Capítulo 17
Emil
La noche fue caótica.
Aparte del dolor en el pecho que no se iba, un ataque de tos empeoró la situación. Susan rogó para que me quedara con ella, pero no acepté porque necesitaba estar solo. Además, había hecho demasiado por mí.
Me peino el cabello con los dedos frente al espejo. Las bolsas negras debajo de los ojos son prominentes y tengo la cara de un muerto en vida. Aun así, estoy listo para ir al banco y retirar el dinero que le pagaré al maldito ex de Leah.
Pedí un permiso en el trabajo solo para eso.
Aprieto la baldosa del lavamanos al pensar en ella. Entonces, sopeso los consejos de Susan de darle su espacio. Porque sí, tuve que contarle todo lo que había pasado con Leah.
Quiere tiempo, y juro que eso está bien para mí. Lo que me dolió fue la manera en que me dijo que se arrepentía después de las cosas que hicimos y esa complicidad que se había manifestado entre los dos.
Me cayó muy mal, sentí que me utilizó. Ahora se ha aclarado mi mente y, en cierta forma, la comprendo. Por eso no la buscaré hasta que sea ella que me lo pida.
La mañana está fresca, el gris del cielo es un indicio de que podría llover muy pronto. Camino deprisa por la acera hacia el parqueo que se encuentra detrás del edificio.
Una vez en la camioneta, reviso que todo está en orden y empiezo a conducir. Tarareo una canción romántica mientras muevo los dedos sobre el volante. El timbre del teléfono provoca que desvíe la mirada por unos segundos.
La curiosidad me puede, así que aprovecho que el semáforo está en rojo para revisar las notificaciones.
Hay varios mensajes de mi madre:
[Emi, cariño, te extraño mucho].
[Tengo buenas noticias, el doctor me dijo que estás respondiendo bien al tratamiento].
[Iré a visitarte esta noche para que hablemos sobre eso].
Y le sigue un reguero de «te amo» y «ya quiero verte». Le contesto que yo también antes de retomar el volante.
Llego al banco y tengo que pasar por un proceso para que me entreguen el dinero. Estoy ansioso por verle la cara a ese maldito y decirle que deje en paz a Leah. Sé que lo único que busca es presionarla para que ella vuelva con él.
Una sonrisa de satisfacción me aparece en los labios en el momento en que vislumbro el edificio donde trabaja. Reconozco que me intimida un poco lo grande y costoso que aparenta.
Por dentro no es la excepción.
El lujo se manifiesta en todo su esplendor. Las personas que entran y salen lucen que están forradas de dinero y hasta los empleados dan la impresión de que salieron de esas revistas de millonarios.
Como me había dicho Gala, subo el ascensor hasta el último piso. Estoy nervioso, así que aprieto el maletín que contiene la libertad de Leah.
El entrar y salir de las personas ralentiza mi llegada y cuando al fin se detiene en el último piso, avanzo mirando todo a mi alrededor.
Me acerco a una chica que se encuentra en una oficina, creo que es la asistente o secretaria.
—¿Qué se le ofrece? —pregunta del otro lado del escritorio.
—Necesito hablar con Joan.
—¿El señor Davis? Lo siento, está en una reunión ahora.
—Lo voy a esperar.
Ella abre la boca para responder, pero me muevo rápido hacia un sofá curveado y me siento. La vista es espectacular desde aquí arriba por medio de grandes ventanales de cristal.
Desvío la mirada hacia unos hombres que salen de la puerta que da a la oficina de Joan. Él hace acto de presencia y le da indicaciones a su empleada sin percatarse de que yo estoy aquí.
Me levanto del sofá y camino hacia ellos.
—Necesito hablar contigo.
La cara de espanto que pone me causa gracia.
—¿Qué haces en mi empresa?
—Es el joven del que le hablé —interviene la chica, nerviosa.
—Vine a entregarte algo.
Me mira de arriba abajo de manera despectiva y arrogante, después me hace señas para que lo siga.
No puedo negar que me sorprende el interior del despacho. Es enorme, con muchísimas placas y reconocimientos en las paredes. Cada rincón grita lo rico que es este hombre. ¿Cómo Leah lo conoció?
—¿Y bien? ¿Qué quieres de mí?
Se sienta en un sillón como si fuera el amo y señor del mundo. Odio la forma en que sus ojos me recorren el cuerpo.
—Te vine a pagar lo que debe Leah. —Avanzo hacia él, abro el maletín y dejo todo el dinero sobre su escritorio—. Quiero que la dejes en paz.
La sorpresa surca sus facciones, pero solo es por unos segundos porque se empieza a reír.
—No creo que ella te haya enviado.
—Piensa lo que quieras, necesito que firmes esto.
Le extiendo el conduce de «recibido».
—No voy a firmar, Emilian, tampoco voy a aceptar nada de ti. Leah sabe cómo me manejo en los negocios. —Se levanta y señala la puerta—. Recoge tu sucio dinero y lárgate de mi oficina.
—Te advierto que la dejes en paz, sé que solo estás utilizando la excusa de que te debe para chantajearla.
—¿Me estas amenazando?
—Tómalo como quieras, Joan. Ya la deuda se saldó, no te metas más con Leah ni la busques.
Le dejo una copia del recibo al lado del dinero y, sin darle tiempo a renegar, camino hacia la salida.
La respiración se me agita por el coraje que siento y las ganas de mandar todo a la mierda e ir a golpearlo, pero sé que eso traerá problemas. No solo a mí, sino también a Leah.
El alivio me hace suspirar, ya ella está libre de ese malnacido. No tengo idea de cómo tomará mi ayuda, aunque puedo imaginarlo. No importa, vale la pena el riesgo y le diré que me lo pague después si quiere.
Solo me toma media mañana hacer esas diligencias, así que decido ir al trabajo para mantener la mente ocupada.
Todos los días son tranquilos en la librería, no obstante, los lunes parecen un desierto. Al menos que llegue mercancía o haya inventario.
Desde que hago acto de presencia, la chica que me estaba cubriendo me pone al tanto de todo y se marcha. Mi compañero, un señor mayor que pusieron por Susan, se desaparece.
Me paso las horas arreglando los libros y atendiendo a los pocos clientes que entran. Sopeso salir a comer algo. La mente se me llena de Leah y que me gustaría invitarla a almorzar. El inconveniente es que debo respetar sus deseos de darnos tiempo.
Sin embargo, pido un encargo a domicilio para ella en el restaurante que le gusta.
Me quedo esperando alguna reacción de su parte, pero no llega y estoy seguro de que recibió la comida. Me digo a mí mismo, varias veces, que sea paciente con Leah. Además, no lo hice con el fin de obtener ningún beneficio. Sé que ella debe estar sumergida en muchas cosas que podría olvidar la hora de su almuerzo.
Con esto claro me relajo.
El resto de la tarde se me va en responder mensajes de mi madre. Su intensidad me pone al borde de un colapso y tengo que repetirle que todo está en orden, que no tiene de qué preocuparse.
Por eso no me sorprendo cuando la vislumbro en la puerta de mi pieza con varios paquetes desparramados en el piso.
—Al fin llegaste —dice al momento en que se abalanza sobre mí.
—Debiste avisarme y hubiese salido más temprano, ma.
La abrazo fuertemente, cerrando los ojos y disfrutando de ese aroma familiar que desprende. Ella es mi puerto, el ancla que me mantiene con los pies en la tierra.
No sé qué sería de mí sin mi madre.
Entramos, no deja de contarme todo lo que ha sucedido mientras va sacando ropa y comida de las bolsas que trajo.
Pedimos algo para cenar y comemos sentados en mi cama.
—¿Cómo te has sentido? ¿Te han dado ataques de tos?
—Estoy bien, es raro que me falte el aire y todo ha marchado normal.
Suspira profundo, como si hubiese esperado mucho tiempo para respirar.
—El doctor me envió los resultados de tus últimos exámenes, también dijo que es increíble lo mucho que has mejorado.
Saca unos papeles de su bolso y me los extiende. La realidad es que no entiendo mucho sobre esas cosas, por eso es que ella recibe las informaciones. Yo mismo lo pedí así para que estuviera tranquila.
—¿Y aquí?
Me toca el pecho, justo donde se encuentra mi corazón.
—No lo sé, ma.
Hago silencio porque no tengo idea de qué decirle. Ella insiste en que le hable de eso, así que le cuento lo que sucedió con Leah.
Me dice casi lo mismo que me aconsejó Susan.
—Y si no pueden estar juntos, estoy segura de que encontrarás a la chica adecuada para ti. Solo es cuestión de tiempo, Emi.
Quiero rebatir sus palabras, pero el timbre me lo impide. Recojo los desperdicios bajo la atenta mirada de mamá.
—¿Esperas a alguien? —pregunta mientras se levanta de la cama.
—No, aunque creo que es Susan.
Salgo del cuarto, echo las bolsas en un zafacón que hay en la cocina y abro la puerta.
—¿Quién te crees que eres! ¿Por qué tomas decisiones sobre mí que no te he pedido?
Me manotea el pecho con tanta rabia que doy pasos hacia atrás.
—¿Qué sucede, Emi? —Estoy tan absorto que no puedo responder a la pregunta de mi madre—. Leah, ¿pasa algo?
—Su hijo me pasa, señora Mireya. Ya veo que no has madurado nada en todo este tiempo y sigues siendo el mismo pendejo de siempre.
—Cuida lo que le vas a decir, chica. No sé qué hizo Emi, pero no es justo que lo ataques de esta manera.
—¿Puedes dejarnos solos, ma? —pido en un hilo de voz, sin apartar la mirada de Leah.
—No creo...
—Por favor, te llamaré más tarde.
Mi madre observa a Leah con desdén, me da un beso en la frente y se va.
—¿Y bien? —cuestiona Leah con los brazos cruzados.
—¿Estás así por el dinero?
—Dios mío, es cierto —dice y se pasea de un lado a otro.
—Solo te quise ayudar, ese hombre te estaba jugando sucio.
—No era necesario hacerlo, Emil, yo misma iba a salir de ese problema.
—Tómalo como un préstamo —alego con voz amable para que se calme—. Después me pagas cómo y cuándo puedas.
Se pasa una mano por la cara, puedo sentir lo frustrada que se siente.
—No sabes el escándalo que hizo Joan en la tienda.
—Debiste llamarme, Leah, no permitas que ese malnacido siga creyéndose dueño de tu vida.
—Solo te pido que no te acerques por ahora, buscaré la manera de mudar la tienda.
Corto la distancia entre los dos al notar la angustia que reflejan sus ojos. Le agarro las manos, están frías y tiemblan ligeramente.
—Dime la verdad, Leah. ¿Qué sucede con ese tipo para que te hayas puesto de esta manera?
—No quiero que te metas en problemas, Emil, por favor.
—Te prometo que no lo haré.
No me responde, solo desvía la mirada. Noto lo rígido que está su cuerpo y la cara se le desfigura en una mueca extraña. Entonces, lo que pudo ocasionar su estado de ánimo me inunda la cabeza.
—Leah, ¿ese hombre te amenazó? Se trata de mí, ¿cierto?
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