10. La armadura de Kendra


La resistencia de mis brazos y piernas me llevaba al límite, al tiempo que ese sonido vibrante seguía removiendo mis entrañas como un animal que nadaba por mi interior. Tenía nauseas, quería vomitar.

Pero no me rendí. Levanté mi cabeza con toda mi fuerza y voluntad, luego una rodilla, la otra... me puse de pie temblorosa. Apreté mis puños y me erguí, luché contra esa fuerza invisible. Poco a poco una gran cantidad de energía se fue acumulando en mi interior, energía que luchaba por salir, retenida por esas ondas resonantes que atormentaban mi ser.

Pero no... eso no era nada. Esa prisión falsa no era dolor, no era locura ni desesperación. Y entonces, dejando salir a tope mi voluntad, acompañada de un grito intenso que liberó toda mi frustración, una onda de energía azul emanó de mí, expandiéndose en todas direcciones y contrarrestando el envolvente sonido grave con uno agudo que reventó todos los cristales del sitio. Después de aquello, el extraño fenómeno que me retenía terminó.

Estaba jadeando. Aún escuchaba cristales cayendo cuando supe que estaba libre. No tenía idea de lo que había hecho, ni de qué estaba sucediendo, pero la situación era real. No era otro sueño, no era una pesadilla. De verdad sostenía la armadura de Kendra, en la exposición de reliquias kinianas, debajo de la torre Latino. ¡¿Qué diablos había pasado?!

Extendí la palma de mi mano y la observé. Mi aura ardía más que nunca, alborotada. La luz que emanaba se concentraba en mi palma cuando la miraba, igual que cuando intenté usarla en el teatro. Apenas noté el suceso, la luz se aglomeró para formar una esfera, pero perdió su forma casi al instante, volatilizándose como una especie de llama. La energía daba luz, una luz dorada cálida y acogedora. Me gustaba la similitud con el fuego. Ser una kiniana me maravillaba y me aterraba a la vez.

«Calma, tranquila, respira. Ya no estás soñando, tienes que pensar en algo antes de que...». Una alarma se disparó de pronto. Grité por la impresión, asustada, buscando entre la oscuridad. Tenía que huir a toda prisa.

Todavía desorientada por lo que acababa de ocurrir, me dispuse a correr hacia la salida, sin embargo, al hacerlo, golpeé algo con mi pie. Agitada, bajé la mirada y vi una de las grebas de la armadura rodar por el piso. En ese momento un sentimiento de estupidez me invadió.

Esto era... lo que quería, ¿o no? Mi subconsciente me había llevado hasta aquí. ¿Acaso no había dicho que, si tuviera la Armadura de Kendra, podría hacerle frente a lo que fuera?

De pronto, las emociones que me atormentaron tanto, aquellas que seguro terminaron produciendo ese extraño sueño, volvieron a mí. Viola y Perro muertos, Selene atrapada, Mateo traicionándome, mamá sin reconocerme.

Me agaché y levanté la pieza. La observé con cuidado. Sus escamas negras devolvían un opaco reflejo a la luz de mi aura energética descontrolada. Giré la vista y observé el resto de piezas, cerca de mis pies. La posibilidad de dar un giro a ese horrible destino, de honrar la memoria de los que partieron y de ayudar a quienes seguían sufriendo, estaba frente a mí. Tal vez nunca volvería a tener una oportunidad así, ¿la desperdiciaría? No, no huiría esta vez. Ya había huido suficiente este día.

Tomé aire para tranquilizarme. El caos seguía reinando a mi alrededor, pero esos segundos eran primordiales para prepararme. Al igual que cuando escapé de mi celda, tendría que estar preparada para morir.

—Viola —murmuré—, hoy no habrá frustración. Si no lo consigo, moriré luchando por evitar que otros sufran lo mismo que yo, igual que tú.

Y tras una gran exhalación, palmeé mis mejillas para activarme. Si el poder era lo que regía al mundo, entonces era hora de usar la armadura para algo bueno. Ya nada me importaba, no tenía nada que perder. Era todo o nada.

A toda prisa, comencé a quitarme la ropa. Lancé al suelo mi sudadera vieja y mi pantalón de licra desgastados. Extendí la palma de mi mano e, igual que antes, traté de canalizar la energía a través de ella. Funcionó. No era complicado, se sentía natural. Una pequeña ráfaga dorada impactó en las prendas de ropa, haciendo que ardieran en un torrente de luz antes de desintegrarse.

«Así que eso hace», me dije, luego de ver el efecto. Me venía bien, así no dejaría rastros.

Recogí la parte más grande de la armadura, pensando en cómo ponérmela, sin embargo, al sostenerla frente a mí, la pieza se movió por sí sola, buscando mi cuerpo hasta encontrar su sitio ideal. La sentí ajustarse, apretándome por la cintura y espalda. Corrigió lo poco que pudo de mi postura y se unió a mí como un corsé. Los guardabrazos y guanteletes se acoplaron a mi cuerpo igual que el resto de la armadura. La parte de mis muslos quedó expuesta, y el escote, que antes pensaba no podría llenar, se redujo para guardar mi talla. Era muy cómoda, a pesar de que sentía la presión, podía respirar y moverme a la perfección. Transmitía una sensación de seguridad que me daba confianza.

Esa no era una armadura, era una obra de arte. Sentía una gran energía fluyendo por mi cuerpo. ¿Qué tipo de poder me daría el vestir la prenda de una diosa? Esperaba que fuese suficiente para enfrentar a otros kinianos. Si iban a atraparme, por lo menos daría batalla.

El momento había llegado.

Inhalé profundo antes de comenzar. Tendría que ir un paso más allá, explotar límites que ni siquiera conocía. Para fortuna mía, eso era algo que siempre hacía en el ballet, superar mis límites una y otra vez. Exhalé, fijé la vista al frente, dispuesta a no volver a mirar atrás y, con una zancada veloz, salí disparada como un bólido hacia delante, a una gran velocidad.

El viento me ahogó por un instante, me sorprendió. Traté de parar, pero la inercia me hizo derribar una decena de expositores para frenar por completo. Terminé empolvada, pero sin un rasguño. Mis manos temblaban de la emoción. Sabía que el cuerpo que tenía era diferente al de un humano normal. Era fuerte y rápida, lo había descubierto en el altercado de los niños secuestrados, sin embargo, esto estaba completamente fuera de toda lógica. ¡De verdad me sentía como una diosa! ¡La armadura era lo máximo!

Armada de confianza y valor retomé la marcha. Atravesé el museo en un santiamén. Todo era un desastre. Las vitrinas estaban rotas y... y... ¡había un guardia! Pero estaba inconsciente, en una extraña posición de reverencia, como la estatua de mi sueño. Acaso... ¿yo había hecho todo eso? ¡¿P-Pero cómo?! Tendría que reflexionar después sobre lo ocurrido, si sobrevivía.

Llegué en menos de un segundo a la entrada del ascensor, la reventé por completo con un disparo energético. Rompí la trampilla de la parte alta del cubo metálico y salí al túnel que llevaba a la superficie. Miré arriba, había más de cinco pisos de altura.

No lo pensé, sólo salté. Salté tan alto que me mareé por un momento, pero rápidamente recuperé la cordura para alcanzar a sostenerme de una saliente y volver a impulsarme hacia arriba. Uno, dos, tres pisos. Estaba llena de adrenalina, quizás por el sueño, quizás por la situación. Fuera como fuere, y sin darme cuenta, comencé a reír. Me sentía poderosa, me sentía como nunca antes. Viva. Viva de verdad.

Volé la puerta de la planta baja en la torre Latino y atravesé corriendo el vestíbulo mientras la alarma continuaba sonando por todas partes.

Paré en seco al llegar ante las puertas de cristal. Un sinnúmero de luces rojiazules alumbraban el oscuro exterior. Había policías esperando afuera, y no eran sólo humanos. Entre las siluetas que alcanzaba a divisar, distinguía algunas que emanaban auras doradas. Kinianos. Era de esperarse, al fin y al cabo había irrumpido en su torre.

Troné la lengua mientras pensaba en mis posibilidades.

Era la segunda vez que tenía que salir a toda prisa de ese lugar, perseguida por las autoridades. Al pensar en ello, no pude evitar reír. Si la primera vez había funcionado, ¿por qué no intentarlo una segunda?

—No hay escapatoria, sal por voluntad propia.

Escuchaba el megáfono de los oficiales llamarme, apuntándome con luces que me obligaban a cubrir mi rostro.

Puse una rodilla en el suelo y me acomodé en posición de carrera. Fijé la vista adelante, en la puerta de vidrio que daba al exterior de la torre. Me sentía eufórica, llena de energía, tanto, que alcanzaba a verla chisporrotear a mi alrededor igual que una bobina de tesla.

—No te muev...

Una explosión silenció al oficial que intentaba darme instrucciones. Mi salida causó una onda supersónica que rompió toda la cristalería de los primeros pisos de la torre. La entrada, por supuesto, voló en mil pedazos cuando la atravesé a toda potencia.

Eso fue sorprendente incluso para mí. El desplante fue tremendo. El viento golpeó mi cara como una cuchilla helada y mi risa quedó atrás porque me moví mucho más rápido que esta. Caí sobre el toldo de una patrulla y salté a lo alto del edificio de enfrente. No miré atrás. Me prensé del alfeizar de una ventana que fácilmente pudo ser del décimo piso y volví a impulsarme hacia arriba, una, dos veces, hasta alcanzar el tejado.

No sé si lograron verme entre el polvo y los restos de cristal que se esparcieron por toda la zona, pero nadie vino tras de mí. Lo único que me seguía era una estela de energía dorada y azul, alargándose por la velocidad. Sólo había un destino en mi mente, y era hora de cerrar un ciclo importante en mi vida, ¿o en mi muerte?

***

Iba rápido, muy rápido. Mi velocidad destruía todo cristal a mi paso, y mis pies hacían huecos en donde aterrizaban mis saltos. Sentía que volaba, pero sólo saltaba entre los techos, a toda velocidad, mientras seguía riendo por la inmensa sensación de libertad que me invadía.

Las emociones se agolpaban en mi interior, la realidad era mil veces mejor que un sueño. La Ciudad de México pasaba a mis lados como una película acelerada. El Estadio Azteca es lo último que atravesé, de lado a lado, corriendo como un cometa en la oscuridad de la noche. Salté por sus tribunas y ajusticié sus gigantescos muros con potentes saltos. Y después de unos cuantos segundos, ya estaba en mi destino, porque, sí, eso es lo que tardé, segundos, en llegar desde la Torre Latinoamericana, hasta la calle Bruselas, al extremo sur de la ciudad.

Paré en seco, barriéndome sobre el concreto de una azotea. Dejé dos canales al frenar, acompañando mi aterrizaje con polvo y un sonido ardiente. En alto total, moví un poco mis botas, haciéndolas sonar contra el suelo. La armadura negra no tenía ni un rasguño. ¡Era lo mejor que podía existir!

Salí de los surcos dejados por mis pies para pararme en la orilla del edificio. Las alarmas de los autos aún sonaban a lo lejos, obra de mi desplazamiento supersónico. Había dejado un rastro que los kinianos, la policía o quienes fueran, no tardarían en seguir. Tenía que darme prisa.

Miré hacia abajo. Ni siquiera sentía vértigo a pesar de estar tan alto. En ese momento me sentía poseída por una fuerza abrumadora, por el espíritu de una diosa. Nada podría detenerme. Y mi voluntad se enervó aún más cuando alcancé a ver ese gran logotipo de cocodrilo sobre la marquesina de enfrente. El lugar en el que estuve presa por tanto tiempo: el comedor.

Había llegado el momento, no me echaría para atrás. Sabía que habría kinianos en el interior, pero no cuántos. Quizás tendría que enfrentarme a Rica, o a ese tal Sullivan, aquel que me llevó al comedor en primer lugar. ¿Y si estaba Velasco dentro? Si era jefe de los otros dos, seguro sería más complicado, pero esperaba que la fuerza de la armadura bastara.

De pronto me asaltó un pensamiento atemorizante: Mateo. ¿Qué es lo que haría cuando encontrara a Mateo? No estaba preparada para responder a eso todavía, así que mejor fijé la entrada del restaurante como mi blanco, y me dispuse a entrar.

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