Capítulo 2
2. LA PRIMERA MAÑANA
Me despierto con una tranquilidad que solo siento los fines de semana cuando duermo hasta la hora quiera sin oír alarmas. Luego recuerdo que no es fin de semana y que debo ir a estudiar; restriego mis ojos para poder enfocar el reloj redondo de la pared y la modorra se me va totalmente al notar que llevo casi media hora de retraso con el inicio de mi día.
Enredado entre las sábanas logro ponerme de pie y luego de librarme de ellas, busco con la mirada la toalla para ir a ducharme. Cuando la tomo doy un paso rápido y veo a diosito frente a mí al estrellar mi dedo pequeño del pie contra la pata de la cama. Maldigo tan fuerte que diosito prefiere irse de mi vista, mis ojos se humedecen y termino saliendo de la habitación saltando en el pie izquierdo.
El piso frío de la ducha me calma un poco el dolor del dedo y abro la llave del agua caliente. Pasan diez segundos y no escucho el zumbido propio de la ducha cuando está calentando el agua; entro en pánico momentáneo.
—¡Papá! —grito luego de cerrar la llave. Escucho un "¿qué?" de vuelta—. ¿Qué le pasó a la ducha?!
—¡No lo sé, a mí me sirvió bien!
—¡No calienta agua!
—¡Dúchate así y en la tarde la reviso, Zach!
Maldigo otra vez y la ducha rápida de cinco minutos planeada pasa a ser apenas una remojada de quince segundos y veinte temblores. Llego a la habitación de nuevo y me coloco el mismo pantalón de ayer, otra camiseta del armario, mi suéter favorito y tomo mi mochila previamente lista. Miro la hora de nuevo; si salgo corriendo ahora, alcanzaré a tomar la ruta escolar de Winston.
Eso si logro seguir ignorando que en media hora que llevo despierto he tenido más mala suerte que en toda mi vida.
Lo ignoro.
Lo ignoro.
LO IGNORO.
¿Qué suerte? Es un día normal. Sonrío.
A paso apresurado me dirijo al comedor para tomar algo y comer de camino; justo cuando entro mi padre va saliendo con una tostada llena de mermelada en la mano. Chocamos y el dulce morado termina pegado a mi suéter a la altura de mi pecho. El suéter es color crema. Me muerdo la lengua para no maldecir frente a mi padre, que luce un gesto de disculpa.
—Perdóname, hijo, no te vi. Ay, que mala suer... —Mi padre se calla como si recién notara algo obvio—. ¿Qué acaba de pasar? ¿Y tu suerte? ¿Qué hiciste, Zacharías Leiner?
Por supuesto que su primera opción es que yo hice algo... y resulta irónico que esta vez realmente no sé qué pasa. Pulo una sonrisa despreocupada.
—Solo me levanté tarde y voy de apuro, pa. Estuve... chateando con Azucena hasta tarde, perdón. Iré a cambiarme.
Antes de que asuma más, salgo corriendo de nuevo a la habitación a buscar otro suéter. En un día distinto me iría solo con la camiseta pero hace mucho frío y no me arriesgaré.
No hay suéteres limpios.
Tengo solo cuatro, ¿quién necesita más? Uno es el de Winston —que Azucena se llevó a su casa luego del último partido donde fuimos espectadores; ella tenía frío—, otro es el color crema que acabo de arruinar con mermelada, un tercero es el rojo que me regalaron en navidad y que está en la lavadora. Y el cuarto es el suéter de mala muerte, el que era blanco en su época pero ya está gris por el uso, el que tiene motas en cada centímetro, el que tiene un agujero en la axila, el que se usa solo para estar en casa.
¡Y no tengo más!
No importa, es solo un suéter. No es mala suerte, solo es... un mal día.
Un mal día que nunca antes había tenido.
No le doy vueltas al asunto y me coloco el suéter de mala muerte.
Procuro no pasar por la cocina esta vez; ya ni tengo hambre. Me despido en voz alta de papá y tomo las llaves de casa del bowl de la entrada. Antes de abrir respiro hondo y mentalizo que nada más saldrá mal hoy, incluso si pierdo el autobús y debo buscar un taxi.
Cruzo la puerta y al dar cuatro pasos un gato negro sale de algún agujero de una dimensión extraña y se me atraviesa en el camino; en pro de esquivarlo me tambaleó hacia un lado, hacia la casa de la vecina que resulta que está en remodelación de su fachada así que en mi trastabilleo paso bajo la escalera que sostiene al hombre que pinta la pared.
Trago saliva cuando recupero el equilibrio.
—¿Está bien, muchacho? —me pregunta el hombre desde arriba. Levanto la mirada y él suelta una risita amistosa—. Es de mala suerte pasar bajo una escalera.
No espera mi respuesta y sigue con su labor mientras siento que el color se va de mi cara. Me quedo congelado en el césped compartido con todos los vecinos, miro en todas direcciones esperando ver una nube negra que me traiga una lluvia personal y temiendo que de mover un solo dedo, algo trágico pase y me quite la vida.
Esto no está pasando, me repito, se supone que la suerte se carga con una noche de sueño. Eso dijo Azu, ¿no? Pero, ¿ella qué va a saber? ¿Y si realmente agoté mi suerte?
No sé cuánto tiempo estoy acá plantado en la acera pero escucho un claxon que me saca de mi estupor. Ladeo la cara para ver a mi papá en su auto con la ventanilla del copiloto abierta; tuve que estar mucho rato acá si le dio tiempo de salir y buscar el auto en el estacionamiento detrás de nuestra calle.
—¿Qué pasa, Zach?
Actúa natural.
—Perdí el autobús —digo, despreocupado. Luego recuerdo que mi padre debe llevar su excelente suerte consigo y que mi viaje a Winston solo será seguro si es con él—. ¿Cómo vas de tiempo? ¿Me puedes llevar?
—Voy justo. Pero los semáforos me sonreirán en verde, lo presiento. —Mi padre me guiña un ojo con complicidad—. Sube, hijo.
Dando los cinco pasos con precaución —solo en caso de que haya una mina en el jardín comunal— llego al auto y entro. Solo entonces suspiro de alivio; si mi padre nota algo raro, no lo dice y arranca en silencio.
La mitad de los semáforos los cruzamos en rojo; la mitad en verde.
Parece que su suerte y la ausencia de la mía se pelean en el camino, pero tras largos minutos logro llegar a Winston mejor de tiempo a que si hubiera tomado el autobús.
Me bajo del auto y espero que papá se vaya antes de dar un paso hacia adentro. Necesito encontrar a Azucena a como dé lugar; ella tendrá teorías y las teorías llevan a respuestas.
Buscando a mi mejor amiga choco con una chica que está tranquilamente frente a su casillero; escucho que algo cae y por supuesto que no puedo seguir de largo así que me agacho a recoger el círculo de pasta.
—Oye, lo lamento... —murmuro sin mirarla, pero cuando recojo el objeto y lo volteo, noto que es un espejo... y que se ha roto. Diez pedazos de cristal tienen mi rostro aterrado y lo suelto de nuevo al piso—. ¡Maldita sea!
—¡Me debes un espejo, estúpido! —oigo decir a la chica, aunque ya me he alejado.
Azucena. Azucena.
Finalmente llego a su casillero y la encuentro sacando un brillo labial de ahí. La tomo del antebrazo para que gire a mirarme; va a protestar pero al notar mi rostro se queda callada.
—¿Qué pasó, Zach? ¿le pasó algo a tu papá? ¿a ti? Dios, quita esa cara...
Rebusco en su casillero —que tengo la confianza de tratar como mío— hasta que en la parte de arriba hallo un par de dados que a veces usamos para jugar en los recesos —y hacer apuestas que me favorecen—. Se los doy y ella los toma con extrañeza.
—Lánzalos —pido—. Apuesto a que sale dos, tres, cuatro, cinco, seis, ocho, nueve, diez, once o doce.
Azucena enarca una ceja pero mi evidente exaltación no le da para objetar. Saca uno de sus libros para usar de mesa improvisada y lanza los dados.
Un cuatro y un tres. Siete.
—¿Qué rayos...?
—Lanza de nuevo —exijo—. Apuesto a que sale cualquiera menos el doble seis.
Mi amiga obedece y los dados caen ambos con la cara del seis hacia arriba.
Por supuesto, mi suerte está jodida, no atinaría a nada en este momento.
—¡No te recargaste! —exclama—. ¿Qué pasó con eso?
Bajo la voz al responder aunque quisiera gritar.
—¡Algo me pasó, Azu! Mi día ha sido una mierda y apenas llevo una hora y media...
—Espera, ¿por qué traes el suéter de mala muerte?
Me preparo para una respuesta desesperada cuando alguien choca contra mi espalda con fuerza; tanta, que empujo sin querer a Azucena contra el casillero. Ambos hacemos una mueca de fastidio y dolor. Ha sido un chico de primero que fue empujado por el idiota de Azael para burlarse de él. Me siento mal por el chico pero no puedo evitar pensar que debió chocar contra el casillero, no contra mí y que de tener mi suerte normal así habría sido; hasta yo me hubiera reído del chico.
—Perdón, perdón... —El pobre se sonroja con violencia, pero Azucena le sonríe con calidez.
—¿Estás bien? —Él asiente—. No fue tu culpa, no te preocupes.
Su tono es dulce pero su mirada odiosa, no con él, sino con Azael. Azucena no le dedica más atención y al ver que el chico de primero se va, me mira de nuevo.
—¡Azu, tienes que ayudarme!
El timbre suena y ella se encoge de hombros.
—Lo siento, Zack, apestas a infortunio y no quiero esa vibra en mi vida.
Mi boca se abre hasta el suelo.
—¿Qué...?
La veo con estupefacción mientras termina de sacar sus cosas y cierra su casillero con despreocupación. Mi rostro debe tener el gesto vivo de alguien traicionado. ¿Ahora que no tengo suerte me dejará? ¿Cómo es que Azucena es capaz de algo así?
Azucena me sonríe al verme con cara de idiota.
—Es un chiste, mugre, pero tengo examen y ahora no puedo. Te veo en el receso, ¿sí? No enloquezcas, todos nosotros vivimos sin suerte extra y no morimos, no es nada del otro mundo. —Azucena pone su mano en mi hombro y se acerca para estampar sus labios en mi mejilla—. En serio, cálmate.
Sale trotando hacia su salón dejándome solo a merced de los peligros de un pasillo de preparatoria. ¿Hay peligros en los pasillos de preparatoria, aparte de Azael? Azucena dijo que la gente no muere sin suerte, pero estoy seguro de la gente no tiene mañanas como la mía.
¿Lo estoy sobre pensando? Lo estoy sobre pensando.
Respiro hondo por milésima vez y camino hacia mi primera clase: matemáticas. Los números no pueden herirme, me repito.
Estando a unos pasos de llegar noto que ya los pasillos están vacíos: voy tarde. En un día común mi suerte haría que pese a ir con retraso, el maestro llegara después de mí, pero claro, no es un día normal. La suerte no me acompaña y eso, sumado a que el maestro de matemáticas es el más gruñón del mundo, solo tiene una posible conclusión:
No me han dejado entrar a clase; me acaban de cerrar la puerta en la cara.
🍀🍀🍀
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