1. La reina regresó.
1. La reina regresó.
ALONSO.
Entro en la estación del metro bajando a saltos los escalones y de inmediato recuerdo que una vez casi aterrizo de cara sobre el penúltimo escalón. No tiene ninguna gracia llegar en muletas en mi primer día de trabajo. Saco el billete de mi bolsillo conteniendo las ganas de saltar el torniquete y hago una digna carrera de obstáculos para no perder el tren. Me deslizo dentro del vagón justo antes de que las puertas se cierren. Aliviado, dejo escapar el aire ruidosamente.
Teniendo en cuenta que faltan unos cuarenta y cinco minutos para iniciar otro maratón,en lo que busco un asiento, me entretengo con mi móvil. Hay notificaciones de Whatsapp con mensajes en el grupo que tengo con mis compañeros de banda.
La música es el motor de mi vida y con los chicos a veces participo en eventos como saxofonista. Amaría poder dedicarme por completo a eso pero... Meneo la cabeza y suspiro. Necesito centrarme en lo importante, en el día de hoy.
Un empleo de verdad.
Al salir, en el apogeo un tipo derrama una bebida pegajosa, parte del hombro y manga de mi camisa mostaza están ahora manchadas de un líquido espeso, marrón y de olor raro. Lo miro con reproche. El tipo parece no haberse dado cuenta y entra en el vagón antes de que pueda reclamarle. Joder. De uno de los bolsillos de mi mochila, saco un pañuelo y trato de limpiarme. Bufo, tras conseguir darle una apariencia curtida a la tela.
¿Este día puede ser peor?
En eso pienso mientras espero la luz roja. El semáforo tarda una eternidad en cambiar de color. Observo con inquietud a la gente a mi alrededor. El flujo de tráfico es reducido y algunos osados cruzan la avenida sorteando los coches. Cruzamos juntos, o morimos todos. Hago lo mismo ignorando los bocinazos, chirridos de llantas y las diversas versiones de «hijo de puta» que me llegan de todas direcciones.
Respiro hondo al llegar a la otra acera. Antes de subir los escalones, echo la cabeza hacia atrás y recorro con la mirada la altura del edificio. La torre Azzarelli es una elegante edificación de negocios de veinticinco pisos, vidrios oscuros y una enorme "A" en la cima. Les muestro mi identificación a los guardias. Son las 8:13 A.M. cuando la puerta giratoria me engulle y me escupe dentro de una exhibición de poder y suntuosidad.
Me contengo de silbar. El vestíbulo es de suelos, columnas y paredes enormes de mármol en escalas de gris y negro; torniquetes de seguridad de aluminio cepillado y una secciónde placas con los nombres de todas las empresas que tienen su sede aquí.
Me acerco a un mostrador, hay un par de personas esperando. El tipo frente a mí me mira por encima del hombro y se aparta un poco. Exhalo. Maldito olor. Además,la forma de vestir de todos con traje completo y de apariencia costosa, no alivia mi abrumadora sensación de que desentono en este lugar.
Observo mi reflejo en una pared de cristal oscuro. Me enderezo para que mi altura se vea imponente, mi barbilla luce afeitada, mi cabello castaño se ve genial, mis ojos son azul intenso y combinan con las rayas de los cuadros de la camisa, la cual aliso un poco antes de mirar mis zapatos. Anoche me aseguré de lustrarlos. Son viejos pero lucen limpios, muy limpios.
Dos minutos después, por fin es mi turno. Antes de que pronuncie palabra, uno de seguridad se cuela apresurado detrás del mostrador y le susurra a la recepcionista algo al oído. Ella chilla y se dirige a los otros empleados de una forma demasiado rápida para mi entendimiento.
—Señorita... —intento llamarla, joder, tengo prisa.
—Dame un momento.
La miro con desesperación cuando atiende a otros antes que a mí. Obviamente, son personas que a la primera se nota que respiran dinero.
Aflojo el cuello de mi camisa tentado a desabrochar el primer botón y cambio el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. Los demás mostradores están abarrotados, sigo esperando... inquieto. Cuando no paro de repetirme de que voy a llegar más tarde de lo que calculé, la escucho decir:
—Lo siento, ha ocurrido un improvisto ¿en qué puedo ayudarte?
—Soy Alonso Roswaltt —le entrego mi identificación—, estoy buscando a Marcus Turner, vengo de Searchix.
Abre mucho los ojos antes de hablar y sus compañeros me miran con... ¿lástima? Me atrevo a decir que el resto también se ha girado al escuchar el nombre de la empresa. No estoy seguro, pero tampoco me giraré para confirmarlo.
—Uf. Vienes por la auditoría —hace una mueca mientras teclea en su ordenador a una velocidad ruidosa.
—Sí.
—Aquí tienes —me entrega el pase— El equipo está instalado en el piso veinticuatro... Te deseo mucha suerte.
Me encamino a los elevadores. La escena delante de mí es extraña. Incluso absurda. Es pasar los torniquetes y notar a muchas personas chocando entre sí y corriendo de un lado a otro. Ejecutivos, personal de servicio... todos tienen el rostro crispado con temor.
—... viene hacia aquí. —Una mujer presiona desesperadamente el botón para llamar a uno de los muchos elevadores mientras ve su teléfono.
—¡¿Qué?!—Otra mujer casi deja caer sus cosas y se apresura a sacar su móvil—. Ayer escuché que no volvería de Londres hasta la próxima semana.
—Rarísimo que la Gorgona cambie de parecer —su tono es sarcástico.
Sin entender el bullicio, me detengo frente al elevador y espero. Cuando las puertas se abren, sale un grupo de personas muy pálidas que evitan a duras penas chocar conmigo. Con el ceño fruncido, ingreso junto con otro grupo.
Ninguno deja de susurrar.
—La reina acaba de subirse al coche, por lo que calculo que estará aquí dentro de unos quince minutos —comenta una mujer que, mientras se apoya del barandal, se cambia el calzado bajo por tacones altos—. Dicen que furiosa es corto para catalogar su estado de ánimo.
—Que Dios nos ampare. Estoy seguro que, primeramente, se ocupará de despellejar al departamento de contabilidad —responde con nerviosismo el tipo a su lado.
—No lo dudes, ayer tomé precauciones y actualicé mi currículum...
Al cabo de un momento, varios miran en mi dirección y, guardando distancia, vuelven a sus teléfonos.
«Apestas».
El elevador me traslada hasta la planta veinticuatro. Las puertas se abren y a medida que avanzo por el vestíbulo escucho murmullos y gritos de terror que me erizan la piel «¡Volvió!» «Despídanse con tiempo». «El diablo nació sin compasión». «Viene de camino» «¡La reina regresooooó!».
¿La reina? Sinceramente dudo que hablen de Isabel.
Al doblar la esquina, una chica bajita casi se da de bruces conmigo, varios papeles que trae caen al suelo.
—¡¿Eres consciente de que Azzarelli está por llegar?! —Le grita un hombre calvo—. ¡Date prisa, Susan!
—Lo siento —Se disculpa conmigo y se gira para dirigirse al hombre— ¡Ya entregué todo al señor Cowan!
El otro maldice y desaparece por una puerta. Me agacho para ayudarla a recoger los papeles. Los ordeno y se los tiendo a la bonita chica. Usa falda tubo, pero la chaqueta, bastante grande, no me permite sentenciar si es de cintura estrecha o no.
—Gracias. —Me sonríe y su piel trigueña se tiñe de un tenue rubor— ¿Cómo te llamas?
—Alonso. —Le doy la mano, su piel es suave—. Estoy buscando al señor Marcus Turner.
—¡También eres de Searchix! —dice, mirando la identificación que cuelga en mi cuello— ¿Equipo A o equipo B? Da la casualidad que yo estoy en el B.
—Aún no me asignan. Es mi primer día en el área de campo.
La sigo mientras atravesamos un pasillo. Al fondo, más gritos llaman mi atención.
—¿Siempre es así?
—Cuando comenzamos la semana pasada, todo fluyó bien, pero acaban de avisar que Madam Azzarelli está de camino.
—La clienta —digo, mirando por las delgadas paredes de cristal como vuelan los papeles en las oficinas y cubículos—. Igual, sigo sin entender la reacción de todos.
—Ella es dueña del edificio y de la mayoría de las empresas que residen en la torre. Es muy estricta con aires de dictadora, y si tenemos en cuenta lo que sucedió, ¿eso no te dice nada?
—Muchos perderán su empleo —concluyo.
—O la cabeza, lo que se le ocurra primero.
Me imagino a una mujer de sesenta y tantos, cabello corto blanco y carácter de mierda. Sacudo la cabeza, necesito dejar de ver ese tipo de películas con Lena.
Llegamos a una oficina con unas veinte mesas distribuidas simétricamente. Dentro, entre mis nuevos compañeros, una rubia está discutiendo con un hombre de cabello rapado sobre, creo, una laptop. Él está más concentrado en hacer anotaciones, de un móvil a una agenda, que a las quejas de ella.
—¡No responde! —exclama la rubia, tensa—. Necesitamos recuperar los archivos para la reunión. ¡Busca a alguien de sistema!
—¿Puedo probar? —pregunto mientras busco una USB en mi bolsillo.
—¿Sabes cómo devolverle la vida? —pregunta Susan. Ambas me miran con curiosidad.
Asiento. La rubia me cede la silla. No tardo ni tres minutos en restaurar la ventana.
—Ya quedó.
La rubia aplaude.
—¡Nos has salvado!
—Era mi trabajo en la oficina central. —Revisar fallos leves del sistema, informes, papeleo, papeleo y más papeleo o servir café. Triste, lo sé—. Soy Alonso. Alonso Roswaltt, fui practicante del señor Turner.
Le doy la mano primero a la rubia y luego al otro tipo que se ha acercado.
—Me llamo Brad, soy jefe del equipo B y ella es Astrid, nuestra abogada de cabecera. —Él sigue pendiente del móvil—. Marcus está en el piso veinticinco preparando la reunión para la clienta. Lo verás más tarde.
—Bien. Bien. No hay tiempo para charlas. Mientras no te asignan un equipo, ayúdame con eso. —Astrid señala archivadores.
Me presenta con el resto antes de instalarme en la mesa y me pone al día. Las investigaciones para resolver el desfalco que sufrió nuestra clienta, hasta ahora, han arrojado resultados escabrosos. El caso debe replantearse, así que la reunión con ella es imperativa.
Desde febrero soy empleado en Searchix, empresa dedicada a prestar servicios de auditoría y gestión de proyectos. Al ser incorporado en una comisión de campo recibiré un mejor sueldo y mayores beneficios. El trabajo no está mal, se me da bien. A mi padre le encanta que desempeñe esta profesión, pero a mí no me apasiona.
Es como tener que estudiar para ese examen de matemáticas que necesitas aprobar para pasar el curso. No lo odias, ni lo celebras. Te da igual. Terminas sacando un sobresaliente sin esfuerzos no porque ames los números, simplemente los comprendes. Justo en este momento, algo así se siente el estar rodeado de hojas cuadriculadas, gráficos y balances contables.
Escucho la puerta abrirse y el portazo tras cerrarla me hace girar. Ha entrado seguido por dos tipos el calvo que le gritó antes a Susan. Aparenta unos treinta y tantos... Y está rojo.
Parece estar a punto de explotar en cólera por el estrés.
—¿Y éste? —Me mira despectivamente y me tenso.
—El chico que mencionó Marcus —explica Astrid, amable, sin apartar la vista de la laptop.
Me entero que se llama Gregory por un par de comentarios que hacen Susan y Astrid, sobre que el mal humor es su estado natural.
—¿Subirá con nosotros? —El calvo se sienta en una de las mesas—. La Gorgona no puede verlo así o tendremos problemas.
Tal vez por la prisa no se habían dado cuenta de mi aspecto pero ahora que ese calvito lo mencionó, todos me miran como si esperaran a que me derriben por un 3312 y temen salir afectados.
¿Tan malo es?
Sin excepción, todos están vestidos con sofisticación, como en esa serie de abogados en donde aparece la hermosa Meghan Markle. Es extraño, pero me siento como si hubiese cometido un delito.
—¡Tienes que cambiarte! —Astrid se levanta en pánico—. En el piso dos alquilan trajes para eventos y distribuyen para los empleados. Pide uno de tu talla y te cambias de inmediato.
Intento dejar ordenados los papeles en la mesa pero ella me los quita de las manos y me empuja fuera de la oficina.
—¡Es urgente! Nos pueden sancionar si te ven así.
—¡Corre, Alonso! —añade Susan.
¿En serio tanta conmoción por mi ropa?
Me encamino trotando al elevador. El trayecto es igual. Todos los empleados están tensos y les da igual chocar conmigo, pero segundos después, hacen una mueca. La recepcionista del piso dos parece tan consternada como yo.
—¿El servicio de trajes? —jadeo, apenas capaz de respirar, mostrando mi identificación como auditor.
Me mira con espanto.
—¡Ve rápido al fondo, a la izquierda! —Señala la dirección.
—¡Gracias!
Llego corriendo al lugar indicado y lo encuentro abarrotado. Las chicas atienden a otros empleados, pero basta verme para que dos corran a buscar el traje mientras otra me alcanza un formulario. Lo relleno con manos temblorosas. Me entregan una funda y sin tiempo para esperar a que se desocupe un vestidor, me apresuro de vuelta a mi piso. Un elevador se cierra justo cuando me acerco. Maldición. Presiono con apuro el botón.
Se abren las puertas y entro sin fijarme en nadie.
—¡Espera, espera! —Un par de chicos corren para abordar. Coloco las manos a los lados para evitar que las puertas se cierren.
No obstante, sus ojos se salen de órbita apenas miran el interior.
—No, eh... Creo que se nos olvidó algo en...
—En... en la cafetería.
—Sí, sí. Perdone.
Se alejan, perplejos y las puertas se cierran.
«Definitivamente pasé a ser Pumba»
Froto una mano por mi frente, notando de reojo un sutil movimiento, me giro y soy consciente de que en realidad el elevador está prácticamente vacío.
Trago saliva.
Si alguien puede hacerme creer en los vampiros, es la mujer en el otro extremo. De la nada, el pulso se me acelera. Quedo idiotizado por la belleza infernal ante mí. Joder. Jamás había visto una piel tan blanca en la vida real. Su palidez es resaltada por un voluminoso cabello negro, un abrigo negro y un gorro ushanka también negro. La vampiresa sujeta un pañuelo a nivel de su nariz. Con una mueca de asco, su mirada verde avanza descarada examinando el desastre de mi ropa y, por último, mi cara y mi cabello, en todo momento evitando mis ojos.
—Bonito día, ¿no? —saludo cordial.
Su entrecejo se vuelve más marcado.
—Por aquí... todos están agitados —aviso, porque para ser sincero, es la persona más serena que he visto en la torre y tal vez ella también deba preparar algo de última hora—. Escuché que esperan a la señora Azzarelli.
Su mirada se convierte en asesina.
—¿Eres nuevo?
Su voz es profunda, firme, de timbre exquisito con marcado acento italiano, pero con envoltura arrogante.
—Estoy iniciando hoy.
Vuelve a mirarme de abajo arriba.
—Y es la primera vez que trabajas en oficinas.
Rasco mi nuca.
—Bueno, yo...
—No, no te lo pregunté.
La vampiresa resopla y pulsa el botón de emergencias. Nos detenemos con una sacudida. «¿Qué carajos?». La miro boquiabierto.
—Quítate la ropa.
—¿Disculpe? —Cruzo los brazos dando un leve traspié.
Una parte de mí quiere salir corriendo. La amenaza en sus ojos autoritarios es explícita e irrefutable.
—Querido, no tengo todo el día. Tienes dos opciones: cambiarte o te vas —su tono gélido no admite reproches.
—¿Me echarán por una manchita? —incredulidad en mi tono. Lleva una mano a su cintura, enarca una ceja y frunce los labios. Mierda—. Bueno... es una mancha grande pero...
—Te ves como vagabundo —sentencia airosa—. En este edificio se respeta el código de vestimenta. La ropa distingue a los empleados de torre Azzarelli.
—Soy del equipo de auditores contratado por...
—Hasta donde sé, están bajo nómina de Azzagor Enterprises. Tienen los mismos derechos y deberes. Si sales así, infringirás las normas. —Revisa su reloj digital de aspecto lujoso—. Te estoy haciendo un favor.
Aprieto mi mandíbula. No quiero problemas en mi primer día. No lo pienso mucho y cuelgo la funda en el barandal. Con la vampiresa mirándome, saco torpemente mi camisa del pantalón, la desabotono y me la quito.
—Los zapatos también.
Hago lo que me pide. Siento un escalofrío recorrer mi espalda y quiero pensar que es por la sensación helada del suelo bajo mis pies.
Ella señala mis pantalones.
Frunzo el ceño.
—No están sucios —defiendo.
Toma la funda.
—Estás loco si piensas mezclar Tommy Hilfiger —levanta una impoluta camisa gris y un traje negro— con... eso —ve mis pantalones como si fueran contaminante desconocido.
A decir verdad me mira como si yo fuera un espécimen de otro planeta.
Sin entender ni una palabra de lo que dijo, llevo la mano a la hebilla y al instante dudo en desabrochar mi cinturón. Trago duro.
«Ay».
—Per Dio, no es la primera vez que veo calzoncillos. —Rueda los ojos.
Siento mis orejas arder y la frente me empieza a sudar. Bajo mi pantalón rezando que todo se mantenga en su lugar. No quiero incomodarla. «Ella tuvo la idea». Después de mirarme de arriba abajo otra vez, me tiende el traje y un par de zapatos. Nervioso como estoy, hago un esfuerzo sobre humano en no arrugar nada
—¿Contenta? —Pregunto en cuanto termino de ponerme el saco.
Tiene en sus manos varias corbatas. Me mira con detenimiento, vuelve a ver los retazos de tela y escoge uno color azul oscuro. La cojo y me veo en el reflejo de la pared. Joder, apenas y me reconozco.
Bruce Wayne estaría orgulloso de mi apariencia.
—¡¿Es que ni siquiera sabes hacer el nudo?!
La miro confuso y bufa de una forma demasiado dramática para mi gusto. Corta la distancia y, sin quitarme los ojos de encima, transmitiendo que soy una sabandija, se dispone a acomodarme la corbata. La frialdad del cuero de sus guantes me provoca más escalofríos.
Su mirada es soberbia, peligrosa... felina.
La miro.
Pero esta vez la contemplo en serio.
El corazón se me va a salir, creo que necesito un babero.
Es preciosa.
Es oscuramente preciosa.
Esta cercanía me permite admirar mejor la maravilla de sus endiablados rasgos: pómulos prominentes, su nariz respingada quedó levemente enrojecida por la presión del pañuelo, combinando así con unos carnosos labios pintados de rojo oscuro. Adornados por pestañas larguísimas, sus ojos verdes exhiben una galaxia de diminutos destellos grises y amarillos. Melena azabache larga con ondas muy al estilo de una femme fatale. Y, ahora que ya no percibo el problemático olor, me embarga su perfume...
—Estos colores te sientan muy bien, resaltan tus ojos... —comenta peinando mi cabello hacia un lado y nos mantenemos la mirada por varios segundos. Trago viendo sus pupilas dilatarse. Ella tuerce la boca, me suelta y presiona el botón de emergencias. El elevador cobra vida—. Aprende a vestirte, niño.
«¿Cómo que niño?».
Aclaro mi garganta de una forma más ruidosa de la que pretendo y la miro de reojo, incapaz de eludir su magnetismo. ¿A qué se debe esta electricidad? Estamos uno al lado del otro, y la profundidad del silencio se multiplica por diez con cada segundo. Las plantas pasan y ella no se baja en ninguna. Las puertas se abren y la miro una última vez. No va a bajar aquí. Debe ir al piso veinticinco.
—Que tenga buen día —balbuceo al salir.
La vampiresa ni se inmuta y presiona el botón. Me quedo como un auténtico tonto viendo las puertas cerradas
¿Quién era esa mujer?
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Y así comenzamos 😁
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