Shabná II

Son las diez de la mañana de un lunes muy oscuro. El cielo fuera del campo de energía ha amanecido gris y cubierto de niebla que causa destellos en el muro. Odia los días de niebla. Por suerte, la única niebla que hay en la ciudad es una a ras del suelo que utilizan en la Zona Agrícola para mantener el césped húmedo. En un día normal, con Yadei, habría ido a trabajar y ya estaría manos a la obra con algún traje. Pero lleva unos cuantos días con la rutina alterada.

Lo que más le gusta de esa nueva rutina es despertar cada día en una cabañita de madera. Daran le prepara el desayuno y se lo deja en la mesa de la cocina. Aunque ya ha comprobado de sobras que su marido sigue siendo el hombre del cual se enamoró, aún es incapaz de cifrar toda su confianza en él. Conoce sus motivos y siente que no es justo. Pero, aun así, hay algo que no es capaz de ver en él. Esa luz, esa esperanza de cuando eran jóvenes. Lo nota por su forma de caminar y arrastrar los pies. Y, aunque le hable de Yadei, del Vínculo, de lo que ellos desean hacer, parece que no está del todo seguro.

Le arrebataron a su mujer y a su hija, las obligaron a creer que él las abandonó. Sin embargo, todo fue en contra de su voluntad. Cuando se conocieron, ambos tenían dieciséis años. Habían dejado el orfanato donde se habían criado porque se habían negado a vivir en un centro comunitario y verse obligados a compartir todo lo que hicieran con los demás. Ya eran maduros, acababan de cumplir la mayoría de edad y deseaban de una vez por todas llevar las riendas de su vida. Daran era su vecino, vivía en un estudio igual de pequeño que el suyo y se ayudaban mutuamente a pagar el alquiler. A Daran, las cosas le fueron mejor que a ella. Al cabo de un año consiguió un puesto fijo como programador de videojuegos, pero ella seguía estudiando y trabajando por las noches en un restaurante al borde del colapso.

Al final ocurrió lo que Shabná había estado temiendo: el restaurante quebró y ella se quedó sin trabajo. Aún le quedaba un año de estudios pero no encontraba trabajo. Se atrasó tres meses sin pagar el alquiler. Un mes más y la echarían a la calle. Buscaba desesperadamente un trabajo, por tedioso que fuera. Si al menos conseguía un puesto en algún lugar, el casero sería más comprensivo. Pero seguía sin nada de dinero en la cuenta. Subsistía gracias a los alimentos básicos que proporcionaba el gobierno. Gracias a esa pasta insípida de nutrientes.

Hasta que un día, sus deudas desaparecieron de golpe y recibió una oferta de trabajo en una pequeña sastrería familiar. Recuerda aquel día con total lucidez. Subía las escaleras lentamente esperando ver el mensaje de desahucio en la pantalla de la puerta, como siempre. En cambio, allí había una oferta de trabajo en grandes letras verdes. Y otro mensaje que indicaba que las deudas estaban pagadas. La joven Shabná tragó saliva y enseguida dedujo qué habría pasado.

Sus nudillos golpearon con fuerza la puerta de Daran. El chico abrió tras unos segundos; con el cabello, entonces castaño claro, alborotado y mojado. Sonreía.

—Daran, ¿has sido tú?

Él sonrió.

—No sé de qué me estás hablando.

—El alquiler, el trabajo —Shabná señaló su puerta, al borde de la histeria.

—Hm, ¿qué pasa? —a pesar de hacerse el tonto, en su mirada podía reconocer que había sido él.

—No tenías por qué hacerlo. ¡Ya me las estaba arreglando yo sola! Tú necesitas ese dinero.

—Eh, Shab, no pasa nada. Tienes el alquiler pagado, ¿no? ¿De qué te quejas?

A partir de ese momento, Shabná se sintió en deuda con Daran. No por el dinero, pues eso era lo de menos, sino por el hecho de haberse preocupado por ella a pesar de no conocerse lo suficiente.

En la sastrería conoció a Ada, la hija de un cliente habitual. Enseguida se hicieron muy amigas y, a medida que pasaba el tiempo, la amistad entre los tres: Ada, Daran y Shabná, se hacía más fuerte. Pero lo que Shabná no sabía era que Daran, gracias a sus conocimientos informáticos, había podido acceder a la base de datos del gobierno y había averiguado algo tan horrible que no pudo mantenerse quieto.

Daran no había sido huérfano durante toda su vida, como Shabná. Pasó sus primeros cinco años con su abuelo. El hombre se encontraba muy enfermo y el pequeño Daran maduró antes de tiempo. Antes de morir, le entregó un libro muy especial a su nieto, un libro que marcó para siempre la vida de Daran.

Al cabo del tiempo, cuando ya habían cumplido los veintiuno, Shabná veía a Daran como algo más que su mejor amigo. Así que, una tarde que ella había salido antes de trabajar se quedó esperando en la puerta hasta que su amigo llegó.

—Buenas noches, Shab, ¿qué te cuentas?

—He estado dándole vueltas y... Tengo que decirte algo —Shabná sonaba decidida, pero sus mejillas sonrojadas la delataban.

El chico le puso un dedo en los labios y sonrió.

—Lo sé, disimulas fatal.

Se casaron dos años después, pero Daran nunca le contó que había estado juntando un grupo, un grupo que no buscaba hacer ningún daño, que tan solo quería impedir una masacre. Tampoco le contó que lo abandonó cuando se casaron. Que antepuso a su familia. Que la escogió a ella en vez de al Vínculo. Menos aún, ni siquiera le explicó que después de casarse seguían yendo a por él. Y que, con veintisiete años aún le buscaban. Y eso que él había abandonado por completo todo aquello relacionado con el Vínculo. No sabía cuáles eran sus planes ya ni cómo funcionaban. Pero un oficial de policía, uno bondadoso, le explicó que iban a por su familia. Que le arrebatarían a su mujer y a su hija no nacida. Que la única manera de salvarlas era desapareciendo por completo. Borrando todos sus registros, todo aquello que indicase la existencia de Daran. Tenía que convertirse en una sombra, en un bot informático. En un personaje ficticio creado por el Vínculo. Tenía que convertirse en LV, alguien que no existe.

Por eso Shabná no pudo encontrarle. Por eso el hombre que dirigió la investigación era el mismo que había advertido a Daran.

Pero de alguna manera, han conseguido averiguar quiénes son ellas: Shabná y Yadei. LV ya no es una sombra. 

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