5. Casa de muñecas
La noche caía sobre nosotras. La oscura ciudad dormitaba bajo el manto lumínico de edificios y farolas. Los arcos que adornaban la plazuela, junto al jardín, nos servían como cobijo nocturno en la peligrosa zona. La casona abandonada, entre la calle San Fernando y la gran avenida Hidalgo, era nuestro objetivo.
—No dejes de cuidar tu espalda, si te agarran, estás perdida —decía Viola, guiándome hacia la parte trasera del complejo.
No respondí, sólo la seguí. Sabía de lo que hablaba. La zona circundante al metro revolución era conocida por ser un punto de ofrecimiento para servicios sexuales, así como un área de aglomeración indigente. Terriblemente peligrosa para dos jóvenes como nosotras. No hacía falta más que levantar la vista para darse cuenta. En cualquier momento, si no prestábamos atención, podríamos ser arrastradas a ese mundo de perdición.
Viola avanzaba con cautela, pero sin miramientos, evadiendo la luz. Se notaba presionada, dispuesta a arriesgar todo por ese niño. Me sentía igual por Selene, y antes de eso, me había sentido así por Ma... Una punzada de dolor atravesó mi pecho. No podía pensar en ese nombre sin sentir aquel dolor, el dolor de la traición.
Levanté la vista para mirar por encima de mi hombro. Revisaba nuestras espaldas de tanto en tanto, no sólo buscando peligro inminente, sino también, vestigios de aquello a lo que de verdad temía: auras doradas. No había visto kinianos en la zona. Eso era una buena señal, sin esos monstruos cerca, podría concentrarme mejor en ayudar a Viola.
—Aquí, entra. No hagas ruido.
Antes de venir, imaginaba que nos colaríamos a alguna fortaleza llena de guardias, o que entraríamos en modo sigilo a algún campamento bien resguardado. Sin embargo, lo que estábamos haciendo, era solamente traspasar una parte hueca del edificio, en la que alguna vez debió existir un muro.
—¿Estás segura de que es aquí, Viola? —pregunté, curiosa, pisando con mucho cuidado el árido y muerto terreno.
Parecía un estacionamiento, pero no podía decir si lo era. No quedaba nada. Todo el primer nivel podía verse con facilidad, sin muros, únicamente columnas sosteniendo la gran edificación.
—No te dejes engañar —habló mi compañera, en voz baja—. La planta baja quedó totalmente vacía después del temblor. Sacaron a toda la gente que vivía aquí, ya nadie puede entrar.
—¿Entonces por...?
—A esta gente no le importa eso. Al contrario, apenas fue vaciado el lugar, comenzaron a usarlo como punto de intercambio. —Señaló arriba—. Los traen aquí, hasta que se decide a qué zona te enviarán, en qué zona trabajarás. Así como este, hay muchos otros lugares en la ciudad. Si tienes suerte, te dejan en las calles, con trabajo y aire fresco. Pero si no, te envían a las estaciones, los verdaderos dominios de estos locos.
Las palabras de Viola eran sombrías, percibía la experiencia en ellas, mas no teoría.
—¿Estuviste aquí, Viola? —pregunté.
Ella lo negó.
—Aquí no, pero en un lugar parecido a este. Era una niña cuando me vendieron. —Se rio—. Me tocó crecer en la esclavitud, satisfaciendo cerdos, y lo peor es que no estoy segura de si fui afortunada por ello. Supe de niños y niñas que fueron enviados a otros países a sufrir horribles torturas, e incluso, se dice que existen monstruos enfermos que compran a la gente para comérsela o cercenarla parte por parte.
Tragué saliva. La historia de Viola me había provocado mareo.
—¡¿C-Comer gente?! —dije, exaltada.
Viola se apresuró a cubrir mi boca.
—¡Shh! ¡Calla, tonta! Son sólo historias. Nunca nadie volvía para corroborarlo. —Me soltó, me calmé y nos quedamos agazapadas por unos momentos, hasta asegurarnos de que nadie nos había escuchado—. No sé por qué te sorprendes. —Continuamos moviéndonos—. El mundo es un asco, aunque no fuese aquí, estoy segura de que, en este momento, está ocurriendo en alguna parte. Siempre lo digo. Si puedes imaginarlo, por más horrible que sea, seguro que está ocurriendo.
Inhalé profundo. Lo que Viola decía, era cierto. Incluso antes de haber pasado por aquella experiencia, siendo una chica normal de instituto privado, sabía que cosas así de horribles podían pasar. El mercado de personas no era exclusivo del mundo kiniano.
—Sea como sea, esta gente es muy peligrosa, así que no podemos dejar que nos vean. Y si nos ven... —Viola sacó su navaja del bolsillo—. Será tu vida, o la de ellos. No te lo pienses dos veces, ¿podrás con eso, niñita de casa?
—No lo sé —respondí, sin más.
La petición de Viola significaba muchas cosas para mí. Mis manos ya estaban manchadas de sangre, y no me había detenido a analizarlo. Mi corazón se había endurecido en aquel momento, pero ahora no me sentía ni la mitad de fuerte que en ese entonces. El cuchillo que atravesó mi corazón, había terminado por destruir lo poco que quedaba de mí. Ver a mi madre sola, gritándome como una desconocida, me rompía el alma. De verdad quería, quería recuperar esa fortaleza que me sacó del infierno, quería deshacerme de la terrible frustración que sentía al no poder ayudar a las presas del comedor, pero no sabía cómo.
Nos detuvimos justo bajo una sección de techo derribada. Podía treparse, y de esa forma acceder al segundo piso.
—Pues ya lo averiguaremos. Más te vale despejar tus dudas pronto, porque ahí está nuestro primer obstáculo.
Apenas tocamos terreno elevado, todo aquello que explicó Viola cobró sentido. Sin luz, en plena oscuridad, se divisaban siluetas moviéndose al frente. A diferencia de la planta baja, el segundo piso sí tenía muros, y correspondía al interior de un edificio de apartamentos muy antiguo. Los pasillos se diversificaban, perdiéndose en la negrura.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.
—¿Qué más? Avanzar sin que nos vean.
—¿Así? ¿Y ya está? ¿Cómo piensas hacerlo?
Viola echó a andar por delante.
—Aprovecha la oscuridad. No tienen luz aquí, ni una sola. Lo tienen prohibido, para que no delaten su presencia.
Sin saber exactamente qué hacer, la seguí. En ese momento, agradecía tener un aura emanando de mí. No era mucho, pero al menos iluminaba el camino que tenía delante.
Había un pasaje bordeado de dos altos muros medio derribados. La estructura desnuda de las columnas se alcanzaba a ver entre el concreto despedazado. A lo lejos, se escuchaba el eco de las pisadas de aquellos que custodiaban la entrada. Nosotras procurábamos pisar despacio, replegándonos hacia la pared para evadir cualquier posible obstáculo.
El camino no fue muy largo. Nos encontramos una esquina, división de caminos. Noté a Viola dudosa, miraba a ambos lados, perdiendo la seguridad con la que inició el trayecto.
—Por aquí —dijo, en voz muy baja, guiándome hacia la derecha.
Al principio me pregunté cómo es que lo sabía, pero no tardé en darme cuenta del porqué de su deducción. Sollozos. Escuchaba sollozos apenas perceptibles, provenientes de la dirección hacia la cual nos dirigíamos.
Un escalofrío me recorrió. La oscuridad era engañosa, con el sentido de la vista minimizado, los horrores de mi pasado parecían hacerse más tangibles que antes. Los llantos y lamentos nocturnos eran algo que nunca podría olvidar.
—¡Cuidado!
Detuve a Viola justo a tiempo, antes de que se topase justo en el camino de un hombre armado con un rifle de asalto. No sabía nada de armas, pero lo que llevaba entre manos, claramente era más que una simple pistola.
Nos quedamos estáticas, reteniendo la respiración, hasta que el sujeto desapareció tras un muro lejano. Exhalamos en silencio y continuamos hacia delante. No tardamos en dar con las escaleras, la voz del sufrimiento nos llamaba. La gran edificación era un lugar bien pensado para la situación. El grosor de los muros ocultaba bien el sonido, incluso dentro, y con el silencio nocturno, era difícil identificar el origen exacto.
No encontramos dificultades al subir, lo hicimos lento, cuidándonos las espaldas a cada paso. Llegamos al último piso y avanzamos con la misma precaución. A diferencia del nivel inferior, en este no había personal custodiando los pasillos, sin embargo, se escuchaban risas y voces provenientes de algún sitio.
Seguimos el rastro auditivo. A pesar del peligro, trataba de mantener la calma. No temía a la oscuridad, o a lo desconocido, pero tampoco podía negar que me aterraba pensar en aquella celda que me mantuvo cautiva por tanto tiempo. Evadía esos pensamientos, no podía lidiar con la situación y mis recuerdos al mismo tiempo.
—Debe ser ahí, ¿lo ves?
Viola se detuvo y señaló al frente. Andando de largo, luz escapaba a través de una de las tantas entradas sin puerta. Era luz blanca, intensa, como la que producen los reflectores. Las risas, voces y sollozos venían del interior.
—¿Qué se supone que haremos ahora, Viola? —pregunté, hablando tan bajo como podía, casi al oído de mi compañera.
La escuché exhalar con nerviosismo, para luego inhalar a profundidad. Se le escapó una risa de voz quebrada.
—Si te digo la verdad, no lo sé.
Suspiré.
—Tranquila, lo suponía —respondí—. ¿Y si damos un vistazo?
Ella asintió sin decir nada y avanzamos paso a paso, acercándonos a la entrada. No podía reprocharle el acto impulsivo, no sería la primera ni la última vez que yo cometía uno igual o peor.
Teniendo cuidado de que nuestras sombras no se proyectaran, nos posicionamos en el borde exterior del marco de la puerta, juntas, para escuchar. Cerré los ojos y traté de identificar todos los sonidos.
Sollozos, llantos, pasos, tintineos. Aparté aquello que no me servía y me concentré en las palabras. Uno, dos. Conversación. Cinco, seis. Risas. Diez, once. Once, podía identificar al menos once voces, ocho hombres y tres mujeres. Los llantos y sollozos, que tenían una tonalidad infantil, debían pertenecer a los cautivos.
—Once —hablé a Viola, al oído.
Noté una ligera sonrisa en sus labios.
—Yo conté doce —replicó—. Están armados, todos ellos. Beben.
Hubo un breve momento de silencio. Ninguna dijo nada. Ambas debíamos estar pensando que estábamos a punto de cometer un acto suicida.
—No crees esa basura de los túneles, ¿verdad?
—Piénsalo, te digo, las vías entre Valle Gómez y Misterios se acaban, y es ahí a donde los llevamos la otra vez.
Risas.
—Eres un putito, Alacrán, te gusta inventarte historias. Allí no hay nada.
—Chingas a tu madre, me canso con que sí. Yo bajé una vez y me sacaron los puercos.
Más risas.
—Con tu cara de culo que te cargas, hasta mi abuelita te saca a patadas.
Las risas se duplicaban. Claramente estaban distraídos ahí adentro, centrados en su conversación. No esperaban tener problema alguno esa noche, se preparaban para entregar el cargamento como cualquier otra. Comerciaban con personas, igual que en el comedor. Y si de algo estaba segura, era de que repudiaba esos actos con todas mis fuerzas.
—Tengo una idea —dijo Viola, de pronto—. ¿Sabes disparar un arma?
Negué con la cabeza, con sinceridad. Nunca en mi vida había sostenido una siquiera.
—Entonces lo haré yo, pero necesitaré que seas el cebo. ¿Podrás lograrlo?
—¿Qué estás pensando exactamente?
—Te dije que tenías que estar preparada para todo, ¿verdad? Pues si queremos salir de aquí, no vamos a hacerlo con las manos limpias.
Viola contó su plan directo a mi oído. Era simple, pero parecía efectivo. Hacía uso de la suerte y el factor sorpresa. Si salía bien, tendríamos una oportunidad de liberar a los prisioneros. Si salía mal, bueno, tan sólo... moriríamos.
—¿Estás lista? —pregunté, atendiendo a las instrucciones que me había dado.
Viola asintió. Y comenzamos.
Fue un silbido fuerte y conciso, corto e intenso. El sonido hizo eco en los solitarios pasillos, provocando que la gente que reía y charlaba hiciese silencio. Acto seguido, un niño comenzó a llorar con fuerza dentro de la habitación. Era un llanto descontrolado, una rabieta muy ruidosa. Era Cejas, atendiendo al llamado, realizando una acción preparada para situaciones como esas.
—¡¿Qué fue eso?!
—¡Calla a ese niño!
—Güera, ve a revisar.
Los delincuentes dieron órdenes al instante, se pusieron en movimiento. Los escuché recoger sus armas, un par de pasos se dirigían directo a nosotras, que estábamos afuera, junto al marco de entrada.
Observé a Viola, mostraba un conteo con sus dedos mientras me miraba a los ojos, apretando los dientes. Se notaba nerviosa, y yo también lo estaba. En unos instantes, tendríamos que matar, o morir. Yo la sostendría, y ella lo haría.
Una mujer salió con una linterna en mano y un arma en la otra. Lucía despreocupada, no esperaba lo que estaba a punto de ocurrirle.
Cuando la vi, intenté hacer mi parte, pero mi cuerpo no se movió. Me quedé paralizada. La mujer se giró hacia mí, alumbrando mi rostro con la luz que portaba. Abrió la boca para emitir la señal de alarma, y levantó el arma para disparar, sin embargo, un destello fugaz reflejó la luz por un instante, antes de desaparecer entre el cuello de una sorprendida víctima.
Fue apenas un instante, no estaba preparada. La sangre salpicó mi rostro, comencé a temblar, caí al suelo. Viola atrajo el cuerpo de la ahora muerta mujer hacia ella, después de haberle clavado un cuchillo en el cuello para abrirlo de lado a lado. Le cubría la boca para acallar el ruido, pero de cualquier forma no habría podido emitir sonido alguno con tanta sangre y el llanto de Cejas.
Dejó caer el cadáver fuera de la vista, y terminó el trabajo rápido con un par de puñaladas más a la altura del pecho. Me quedé petrificada, no sé qué esperaba que ocurriera, pero volver a ver la muerte tan cerca me impresionó. Esta vez era diferente, no estaba preparada, no estaba en una posición desesperada como en el comedor. No, ahora era yo la que había acudido al peligro, y no había pensado en las consecuencias hasta ese momento.
Viola tomó el arma de la mujer y la preparó. La vi ajustar algunas cosas, revisarla. Sabía lo que hacía. Una vez lista, me miró a los ojos. Estaba cubierta de sangre y respiraba agitada, sin embargo, a diferencia de mí, notaba la seguridad y decisión en su rostro.
—¿Qué pasó? ¡No te me vayas a desmayar ahora! —murmuró, apenas emitiendo sonido, gesticulando solamente.
Negué con la cabeza, respiré profundo y le devolví la mirada con decisión. La situación me había tomado por sorpresa, era duro volver a enfrentar la muerte, pero estaba preparada.
—¿Estás lista? ¡Es ahora o nunca!
Tragué saliva y asentí con la cabeza. No sabía si estaba lista, pero lo estaría.
Con un asentimiento a manera de respuesta, Viola inhaló profundo, cargó el arma robada y entró a toda prisa al sitio en el que se escuchaba la rabieta del niño. Mientras tanto, yo esperé en posición mi momento de actuar, tal y como me había dicho.
—¿Encontraste al...? —preguntó una voz desconocida, en cuanto Viola se hizo visible a la luz de los reflectores. Sin embargo, el sonido quedó acallado por el ruido de disparos.
Primero fue una ráfaga. Hubo gritos generales. Niños y adultos emitieron una ola de exclamaciones sorpresivas. Luego, más disparos, esta vez provenientes de diferentes armas.
Ese era el momento. ¡Entré!
Corrí a toda prisa hacia el interior, con la cabeza baja, cubriéndome de la lluvia de destellos fugaces que recorrían de lado a lado la habitación. Era una balacera. No podía identificar quiénes sufrían, pero el rápido descenso en el sonido de los disparos permitía saber que estaban cayendo. Esperaba que Viola estuviese bien, de verdad que sí. Esa chica estaba loca, más que yo.
Llegué en menos de dos segundos con los niños cautivos. Era un rincón, en el cual estaban todos congregados, tirados pecho tierra, cubriéndose las cabezas. No estaban atados, ni encadenados, tan sólo estaban ahí, privados de su libertad. Cejas era el único que levantaba la vista, aterrado, buscando saber qué ocurría. Lo encontré con facilidad y le hice señas para que viniera conmigo. Al ver que el pequeño se levantaba y venía hacia mí, los otros cautivos comenzaron a mirarme con ojos de súplica.
«No... No me hagan esto, por favor», pensé para mis adentros. No podríamos sacarlos a todos, al menos no en ese momento. Había más gente abajo, que seguramente ya estaría subiendo con el ruido del tiroteo.
¿Ruido del tiroteo? Al darme cuenta, de un momento a otro, el ruido había parado. Escuchaba jadeos y quejidos, pero no más disparos.
Miré por instinto hacia el origen del caos. Mi corazón se aceleró al ver cuerpos, sangre y destrozos por todas partes. La habitación era amplia, con los cuatro muros completos. Algunos de los reflectores de luz blanca que colgaban del techo se balanceaban rotos, inservibles. Tres personas seguían de pie, y por desgracia, ninguna de ellas era Viola.
Cejas, que había llegado a mi lado, se cubrió detrás de mi espalda, temeroso, cuando dos de los tres que quedaron tras la revuelta, nos apuntaron con los cañones de sus metralletas.
—¡Hija de perra! ¡Hasta aquí llegaste! ¡Tírate al suelo! —espetó la mujer que me apuntaba directo a la cara.
—¡¿Ya está muerta la otra puta?! —preguntó el segundo individuo que no me apartaba la mirada de encima.
—Si no lo está, lo estará ya mismo —dijo el tercero, quien caminaba cojeando hacia un punto cercano a la entrada.
Mi respiración se agitó todavía más cuando lo noté. Detrás de un muro de contención semidestruido, de esos que usan en las autovías, alcanzaba a divisar la parte inferior del cuerpo de Viola. Había un charco de sangre que aumentaba en volumen debajo de ella.
—¡Al suelo, perra! —gritaba la mujer, mientras me hacía señas.
Escuchaba a Cejas llorando detrás de mí, y a los otros niños sollozando en el suelo. Yo también lloraba, pero lo hacía por dentro. Esa chica había dado su vida para salvar a un preciado amigo. Entendía lo que era eso, entendía ese sentimiento, pero ya no lo compartía. Hace tiempo, yo habría dado mi vida por un amigo, de hecho, la había dado. ¡Y estaba furiosa!
—¡Eso no se hace, Viola! —grité, sin contenerme—. ¡Más te vale estar viva, es... es... estúpida!
Escuché un disparo, y sentí un dolor repentino en mi costado derecho. Grité por el susto y la impresión. Bajé la vista y vi el agujero dejado en mi ropa por la bala. Había impactado en mi abdomen. Levanté la mirada. El cañón de la mujer que me apuntaba, humeaba.
—¡Te dije al suelo, ¿no entendiste?! —gritaba la mujer, desesperada.
Me llevé la mano a la herida, incrédula. Me habían disparado, de verdad me habían disparado.
Una serie de pasos llegaron, pertenecientes a las tropas del piso de abajo. Apenas entraron, se llevaron las manos a la cabeza al ver la masacre.
—¡¿Qué carajo pasó aquí?! —preguntó uno de ellos.
—¡¿Qué pasó?! ¡¿Me preguntas tú?! —cuestionó uno de los supervivientes—. ¡No hacen bien su guardia, se colaron dos putas mocosas!
—¡¿Dos niñas hicieron esto?! ¡¿Quiénes son los pendejos aquí?!
Mientras peleaban todos entre sí, yo seguía en shock. Todavía estaba furiosa. Veía el cuerpo de mi amiga, en el suelo, y recordaba a Néstor, en el comedor. Otro tonto que daba su vida en vano. ¡¿Por qué eran así?! No era justo. Yo... yo... los envidiaba. ¿Por qué todos podían morir, y yo no?
—Cierra los ojos Cejas —hablé, provocando que todos centraran su atención en mí—. Cierra los ojos y apártate.
—¡¿Pero qué...?! ¿Por qué sigues de pie? —preguntó la mujer que me había disparado. Acto seguido, desató dos detonaciones más. Sentí los impactos, uno en mi muslo derecho, otro en el hombro izquierdo.
Crispé el rostro al sentir el dolor, pero enseguida me recompuse. ¿Dolor? Eso no era dolor. Una simple bala atravesando mi cuerpo, no era comparable a unos dientes afilados desgarrando o masticando la piel, cortando tendones y succionando la sangre de mi cuerpo.
Seguí caminando, inamovible, hasta posicionarme delante de la mujer. Me miraba, aterrada, igual que todos los demás.
—Deja de... dispararme, maldita —balbuceé, todavía furiosa.
Boquiabierta y sin saber cómo reaccionar, ella intentó disparar una vez más, directo a mi pecho, sin embargo, en un arranque de ira, sostuve el cañón de su arma con una mano y tomé la espalda de la mujer con la otra. Grité, al tiempo que empujaba el arma directo contra su pecho, con una fuerza brutal, inhumana, la misma fuerza que yacía latente dentro de mí, aquella a la cual temía, aquella que venía de esas criaturas que se suponía, eran como yo: los kinianos.
La atravesó. La culata de su propia arma entró por su pecho y salió por su espalda. La mujer escupió sangre, sus ojos rodaron hasta quedar en blanco por la impresión. Cayó al suelo, sin vida, en medio de un tenso, silencioso y lúgubre ambiente creado por el despertar de un monstruo. Al menos tenía algo que agradecerles a estos malnacidos, me habían recordado lo que realmente era.
Giré la vista de forma amenazadora al siguiente objetivo. Estaba junto a mí. Lo sostuve por el cuello a mitad de su sorpresa y lo apreté fuerte, muy fuerte, tanto, que se rompió. Su cabeza colgó de lado, inerte, unida a su cuerpo por carne, sin el soporte de sus huesos.
El resto gritaron, aterrorizados, y comenzaron a disparar. Me moví de prisa, hasta alcanzar al hombre más cercano, aquel que estaba por rematar a Viola. Lo alcancé y lo empujé con todas mis fuerzas. Intentaba apartarlo, protegerme de los disparos con su cuerpo, pero en cuanto mis manos abiertas lo golpearon, en el pecho, la potencia le reventó las entrañas. Cubierta de sangre, impresionada por los alcances de mi fuerza, comencé a sentirme muy bien.
Levanté el muro de contención, evitando mirar el cuerpo de mi amiga, y lo usé para cubrirme de la lluvia de disparos. Escuchaba gritos y órdenes emitidas por los agresores, pero no me interesaban. En ese momento, sólo quería destruirlos. Y eso hice. Arrojé la inmensa mole de piedra contra ellos. Aplastó a tres de los cinco que se aglomeraban en la entrada, arrojándolos hacia el exterior, produciendo gran estruendo y provocando que el edificio entero se estremeciera.
Una nube de polvo de concreto se esparció como una neblina ligera. Sin perder tiempo, corrí hacia el punto de impacto, arrebaté una de las armas a los caídos y la blandí cual martillo para golpear en la cabeza a uno de los últimos que quedaban vivos. La cabeza salió disparada por el impacto y golpeó el muro que estaba a su lado, con fuerza, tan solo para rebotar de nuevo al piso. Finalmente divisé a la única mujer que quedaba. Al ver que iba tras ella, soltó su arma y comenzó a correr, pero era tarde para que la dejara huir.
La sostuve de su cabellera y paré su escape con fuerza, haciéndola caer al piso. Ella se giró, casi llorando, y buscó mis ojos.
—¡No! ¡No me mates, por favor! ¡Te lo suplico!
Presioné con más fuerza su cabello.
—Me... ¡¿Me suplicas?! —pregunté. Apenas podía hablar, estaba temblando de furia—. ¡¿Me suplicas?! ¡¿Y qué hay de todos esos niños que suplican por sus vidas allá adentro?!
—¡Lo sé, lo sé! ¡Ahora los entiendo! ¡P-Por favor! ¡Te lo ruego!
El aura que me envolvía aumentaba, notaba su luz iluminando casi todo el piso. Podía ver claramente el rostro aterrado de la mujer. Era casi de mi edad.
Oprimí con más fuerza su cabello. La levanté. Su cuerpo colgaba, mientras intentaba llevarse las manos a la cabeza, debido al dolor que le causaba mi acción.
La solté. Cayó al suelo.
—¡Largo! —grité—. ¡No vuelvas a...!
Estaba esperando a que saliera corriendo, sin embargo, noté que no se levantaba. Se encogía, se llevaba las manos al pecho. De pronto, no volvió a moverse. La mujer quedó estática. ¿Había sufrido un ataque cardiaco? Creo que llamaban a eso, karma instantáneo.
Aquel inesperado suceso me devolvió los pies a la tierra. Me di la vuelta y, entre la destrucción dejada a mi paso, descubrí varias siluetas mirándome con asombro. Los niños cautivos.
—¡Está viva!
Escuché el gritó de Cejas, venir de adentro de la habitación. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia su voz. Avancé entre los niños, quienes se apartaron para dejarme paso libre. Llegué a donde estaba Viola, Cejas estaba a su lado, sosteniendo su cabeza entre sus brazos. La chica aun respiraba, estaba sangrando mucho, pero seguía viva.
Por acto reflejo, también me revisé a mí. Me habían disparado, tenía los agujeros en la ropa, pero en mi cuerpo apenas había rasguños.
—Tiene mucha sangre, Kat, por favor sálvala —decía Cejas, llorando.
Revisé a la chica inconsciente. Sonreí.
—No es su sangre, Cejas, mira, le dieron en el pie. Va a estar bien si la sacamos de aquí, ¡vámonos, de prisa! Todos ustedes también, váyanse de aquí, huyan lejos. No dejen que esta gente los encuentre otra vez.
Los niños que miraban la escena a nuestro alrededor, respondieron con gestos de agradecimiento. Les respondí de igual forma, sinceramente feliz de haber ayudado. Y me sentía bien. Había sido una situación difícil, pero ahora me sentía lista para dar un nuevo paso en mi vida. Ser una kiniana no era para nada malo, ya era hora de conocer más sobre el origen de este poder.
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