VEINTICINCO
Al abrir los ojos soy consciente de que ha pasado demasiado tiempo desde que los cerré. Miro hacia afuera, el sol está en lo alto, irradiando su luz con intensidad. ¿Cuánto habrá pasado? Quizás una hora, un poco más tal vez. Me levanto como accionada por un resorte, me quito el abrigo y lo ato a la parte de abajo de la mochila. El jersey que llevo debajo no tiene mucho mejor aspecto que el abrigo, pero al menos no está roto.
Salgo de mi escondite y oteo en busca de los simios. Parece que se han marchado. Aun así, agarro un palo largo y fino de madera que encuentro en el suelo. Ambos extremos están afilados y astillados, con suerte puedo usarlo como una lanza. El edificio que nos indicó Misuk no está muy lejos. Quizás a unos diez minutos en marcha rápida. Camino ligera, siempre pendiente de que no aparezcan animales. Correr en la arena es difícil. Los pies se me hunden y más de una vez resbalo. El terreno irregular tampoco ayuda mucho. Empiezo a notar arena por todas partes, en los zapatos, los pantalones, e incluso en las uñas. Las botas antes oscuras ahora parecen marrones y el jersey grisáceo lo mismo. Además, la piel de la cara me escuece y noto que está enrojecida. Es una sensación muy desagradable.
Cuando estoy a pocos metros del edificio, un viento muy fuerte me revuelve los cabellos y me cubre aún más de arena. Entrecierro los ojos y observo anonadada como una masa de arena llevada por el viento se acerca cada vez más. No tengo tiempo si quiera de procesarlo, pues los granos de arena ya me golpean la cara y se meten en mi boca y nariz. Toso y me llevo una mano a la boca, con la otra utilizo el palo para tantear mi alrededor. Busco una roca o algo con lo que cubrirme del torbellino de arena. Finalmente encuentro una, aunque no me protege demasiado. Me siento y rebusco en mi mochila un trapo con el que cubrirme la cara. Tengo que llegar al edificio cueste lo que cueste.
Me levanto y camino hacia delante, tambaleándome sobre la arena. Si ya era difícil caminar antes, ahora es prácticamente imposible.
—¡Misuk! ¡Yaroc! ¿Hay alguien ahí? —pero mi voz se la lleva el viento.
El viento se intensifica y me obliga a caminar a gatas. Los granos parecen piedras y me hieren la piel expuesta. Cuando ya no puedo más me tumbo y espero que la tormenta amaine.
Yadei, no puedes rendirte ahora. Estoy muy cerca. Estás muy cerca, dentro de poco todo habrá terminado. Tengo que ser fuerte. Muy fuerte. Cierro los ojos, puedo hacerlo. Tengo que levantarme. Son solo unos metros.
Me levanto. No dejo que la tormenta me venza. Camino. Uno, dos. Son pasos lentos pero seguros. Uno, dos. Suelto una exclamación cuando mis pies chocan contra el cemento. He llegado. Bajo mi máscara de tela sonrío. Las paredes me protegen de la tormenta, a pesar que partículas de arena se arremolinan y consiguen entrar por las grietas en las ventanas. Me quedo sentada hasta que la tormenta se calma y suspiro. Observo las ruinas y compruebo que este es el lugar que nos dijo Misuk. Sí, no hay duda, es un edificio grande, con vigas metálicas oxidadas y trozos de hormigón resquebrajado. Me asomo hacia una plataforma desde donde puedo ver el horizonte. Un mar de arena se extiende hasta donde alcanza la vista y unos cuantos edificios sobresalen de ella, negándose a ser borrados por el tiempo.
Oigo un ruido de pasos y me giro rápidamente, con la vara de forma amenazante. Mantengo mi postura al ver a Yaroc acercarse. Se sacude la arena con disgusto y escupe las partículas que se le han metido en la boca.
—Odio la arena —masculla.
Yo asiento y entrecierro los ojos, mirando tras de sí. Reconozco el contorno de una persona, quien supongo que es Misuk. Así que con rapidez rompo la vara en trozos pequeños y le entrego uno a Yaroc. Son nuestras únicas armas. Yo escondo mi fragmento debajo del pantalón.
—Qué fastidio, pensaba que los simios acabarían con alguno de vosotros —salta de repente Misuk, quien ya ha llegado a nosotros.
Los músculos de mi espalda se tensan y frunzo el ceño. La androide no tarda en apuntarnos con la pistola. No hay ni rastro del fusil. Tiene la ropa salpicada de sangre y no tengo ganas de saber la razón, aunque me la imagino. Mientras que, al parecer, Yaroc y yo huimos de los simios ella prefirió una vía más violenta. Al fin y al cabo, es una asesina.
—Vamos, no querréis que nos pille otra tormenta de arena, ¿no?
—¿Falta mucho? —pregunta Yaroc hastiado.
—Oh, ya hemos llegado.
La sonrisa de Misuk me produce un escalofrío. La seguimos mientras ella empieza a descender por unas viejas escaleras del edificio. Parece decidida, pero me doy cuenta de que, en realidad, no sabe exactamente dónde es, pues antes de dar un paso examina el entorno y hace una pausa prácticamente imperceptible. Al cabo de poco nos vemos obligados a encender las linternas y me ataca la claustrofobia: estamos a quién sabe cuántos metros de profundidad en un edificio de varios siglos enterrado en la arena. En cualquier momento podría derrumbarse y asfixiarnos. Pero no, aunque el aire es rancio, las paredes están reforzadas y las escaleras no parecen muy viejas.
Yaroc camina detrás de mí, indeciso, pero asombrado al mismo tiempo. A él le fascinan las ruinas de los humanos anteriores, conque no imagino lo mucho que le debe sorprender construcciones más nuevas como esta.
Me sobrecoge un ataque de pánico. En pocos minutos estaremos en el Centro de Mando Principal, el lugar desde donde se organizan los Pentágonos y donde quieren controlar a los drones para acabar con la humanidad del Exterior. Y nosotros, unos adolescentes maltrechos y cansados tenemos que buscar la forma de detenerlo.
Recapitulo. El Vínculo también quiere impedir eso, pero ellos pensaban que la orden de ejecutar a los Rechazados ya estaba en marcha y que la única forma de impedirlo era llegando aquí. Pero no es así, esa orden aún no se ha puesto en marcha. Misuk les mintió, gracias a ella (y gracias a mí) morirán miles de personas. Eso si es que no podemos impedirlo. El Vínculo está dirigido por mi padre, el hombre que nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo ni siquiera había nacido. No son de fiar, pero su objetivo es bueno. Y Hyo... él me ha mentido, y yo he roto mi promesa. Solo espero que no esté en el fondo del mar, que no haya cruzado el corredor. Solo espero que su enfado sea lo suficientemente grande como para olvidarse de mí, aunque duela, es lo mejor para él.
Me froto la cara con las manos. Le causo daño a todas las personas que amo y aprecio. Primero a mi madre, no imagino cómo debe haberle afectado el accidente. Luego Tandara, murió por mi culpa y no lo puedo olvidar. Áster seguramente también esté muerta. Y ahora Hyo, le he traicionado, le he herido, he quebrantado la confianza. Esa bonita amistad la he perdido para siempre. Incluso el pobre Fiko ha sufrido por mi culpa, y ni siquiera sé que ha sido de él.
Yaroc me pone la mano en el brazo.
—¿Te encuentras bien? —susurra.
—Solo estoy un poco mareada —y no miento, ya todo me da vueltas.
—Será por el aire.
Ojalá fuera por el aire.
—Oye, lo siento —digo abatida—. Por haberte metido en esto.
Él se encoge de hombros.
—Mis otras opciones tampoco eran mejores.
Sí lo eran.
El camino acaba de repente y una puerta metálica demasiado brillante reluce bajo la luz de las linternas. Ahogo un gritito cuando veo el símbolo gravado en ella. Un pentágono con dos líneas asimétricas que lo cruzan. Es el símbolo de las ciudades. Misuk teclea algo en el panel de cristal que hay a un lado y se empieza a oír el zumbido característico de un ascensor. ¿Aún más bajo tierra? Las puertas se abren después de una larga espera. Yaroc parece claramente confundido.
—Es un ascensor —explico—. Un dispositivo que sube y baja.
—¿Es seguro? —pregunta.
—Pues claro que lo es, qué pregunta más estúpida —suelta Misuk.
El chico asiente no muy convencido y entramos en el cubículo. Es bastante amplio, con el suelo de baldosas oscuras, las paredes laterales de metal y la trasera es un espejo. Hubiese preferido el metal, así no vería mi terrible aspecto. El pelo sucio, tieso por la sal y la arena, la piel enrojecida por el sol, rasguños en brazos y piernas. Mugre generalizada y arena por todas partes. Por no hablar de los enormes círculos oscuros que rodean mis ojos.
Menuda impresión vamos a dar cuando nos vean. Cuando nos vean, temo ese momento. Y Yaroc también. Para mi sorpresa se sienta en el suelo. Nunca se me ha ocurrido hacer eso en un ascensor, supongo que porque estoy acostumbrada a trayectos cortos. Pero, a juzgar por lo que ha tardado este en subir, el viaje será más bien largo. Qué bien, más tiempo para darle vueltas a la cabeza.
Mientras bajamos una pregunta ronda mi mente. ¿Por qué acabar con los humanos del Exterior? Si al fin y al cabo vivimos en ciudades aisladas, ¿qué sentido tiene?
—¿Por qué acabar con los Rechazados? —le pregunto a Misuk.
—Querida, os enseñan que la guerra acabó, hubo paz y todos estuvieron felices y contentos. Bueno, no todos. Se dividieron y entonces fueron felices y comieron perdices —chasca la lengua un par de veces y sacude la cabeza—. Eso no fue así. Nunca hubo paz, como siempre, los humanos no os pusisteis de acuerdo. Y construyeron las ciudades, dejando fuera a todos aquellos que pensaran diferente.
—Las ciudades eran una forma de mantener a la población controlada y engañada...
—Exacto, y lo siguen siendo. Pero resulta que los Rechazados no murieron a los pocos meses. Se hicieron más fuertes. Pero por fin ha llegado la hora del Saneamiento, el mundo le pertenecerá de nuevo a quienes lo merecen —la androide sonríe con malicia.
Aprieto los puños. ¿Así que de eso se trata? De acabar con las tribus para hacerse con el control del Exterior. Misuk sigue hablando y yo la escucho sin mucho interés. Parece realmente orgullosa con ser la androide que cumplirá con su última misión. Porque, aunque no se lo digo, estoy segura de que la desconectarán en cuanto les entregue lo que les interesa.
Me levanto para estirarme y siento un dejà vú. De repente es como si ya hubiera estado en este ascensor. No con Misuk ni con Yaroc, sino sola. Recuerdo el olor, la luz, los zumbidos. Cojo aire con fuerza, algo abrumada por la sensación.
Entonces suena el fatídico ruido de un ascensor llegando a su destino y el de puertas de metal deslizándose.
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