Capítulo 2

Emil

Mis padres se separaron cuando yo tenía tres años. De pronto me vi recogiendo los juguetes y salí muy temprano de casa junto a mi madre, quien lloraba como una Magdalena. No entendía lo que estaba pasando, pues era muy chico. De hecho, los recuerdos de mi infancia son difusos.

No teníamos lugar fijo, ya que mi madre trabajaba moviéndose de un lado a otro y me llevaba con ella. Los primeros estudios fueron con tutores, perdía amistades, no había un hogar. Solo éramos ella y yo en una travesía eterna.

En mi inocencia, amaba la vida que llevaba. Mamá tenía la posibilidad de cubrir todos mis gustos y nunca me dijo que no. El dinero no era problema, así que satisfacía mis caprichos cuándo y cómo quería.

Ella se encargaba de llenar la falta de estabilidad con cosas materiales.

Todo eso cambió después de que cumplí ocho años. Mamá me había inscrito a un colegio de gente rica con la esperanza de que yo empezara a socializar con niños de mi edad.

Mis días de alegría terminaron en ese momento, y no solo por lo mal que me sentía estar en medio de mucha gente, sino porque debía pasar tiempo con el hombre que me engendró.

Sebastian Wilson era un maldito hijo de puta.

Nunca comprendí por qué accedió a cuidarme en primer lugar. Él me odiaba, el fastidio y molestia que le provocaba eran imposibles de disimular. Bueno, lo hacía frente a mi madre.

Recuerdo que la primera vez que ella se fue lloré muchísimo. Me negaba a dormir y me mantuve la noche en vela mirando por la ventana. Sebastian me amenazó dos veces, a la tercera ya estaba encerrado en un armario gigante oscuro.

El terror que sentí provocó que gritara toda la madrugada. Al día siguiente no pude ir al colegio porque estaba afónico y con un cuadro nervioso que lo alarmó. El muy maldito tenía miedo de que lo acusara.

Las amenazas fueron un constante en mi día a día. Tenía prohibido hablarle a mi madre de lo que él hacía, me tomaba de loco, invalidaba mis sentimientos.

Al poco tiempo se reflejó el deterioro emocional en mi físico. No comía ni dormía bien, bajé de peso, me encerraba por muchas horas y duraba días sin hablar.

Mi madre atribuía esos cambios a la pubertad, así que seguía dejándome con ese monstruo que tenía todo el poder de destruirme y no lo desaprovechaba.

La rebeldía fue la primera reacción que obtuvo de mi parte, aunque no logré mucho porque llegaron los golpes acompañados de insultos.

«No sirves para nada, Emilian», repetía siempre.

«Eres un idiota».

«Nunca serás alguien digno».

***

Desvío la vista del cristal de la ventana, donde chocan las gruesas gotas de lluvia. La conversación que tuvimos Ada y yo hace días aún sigue rondando en mi cabeza, lacerando mi pecho y llevándome a esos momentos oscuros.

Tuvimos que parar la charla por culpa del llanto excesivo que me provocaron los recuerdos. Aun así, prometí que volvería para continuar con la terapia.

No obstante, hay mucha posibilidad de que no regrese. El dolor se me ha hecho insoportable y solo continúo con vida porque no quiero lastimar a mi mamá. Por ella es que me levanto, me tomo las pastillas y hago el mínimo esfuerzo para mejorar.

Se lo debo.

—Emil, ¿quieres pizza? —pregunta Susan desde la puerta.

Me mantengo quieto, con la vista en la ventana, concentrado en el agua que hace tintinear los cristales.

—¿Estás bien...?

—Vete —la interrumpo—. Quiero estar solo.

Como era de esperarse, ella no me hace caso. A pasos lentos, camina hacia donde estoy se detiene frente a mí.

—Puedes decirme qué sucede.

Me agarra las manos, las cuales tiemblan, y las aprieta entre las suyas.

—Estoy bien, solo necesito tiempo.

—No me engañas, flaco. —Suspira profundo—. No sabes cuánto me duele verte de esta manera y no saber qué hacer para ayudarte.

Toma la libertad de sentarse sobre mis piernas, acto seguido me acorrala en un abrazo fuerte.

Cierro los ojos ante el olor dulce que emana de su pelo, ¿es vainilla? Me dejo llevar y le hago creer que su compañía me ayuda.

Porque eso es en lo único que soy experto, ocultar lo que siento y encerrarme en mí mismo.

Unos toques en la puerta provocan que Susan me suelte y se levanta con espanto.

—Emil, alguien te busca —vocifera Robert desde el otro lado.

Sorprendido, decido pararme y abrirle.

—Dile a Carlos que su estrategia para hacerme salir de la habitación no va a funcionar.

—Él no está aquí, Emil. Tu hermano vino y dice que quiere verte.

—¿Qué? —pregunto ensimismado mientras troto hacia la sala.

Efectivamente, León está parado cerca de la puerta con un paraguas en mano que destila agua.

—Emil...

—¿Qué haces aquí? —lo interrumpo a la vez que le hago señas para que se acerque.

—También es un placer verte, hermanito.

Deja la sombrilla en un rincón, después da pasos hacia el sofá. Sigo cada uno de sus movimientos incrédulo, me es muy difícil asimilar que haya venido a verme porque pensaba que él estaba molesto conmigo.

—¿Cómo supiste...?

—Mireya me dijo —responde deprisa una vez se acomoda y palmea el lugar libre a su lado—. Te desapareciste y ni las llamadas me tomas.

—Cambié de número.

—Eso no es excusa, Emil. Tenía mucho tiempo sin saber de tu vida, ¿cómo estás?

León está preocupado por mí, como siempre. Dejo el orgullo atrás y me siento junto a él.

—Bien, respirando.

—Ay, Emil.

—Estoy mejor, incluso asisto a terapia.

Un resoplido escapa de su garganta ante lo que he dicho. Estoy seguro de que él no me cree del todo.

—No sabes cuánto me alegro. Mereces salir adelante.

Asiento con la cabeza hacia abajo, evitando su mirada.

—¿Qué hay de ustedes? ¿De Lili?

—Ah, esa princesa está bien —responde con entusiasmo—. Y ya que hablamos de eso, estás invitado a su fiesta de cumpleaños.

—¿Tres años?

—Sí, no puedo creer que haya pasado tanto tiempo.

—Yo tampoco.

El silencio reina entre los dos, y sé que él está esperando a que siga hablando.

—Hay otra noticia que quiero darte, Emil.

Levanto la cabeza y dirijo la vista hacia él. León sonríe como si recordara algo bueno. Me agrada, por lo menos él es feliz.

—¿Cuál?

—Bueno, varias. —Suspira profundo—. Gala y yo estamos esperando otro bebé.

—¿Qué...?

—Tiene siete meses, es un niño.

Nos levantamos al mismo tiempo y él me funde en un abrazo que correspondo.

—Muchas felicidades, hermano, me alegro mucho.

—Sí, nuestra familia está creciendo.

—¿El «no quiero hijos» y la «no puedo tenerlos» van a ser padres por segunda vez?

León se ríe ante mis palabras.

—Así es la vida, Emil. Aunque ya no vamos a tener más porque me hice la vasectomía hace unos meses. Gala y yo decidimos quedarnos con ellos dos.

—Vaya...

—¿Qué dices? ¿Vas a venir a la fiesta de Lili? Todavía faltan algunas semanas.

—No lo sé, he estado muy ocupado.

—No seas aguafiestas, así conoces la nueva casa donde nos mudamos.

—Guau, ha pasado de todo y yo muy ajeno.

—Porque te alejaste por completo.

Asiento con pesar porque tiene razón. No fue necesario irme a otra ciudad, igual desaparecí de sus vidas sin dejar rastros.

—Voy a contar contigo, Emil —replica impaciente.

—Yo te dejo saber más adelante.

León me observa, ceñudo, estoy seguro de que se está haciendo ideas raras sobre mí.

—¿Es por Leah?

Mierda.

—¿De qué demonios hablas?

—Que si es por Leah que no quieres ir —repite sin ningún titubeo.

Me siento en el sofá y él hace lo mismo. No retira su mirada intensa de mí como si espera una respuesta rápida.

—Claro que no. Eso ya está superado.

—¿Seguro? No pasa nada si aún sientes algo por ella.

El corazón me late tan fuerte que creo sufriré un paro cardíaco.

La realidad es que me da miedo volver a verla. No sé si estoy preparado para enfrentarme a esa parte de mi pasado aún.

—Seguro —respondo fuerte y claro.

—Bueno, entonces no importa que la veas en la fiesta con su novio.

Me quedo en silencio, pero dentro de mí hay una explosión de emociones que puede matarme en cualquier momento. La palabra «novio» se reproduce en mi mente de una manera constante. Es una tortura imaginar que alguien está con Leah, que la besa, que la toca.

—¿Emil...?

—¿Leah tiene novio? —pregunto con la voz entrecortada.

Inconscientemente, aprieto tanto las manos que me lastimo las palmas con las uñas.

—Está saliendo con un empresario mucho mayor que ella. Supe que el tipo hasta tiene dos hijos adolescentes.

—No lo creo...

—Yo tampoco lo creía, pero hace unas semanas hicimos una cena especial y ella lo llevó a casa. Es agradable y un hombre muy maduro.

León me observa con seriedad, como si buscara algo en mi cara. Me levanto y empiezo a moverme de un lado a otro. Unas ganas inmensas de llorar me invaden, mas me contengo porque no vale la pena.

—Iré a esa fiesta y llevaré a alguien.

—Genial, Mireya se pondrá feliz cuando lo sepa. —Se acerca y posa una mano en mi hombro—. Aún no es tarde, puedes luchar por lo que quieres.

—No sé a qué te refieres.

—Sí sabes, solo que eres muy orgulloso para aceptarlo. Emil, pese a todo lo que sucedió, yo sí creo que pueden tener otra oportunidad.

Saca una tarjeta del bolsillo de su pantalón y me la extiende.

—Llámame cuando necesites cualquier cosa, ya sea hablar o pasar el rato.

—M-Muchas gracias —digo titubeante por culpa de la opresión que siento en el pecho.

—Cuídate mucho, hermano. Recuerda, lucha por lo que amas antes de que sea tarde.

León se aleja de mí, recoge su paraguas y sale de la casa.

Camino hacia el cuarto como si fuese un robot y las lágrimas bajan por mis mejillas. No puede ser que ella ya se olvidó de mí, que haya pasado página y esté con otro hombre. El dolor que siento provoca que se me dificulte respirar.

—Emil, ¿qué sucede? —pregunta Susan cuando entro a la habitación.

Sin decir nada, la saco y cierro la puerta con brusquedad. Quiero estar solo para recordar ese tiempo cuando éramos felices, nuestros paseos por el malecón y los planes que hacíamos sentados en la azotea.

Me siento molesto conmigo mismo porque debí esforzarme más, quizás estuviésemos juntos si yo hubiese cambiado. ¿Por qué no busqué dinero para darle esa casa que deseaba, por qué no me abrí completamente con ella?

Ahora es tarde, ya no me ama y está con un hombre que seguro es todo lo contrario a mí.

Perdí a Leah para siempre.

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