted razón, he venido por una razón específica. No soy una estudiante de la facultad, soy detective, y he venido a preguntarle sobre Galahad Kane.

En cuanto pronuncié ese nombre, noté como la tensión se formaba en el aire. Una tensión súbita.

—Vaya, vaya. —El profesor volvió a acomodar sus gafas—. Otra prueba más de la conexión cuántica. ¿No son suficientes pruebas para ti, cariño? Muy bien, «Ana», dime tus preguntas, te diré lo que sé.


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