14. Un hombre misterioso
Me encontraba en el balcón de una cafetería, ubicada en el piso más alto del edificio al frente del Palacio de Bellas Artes. La vista era hermosa, llena de árboles pertenecientes a la Alameda Central. La brisa fresca de las alturas acariciaba mi rostro. Otra vez tenía mi cuerpo, y era libre de nuevo, al menos hasta donde el trato que había hecho me lo permitía.
Se suponía que este era el punto en el que me encontraría con él, quien se suponía era mi verdadero padre.
Sólo había pasado un día desde mi encuentro con los Sabios. Logré ver a Selene para asegurarme de que estaba bien, y para darle confianza. Tomé posesión de ella, tal y como me habían indicado, pero aún no era apta para unirse a la sociedad, conmigo, a donde a mí me enviarían. Le ayudarían a integrarse, al menos eso habían dicho, y no me quedaba otra opción sino confiar en lo que decían. Confiar... Eso era algo que tendría que volver a practicar. Por el momento estaba conforme con el desenlace de los hechos.
—Buenos días, criatura —habló con acento español un hombre desconocido, a mi espalda—. Katziri, ¿verdad? Es un bello nombre, digno de tus raíces.
Iba a girarme para mirar al portador de aquellas palabras, pero para cuando lo intenté, ya estaba frente a mí, realizando una reverencia como si fuese de la realeza. Olía a roble, como un anciano, pero no debía tener más de cuarenta años.
No dije nada, sólo desvié la mirada, apenada.
Dibujó una media sonrisa, debajo de su bigote. Era alto, de rasgos europeos. Tenía un aspecto imponente, pero las flores que llevaba en mano atenuaban su intimidante presencia.
Insistió en que recibiera las flores, así que eso hice. Vestía una larga gabardina negra, que ondeó cuando se sentó a la mesilla. Su cabello era oscuro como la noche, y le llegaba a la mitad de la espalda. Usaba gafas de sol, aunque era un día nublado.
Apenas tomó asiento, se quitó las gafas para dejar a la vista un par de ojos amistosos, completando, en conjunto, un rostro lleno de preocupación, alivio e interés real.
—Hace un par de días me enteré de tu existencia, Kat. Así como tú acabas de descubrir la mía.
No sabía por qué, pero el hombre me transmitía calma. Desde el primer momento en que lo vi, noté algo diferente en él, algo único, algo que lo hacía lucir diferente al resto. El aura de este hombre no era sólo dorada, sino que destellaba un reconfortante color azul.
Al darse cuenta de que lo observaba, apoyó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos de sus manos bajo su barbilla y sonrió.
—Mi nombre es Kei —dijo—. Que no te extrañe escuchar nombres con K, es una... tradición milenaria. A eso me refería cuando mencionaste el tuyo, Katziri.
Seguí en silencio. La situación me parecía demasiado surreal. Nunca había pensado que conocería a mi padre, y mucho menos imaginé que sería alguien como él.
—Entonces, ¿es cierto? —pregunté—. Eres mi padre, y ni tú ni yo somos humanos.
El hombre asintió con la cabeza.
—No lo somos, y debes alegrarte por ello. Eres una kiniana, inmortal. Nosotros somos privilegiados entre mortales. Tu vida apenas está comenzando, hija mía, y yo me encargaré de guiarte por el camino adecuado.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué lo harías? Apenas me conoces, ¿cómo podrías saber cuál es el camino adecuado para mí? Ni siquiera somos del mismo país.
Hice ademán de levantarme. Todo esto me estaba cansando. Padre real o no, era tarde para ello.
El hombre extendió su mano para detenerme. No me tocó, pero sí pidió permiso para hacerlo. Lo concedí.
—¿No lo sientes? —preguntó, levantando mi mano a la altura de mi rostro—. La conexión, Ziri. ¿Puedo llamarte Ziri?
Asentí sin pensar. No me incomodó el tacto, porque el hombre usaba guantes blancos. A pesar de ello, el aura de ambos surgía por encima de las prendas. Tardé unos momentos en percibirlo, pero cuando lo hice, una sonrisa se me escapó. El resplandor dorado y azul, titilaba en armonía cuando entrábamos en contacto. Era hermoso.
—Es por esto —siguió hablando el hombre—. Somos familia, ¿puedes verlo? Verdadera familia. Sólo tú y yo podemos distinguir el color de nuestra familia.
—¿Sólo tú y yo? —lo cuestioné.
Sonrió.
—Así es, ¿alguna vez habías visto otro kiniano con un aura igual a la tuya?
Lo miré con más dudas que comprensión marcadas en mi rostro.
Su sonrisa se convirtió en risa.
—Disculpa, se me olvida que no sabes nada sobre este mundo. Se supone que todo esto lo aprenderás en la Academia, pero al menos puedo decirte que es natural que hayas despertado tu poder a esta edad. Los niños kinianos alcanzan la madurez entre los 15 y los 20 años —explicó Kei—. Alcanzar la madurez significa liberar tu forma etérea, «alma» la llaman los humanos. Ellos no pueden verla, ¿sabes? Es curioso, se jactan de tener alma, cuando realmente lo que ellos tienen, se llama esencia —dejó escapar una risa elegante antes de continuar—. Ahora que has madurado podrás utilizar energía, aprenderás muchas cosas nuevas, y no podría estar más feliz de saber que tengo una hija.
Esta vez entendí mejor.
—Comprendo —dije, procesando toda la información—. Si de verdad eres mi padre, me gustaría hacerte una pregunta incómoda. ¿Por qué abandonaste a mi madre?
El hombre soltó mi mano y se hizo hacia atrás en el respaldo de su asiento.
—No lo hice, pequeña. Yo... no estoy seguro de que sea el indicado para decírtelo, pero tu madre y yo tuvimos diferencias hace mucho tiempo. Decidimos separarnos, ella nunca me dijo nada.
Guardé silencio por un momento. Mamá siempre dijo que no tenía padre, y siempre lo creí así. Nunca se notaba molesta con un hombre, ni tampoco tenía fotografías o alguna pista de ello. De verdad actuaba como si nunca hubiese tenido uno. ¿Sería esta la razón? ¿Era un kiniano, y no podía decirlo? ¿Tal vez trató de apartarme de este mundo, a sabiendas de ello? Nunca antes me había preguntado nada sobre mi proveniencia, siempre había sido algo irrelevante para mí. Jamás hubiese creído que mi vida escondía tantos misterios.
—Entonces —retomé la palabra—, ¿no me odias, no me abandonaste, ni tampoco eres una especie de padre desobligado?
Kei soltó una risa leve, después calló. Todavía con una sonrisa, me miró directo a los ojos y extendió su mano, muy despacio, para tocar mi mejilla.
Al principio me alejé, odiaba que otras personas me tocaran, pero después, sin apenas saber por qué, me incliné hacia delante para aceptar su tacto. Él me miró con ojos llenos de amor, algo que no había visto desde hace mucho, mucho tiempo.
—Nunca, querida hija. Nunca te hubiese abandonado de haber en dónde estabas, quién eras, cómo encontrarte. El vínculo que tenemos, la armonía en el azul de nuestra huella energética es la prueba. —Acarició mi mejilla con el pulgar—. Estando aquí, frente a ti, puedo confirmarlo. Eres mi hija, no tengo duda de eso, y no volveré a dejarte nunca más.
No sabía cómo sentirme ante las palabras de este hombre. ¿Qué esperaba? ¿Que lo abrazara y le dijera, «hola papá, no te había visto en dieciocho años, pero te amo»? No, no podía.
—Entonces, Kei —dije, apartando la mirada—. ¿Qué sucederá conmigo a partir de ahora? ¿Seguiré siendo prisionera?
El hombre frunció el ceño, tornando su rostro de una forma seria. Asustaba.
—¿Prisionera? —me preguntó.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
—Bueno yo... ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? —admití.
El hombre suspiró. Se colocó sus gafas, guardó sus manos en los bolsillos y recargó la espalda en la silla.
—Comprendo —dijo, aún con un tono serio—. Eres precavida, eso me agrada. Sin embargo, no puedo ignorar lo que dijiste. ¿Alguien te tuvo prisionera todo este tiempo? ¿Por eso no supe nada de ti?
—¡No! —me apresuré a decir, pensando en que había malentendido mis palabras—. ¡Mi madre fue maravillosa! Me refiero a... —Desvié la mirada—. Lo siento, quisiera guardarlo para mí. Es algo que, si tengo la oportunidad, me gustaría solucionar por mí misma. No tienes por qué saber la parte oscura que me trajo aquí.
El hombre se relajó un poco, pero no del todo.
—Una digna heredera, sin duda —dijo, más para sí mismo que para mí. Luego agregó en un volumen mayor—. Tranquila, sé que la confianza se gana. No me inmiscuiré en tu vida más allá de lo que quieras pedirme. Al fin y al cabo, no tengo derecho a llamarme tu «padre» a estas alturas. —Suspiró—. A pesar de ello, ya he dicho que no volveré a abandonarte, te aseguro que tendrás todo lo que necesites, con creces.
Esas palabras me hicieron sentir mal. De verdad que el hombre me parecía de confianza, quería contarle sobre el comedor, sobre Velasco y los vampiros, pero no podía arriesgarme a involucrarlo también. Primero necesitaba analizar la situación, comprender todo lo que estaba ocurriendo.
—Lo siento —dije de nuevo, cabizbaja.
Kei miró hacia el horizonte lejano.
—No hay necesidad, si tu respuesta hubiese sido otra me habría decepcionado —dijo él—. Sin embargo, que alguien se meta con mi familia es algo que no perdono. Si te han hecho algo, te aseguro que pagarán por ello, sea quien sea.
Noté como ese hombre apretaba un puño con fuerza. La verdad es que sí que asustaba, pero de forma positiva.
Exhaló para tranquilizarse.
—Me informaron que ibas a cursar el aprendizaje básico en una academia mexicana.
Cambió el tema, algo que agradecí.
—Necesito algo de tiempo para asimilar todo, eres de Europa, ¿verdad? Me dijeron que debía trasladarme hacia allá, pero me negué. Lo siento.
Me miró.
—Tranquila, lo entiendo —dijo—, además los padres no son admitidos en las academias. Pero quiero que sepas que tienes un hogar al cual volver. Tendrás tu propia habitación, y podremos decorarla juntos si así lo deseas.
No pude evitar reír un poco. No podía creer que de verdad estuviese pensando en la decoración de un dormitorio. ¿Un hogar? Se escuchaba a algo muy lejano para mí. ¿Qué estaba sucediendo? La vida de pronto estaba siendo demasiado buena conmigo.
—Muchas gracias, de verdad, Kei.
—Entonces, ¿te gusta el café etéreo? Deberían servir uno muy bueno aquí. Te lo recomiendo.
—Nunca había escuchado algo como eso —respondí con la verdad.
Él sonrió.
—Ya probarás eso y más. Te llevaré a conocer tu nueva academia cuando salgamos, me aseguré de encontrarte la mejor de por aquí.
—¿L-La mejor? No... No era necesario, Kei.
Él sólo comenzó a reír, y yo lo imité sin poder ocultar los nervios.
No supe por qué, pero de pronto sonreí. Aunque había pasado por cosas horribles en los últimos días, ahora sentía que, mientras estuviera viva, podría encontrar solución para todo. Si todo lo que Kei había dicho tenía un mínimo de verdad, entonces pronto tendría todo lo necesario para rehacer mis objetivos y cumplirlos con creces.
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