47. Madam Grinch
47. Madam Grinch
REGINA
Llevo unos cinco minutos viendo fijamente la cajita negra de Cartier en mi mano derecha y la roja en mi izquierda.
«¿Y si no le gusta?».
Sacudo la cabeza. Me siento decepcionada de mí misma. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Cierro los ojos con fuerza y al abrirlos me centro en cualquier cosa que pueda mantener mi mente ocupada porque no me gusta cómo me estoy sintiendo.
Coloco mi dichoso móvil sobre la cómoda y me dedico a observarlo, como si fuera lo más interesante que existe. Lo detallo minuciosamente. Por culpa de la escoria humana tuve que comprar otro. Un IPhone negro de este año con Nerón siendo su fondo de pantalla. Como es de mi uso personal, hay pocos contactos registrados, entre ellos, uno en específico que... Tomo aire, busco el número. Pienso... pienso... pienso...
—¡Argh!
Voy directa al salón luchando por mantener la mente en blanco. El marsala me guiña el ojo cuando paso a su lado por lo que me apresuro a coger una manzana y vuelvo casi corriendo a mi habitación.
Doy un mordisco a la fruta mientras busco qué ropa ponerme. No consigo decidirme, así que me quedo con el albornoz. Me fijo en la manzana antes de darle otro mordisco. Al diavolo! Me acerco a mi móvil con decisión. Busco su número y lo marco. Mi corazón enloquece. Cuelgo antes de que dé un tono.
«Estás actuado como una cobarde».
Y yo no soy una cobarde.
Siempre obtengo lo que quiero, ¿no?
Apoyo mi mano en el ventanal y repiqueteo mis uñas rítmicamente. Contengo la respiración. Levanto el IPhone a nivel de mi rostro y hago la llamada en altavoz.
—El número marcado no se encuentra disponible en estos momentos. Deje su mensaje después del to... —cuelgo y descanso mi frente sobre el cristal
***
Cuatro horas después...
Convoco a mis guardaespaldas en el salón. En cuanto les explico mis planes, Mashiro frunce más el ceño. Rivers pierde el equilibrio apoyándose en la pared y Enrique se ahoga con el chocolate caliente.
—No me miren de esa forma —cambio mi peso de una pierna a otra.
—¿Escuché bien? —Rivers luce incrédulo—. ¿Quieres que lo llevemos nosotros?
—Quiero hacerlo personalmente —aclaro.
—¡¿Quién eres y qué hiciste con Regina Azzarelli?! —me cruzo de brazos y alzo una ceja—. Perdona, jefa. Es que por primera vez en años escucho que... —Enrique lo golpea en la cabeza—. Mierda.
—Como ordene, madam —Enrique asiente en mi dirección—. ¿Va a conducir? ¿Qué coche llevará?
—Preparen el Bentley, Rivers maneja.
Arrastra a Rivers fuera del salón. Mashiro se queda como estatua esperando a que termine de arreglarme. Me mentalizo con que ya he tomado una decisión y no hay vuelta atrás.
No.hay.vuelta.atrás.
Enfrentaré este reto como he hecho todo en mi vida: sin rodeos.
***
Miro la casa con el ceño fruncido. Esperaba encontrarme un cuchitril. Está posicionada en un barrio decente. Repaso las caras de los familiares principales en mi IPad. Enrique me pasó informe completo. No me gusta sentirme ignorante. Ah, con razón. El padre es jefe de departamento en una empresa de bienes raíces. Debió conseguirla de ganga.
Verifico en el espejo de mi neceser que todo esté bien con mi maquillaje antes de salir del Bentley. Cabello suelto con ondas sutiles. Miro hacia abajo para comprobar que estoy en perfecto estado. Mi abrigo negro cubre un vestido rojo que me llega por encima de las rodillas y un cinturón lo amolda a mi cintura. El detalle más llamativo son mis botas altas Jimmy Choo. Perfecto. Luzco impecable. Sencilla. Espectacularmente sencilla.
Sé que no vengo a una gala.
Mi determinación se diluye a medida que me acerco a la casa y veo las coloridas decoraciones exteriores. Es una mala idea. Una pésima idea. Estoy a punto de complicarme la vida. No quiero ni necesito adquirir ese tipo de estrés.
Doy media vuelta rumbo al Bentley.
—Mashiro, detenme —ordeno, a regañadientes, y me sujeta del brazo—. ¡Suéltame, maldita sea! —forcejeo.
—Pero, madam...
Le tiendo mi brazo.
—¡La idea es que no me sueltes e impidas que regrese al coche!
Pillo a Enrique rodando los ojos. Mashiro, sin entender nada, vuelve a sujetarme al tiempo que se abre la puerta de la casa. Recupero la compostura antes de darle la cara a quien sea que haya salido.
Un chico que no debe pasar los diecisiete años acompaña a una niña pequeña. En las manos de la mocosa hay una bandeja con zanahorias. Ambos se disponen a clavarlas en las cabezas de varios muñecos de nieve. Me acerco a ellos y, sin prevenirlo, suelto tremendo grito cuando me fijo que un perro de tamaño mediano, con ridículo suéter navideño y astas de reno, se me viene encima.
—¡Tiene las patas sucias! —me escudo tras Enrique.
—¡Otto! —lo llama el chico.
El saco de pulgas obedece de inmediato. Inclino la cabeza y reconozco a la mocosa. Es su sobrina. Su expresión aterrada me indica que también se acuerda de mí. Antes de que pueda decir algo, comienza a gritar y tira de la camisa del chico de regreso a la casa. Cierra de un portazo. El perro ladra. Abre de nuevo, lo rescata y vuelve a cerrar.
Dentro, el bullicio y la música cesan de pronto.
—¡VINO MORGANAAAAA! —escucho.
Inflo mis carrillos y libero aire.
«Adiós entrada discreta».
Miro a Enrique y Mashiro antes de avanzar. Las manos me tiemblan ligeramente. La puerta se abre justo cuando voy a tocar. Un hombre atractivo con gran parecido a Alonso me mira de abajo arriba con interés. Nathaniel Roswaltt. Uno de los mellizos y striptease.
—Santa se lució con mi regalo este año —me sonríe, seductor.
Me aclaro la garganta.
—Estoy buscando a Alonso Roswaltt —soy tajante. A lo lejos, varias cabezas se asoman para mirarme.
Entorna los ojos, reconociéndome y perdiendo el toque de amabilidad.
—¿Qué quieres de él? ¿Causarle más problemas? —espeta, molesto.
—Vine a recuperarlo y es todo lo que te diré —mascullo.
Una versión femenina de Alonso suelta un pequeño grito, causando que más curiosos se asomen tras suyo. No fallo: Milena Roswaltt, becada en la carrera de relaciones públicas. La menor de los hermanos.
—¿Regina Azzarelli? —asiento, precavida y empuja a su hermano para tirar de mi brazo.
Me tenso por su repentina efusividad. Enrique y Mashiro se quedan en la entrada mientras me arrastran dentro. La presión de ser observada y juzgada me envuelve. Hay muchas personas reunidas principalmente en el salón. No esperaba encontrarme con tanta gente. Son una familia numerosa que me guarda resentimiento, sin entender que no apunté a las bolas de su bebé con un arma para que me follara.
—¿Esa es la bruja que vio Sofía? —cuchichea una mujer mayor a otra, dándome un repaso.
—Es la mujer de las noticias.
Todos me miran con curiosidad.
—¿No estás enojada conmigo? —le pregunto a Milena.
—Dijiste que has venido a recuperarlo —remarca, deteniéndose para mirarme a los ojos fijamente.
Asiento, despacio.
—No me enoja. Sé cómo son los medios. Para un beso y bailar como lo hicieron ustedes, se necesitan dos personas. Alonso también es culpable... ¡Vuelvan a lo suyo! —exige a un grupo de mocosos que nos persigue—. Por cierto, soy Milena. El idiota que te abrió la puerta es Nathaniel, mi hermano, mayor que Alonso y sin vergüenza coqueto. Es mellizo de Natasha que es silenciosa y la única con hijos. Derek es el mayor de todos, un patán irónico. Alonso es un dulcito que quiere cuidarnos pero tiende a ser terco.
Habla muy rápido. ¿Cómo no se queda sin aire?
—Es muy terco —concuerdo—. ¿Cómo eres tú?
—Soy un encanto. —Sonríe
—¿Qué haces ella aquí? —replica, furiosa, una mujer a mis espaldas.
—Nat... —una voz masculina intenta apaciguar.
—Hola, Luther —saludo. Ya sé que están juntos.
El ñoño lleva puestas orejas de elfo y un gorro color verde.
—¡¿Se conocen?! ¡Por su culpa Alonso perdió el empleo!
Milena le susurra algo a su hermana y evita que siga despotricando en mi contra, aunque no muy convencida. Paso mi lengua por mis dientes, evitando poner un gesto cínico. No tengo por qué dar explicaciones. Reanudamos nuestro trayecto. Trato de mantener la mente en blanco. No sé... pero me siento rara. Nos topamos con más familia cotilla y entramos en una cocina amplia con ingredientes desperdigados por aquí y por allá.
—¡Alonso!¡Adivina quién te busca! —Milena pone voz cantarina.
Me quedo lerda viendo cómo su anatomía se desenvuelve con agilidad. Tres mocosos de no más de cinco años están sentados sobre una mesa decorando galletas. Tienen las mejillas regordetas sucias de glaseado y chipas de colores. Comen más que decorar. Un cuarto, el más grande, está troceando una barra de chocolate blanco en un bol. Se ve... bien. Recuperado. Es Níkolas. Los ladridos del chucho me ponen en alerta y Milena lo sujeta del collar para evitar que me brinque.
—¡Tío, la bruja! —la mocosa de antes me señala con una paleta.
Sofía Roswaltt.
—¿Qué...? —Alonso mete una bandeja en el horno y se gira, sacudiendo harina en su delantal—. ¡Mierda!
Poco falta para que se vaya de culo.
—¿Podrías llevártelos? —pido a Milena, mirando a más chismosos tras nosotras.
—Por supuesto —me guiña un ojo y mira a los niños—. ¡Chicos, vengan y ayúdenme con las flores! Otto, tú también.
La mocosa protesta que deben proteger a su tío mientras se los llevan. Me aseguro que nadie nos mira antes de enfrentarme al turbulento mar que amenaza con ahogarme.
—¿Cómo carajos se te ocurre aparecerte en la casa de mis pa...?
No le doy tiempo a reaccionar. Tomo su cara entre mis manos y lo beso. Permanece rígido. Ignoro las manoplas sucias, llevo sus manos a mi cintura y me explayo contra su cuerpo.
¡Al fin responde!
Que delicia es este hombre. Sabe a gloria y chocolate. Confirmo que cabreado besa exquisitamente mejor. Me devora hinchándome los labios y robando mi oxígeno. Un beso nunca me había provocado tanto como ahora y jamás se había sentido tan malditamente bien. Rodeo su cuello con mis brazos y me dejo dominar por su lengua. Justo cuando se pone más candente y salvaje, sin aviso, me aparta y se aleja de mí.
—¡Joder! —pasa las manoplas por su cara y cabello, ensuciándose más de harina—. ¡No, Regina, no más! —se mueve, dejando la mesa entre nosotros—. Se acabó el juego que teníamos. Me mandaste a la mierda y ahora no me digas que pretendes que te folle, porque eso no pasará. Ya cortamos. No puedes venir aquí como si nada hubiera pasado —sentencia con dureza y se quita las manoplas.
Trago saliva, manteniéndome externamente impasible. Disimulo bien mi desconcierto. No niego que esas palabras dolieron. Agradezco que su apariencia no me distraiga. Tiene un gorro navideño verde, en sus orejas lleva orejas falsas de elfo. Debajo de su delantal, lleva puesto un feo suéter verde. En el centro de su pecho, un elfo rubio vestido de un tono verde más oscuro, sostiene sobre su cabeza una estrella dorada, en la cintura del personaje cuelga una espada.
«Tan friki».
Alzo el mentón y cuadro mis hombros.
—Quiero hablar.
—Ya hablamos.
—Fue sobre el caso.
—¿Y no vienes por esa razón?
—Vine para arreglar nuestras diferencias —me acerco.
—¿Más mentiras? No, gracias —niega, levantando las manos—. Por favor, madam, le pido que se vaya. Busque otro a quien manipular. Las opciones le sobran, ¿no? —reprocha con sorna.
Sacudo harina de su frente y nariz. Tomo su mano para llevarla al lado izquierdo de mi pecho.
—Con nadie más siento lo que experimento contigo —poso mi mano sobre su acelerado corazón—. Escúchalos. Siéntelos. Ellos no mienten
Entreabre la boca. El borde de sus ojos se ha enrojecido, aguándolos.
Se aparta.
—Por favor, vete —señala la puerta.
—No —me yergo, firme—. No me iré hasta que hablemos como se debe. Dar explicaciones no es algo común en mí, mas no me niego a las excepciones —mi piel pica—. Sé que en lo personal fui... muy dura contigo. Estaba pasando por un pésimo momento, no pensé con claridad y no consideré cómo mis acciones afectarían tus... sentimientos.
—Me lastimaste —musita, dolido.
—Lo sé. No fue la manera correcta de tratarte... pero... No sé hacer... No sé interactuar adecuadamente con las personas fuera del ámbito laboral... Yo... —tomo aire, ¿por qué es tan difícil?—. Esa noche... Demonios, Alonso, ¡te pregunté si querías! Podías negarte y en lugar de eso, huiste sin dejarme hablar. Sin necesidad de discutir, hubiéramos resuelto el asunto como dos adultos —gesticulo con las manos. No me sé explicar—. Sí, te mandé a la mierda y debería dejarte ahí, no venir a hacerte compañía en la mierda. Estuve preocupada por cómo te afectó el escándalo. Los últimos días no han sido fáciles y... —mi lengua se traba—. Yo... yo... Cazzo! —camino de un lado a otro—. Es insoportable. Fatal. Lo odio. Lo detesto y aborrezco. ¡Me desesperas! No sé qué me pasa contigo. Se supone que soy una mujer organizada y centrada en objetivos claros. No puedo permitirme distracciones. No debo estar perdiendo energías durante todo el maldito día en pensamientos incoherentes. Pensamientos sobre ti —confieso atropelladamente, me detengo y lo miro—. ¡No puedo sacarte de mi maldita cabeza!
Su ceño se despeja y, perplejo, parpadea. Los segundos pasan y el silencio se mantiene.
»¡Demonios, di algo! ―me exaspero.
No habla.
No se mueve
No respira.
No reacciona.
Fanculo. No le voy a rogar.
—Me largo —doy media vuelta
—¡Regina!
—Ya nada —evito que me toque—. Fue tan estúpido venir aquí.
Estúpido. Tonto. Ridículo. Inmaduro. ¿Qué mierda me sucede? Ignoro las miradas y palabras de sus familiares y salgo de la casa. Ha comenzado a nevar. De camino al Bentley pateo un muñeco de nieve.
Maldita Navidad.
Maldito Alonso Roswaltt.
Maldita Lorena y sus ideas, no por nada se divorció dos veces.
Mashiro y Enrique me alcanzan en corto. Escucho pisadas rápidas tras de mí y la duda en la cara de mis guardaespaldas me confirma quién es.
—Oye, oye, detente —se me adelanta—. Admito que esperaba cualquier cosa de ti, menos que confesaras que no puedes dejar de pensar en mí. ¿Por qué crees que quiero guardar distancia? —exhala, agitado—. Yo tampoco consigo sacarte de mi cabeza. Tú me atontas. Me desorientas... ¡Me vuelves un jodido loco! —abre los brazos.
—Lo stesso succede a me! —bramo.
—Traducción.
Sacudo la cabeza.
—¡Que te vayas con el diablo! —lo empujo.
Me mira de abajo arriba, risueño.
—Lo estoy viendo en este instante.
—¡Me dijiste que era una diosa! —me ofendo.
—Eres la diosa que me enseña las estrellas y la diabla que me enciende en su infierno —sonríe y... esa maldita sonrisa se desliza por mi columna vertebral.
Mantengo con esfuerzo mi expresión enfadada cuando se acerca a mí, sin despegar sus ojos de los míos. La imagen de él llevando solamente ese delantal con dibujos de pimientos menos ayuda.
—Entra —demanda.
—Tu familia me quiere quemar como Juana de Arco —señalo la casa. Los chismosos y otros vecinos nos miran por las ventanas—. ¿No les dijiste que fuiste tú quien me besó en ese estacionamiento?
—Y que casi me atropellas —recuerda—. Entra y hablaremos.
—Ya no quiero.
Aprieta los labios y da un paso adelante.
—No lo diré de nuevo —habla despacio—. Entra.
Enarco una ceja y me cruzo de brazos.
—Oblígame —alzo el mentón, altanera.
—No me tientes, reina —entorna los ojos.
Nos retamos con la mirada. Nuestros alientos flotan formando una pequeña nube. El frío me hace estremecer y decido que esto no vale mi tiempo. Él no vale mi tiempo. Mañana tomaré un avión rumbo a Río de Janeiro, Grecia o las Maldivas y gozaré un fin de semana rodeada de hombres musculosos en tanga. Ninguno con ojos azules. Ninguno músico. La idea me fascina, así que emprendo camino al Bentley.
Chillo cuando sus brazos me rodean y me levanta. Pataleo e igual logra montarme sobre su hombro.
—¡Alonso, bájame! —grito cabeza abajo y miro a Enrique y Mashiro—. ¡No se queden ahí parados, idiotas! ¡Hagan algo!
Mashiro no se inmuta y Enrique eleva ligeramente la comisura de sus labios. Los desgraciados no se mueven. Rivers, sonriendo, sale del Bentley para ver el espectáculo. Juro que los mataré. ¡A todos! El maldito cavernícola me lleva devuelta a la casa. No dejo de patalear y removerme.
—Quieta.
—¡Suél.ta.me! —me da una nalgada—. COGLIONE!
—Baja la voz —gruñe con aire divertido—. Ahora todos pensarán que me vino a visitar una loca.
—¡Me secuestra un caníbal salvaje! —pido ayuda, resistiéndome.
—El canibalismo lo aprendí de ella —dice a sus familiares y le pellizco el culo.
—¡Castiga a la bruja, tío! —la mocosa me apunta con un tenedor y me arroja aceitunas.
Algunas mujeres mayores miran la escena escandalizadas. Los hombres lo felicitan, a excepción de un viejo colérico, Malcom Roswaltt, que la mayoría intenta tranquilizar, y los niños quieren que también los cargue así después. Pasa de la cocina, abre una puerta, enciende la luz y me suelta. Intento irme pero impide mi escape rodeando mi cintura, mi espalda contra su pecho. Su aliento choca en mi cuello y me estremezco.
—¿Por qué todo contigo tiene que ser violento? —inquiere, cansado.
Me metió en el cuarto de lavandería.
—No me gusta la navidad, ni la gente.
—Igual vino, madam Grinch —susurra en mi oído.
«Vine por ti, idiota».
Me da la vuelta y sujeta de los hombros. Dejo de luchar cuando miro directamente su hermoso azul.
—Te quedas a cenar.
—No eres quien para darme órdenes —espeto, arisca.
—Tú no eres quien para venir aquí a hacerme una escena, no eres quien para perturbar mi privacidad, mi tranquilidad y la de mi familia. No eres quien para reclamarme nada y mucho menos después de lo que pasó.
»Lo más razonable y saludable es que te largues por donde viniste y desaparezcas de mi vida personal. ¿Pero sabes qué, Regina? Desde que te conozco, lo razonable perdió sentido. Desde que te conozco, mi vida dejó de ser aburrida, componer canciones se volvió fácil y ¡Joder! —Cierra los ojos con fuerza y los vuelve a abrir—. Lo único que quiero justo ahora es que te quedes, cenes junto a mí, mi familia y mis amigos. Y, luego, drenar mi enfado follándote hasta que te quedes afónica gritando mi nombre.
»Sólo mi nombre.
Nos miramos por unos segundos. «Fanculo le Maldive». Tiro de su feo suéter y me lanzo por su boca. Sus labios me devuelven el mismo interés y gimo. Es el tipo de beso que me hace saber que nunca experimenté algo tan intenso en toda mi vida. Aprieta mis glúteos, me levanta y deja sentada sobre una lavadora. De inmediato mis piernas lo apresan con la intención de nunca liberarlo. Su erección crece con cada roce. Dura y lista. Lo deseo. Aquí. Ahora. Ya. Saber que su familia podría descubrirnos me enciende muchísimo. Nuestras lenguas inician un erótico baile y...
Un olor a quemado y varias voces alborotadas provocan que nos separemos.
—¡Las coles! —una voz femenina se lamenta con aflicción.
Los ojos de Alonso se abren como platos.
—Hablaremos con calma luego. Será mejor que regresemos antes de que le dé un ataque a mi tía Gertrudis —sonríe, tímido.
Me tiende su mano. No estoy en mi sano juicio. Debí buscarlo mañana, no hoy... Titubeo, hora de enfrentar mis malditos demonios. Tomo su mano y entrelazo nuestros dedos, procurando callar las voces en mi cabeza que se preguntan una y otra vez, ¿qué diablos estoy haciendo?
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