30. Arak Dorado




En la terraza del piso 43 había una vista maravillosa. Llevaba un día en el lugar, muy a gusto por el cambio de ambiente. La Torre KOI era la sede para encuentros internacionales kinianos. Elegante, moderna y perfecta para mover personas de cualquier nacionalidad sin levantar sospechas.

La razón oficial había sido una solicitud de reunión con el amo de la Zona Tres, correspondiente al noreste del país. El cargo de un Amo Zonal era exclusivo del mundo kiniano; en el mundo humano, lo más parecido era un presidente.

Los vampiros legalizados viven como cualquier otro kiniano, igual que yo lo hice durante los primeros diecisiete años de mi vida. Apegados a las normas, se puede vivir de alimento sintetizado a partir de plantas, animales, o humanos legales. Sin embargo, los que no pueden —o no quieren— controlar los impulsos de la enfermedad, esa necesidad de sangre, el antojo insaciable que nunca se va, también existen; vampiros que, dominados por sus deseos, optan por vivir saciando su hambre a través de festines, carnavales, carnicerías, juegos y otras locuras enfermizas llenas de crueldad hacia la humanidad.

Pero no son tontos, no son barbáricos, lo hacen con cuidado, con extrema precaución, en sitios específicos y amparados por altas figuras políticas capaces de moverse en el marco legal, como el amo Velasco.

La historia de la existencia del vampirismo, y su evolución a lo largo de las eras, es muy larga e intrincada. Se requerirían varias vidas para entenderla por completo, sin embargo, dentro de esa inmensidad, hay un mito que nunca cambia, un mito que ha prevalecido por generaciones. La existencia de un ser superior, un vampiro único capaz de convertir a otros en sus leales sirvientes, un monstruo cuya sangre dio origen a todos los vampiros que existen en la actualidad, una criatura tan poderosa que es capaz de rivalizar con cualquiera de los Primeros: El Supremo, el primer vampiro, el portador original de la enfermedad.

Los vampiros del submundo, en el cual yo me encontraba ahora, se respetan únicamente bajo un concepto: miedo. Mientras más fuerte sea un vampiro, gana más influencia y poder. Obtener seguidores y lacayos, territorio, áreas de control, títulos, todo se gana infundiendo el terror. El Supremo es un mito porque nadie quiere creer que existe. En un mundo regido por el poder, aceptar que existe un ser inalcanzable, significaría que la libertad es una fantasía. Esa simple idea causa tanto terror y discordia, que cualquiera prefiere pensar que es un mito. Si El Supremo realmente existe, debe tener una buena razón para no salir al mundo y tomar el trono que le corresponde. Por el contrario, si no existe, entonces hay personas muy inteligentes que utilizan su nombre para ascender en la escalinata de las sombras.

Quienes se empeñan en decir que existe, o incluso se jactan de conocerlo —El Cocinero era un buen ejemplo—, solían ser vampiros tan poderosos o altaneros que, cuando admitían que servían a otro amo, era difícil creer que existiese alguien digno de su respeto. Aunque, por otra parte, también se decía que los que de verdad conocían a una deidad así, eran lo suficientemente sabios como para mantenerlo en secreto. Discernir entre la verdad y la mentira, con esas consideraciones, era muy difícil.

Velasco era listo, no por nada era un kiniano respetado como Amo Zonal, al mismo tiempo que manejaba diversos restaurantes que incluían trata ilegal de humanos. Él no gritaba a los cuatro vientos que tenía contacto con El Supremo, sino que, aquellos que lo conocían, lo intuían.

Era lógico para mí pensar que El Supremo de verdad existía, por la seriedad con la que el amo Velasco y Sullivan, mi maestro, hablaban sobre el tema. Sin embargo, ¿qué tal si se trataba de una organización, o era algún nombre clave para algún lugar? No lo sabía, no estaba seguro, sin embargo, de lo que estaba seguro, era de que pronto averiguaría la verdad. Y cuando lo hiciese, fuese la que fuese, encontraría una manera de liberar al mundo de las cadenas impuestas por esa falsa deidad envuelta en misterio y oscuridad.

Escuché la puerta de la terraza abrirse. No fue necesario voltear a ver quién lo había hecho. Seguí recargado en la barandilla, observando el paisaje. La ciudad de Monterrey estaba rodeada de un relieve montañoso majestuoso.

—¿Por qué no estás practicando, Kesen? La embajadora llegará mañana. ¿Ya perfeccionaste tu habilidad?

Sentí la brisa tranquila golpeando mi rostro.

—A falta de un sujeto de pruebas para confirmarlo, sí, creo que lo he conseguido —respondí.

El maestro Sullivan llegó a mi lado. Era sencillo identificarlo por su presión energética sin necesidad de mirarlo, era malo para ocultarla debido a su intensidad.

—No me convences, pero lo dejaré pasar esta vez. —Puso los brazos en el cristal que servía de soporte y me acompañó a mirar el horizonte—. ¿Te gusta lo que observas? ¿No te acompleja verlo desde arriba? ¿No extrañas las calles del mundo humano?

La pregunta me sacó una sonrisa. Sullivan era diferente a todos. A veces se molestaba, pero la calma era lo que más prevalecía en su semblante.

—Al principio —respondí—, ahora he entendido mi posición.

—Tu posición es aquella que quieras tomar, Kesen, no lo olvides —dijo él.

A veces me parecía extraño, era como si de verdad se preocupara por mí, en lugar de sólo entrenarme para cumplir un objetivo.

—Entiendo que debo dar lo mejor de mí —afirmé—. ¿Qué hay de la peliblanca? ¿Picó el anzuelo?

—No lo sabemos aún —respondió—. El Amo Velasco cree que ella caerá sin que tenga que hacer nada, pero yo pienso que, si es medianamente lista, no lo hará.

Suspiré. Por supuesto, ¿quién en su sano juicio se atrevería a hacer algo contra un Amo Zonal que, además, es uno de los Ojos del Supremo?

—Tiene razón, maestro, el amo Velasco necesitará otra estrategia. ¿Ha pensado en buscarla él mismo?

Sullivan negó con la cabeza.

—No puede acercarse a ella, el hecho de que los Primeros estén protegiéndola le da mala espina y prefiere mantener la distancia. Es lo indicado, hace lo correcto. No quiere perder la confianza que le tienen como amo de la Zona Cuatro.

—Entiendo —dije, meditando esas palabras—. ¿Pero no significa eso que ella podría saber algo sobre el amo?

Sullivan se encogió de hombros.

—Eso lo ignoro, pero si a él no le preocupa, tampoco debería preocuparte a ti, Kesen. Hay amenazas más grandes allá afuera, peores que una niña de academia que intenta derrocar a un gigante.

Inhalé profundo, me hice hacia atrás y lo miré a los ojos. Esas palabras habían dolido. Quizás él hablara de la peliblanca, pero también me había descrito a la perfección. ¿Qué era yo, sino un niño que intentaba derrocar a una deidad?

—Por más joven que sea, si su voluntad es fuerte puede resultar peligroso, maestro —hablé sin pensar, proyectando ánimos hacia mi subconsciente—. Deberíamos prestar más atención.

Él rio, negó con la cabeza, me dio la espalda y comenzó a alejarse.

—¿Y cuándo te volviste tan listo, como para creer que puedes enseñarme algo? —preguntó, bromeando, pero también dando fin a la conversación.

Yo sólo reí. La verdad es que tenía una muy buena razón para haber dicho eso. No por la peliblanca misteriosa, sino por mí. ¿Cómo podría aceptar que un medio-humano joven e inexperto, como yo, tenía una mínima posibilidad de asesinar a un ser supremo? La única forma, era creyendo en que, a pesar de ser débil, encontraría una forma de hacerlo.

***

Torre KOI, Monterrey, 3 de junio de 2019.

La llegada del helicóptero me hizo saber que era la hora de la verdad. Vestía saco blanco de doble cola, con un chaleco negro por debajo. Me acomodé el corbatín al espejo, frente al cual había colocado el cactus que alguna vez perteneció a Katziri. En el bolsillo izquierdo de la camisa, al nivel del corazón, llevaba una figurilla de bailarina; en el bolsillo del pantalón, una billetera especial; mi mano derecha estaba cubierta con un guantelete de motociclista que me recordaba a mi hermano y, en mi cuello, portaba una cadena de oro que terminaba en un colgante, presumiendo el blasón del amo Velasco. Todos estaban conmigo, acompañándome en un día tan importante.

Salí de mi habitación.

La Torre KOI era, de lejos, el lugar más bello en el que había estado en toda mi vida. Los ventanales transmitían una iluminación muy buena, brindando un ambiente de modernidad y riqueza que sólo los kinianos, o los humanos más ricos tenían el lujo de disfrutar.

Ascendí unos cuantos pisos en elevador, transité algunos pasillos y llegué a una puerta doble de madera; junto a esta, se encontraba Sullivan.

—Llegas a tiempo, Kesen, bien hecho —afirmó el hombre—. Ni tarde ni antes, esa cortesía la agradecerá la embajadora.

—Tal como me fue solicitado, maestro —dije, con una ligera inclinación de cabeza.

—Date prisa, y asegúrate de dejarla contenta para que pueda hablar con ella después de ti.

Sullivan me regaló una media sonrisa y extendió su mano hacia la puerta. Al otro lado estaba la embajadora enviada por El Supremo. Tendría que servirla como me fue enseñado todo este tiempo, y ella juzgaría si estaba listo para conocer al vampiro más antiguo.

—No te pongas nervioso —dijo Sullivan, al ver que titubeaba—. Has practicado, lo harás bien.

Asentí sin decir nada. Abrí la puerta. Sin embargo, en ese momento alguien salió, empujándome para atrás. Un hombre robusto, trajeado de blanco igual que el amo Velasco, igual que yo. Se detuvo a mirarme por un momento, de arriba abajo, y luego siguió su camino, cerrando la puerta detrás de él y avanzando a paso rápido hasta perderse de vista.

—Ignóralo —dijo Sullivan, cuando el kiniano ya se había ido—, se toma muy en serio su papel de Amo Zonal. Ahora ve.

Asentí con la cabeza. Ese era Fernández, amo de la Zona Tres y amigo del amo Velasco. Él pensaba que estábamos aquí para una reunión internacional de negocios relacionada con plantas de Kineanus vasydeus. No tenía idea de lo que se pactaba a sus espaldas.

Volví a centrar la vista al frente, y esta vez abrí la puerta con más seguridad. Entré.

Era una sala de reuniones, con una gran mesa redonda al centro, llena de sillas de aspecto caro. Las persianas estaban cerradas, y la iluminación —que constaba de veladoras bien acomodadas en candelabros— era tenue. Sólo había dos personas, de pie, que posaron sus miradas en mí en cuanto di un paso en el alfombrado interior.

—Ah, Kesen, al fin llegas —escuché la voz del Amo Velasco, más suave de lo normal—. Él es el muchacho, embajadora. La dejo en sus manos, le aseguro que quedará complacida.

El amo hizo un ademán de cortesía, el cual fue correspondido por la mujer que tenía delante. La embajadora.

—Es un placer —respondí, con una ligera reverencia de cortesía.

Esperé respuesta, pero no la hubo. Levanté la mirada, vi a la mujer. Tenía un velo característico de medio oriente, el cual cubría su cabello, mas no su rostro. Usaba anteojos, vestía un traje oscuro. Lucía seria y altiva.

Tras unos segundos de incertidumbre, ella sonrió con ligereza y asintió de forma afirmativa, aceptando mi saludo.

—He de retirarme —dijo el amo Velasco—, Fernández me está esperando. Te veré más tarde, Kesen.

El amo caminó hacia la salida sin quitarme la mirada de encima, hasta que llego a mi lado. Se detuvo un segundo para decirme algo al oído: «no me decepciones», murmuró, justo antes de salir y cerrar la puerta, dejándome solo, en mi última prueba.

Respiré profundo e intenté tragarme todos mis nervios. Escudriñé los alrededores y dejé que mis instintos me guiaran. En la sala había un mini bar, con tan sólo unas cuantas bebidas. Avancé directo hacia este.

En cuanto notó que empecé a moverme, la embajadora se cruzó de brazos y se sentó sobre la mesa, a medias, como si estuviese esperando algo.

Respiré profundo. Había pensado en una bebida especial para este momento, no cualquier coctel, sino una preparación casi completa.

Una botella de alcohol fino, papel filtro, almíbar y anís. Vertí un poco de agua en un recipiente, junto con el almíbar. Cerré los ojos y me concentré para cargar la mezcla con la cantidad justa de energía requerida. En pocos segundos, el líquido se tornó de color dorado luminoso y comenzó a hervir. Saqué un segundo envase de vidrio, dejé confluir las proporciones exactas de alcohol y esencia de anís en su interior; por último, hice pasar la mezcla dorada a través del papel filtro, asegurándome de que no perdiera la carga energética.

Traspasé la bebida a una coctelera y la agité con cuidado, dándole un segundo toque de energía. Era muy importante emitir únicamente las cantidades deseadas, o podría arruinar el sabor y la consistencia de la bebida. Tener un control energético superior era clave en el proceso.

Tras unos minutos de labor, di por concluida la misión. Serví el contenido de la coctelera en una sola copa. El líquido fluyó, armonioso, igual que una cascada rebosante de energía dorada. El olor del alcohol era fuerte, pero se volvía suave, dulce y delicado al combinarse con el anís.

Sostuve la copa, miré a la embajadora y me dirigí a ella con paso firme, decidido. Me detuve al estar al frente. Con una mano a la espalda y la otra extendida hacia ella, le hice entrega de una de las bebidas más raras y caras del mundo kiniano.

Arak Dorado, con un fino toque etéreo —dije.

La mujer sostuvo la copa y la miró de forma inquisitiva. Estaba tan acostumbrado a que todos bebieran apenas recibir el coctel, que me impresioné al darme cuenta de que ella no lo hiciera.

Sostenía la copa en alto, a centímetros de su rostro. La giraba despacio, observándola desde diversos ángulos. La subió, la bajó, dio unas cuantas vueltas al líquido en su interior con suaves movimientos de muñeca. Estaba juzgándola, y parecía muy minuciosa. Por un momento pensé que la arrojaría al suelo, como hizo Rica, en su momento, pero, finalmente, la bebió.

Lo hizo despacio, con clase, hasta que no quedó ni una gota en la copa. Observé la esencia etérea invadirla por completo, mientras mantenía su rostro inexpresivo.

Cuando hubo terminado, me extendió el objeto de vuelta sin decir nada. Recibí la copa, en silencio; la llevé al mini bar, la dejé sobre la mesilla y me quedé ahí, estático. Estaba pensando... ¿qué estaba pensando? Yo... ella... yo... la bebida... ¡La embajadora no había dicho nada! ¡¿Qué significaba eso?! Me estaba poniendo realmente nervioso. Nunca antes alguien había reaccionado así a mis bebi...

—Te enseñaron bien —habló ella. Escuché su voz por primera vez. Tenía un acento curioso—. Siéntate, por favor. Permíteme conocerte un poco mejor, a mi amo le interesa, no sólo aquello que puedes hacer, sino también lo que puedes decir.

Dirigí una mirada fugaz a la embajadora, ella me observaba con una expresión de curiosidad y paciencia.

Inhalé profundo, me paré firme. No decepcionaría a nadie. La bailarina que tenía cerca de mi corazón, la billetera y el guantelete. Aunque estuviesen muertas, las personas que me importaban estaban conmigo para darme el valor que requería. Cumpliría con cualquier prueba o examen que esta mensajera tuviese para mí, y así, habría dado el primer paso hacia la desaparición del submundo de los vampiros. El momento había llegado, mi reto empezaba en ese preciso instante.


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