Eric

No daba más de sueño. Había sido mala idea decir "un capítulo más" unas diez veces. Es que tenía que terminar ese libro, necesitaba respuestas. Ya podría dormir después de clases. O eso pensaba a la madrugada.

Cuando el despertador sonó 6:30 ya no me parecía tan divertido. ¿Valió la pena la trasnochada? Totalmente. No obstante, me quejaría igual.

El viento que corría por la avenida Rivadavia soplaba de lo lindo, mientras esperaba el colectivo.  Al menos, me ayudó a despabilarme un poco. Me abracé a mí misma y me ajusté la bufanda, sin parar de temblar.   Maldito uniforme. Usar pollera y medias con esa temperatura tan baja era criminal. Ese día no me quejaría del calor humano típico del viaje en hora pico, más bien lo consideraría una bendición.

—¡Qué cara, nena!—me dijo Daniela, una de mis amigas y compañera de curso.

Me miraba con preocupación. Ella estaba impecable, maquillada sutilmente y con su pelo negro peinado perfecto. ¿Como hacía? Yo gracias que me lavaba la cara y reprimía mis rulos rebeldes con una cola de caballo. Mientras ella parecía salida de una novela de la tele, yo parecía sacada de la toldería de los indios ranqueles.

—Che, Debbie, estás para exhibirte en el Museo de La Plata, al lado de las momias —se burló Santiago, otro de mis amigos, acercándose a nosotras.

—Gracias —respondí, mirándolo mal.

Recibí un sonoro beso en el cachete, como única disculpa.Me raspó un poco con su mínima barba. Si no se afeitaba para el día siguiente, iban a amonestarlo. Le quedaba bien, con sus lentes de montura gruesa. Estaba hecho todo un hipster.

Nos acomodamos en nuestros escritorios, que tenían la mesa y la silla unidos. Estaban en filas de a dos bancos. Eran muy incómodos, porque no te permitían muchas opciones para sentarte. Me puse de costado, para poder seguir hablando con ellos, que se habían colocado detrás de mí.



A los pocos minutos, ya todos estábamos en nuestros asientos. Me alegré porque nadie se sentó conmigo. Éramos impares y la única silla que sobraba estaba al lado mío. Estaría cómoda, dentro de las posibilidades de mi asiento.

—Entonces, Debbie, contame por qué las ojeras —inquirió Dani.

—Dudo que te hayas quedado viciando al Counter—opinó Santiago.

Se acomodó los lentes, que se le habían resbalado un poco por el puente de la nariz. Con su cabello castaño oscuro abundante y ese accesorio, se había ganado el apodo nada original de "Harry". Tenía un aire, si lo mirabas fugazmente. Ojalá los poderes también los tuviera. Sería muy útil. En fin...

—Me enganché con el sexto de Narnia—confesé—. Me lo leí en un solo día.

—Aburrido —bromeó Dani—. Ah, bueno.

Se quedó con la mirada clavada en la puerta del aula, que estaba al lado del pizarrón. Tenía la boca entreabierta y se la veía un poquito fascinada. Con una sonrisa divertida, miré en esa misma dirección y comprendí su comentario: chico nuevo.

¡Y qué chico! En ese curso de bellezas mediocres, el nuevo sin duda resaltaba. Parecía sacado de un álbum rock, con el pelo rapado por un lado y la cresta cayendo del otro, y su contextura delgada. Tenía una diminuta argolla plateada en la oreja, que iban a pedirle que se sacara muy pronto, estaba segura. Miraba el suelo, con una timidez palpable. Estaba de pie, algo encorvado al lado del preceptor que había entrado con él.

—Buen día, chicos. Les presento a Eric Grant. Se va a sumar a ustedes este año —informó, sonriendo para darle ánimos.

No se lo veía muy cómodo y lo entendía. La profe de matemática le dio la bienvenida y le señaló el lugar junto a mí. Chau, comodidad. Él levantó la vista hacia mi dirección. Nuestras miradas conectaron un brevísimo momento y la aparté avergonzada. Maldita timidez.

Saqué mi mochila de su trono de madera y metal, para dejarle lugar al rockero. Todo el curso lo seguía con la mirada. Pobre pibe.

La profesora comenzó la clase, luego de presentarse. Agradecí que no fuera de esas que pretende que todos nos presentemos diciendo nuestro nombre y alguna estupidez sobre nosotros. Como si a alguien le importara cuáles eran tus sueños o si tenías hermanos. Para eso, los amigos, de última.

—Yo soy Daniela. Bienvenido —se presentó, ni lenta ni perezosa, con una sonrisa gigante.

—Gracias. —La miró apenas, con una sonrisa mínima.

—Santiago. —Chocó su puño con el del recién llegado.

—¿Y vos? —me preguntó.

—Debbie. Un gusto— respondí, con una sonrisa que no me llegó a los ojos.



Estuve toda esa mañana totalmente distraída por culpa suya. De no haber sido por Dani, habríamos pasado todas esas horas en un silencio incómodo. Eric solamente hablaba si alguien lo hacía primero. Era tímido a más no poder. Iba a terminar más solo que una abuela en misa de 8, si no hacía algo con eso. Esperaba que se aflojara pronto, o sería blanco de las burlas de mis compañeros.

No obstante, no sería con nosotros con quienes pasaría sus ratos libres. No veía mucho en común como para charlar de la vida.






—Vas a ojear a ese chico, Debbie —me advirtió Dani, en susurros.

Estábamos esperando el colectivo para volver a casa. Haciendo fila, había varios compañeros nuestros también, por lo que mejor era ser prudentes con lo que decíamos. Allí eran todos fans del chisme.

—¿Qué chico? —pregunté, haciéndome la tonta.

Me miró con la ceja levantada. No iba a decirlo en voz alta.

—Está re bueno, Debbie. No jodas —se rió.

—¿Y? Hay muchos que están mejor en el cole. En el recreo, está muy interesante el paisaje.

—Pero están todos inalcanzables esos pibes, boluda —razonó—. El nuevo es más accesible.

Era cierto. Los que a mí me gustaban eran todos de los cursos más grandes. ¿Quién me iba a dar bola a mí? A ver, tampoco es que me importara demasiado. Me alegraban la vista y si por casualidad me miraban un instante fantaseaba con eso, feliz. Y listo. No sabía nada de ellos más allá de lo que se adivinaba viendo su apariencia. De hecho, algunos ni sabía cómo se llamaban. Pero eran lindos, y a los dieciséis años, eso era suficiente para sentirte toda enamorada.

—Sentate vos con él, si lo ves tan accesible —le dije, después de soltar una carcajada.

—Nah, Santi es más divertido.

🎵🎵🖤🎵🎵

Los días y los meses pasaron con lentitud. Eric nunca más volvió a sentarse conmigo. De hecho, siempre estaba en la otra punta del aula. En secreto, me alegraba, porque podía contemplarlo sin que se diera cuenta.

En pocos días, tenía un batallón de admiradoras, a las que no les prestaba gran atención. De hecho, apenas sí le conocíamos la voz.

Su desempeño académico, como el de un perfecto bad boy, era terrible. Las únicas veces que se sacaba más de un cinco eran cuando trabajaba en grupo con alguno más aplicado que él.

La junta* no lo ayudaba. Un par de veces me lo crucé en el último piso del colegio, fumando a escondidas con dos amigos que se habían transferido al colegio con él.

Justamente esos amigos fueron expulsados antes de fin de año, por lo que Eric se volvió aún más solitario. Hasta que un día, al no quedar más asientos disponibles, fue a caer junto a mí una vez más.

La diferencia con aquel primer día fue que estaba mucho más dispuesto a charlar con nosotros. Daniela y Santiago lograron arrancarle un par de carcajadas incluso, que provocaron que todo el curso se diera vuelta a vernos, sorprendidos. Y yo, bueno, me fui soltando poco a poco.

Resultaba que Eric era un chico bastante divertido. Casi se podía decir que lo habían cambiado por su gemelo bueno. No tenía ni idea de qué era lo que había obrado el cambio, pero me alegraba por él. En fin, aparte de ser atractivo, era buena onda.

Las admiradoras no tardaron en volver a pulular a su alrededor. Y él empezó a prestarles más atención que antes. Y, si bien un pinchazo de celos me sorprendía de vez en cuando, tampoco era que yo hiciera mucho por captar su atención. Pertenecíamos al mismo grupo de amigos, sí, pero no éramos para nada íntimos. 

Hasta que un trabajo hizo que nuestra relación pasara a otro plano.



—Los voy a dividir en parejas, chicos. Van a tener que hacer un poema basado en las palabras que les voy a pasar, usando uno de los tipos de rimas que vimos. El que quieran. También tienen que usar los recursos de la lista. Por lo menos, tres de ellos —nos indicó la profesora de literatura.

Poesía... Ese arte que de vez en cuando tocaba a mi puerta, dando paso a algún que otro descargo emocional. Me parecía algo demasiado personal. Es que cada uno tiene su propia percepción del mundo. No me veía haciendo una composición de ese tipo con alguien más. Pero, tarea era tarea. Rogaba que no me tocara con alguien poco sensible. ¿Tendría suerte?


—A ver, Le Noir con Grant —anunció la profe—. Rodríguez con Blanco...

Y siguió nombrando gente, pero dejé de prestarle atención. Busqué a Eric con la mirada, estaba en la fila de al lado y tenía su mirada grisácea puesta en mí. Le sonreí, recibiendo un gesto idéntico de regreso.

—Aprovechá, Debbie —me susurró Dani, con una risita.

La muy guacha ni esperó a que el otro desviara la vista. Me sonrojé, en consecuencia.

—Dejá de decir boludeces, tonta —la reté, mirando el piso.



—Che, ¿cuándo te podés juntar conmigo? —me preguntó Eric, en el recreo.

—En cualquier momento —respondí, encogiéndome de hombros—. Venite a casa, si querés. ¿Mañana?

—Dale. ¿Almorzamos juntos o preferís que vaya más tarde?

Miré el piso un par de segundos, antes de responderle. Me acordé de lo que me había dicho Dani, pero mi timidez me ganaba por goleada.

—Como quieras.

—Ya fue, almorcemos juntos. Vivo lejos y no me da para ir y venir —resolvió al instante.

Asentí en silencio y le ofrecí una Oreo del paquete que me había llevado de casa. Me pregunté cuánto tardaría en ir a buscar a otros amigos. No obstante, para mi sorpresa, se quedó al lado mío el resto del recreo, charlando de pavadas. La sonrisa se me escapaba continuamente. Seguro que era obvia a más no poder, pero no me podía controlar.



Esa noche dormí poco, maquinando sobre la perspectiva de estar a solas con Eric como tanto había deseado casi desde que llegó a mi colegio.

Me daba miedo resultarle aburrida. Una cosa era conversar los quince minutos que duraba el recreo y otra muy distinta era estar un par de horas solos. ¿Y si se me acababan los temas de conversación? Tenía bien claro que teníamos que trabajar, pero mientras uno solía divagar con otras cosas. ¿Y si decía alguna boludez y quedaba como tonta? ¿Y si se burlaba de mí?

Agarré una novela, "El jardín Olvidado", que tenía por la mitad para distraerme, pero apenas pude leer un par de líneas. Se me nublaba la vista. Cuando miré el reloj de la mesa de luz, lo entendí: las tres de la mañana. Encima, esa era una historia para prestarle atención, porque si no, te perdías entre tanto lío de historias cruzadas.

Descarté la lectura. No solía hacerlo, pero prendí la radio y la puse a un volumen bajito para que hiciera un poco de ruido. 

Justo la emisora que escuchaba siempre de día, tenía su programa hot en ese horario, de llamadas de gente que no tenía nada mejor que hacer que ventilar sus fantasías sexuales al aire. La cambié por la Aspen, que pasaba música vieja y tranquila. Además, siempre había un locutor con voz grave que te arrullaba.



—Mamá dejó una prepizza, creo. Bancame que prendo el horno y voy para allá —le avisé a Eric, instándolo a quedarse en el comedor.

Tiramos las mochilas pesadas en el sillón frente a la tele. Le di el control remoto, antes de desaparecer por la puerta de la cocina.

—Poné lo que vos quieras —lo invité.

El trayecto a casa había pasado entre charlas sobre lo que había pasado en el día. Venía todo bien. Santi nos había acompañado un tramo, por lo que no estábamos solos del todo. Y ahora, lo tenía sentado en mi sillón, mirando Much Music. Desde donde estaba, me llegaba el rumor de Green Day, que se había puesto de moda con American Idiot.

—¿Te gusta Green Day, Debbie?—me preguntó, cuando volví a donde estaba él.

—Algo... A mi hermano, le encanta —le conté—. ¿A vos?

—Está bueno. El otro día estaba sacando un par de temas de ellos con la guitarra. ¿Vos tocás?

—Lautaro trató de enseñarme pero no hay caso —confesé—. No me banco que me duelan los dedos.

Eric se rió de mí y me mostró sus dedos.

—Después, se te hacen callos y ni te enterás. Mirá, a mi se me borró la huella digital acá. —Me señaló el lugar.

—Ya podés robar bancos —bromeé.

—Seh. Podrías ser mi cómplice, si querés.

Me guiñó el ojo y yo disimulé mi sonrojo huyendo a la cocina de nuevo.


Seguimos conversando durante la comida con toda la naturalidad del mundo. Me relajé. Podía con eso. La cuestión era que me sentía demasiado cómoda. 

Quizá lo que nos faltaba era tener ese rato a solas, para conocernos mejor sin distracciones. El tiempo se me pasó volando, en la mejor compañía. Es que ni siquiera con mis mejores amigos me sentía tan a gusto, tan libre de ser yo misma, con todas mi excentricidades.

Sacamos la carpeta y lápiz, para intentar escribir esa poesía que nos habían mandado a hacer. Eric me pasó la lista de palabras.

—Niña, insomnio, azul, reloj, lluvia —leyó en voz alta.

—Parece bastante fácil —opiné.

Analizamos la lista de recursos poéticos y nos decidimos por el verso libre, para tener una complicación menos. No era tan fácil como pensaba. No salían más de dos lineas seguidas y eran horribles.

—Ya fue —desistió, después de estar una hora mirando la hoja llena de tachaduras—. Me quema la cabeza. ¿Qué hora es? —preguntó, mirando el reloj de pared.

—¡Ahí está! —grité, cuando tuve la revelación.

Eric se sobresaltó y se empezó a reír. Garabateé en la hoja a toda velocidad para no perder la idea. Le mostré a mi amigo el par de estrofas que habían caído por obra y gracia de Espíritu Santo.

"Retazos azules de un frío pasado
Inconsciencia infinita, que jamás llegaba
La niña dormir quería para olvidar
Olvidar, y su mente aliviar
Aliviar tormentos oscuros
Que la abrazaban sin quererla soltar

El insomnio, con sus ojos, miró el reloj
¿Qué hora es? Las tres de la mañana..." —
leyó con voz grave.

Él parecía encantado con lo que leía y yo... encantada con él. La sonrisa radiante en su rostro, como si hubiéramos encontrado la piedra filosofal, me deslumbró. Desvié la mirada hacia la hoja, para evitar delatarme demasiado.

—Está genial, Debbie —me halagó—. Es más, podrías ponerle música y...

—Soy un queso con eso. Pero si querés probar, adelante. Después me hacés escuchar y te digo si la vas a pegar en la radio o no —me reí.

—Dale —aceptó, agrandando aún más la sonrisa—. ¿Tomamos unos mates?

—Sí.

Quedaba completarlo, pero necesitaba un descanso. Así que fui a la cocina, con él pisándome los talones. En un rincón, descansaba la guitarra de Lautaro, adentro de su funda negra. Mi amigo me pidió permiso para sacarla, mientras esperábamos que se calentara el agua. Le di vía libre y se acomodó en una silla para afinarla.

Se puso a jugar un poco con improvisaciones, perdido en su mundo. Yo no sabía mucho del tema, pero me pareció que tocaba muy bien. Preparé el mate en silencio, tomándome el primero, como debía ser.

—¿Azúcar? —le pregunté— Yo lo tomo amargo, pero no me jode.

—Nah —respondió, sin mirarme ni interrumpir su magia.

Me apenó un poco, pero cuando se lo alcancé, lo aceptó con gusto.

— ¿Cantás, Debbie? —aprovechó a preguntar.

—En la ducha, obvio. Doy recitales todos los días —dije, haciéndome la orgullosa.

—Es el mejor escenario —se rió.

Me devolvió el mate y siguió tocando, pero ya canciones con letra. Yo lo escuchaba desde mi lugar privilegiado, que muchas chicas del cole envidiarían, cebándole mates y haciendo algunos coros con él. Una tarde inolvidable, divertida y relajada.



Esa fue la primera de muchas que compartiríamos. Me encantaría decir que eso dio paso a un bello noviazgo, pero no. Fui condenada a la categoría de gran mejor amiga, hermanita del alma, y apodos similares.

Adoraba a Eric y sufría en silencio cada vez que me presentaba a una chica nueva, lo cual era algo que pasaba seguido. Es que no le duraban nada.

Aguanté por meses. Dani quiso que me enganchara con alguien más, pero yo estaba tan enamorada de él, que me era imposible fijarme en otro.

Santiago me insistía con que blanqueara mis sentimientos para que, al menos, Eric se midiera con la información que me confiaba. Porque sí, me contaba sus intimidades como si fuera un chico más, porque se suponía que había confianza y ningún tipo de vergüenza de por medio. ¿Qué se iba a dar cuenta de que me destrozaba por dentro, no?

No era un mal pibe, pero despistado sí.


—Vos lo que necesitás es un poco de alcohol, boluda —soltó Dani, sin más, en una de nuestras caminatas habituales por el barrio.

—Dejate de joder —la corté, riéndome de ella —. Necesito que me dé bola y un par de hijos.

—Nah, sin hijos, boluda —dijo, después de soltar una risotada—. Pero practiquen.

—Seh.

—Debbie... En serio, decíselo —me pidió, preocupada—. Te veo tu cara triste cuando lo mirás. No entiendo cómo no se da cuenta. Estoy segura de que no se va a seguir portando como se porta delante tuyo si aclaras las cosas.

Ella nunca me había dado falsas esperanzas. Nunca me había dicho "dale para adelante, que van a hacer una pareja hermosa". No, nada de eso. Y se lo agradecía. Sé que otras chicas harían lo contrario, pero sabía que no servía de nada. Solamente, potenciaba el dolor del rechazo.

Tenía razón. Mi secreto me pesaba mucho. Un par de veces, hasta lloré por culpa de mi mala suerte. Quizás, era tiempo de soltar lo que tenía adentro.

—Tenés razón. Se lo voy a decir.


Guitarra al hombro y mate en mano, nos fuimos a una plaza que quedaba cerca de la casa de Eric, en San Justo. Él no lo sabía, pero aquel día iba a ser muy importante, al menos para mí. Ya estaba decidido, era  el momento de soltarle todo.

No dejé que los nervios se apoderaran de mí. Me dediqué a disfrutar de su compañía y, cuando viera un hueco conveniente, le soltaría mi verdad.

Con cada silencio, yo me ponía enferma de los nervios: se me revolvía el estómago y me temblaban las manos. Para colmo, se había colgado tocando baladas de rock que me encantaban, y más por cómo sonaban con su voz. Canciones de amor y desamor que hacían que yo quisiera tirarme abajo del próximo colectivo que pasara por la calle.

Entonces, me vino a la mente un verso de una canción de Coldplay que decía algo así como que "Si nunca lo intentas, nunca lo sabrás" y me dije a mí misma "ya fue".

—Che... Eh... ¿Eric? —balbuceé.

Me concentré en el mate que le estaba cebando y se lo di, mirando el piso. ¡Uf!Me sentía mal, muy mal. Mi cuerpo no parecía soportar los nervios muy bien.

—¿Qué pasa? —Me miró extrañado y el mate quedó olvidado en su mano.

—Hay algo que te tengo que contar...—Seguía sin mirarlo, y escuché el sorbo que le dio a la bombilla, mientras aguardaba paciente a que yo soltara lo que tenía que decirle. Respiré hondo y lo dije— Eh... Bueno, nada... Me pasa algo con vos.

Dejé que el peso del silencio cayera sobre nosotros, como un manto de hielo. Ya no era consciente de mi alrededor. No escuchaba a los nenes hamacándose y tirándose del tobogán, y eso que estaban a metros de nosotros. Tampoco escuchaba los autos que pasaban, ni los pajaritos que siempre cantaban desde los árboles. Y tuve miedo... Muchísimo miedo, porque mi amigo no emitía palabra. No quería mirarlo a la cara. ¡Por Dios! ¡Me moría de la vergüenza!

Sentí su mano en mi pierna, que hasta ese momento no era consciente de que rebotaba sin parar por los nervios. Con la otra mano, agarró una de las mías y me ayudó a pararme. Como autómata, me dejé llevar. Apenas reaccioné cuando me abrazó con fuerza.

En mis sueños, ese momento sería coronado con un beso de película romántica estándar. Pero no era la realidad. Yo ya sabía que él no compartía mis sentimientos. Si no, me hubiera dado cuenta. Tuvimos muchas oportunidades de que las cosas fueran un poco más allá, y nunca había ocurrido. ¿Por qué ese día iba a ser diferente?

Como si fuera poco, la dignidad que me quedaba se fue por el desagüe cuando me largué a llorar como una nena. Le correspondí el abrazo, ahogando mis sollozos en el pecho de él, en tanto sus manos iban y venían por mi espalda, en una caricia que intentaba reconfortarme.

—Debbie... —me llamó, tratando de que lo mirara a los ojos.

Una mezcla de ternura y lástima se reflejaba en esos ojos que me habían encandilado apenas los había visto la primera vez.

—¿No me vas a dejar de hablar, no? —expuse mi miedo más grande, porque sabía que pasaba seguido.

—No seas tonta, Debbie —negó, con una sonrisa, y me limpió la cara con los pulgares—. Che, mirame. Te quiero mucho, ¿sabés?

Se suponía que eso me tenía que consolar, pero no. Me dolía hasta lo más profundo de mi joven corazón. Por supuesto que me quería, como a una hermana. Y en ese momento, no quería ese tipo de amor.

—Sí —le contesté.

—¿Entonces, por qué pensás que te voy a dejar de hablar? —quiso razonar.

Me encogí de hombros como toda respuesta y él volvió a abrazarme.

—No me voy a ir. No te voy a mentir. Me parte, pero no puedo decirte que me sienta igual... —se sinceró— Pero eso no quiere decir que no te quiera un montón. Te adoro, Debbie, no te lo olvides. Te adoro.


Y, como toda promesa adolescente, se desvaneció años después, junto a mis sentimientos amorosos por él. O, al menos, eso quise pensar.




*Cuando hablo de junta, me refiero a su círculo de amistades.

*********************

Bueno, este relato se suponía que iba a entrar en una dinámica por el Día del Estudiante, que organizó el grupo de Facebook "Románticos Wattpad", el cual ayudo a administrar. La consigna era compartir una escena sobre un primer amor, o amor estudiantil. Como ninguna de mis historias tenía uno, quise escribir esta pequeña precuela de "Mi Tirano Personal", que quizás incluya en la historia más adelante, o la deje como extra.

Cuestión que eso fue en septiembre, y ya estamos terminando octubre. Se imaginarán que no llegué a tiempo. Peeero, no quería dejar de compartirlo, porque disfruté escribiéndolo y pensé que podría gustarles. Así que espero haberlo logrado.

¡Muchas gracias por leer!





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