Capítulo 28
Emil
Estaba en un rincón del cuarto, las lágrimas caían por mis mejillas incontrolables. Ella se había ido de nuevo, me dejó con el causante de mis pesadillas.
En ese punto ni se molestaba por aparentar, sus frustraciones caían sobre mí a modo de golpes e insultos.
—Eres despreciable —me atreví a decir por primera vez.
—Lo entenderás cuando tengas hijos.
**
Los recuerdos provocan que quiera despertar, mas no puedo. Me es imposible escuchar nada, siento que estoy en una cueva oscura y fría. Aun así, logro percibir algo suave, pero no tengo idea de en cuál mano.
Fuera de las memorias de mi niñez, no pienso en nada más. No sé dónde estoy ni por qué esta sensación de no permanecer en ningún lado. Es desesperante, el pecho me sube y baja frenético, la piel se me hiela.
Vacío.
Regreso de nuevo a esa fiesta de mi cumpleaños número dieciséis, la última vez que vi a mi padre. Él se presentó sin avisarle a nadie y yo me encargué de echarlo como la basura que es.
Ahora es que me detengo en sus facciones, lo poco que logro recordar, y me doy cuenta de que tenía una cajita azul en sus manos. ¿Acaso era un regalo para mí?
Las ganas de reírme se esfuman porque siento, después de no sé cuánto, las muñecas adoloridas. Por lo menos es un indicio de que no estoy muerto, ¿o sí? ¿Hay dolor más allá de la muerte?
Las divagaciones desaparecen, vuelve la oscuridad.
La suavidad de la tela provoca que encoja los dedos. Me es tan familiar que conmueve todo dentro de mí. Quiero apretarla, o por lo menos entender por qué despierta mis sentidos.
Cuando era niño, tenía una manta que la llevaba a todas partes. Sin ella no podía dormir, y la psicóloga le dijo a mamá que había un apego de mi parte en ese pedazo de algodón.
Quizás es eso lo que percibo, aunque me resulta increíble porque Sebastian se encargó de desaparecerla. Ese malnacido, hijo de puta...
Los pitidos molestos que provienen de algún lugar interrumpen el hilo de mis pensamientos. Son tan horribles que deseo cubrirme las orejas, pero no puedo. Moverme se me hace imposible, no me sale la voz ni logro abrir los ojos.
Silencio otra vez.
Respiro con dificultad, el pecho se me ha encogido tanto que siento que me asfixio. La opresión provoca que quiera gritar y lo hago. De mi garganta sale un quejido desgarrador.
A pesar de que soy incapaz de abrir los ojos, siento muchas manos sobre mí. Me remuevo incontrolable a la vez que las maldiciones se escapan de mi boca.
Poco a poco, me tranquilizo. La sensación asfixiante se ha ido, pero ha dado paso a que experimente dolor en todo el cuerpo. La cabeza me palpita tanto que creo explotará en cualquier momento.
No sé qué es peor, sentirme en un estado de limbo o esto.
El olfato cobra vida, logro percibir ese olor asqueroso del antiséptico. Siento que estoy sobre un colchón y cables fríos por toda la piel descubierta. Entonces, los recuerdos se agolpan en mi mente de una manera inesperada.
Leah.
Cada momento que pasamos juntos se reproduce como una película. No solo de ella, también de mi madre, mi hermano, mis amigos. Son demasiados, y con tantas emociones diferentes que me aturden.
Un choque.
La desesperación colma mi sistema, necesito saber qué pasó con mamá y León.
Abro los ojos de repente mientras boqueo por aire como si me estuviera asfixiando. Las paredes blancas me dan la bienvenida, el silencio es empañado por el pitido incesante de una máquina que está al lado de la cama.
Miro alrededor y me percato de que me encuentro en una habitación de hospital. Estoy desnudo, con varios aparatos conectados en el pecho y una vía intravenosa en la muñeca izquierda.
Siento la garganta seca, los ojos alterados y el dolor que se extiende por cada una de mis extremidades. Muevo los dedos, y me doy cuenta de la tela suave. La toco con el corazón latiendo salvaje y me fijo en que es el abriguito de bebé que compré junto a León y mamá.
Lo agarro con cuidado a la vez que los ojos se me llenan de lágrimas.
—¿Cómo te sientes? —pregunta una de las dos enfermeras que entran de repente.
—Adolorido.
Asiente mientras me revisan y menciona que es un milagro que haya despertado. Deseo preguntarles sobre lo que sucedió, pero la llegada de un doctor no lo permite.
—Emilian, bienvenido a la vida de nuevo.
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No sé cuánto tiempo pasó desde que me dormí de nuevo a causa de los medicamentos. Me fijo en que ahora tengo menos cables, quizás ya estoy mejor.
Hace unos minutos, una enfermera mencionó que entraría un familiar. Me parece extraño que Leah o mamá no hayan venido a verme aún.
—Emil.
León se acerca a pasos lentos hacia la cama. Me observa de una manera tan triste que me hace sentir mal.
—Hermano...
Acorta la distancia y me abraza con cuidado de no lastimarme. Se separa a los segundos, pero mantiene la cabeza agachada.
—Nos diste una gran susto.
—¿Y Leah? Necesito verla.
—Ella está bien, Emil —dice bajito—. Cuando te pasen a otra habitación podrá venir.
—¿Qué fue lo que sucedió? ¿Estás bien?
—Un camión se nos atravesó —explica, mirando a otro lado—. A mí no me pasó nada, solo un golpe en una pierna.
—¿Y mamá?
El silencio me desespera, al igual que la forma en que aprieta las manos. Un sinnúmero de pensamientos negativos me inundan la mente y las ganas de llorar me invaden.
—¿Dónde está mi mamá, León? —repito, pero no obtengo respuestas.
—Debes descansar, Emil.
—¡No! Mamá estaría aquí, ella no me dejaría solo en esta habitación.
—Emil...
—¡Ma! Ven a verme, necesito escuchar tu voz.
La respiración se me agita, el pecho se me encoge y la vista se me nubla. Ahora estoy convencido de que algo muy malo le pasó, tengo miedo.
—¡Tranquilízate, maldición! —grita—. Estuviste cuatro meses en coma, pensábamos que no lo ibas a poder lograr. Por favor, cálmate.
Sus palabras provocan que me quede petrificado, no puedo creer que haya estado tanto tiempo fuera. Me dejo caer en la almohada y cierro los ojos, en un intento de relajarme.
—Cuando salgas de peligro por completo, te contaré todo —prosigue despacio.
—Eso solo significa que son malas noticias, León.
—Lo primordial ahora es tu recuperación. Tienes un hijo en camino, Leah te necesita.
Me quedo quieto, procesando lo que ha dicho. Un sentimiento de pérdida se apodera de mí, de la misma manera que el vacío se incrementa en mi interior. El dolor que estoy experimentando no es solo físico.
—Dime la verdad, León.
—Emil...
—Dime que mamá está viajando, como siempre, y que por eso no se encuentra aquí conmigo.
—Voy a llamar al doctor —advierte cuando la maldita máquina emite un ruido extraño y molesto.
—No puedo relajarme si no me explicas qué pasó con mi madre.
Vuelvo a ser ese niño desprotegido que la llamaba entre llantos inconsolables. Hay algo dentro de mí que está consciente de lo que sucedió con ella, pero me resisto.
León me observa al fin, jamás había visto tanto pesar reflejado en su rostro.
—Ay, Emil, lo siento mucho.
Sus palabras cargadas de dolor me desgarran el alma. Soy incapaz de hablar, aun si deseo gritar que todo esto es una pesadilla.
—D-Despierta —balbuceo en voz alta.
—Emil...
El frío se apodera de mi ser y empiezo a temblar. Trato de relajarme, quizás de esa forma regrese al lado de Leah, en nuestra cama, y que ella me diga que todo fue un mal sueño.
Poso la vista sobre León, quien me sigue mirando con tanta angustia que me molesta.
—Quita esa cara, mamá llegará en cualquier momento —repito las mismas palabras que usaba de niño frente al espejo.
Y sucedía, ella volvía por mí. Sus abrazos me hacían olvidar todo lo malo que pasaba, por lo menos en ese preciso instante.
León abre la boca, pero la cierra a los segundos. Su rostro sigue en una mueca que denota dolor y angustia. Yo, en cambio, aprieto la tela suave que me brinda calma.
La lucidez me visita, y con ella el golpe de la cruda realidad.
—Puedes decirme la verdad ahora —digo con un hilo de voz.
Noto la duda surcar sus facciones, después un suspiro profundo sale de sus labios.
—Mireya murió en el accidente, Emil. Lo siento mucho.
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Uno de los tres tenía que morir en ese accidente, así que la elegí a ella.
Mireya, aunque cometió muchos errores, fue una gran madre para Emil.
Dejemos una rosa aquí por ella. Empiezo yo: 🌹.
Gracias por el apoyo, nos leemos más adelante. 💋
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