0. Un extraño accidente
El sonido del motor de una scooter solitaria hacía eco en los alrededores de la plaza General Vara de Rey, en el centro de Madrid. El ocupante, un repartidor de comida rápida, recorría con pesadez las angostas calles de arquitectura antigua, en un día tan normal como cualquier otro. Los últimos años habían sido duros, difíciles de superar, pero la humanidad siempre encontraba la forma, la motivación para seguir.
Joven, pero con anhelos, Diego, necesitaba trabajar para costearse sus estudios. Se había quedado solo desde hacía unos tres años, cuando aquel virus cobró la vida de cientos de miles en todo el mundo. Por desgracia, nuevos peligros habían llegado para quedarse, desde altos índices criminales debido a la crisis post-pandemia, hasta sucesos extraños, incluso sobrenaturales. Todo eso se sumaba a las revueltas creadas por extrañas sectas religiosas, recién surgidas entre el caos, que clamaban el regreso de un ser que llamaban «El Supremo». Claro que, para alguien común, ese nombre no significaba otra cosa sino estupidez, simple locura de personas afectadas por un desequilibrio mental causado por los años de encierro. Esa era la nueva normalidad, el día a día. Lo antes inaudito, a nadie le impresionaba ya.
Diego aceleró, internándose de lleno La calle de López Silva, que más que una calle parecía un callejón. No había ni un alma que acompañara su recorrido, soledad que transmitía un sentimiento de inquietud e inseguridad. Un poderoso ladrido atrajo su atención, justo después de pasar el asadero de pollos. Al principio el suceso no extrañó tanto al motociclista, puesto que los perros callejeros se habían vuelto algo común —muchos dueños abandonaban a sus mascotas debido a los estragos económicos o de salubridad—, sin embargo, el ruido de pisadas caninas y gruñidos amenazadores le hizo girar la vista, tan sólo para darse cuenta de que no era uno, sino dos canes los que perseguían el sonido del motor producido por su vehículo.
Una exclamación de terror brotó con el aire que liberó de sus pulmones. No parecían perros comunes, lucían feroces, salvajes, en su mirada brillaba el deseo de alcanzar su objetivo, en sus colmillos, de destruirlo. No tuvo más remedio que acelerar para escapar.
El callejón era estrecho, y lo suficientemente largo como para avivar la ansiedad de no poder alcanzar la salida a tiempo. El terror que acompañaba al repartidor era incongruente con la situación, y no entendía el porqué. Sólo eran perros, se decía, lo repetía, pero no lo creía. Miraba atrás y veía monstruos, criaturas endemoniadas que lo perseguían con ahínco, cada vez más cerca de él. No los estaba adelantando, corrían mucho más rápido que el pobre motor de 50 centímetros cúbicos que ostentaba su transporte. Su destino parecía sellado, no podría escapar.
Fue un breve instante, en el que sintió el tirón producido cuando su cuerpo fue propulsado hacia el frente. Uno de los perros le había dado alcance, había mordido la rueda trasera de la scooter con una fuerza incomprensible, despojándola de su piloto.
Diego rodó por el suelo haciéndose daño, las pobres prendas que vestía no fueron suficientes para soportar el roce del asfalto. Su piel se quemó con la fricción mientras daba tumbos, hasta que un muro logró terminar con la inercia de su recorrido. Le tomó unos segundos recomponerse tras el duro golpe, pero cuando lo hizo, se quedó aterrado con la visión que tuvo. Separados por los restos desperdigados de la pizza que llevaba, los perros endemoniados peleaban por la scooter, cada uno mordiendo una de las ruedas. El motor se escuchaba, atascado por la fuerza de las fauces que impedían que las ruedas siguiesen girando. Zarandeaban el metal, poco a poco, despedazando la moto como si fuese un juguete.
El combustible, una chispa.
Diego levantó las manos como acto reflejo. Gritó, pero su voz se perdió ante el estallido que se produjo. Apenas alcanzó a cubrirse cuando el fuego devoró los alrededores. Por fortuna no lo alcanzó, estaba suficientemente lejos de la explosión, pero el calor producido por las efímeras llamas bastó para dejarle la cara con una sensación de ardor leve.
Y ahí estaba él, en lo que creía que sería un día normal de trabajo, observando su moto estallando igual que en una película de acción. Nada tenía sentido para él, era una locura procesarlo, dos perros lo habían derribado y habían destrozado el vehículo con sus colmillos. Ver para creer, se dice, pero la visión no bastaba para dar crédito a la situación.
Con la respiración agitada, intentó levantarse para largarse del lugar, sin embargo, apenas movió un músculo, un gruñido gutural llamó su atención. Aterrado, el pobre repartidor dirigió la vista al origen del siniestro, en dónde el fuego todavía quemaba el combustible esparcido por calle y muros. De entre el humo negro, dos siluetas se abrían paso para encarar a su siguiente presa.
Al desafortunado joven se le escapó un sollozo. Se replegó hacia el muro con el cual se había estrellado hace unos instantes, en el cual todavía se apreciaba una mancha de sangre. Ya no sabía qué hacer, veía la muerte acercándose en forma de dos perros de aspecto macabro, preguntándose si eran seres espectrales o una simple alucinación. A uno de ellos le colgaba la mitad de la mandíbula inferior, sosteniéndose de un trozo de piel que amenazaba con romperse en cualquier momento, balanceándose con cada paso que daba. Al otro le faltaba casi toda la carne de la parte delantera de su cuerpo, dejando a la vista unos colmillos feroces que sólo dimitían ante los brillantes ojos hundidos de su poseedor.
Diego se hizo un ovillo. ¿Qué más podía hacer? No podía correr, estaba paralizado del miedo. Esperaba que el fin llegara, pensando que en cualquier momento iba a sentir una poderosa mordida desmembrando alguna de sus extremidades. Sin embargo, eso no ocurrió.
Un sonido magnético envolvente, claro y fugaz, acaparó el entorno auditivo antes de que dos aullidos caninos se robaran el dominio. Diego abrió los ojos, atraído por el inesperado evento, tan sólo para encontrarse con una escena todavía más surrealista que la anterior.
El ondear de una negra gabardina larga adornaba los gráciles movimientos de una persona. Era una mujer, o al menos eso aparentaba debido a la fineza de su figura y el largo de su blanco y contrastante cabello.
—Tranquilo, todo estará bien —habló con voz femenina, atrayendo la calma al agitado corazón de Diego.
Los perros estaban delante, gruñían a la recién llegada. Apenas la distinguía, casi podría confundirla con una jugarreta de su agonía, una alucinación; pero no, era real; un aura color dorado, invisible para el repartidor, emanaba de la presencia divina que había aparecido para ayudarlo.
—Piedad —murmuró la mujer—, merced. Sus almas estarán a salvo ahora, pequeños desamparados.
Adquirió una posición de combate elegante, un momento antes de desaparecer con un zumbido.
A Diego se le escapó un grito cuando escuchó a los perros aullar, un momento antes de caer al suelo ante la fuerza de un poder invisible. Los ojos del joven repartidor no fueron aptos para traducir lo que ocurría.
La mujer apareció un segundo después, junto a los cuerpos de los seres endemoniados. No se movían, no respiraban, no había más brillo en sus miradas. A pesar de que hace unos segundos parecían muertos en vida, ahora lucían como verdaderos cadáveres.
Sin comprender nada, Diego observó a la mujer de negro sostener algo en sus manos. Cristales, dos cristales. Acercó cada uno a un cadáver distinto y entonces, algo increíble para él ocurrió. Una especie de energía dorada de aspecto etéreo comenzó a emanar de los cuerpos inmóviles, muy parecida al aura que envolvía a la desconocida. Estaba siendo absorbida por los cristales, y continuó así hasta que no brotó más.
Una vez que dicha sustancia fue extraída de los cadáveres, la mujer guardó los cristales bajo su gabardina y se dio la vuelta para encarar al repartidor que sufría un ataque de nervios. Avanzó despacio hacia él, y fue hasta entonces que pudo notarlo. Era hermosa. Una alucinación, es lo único que Diego pudo pensar para describir lo que sus ojos veían.
La chica se puso en cuclillas apenas estuvo al frente de Diego, intentó sonreír sin demasiado éxito y le ofreció la mano.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Estupefacto, Diego tuvo que agitar la cabeza para poder volver en sí y dar una respuesta.
—S-Sí, eso creo —respondió, balbuceante, pero no aceptó la ayuda.
Al ver que no accedía a sostener su mano, la mujer insistió. Él, al fin, la tomó.
—Qué fue... ¿Qué fue eso? Tú... estás... estás brillando.
Una sonrisa, apenas perceptibles se formó en los labios de la chica.
—Así que eres un humano sensible, no podría decir que eres afortunado por eso.
Diego ladeó la cabeza, la presencia del ser divino le traía calma que poco a poco se convertía en curiosidad.
—¿Sensible a qué? —cuestionó.
—A la energía —explicó la mujer, sin más—. Seguro eso los atrajo, han estado llegando a las ciudades porque sus hábitats están siendo perturbados. Se llaman salvajes.
Diego no supo cómo reaccionar ante esa respuesta, no comprendía nada.
—Lo lamento, yo no... ¿eres acaso un ángel, o un demonio?
Al ver su desconcierto, la mujer suspiró y negó con la cabeza, dejando ir una sonrisa real.
—Soy una kiniana, hija del Dios de la Realidad. —Miró al repartidor, le guiñó un ojo—. Espero que me guardes el secreto.
En ese momento, Diego parpadeó y la mujer no estaba. Se había ido.
Confundido, miró a su alrededor. No sabía nada de lo qué estaba pasando. Lo último que recordaba era entrar en la calle de López Silva, y luego, nada. Bajó la mirada y encontró una nota a sus pies, junto con un cheque, cuyo remitente era desconocido.
«Lamento lo de tu moto», decía. Extrañado, sin saber de dónde había venido, observó su moto destrozada, a unos pasos de él. Boquiabierto, se quedó mirándola, sin saber exactamente qué hacer.
Casos como los de Diego, eran muy comunes desde hace tiempo. Las aguas pacíficas del mundo energético, se habían vuelto más feroces de lo normal.
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