VEINTISÉIS

Cinco personas nos esperan. No nos apuntan con armas, como yo imaginaba que sería. Van vestidos como si fueran policías, a excepción de que el símbolo de la policía no aparece por ningún lado. Son dos mujeres y un hombre. Todos ellos parecen fuertes y preparados para atacar en cualquier momento, pero se quedan en su sitio sin hacer nada. Nos quedamos un rato en silencio, mirándonos los unos a los otros, sin saber qué decir. Hola sonaría incluso ridículo. Finalmente, una mujer se acerca a nosotros. Lleva una coleta rubia y una cicatriz le parte la ceja.

—Soy Helia Jeneg, bienvenidos a la Ciudad Omega, o, como nuestros lugareños le suelen llamar: Arcad —sus palabras salen forzadas y se nota que está incómoda. Saca un dispositivo parecido a un táser y nos escanea uno a uno—. C-0156, por favor, acompañe al agente Palquei.

Un hombre joven da un paso adelante. Tiene el pelo rapado y cara de pocos amigos. Hace un ademán para que Misuk le acompañe y la androide asiente. De repente, sin su presencia me siento mucho más débil. Porque ahora solo estamos nosotros frente a cuatro personas mucho más preparadas y ni la mitad de agotadas que nosotros dos. Helia me escanea y observa la pantallita.

—Yadei Mash, tercera ciudad del Pentágono Gamma. Bienvenida a Arcad —luego escanea a Yaroc, abre mucho los ojos y hace un gesto con las manos, los agentes apuntan al chico con armas tranquilizantes—. No tenemos datos, nada. ¿Quién eres?

—Viene conmigo —salto yo dando un paso adelante—. Se llama Yaroc.

Helia Jeneg entrecierra los ojos y examina a Yaroc. Él no retrocede, pero tampoco se muestra desafiante. ¿Qué ha ocurrido con el Yaroc engreído y prepotente? ¿Es que no queda absolutamente nada de él? Al final, una pequeña parte de su máscara se deja ver cuando cruza los brazos y ladea la cabeza, casi como si estuviera aburrido. Se muestra extrañamente tranquilo frente a los tres cañones que le apuntan.

—Está bien, se os han de realizar unas pruebas médicas y luego procederemos a vuestra recolocación. Por favor, seguid a mis agentes —suelta un bufido.

—¿Volveré a casa? —intento sonar emocionada. La mujer sonríe.

—Sí, Yadei. Volverás a casa, tendrás ganas, ¿no? Qué suerte que Misuk te encontrara.

—Ni te lo imaginas —e intento no sonar irónica.

Volver a casa no está de momento entre mis objetivos primordiales. Primero me he de asegurar de detener a Misuk, no morir en el intento y luego ya buscaré una forma de volver a casa. Levanto la mirada al techo y pienso en mamá, quiero decirle que ya me falta muy poco, que estoy muy cerca, que no se preocupe.

Los agentes nos llevan por varios pasillos hasta que comienzo a perder la orientación. Llegamos a lo que parecen las puertas de un vestuario. Reconozco el olor a jabón y cloro.

—Supongo que os apetecerá una buena ducha —dice una de las policías—. Ése es el vestuario de chicos y ése es el de chicas. Cuando acabéis se os darán instrucciones.

No dudo ni un instante en entrar. Baldosas blancas, bancos de madera del mismo color, taquillas metálicas. Me recuerda al gimnasio de la escuela. En uno de los bancos veo ropa limpia y una toalla. Dejo mi ropa gastada en el banco y me doy una buena ducha. El agua caliente me sienta mucho mejor de lo que esperaba y cuando he terminado me siento como nueva. La ropa limpia consiste en unos pantalones anchos negros, una camiseta de tirantes oscura y unas botas con cordones. También hay una chaqueta gris que me va demasiado grande. Por primera vez en muchos meses me seco el cabello con un secador y me peino los mechones que se han destrenzado. Me quedan a modo de flequillo.

La Yadei que aparece ahora frente al espejo es algo menos espantosa que la de antes, pero mi aspecto sigue siendo bastante deplorable. Mis ojos están enrojecidos y parece que no haya dormido durante varias semanas.

La puerta se abre y doy un respingo. Aparece una mujer, una enfermera algo rolliza, de rostro amable y el cabello recogido en un moño muy apretado.

—Hola Yadei, no pretendía asustarte. Acompáñame, tengo que hacerte un análisis de sangre —lleva su boca y nariz cubiertas con una mascarilla azul. La idea de una aguja atravesando mi piel para un análisis de sangre no me gusta para nada.

Obedezco y me doy cuenta que he dejado mi fragmento de madera en el vestuario. Adiós a mi posible arma. Recorremos más pasillos hasta una clínica que huele a antiséptico. Veo que Yaroc está ahí también, con la misma ropa que yo. Lo observa todo como un niño pequeño y deja que le curen las heridas sin decir nada.

—Parece que te has quemado un poco la cara con el sol —la enfermera me saca de mis pensamientos, cierra un poco los ojos, así que imagino que sonríe—. Yo nunca he visto el sol. Más que en la RV o las fotos.

—Yo hasta hace unos meses tampoco. Solo a través del campo de fuerza —respondo.

—Sois unos privilegiados —abre la puerta de una consulta y me anima a entrar—. Por aquí.

Me siento en la camilla y aprieto los dientes cuando prepara la zona para sacar la sangre. Cierro los ojos cuando clava la aguja y me mantengo lo más quieta posible. Luego me pone una gasa y lleva las muestras a un aparato que empieza a hacer pruebas. Me limpia las heridas y me pone una pomada en la piel enrojecida. Los minutos se alargan y aprovecho para examinar el entorno. Veo una cámara, pero enseguida detecto su punto ciego, junto a unos enchufes. Hay una ventana, así que puedo ver a Yaroc desde aquí. Él también examina su habitación. Le miro y le hago un gesto con la cabeza. Él asiente.

Tenemos que escapar de aquí. Mi orientación no es buena, pero he visto unos cuantos pasillos por los que quizá podamos escabullirnos. Si tan solo pudiéramos producir un cortocircuito o alguna distracción...

El aparato emite un pitido y la enfermera analiza los resultados. Abre mucho los ojos.

—Estás... bien. No parece que te hayas infectado con ningún virus foráneo, aunque sí has pasado un resfriado. Pero tus resultados son... cuanto menos curiosos.

—Sé lo de mi sistema inmunitario —explico—. Padezco una inmunodeficiencia, así que me inyectaron nanobots cuando era un feto. Hacen la función de —intento recordar los términos que usábamos en biología para hablar del sistema inmunitario, nunca se me ha dado demasiado bien esa asignatura— limbocitos o algo así.

La mujer suelta una carcajada.

—Querrás decir linfocitos. Sí, he oído hablar de esa terapia —rellena una jeringuilla enorme con un líquido amarillento—. Aun así, voy a darte este antisuero, no vaya a ser que el análisis contenga algún error.

—¿Qué es eso?

Me aparto con visible desconfianza.

—Te protegerá contra posibles infecciones. Tranquila. Todo está bien.

Asiento y dejo que me lo inyecte. Después se va y me dice que espere, que dentro de nada vendrán unos agentes y me informarán de lo que debo hacer. Me levanto rápidamente de la camilla en cuanto ella se va y busco algo con lo que producir un cortocircuito. Rompo un aparato en el ángulo muerto de la cámara y me quedo con el cable conectado a la placa base. Cualquier persona que toque la placa cuando el cable esté conectado se electrocutará, lo digo por experiencia.

La puerta se vuelve a abrir antes de que pueda preparar nada más y me pillan por sorpresa. Enchufo el cable a la corriente y lo lanzo hacia delante, tras lo cual empiezo a echar agua en el circuito y oigo el alarido de la persona a la que he alcanzado. Posiblemente no le haga daño grave, pero al menos le he producido un buen calambrazo. Gracias al agua, las luces se apagan y aprovecho los instantes de confusión para escabullirme y empezar a correr.

—¡Aquí! —chilla Yaroc, yo le sigo.

Recorremos los pasillos grises y esquivamos a las pocas personas que hay por ellos. Pronto las luces se vuelven más intensas y atravesamos una zona llena de cultivos, arruinamos unas cuantas plantas, lo que produce la queja de diversos agricultores. Algo pasa zumbando frente a nosotros y siento como si una piedrecita me golpeara en el cuello.

—¡Me han dado con algo! —exclamo.

Yaroc frena y me observa.

—¿Estás bien? ¿Estás mareada?

Sacudo la cabeza.

—Todo bien, creo que sería algún insecto. Aquí hay varios.

En ese mismo instante, todos mis músculos se paralizan, dejándome en la postura de empezar a correr. Yaroc se sorprende y se separa un poco. Oigo pasos por detrás, producidos por botas que se hunden contra el barro.

—Eso es lo que ocurre por tener nanobots en el cuerpo. Podemos controlarlos con un simple botón —dice un voz profunda.

No me lo puedo creer. Nunca había imaginado que podrían hacer algo así. Nos han pillado, por mi culpa. Aquello que me ha golpeado el cuello, ¿sería el dispositivo que utilizan para controlarme?

—¡Vete Yaroc! ¡Vete! No dejes que te cojan —grito con dificultad.

Duda unos instantes, pero al final me hace caso y se marcha, pero antes me susurra:

—No te preocupes, solucionaremos esto.

Caigo al suelo y siento como alguien me agarra, me echa a su hombro y me aleja de allí. Quiero luchar, moverme, gritar. Pero los nanobots me han paralizado por completo. Intento memorizar los lugares por los que pasamos; sin embargo, todo está borroso. Ni siquiera puedo apretar los dientes.

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