9. El sueño de Katziri


—Viola... Perro... Cejas... ¿Dónde están? ¿Por qué se han ido? ¡No me dejen!

Un hombre de traje y con botas de vaquero me observaba con una risa diabólica. Era tenebroso, aterrador. Me tenía prisionera en una celda de paredes verdes y barrotes oxidados. Las luces parpadeaban, tristes, aferrándose a la vida, cuando yo sólo quería morir. Otro hombre de voz aguda, al primero, me decía que sería una presa hermosa esta noche, mientras murmullos lejanos me recordaban el horrible destino que me esperaba.

—¡No! —grité.

Sentí un dolor punzante en mi brazo. Me levanté asustada, agitada. Había una rata mordiéndome, una rata que me resultaba familiar. La retiré sin inmutarme y la deposité junto a mí, como si fuese una vieja amiga. Ella se quedó inmóvil, tan sólo observándome.

Levanté la vista. Estaba en mi celda otra vez.

Y no, ¡no quería otra pesadilla! ¡Estaba molesta, así que me puse de pie y miré con fijeza la puerta de mi celda!

—¡Ábrete! —grité con decisión.

Y la puerta se abrió. Salí como si fuese algo completamente normal, pero al dar un paso afuera, ya no me encontraba en mi celda. Ahora caía, estaba cayendo al vacío, entre nubes.

Perdida entre la razón y lo increíble, descubrí luces de colores por todas partes. Hace tiempo que no las veía. Eran luces consistentes, casi reales, como si fuera... energía. Eso eran, líneas coloridas de energía que tejían una gran red tridimensional en la cual podía moverme, igual que un pez en el agua.

Me dejé llevar por la sensación, por la experiencia, por esas luces. Me atraían, me llamaban ofreciéndome mis más puros deseos. Y volé alto, lejos, muy lejos, a un cielo nocturno.

Era libre. Me había liberado y observaba casas muy por debajo, mientras yo fluía con la corriente energética. Hasta que descendí. Lo hice justo en lo alto de un árbol enorme, un árbol tan grande como un edificio, a mitad de una gran ciudad.

El viento golpeaba mi cara, vívido y real, junto con el sonido que dejaba al romper en ráfagas por mi presencia. Podía ver energía azul y dorada emanando de mi ser, igual que una ardiente fogata furiosa. Desde la copa del árbol podía ver casas, palacios y torres muy cercanas, mientras que, a lo lejos, montañas y valles. Estaba tranquila, en paz.

Observé mis manos. Estaban cubiertas de vendajes ensangrentados, llenos de dolor, recordándome el martirio que sufrí en aquella celda. Miré el horizonte de nuevo. Sonreí. Ya no estaba en esa celda, era libre, el mundo era mío, y en mi mundo, no existía el dolor o el sufrimiento. Los vendajes color carmesí no formaban parte de este paisaje.

Miré hacia abajo y, con un sentimiento de confianza pura, me lancé en picada.

El cosquilleo en mi estómago alimentó mis sentidos, igual que durante una pirueta de ballet. Cerré los ojos y disfruté el momento. Mientras caía, notaba las vendas de mis brazos desenredándose, quedándose atrás, volando lejos. Giré en el aire y frené mi caída a unos cuantos metros de tocar suelo. En puntas perfectas, me posé con sutileza sobre una larga calle empedrada.

Caminé con elegancia, observando los bellos palacios iluminados por la luz de las antorchas que adornaban el paisaje. Me dirigía a la torre más alta, una que me llamaba, me pedía que fuese reina de sus cristalinos muros.

Al encontrarme frente a la entrada, agité las manos cual alas de cisne: elegantes. Las puertas se abrieron ante mi petición, sin complicación. Entré contenta al vestíbulo, pero fui recibida por un molesto ruido que aturdía mis oídos.

—¡Silencio! —grité una orden, y el ruido cesó al instante.

Con tranquilidad me adentré en la torre, mas no fui hacia arriba. Me paré frente a lo que parecía un abismo sin fondo, pero, de alguna forma yo sabía a dónde llevaba. Llena de confianza, solicité acceso al nivel inferior y una plataforma etérea se materializó frente a mí. Sonó un místico «ding», comenzó a moverse.

—Gracias, fiel sirviente —le dije a la plataforma en cuanto salí hacia una cámara subterránea de aspecto imponente, grande y espaciosa.

—Estoy para servirle, mi señora —respondió el objeto inanimado, volviendo a elevarse hasta perderse de vista.

Reí de forma estúpida y seguí adelante. Me sentía como una niña viviendo una fantasía. Mi verdadero yo salía de entre las capas y capas de cicatrices dejadas por mi pasado. No me importaba sonar como una tonta. No me avergonzaba sentirme como una reina, o como la princesa de mamá. Nunca nadie iba a verme o juzgarme, estaba a salvo dentro de mis pensamientos. Podía ser una niña boba, fantasear con objetos que hablaban y jugar a que era una reina, podía hacer lo que yo quisiera... y nunca nadie lo sabría.

—Abran paso —dije con voz de mando, mientras caminaba al interior de esa cámara llena de estatuas y reliquias antiguas.

No había nadie, por supuesto, pero claramente escuché a los objetos responder a mi llamado con un «adelante, mi señora».

Me adentré en los pasillos oscuros que tenían un gran encanto de soledad. ¿Por qué existían las personas? ¿Por qué no podía ser todo como en mis sueños? Fácil, sin complicaciones, con objetos que hacían justo lo que yo quería.

—¡Alto ahí! ¡¿Quién eres?! ¡Identifícate!

Una voz me distrajo. Me giré para ver quién era. ¡Oh! ¡Era una estatua parlanchina! Conformada de piedra, tenía la forma de un guerrero con espada que me apuntaba con infamia. ¿Qué quién era, preguntaba? Podía ser quién yo quisiera.

—Soy Kendra, Maestra de la Materia —le dije, extendiendo mi mano hacia la estatua, como si le otorgara mi perdón—. Inclínate ante mí.

Kendra. Ese nombre kiniano me inspiraba valentía. Una mujer que no había cedido ante las reglas de su mundo, una diosa que había optado por seguir su propio camino, sola. Quería ser como ella. Alguien como Kendra podría encontrar solución a cualquier problema.

La estatua se quedó observándome por un breve instante, boquiabierta, hasta que la energía azul que emanaba de mí la alcanzó, envolviéndola como un cariñoso manto. Al entrar en contacto, el objeto de piedra se postró de rodillas y se inclinó ante mí.

—Gran Maestra Kendra, disculpe mi atrevimiento —dijo con un sonido pétreo, realizando una reverencia a nivel del suelo.

Sonreí complacida y asentí con la cabeza.

—Quédate ahí y no me molestes —repliqué.

—Como ordene, mi señora —dijo la estatua, y yo seguí mi camino.

Atravesé el complejo hasta llegar a mi objetivo. Era una sala llena de vitrinas de cristal. Anduve despacio, caminando con elegancia como una momia de vendajes rojos, hasta que encontré lo que buscaba.

—Esta... Esta sí es ropa para una reina —dije con una gran sonrisa, pegando mis manos al cristal como ventosas cual niña boba que mira un gran dulce detrás del aparador—. No, no para una reina... para una diosa.

«Armadura de Kendra», leí en la etiqueta del pedestal. Era hermosa. El vidrio reflejaba mis ojos, los cuales, a su vez, tenían plasmado el bello acabado de escamas de la prenda bélica.

No podía esperar más, tenía que poseerla. Y entonces, sin dejar de tocar el cristal, dejé fluir la energía que había en mi interior.

Un pulso energético salió expulsado por las palmas de mis manos. La vitrina se rompió con un estallido de diminutos fragmentos que cayeron al suelo como una lluvia resplandeciente.

Con una gran sonrisa en el rostro, extendí mis manos hacia las piezas de la armadura, las cuales flotaban con misticismo, justo delante. El peto, guardabrazos, guanteletes, grebas, botas y una falda provocadora, todas de escamas negras. Armoniosa e intimidante sensualidad.

Mi corazón saltó cuando la tomé entre mis manos. Hubo un sonido muy grave, una sensación vibrante, como la que produce la nota de un bajo estando muy cerca de una gigantesca bocina, a mitad de un concierto. Todo mi ser retumbó. Y en ese preciso instante, el resto de las piezas cayeron al suelo, al tiempo que una onda expansiva se extendía por todo el lugar.

No esperaba nada parecido, porque ese era mi sueño. Sin embargo, en cuanto toqué la armadura, algo ocurrió. Ya no estaba controlando las cosas, y una gran presión me aplastaba contra el suelo.

Caí de rodillas, con el peto de la armadura entre mis manos. Abrí la boca para gritar, pero no salió ningún sonido. Era una fuerza potente, descomunal. Me derribaba como si mi cuerpo pesara mil veces más. No podía moverme. Y entonces... entonces... ¡desperté!

Abrí los ojos, muy agitada. ¡Una pesadilla! ¡¿Todo había sido una pesadilla?! No, un momento... algo no estaba bien.

Giré la cabeza con dificultad. Mi aura brillaba, iluminando los cristales rotos que estaban dispersos por el suelo. «No, no puede ser», pensé, cuando me di cuenta de lo que ocurría. Estaba en el museo kiniano, sosteniendo la armadura de la diosa de la creación en mis manos.

¿Aquién no le ha pasado? Soñar con una acción impensable, indebida, y luegodespertar creyendo que ha arruinado su vida, con miedo a las consecuencias.Pues ahora estaba sucediéndome justo eso, sólo que yo iba a tener queenfrentarlas de verdad.


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