Capítulo 14: Berrinches
La noche anterior, el miércoles, descubrí varias cosas que no esperaba. Lo primero: ¿Quién era Charlie? La curiosidad pudo conmigo, como siempre, y le pregunté a Leo por ese nombre. Con su característico desinterés, me lo explicó sin rodeos: Charlie Swan era el padre de Isabella, mejor conocida como "Bella", o la Luna Swan. La hija del sheriff del pueblo. Esa misma noche, no conocí a Bella. Por lo que entendí, no estaba en condiciones para una presentación formal.
Lo segundo que descubrí fue algo que jamás admitiría en público: estaba ardido. Celoso. Ver cómo Leongina, mi schöne fiore, le dedicaba un cariño tan cálido y genuino a su Luna, me carcomía por dentro. Sus ojos no brillan así cuando me mira a mí. Su sonrisa, aunque rara, se muestra sincera al hablar de Bella. Era como si las emociones que Leo había apagado conmigo volvieran a la vida al pensar en ella.
El Alfa Rock, siempre observador y cruel, se reía de mi incomodidad. Sus carcajadas eran como sal en mis heridas. Me sentía patético. Yo, Elay, reducido a un espectador de la felicidad que Bella le provocaba a mi Leo. No podía soportarlo, pero tampoco podía decir nada. ¿Con qué derecho? Fui yo quien decidió alejarse, explorar, vivir su vida sin considerar lo que Leo sentía. Si no hubiera sido tan egoísta, tal vez habría tenido una oportunidad real de ocupar el lugar que ahora pertenecía a Isabella Swan.
Ahora, debía resignarme a luchar por algo que había perdido hace mucho tiempo. Y lo peor era que mi lucha era interna. El peso de mi propia inmadurez y errores me aplastaba. No podía reclamarle a Leo su afecto por Bella cuando fui yo quien rompió la conexión que teníamos.
Esa noche no fue mejor. Dormir en la habitación de huéspedes fue un infierno. Entre las náuseas, los vómitos y la sensación de vacío, me sentí más débil que nunca. Tomar vitaminas para recuperar la energía perdida tras el celo solo me hacía sentir más patético. Era como si mi propio cuerpo se burlara de mi dependencia de Leo.
No soñé. Ni siquiera pude cerrar los ojos.
Lo único que podía pensar era en Bella Swan. En cómo su mera existencia me hacía sentir reemplazado. En cómo deseaba que ella no estuviera allí, reclamando un lugar que yo había descuidado.
Pero también sabía que no podía evitar enfrentarla. Si Bella realmente era la Luna destinada de Leongina, tendría que demostrarlo. No podía simplemente aceptar su presencia sin más. Si ella era tan fuerte como parecía, entonces debía ser capaz de enfrentarse a mí y ganarse su lugar.
No quería compartir a Leo. No quería que Bella viera lo mucho que me dolía haber perdido la oportunidad de estar a su lado. No quería que me humillara con su simple existencia.
Estaba actuando como un omega celoso y posesivo, lo sabía. Pero no podía evitarlo. Por más que mi cabeza me decía que Leo y Bella estaban destinadas, mi corazón no quería aceptarlo. Todavía quedaba un resquicio de esperanza, un pequeño deseo de volver a ser alguien importante para Leongina, aunque fuera por última vez.
Y si Bella quería ser la Luna de mi Alfa, tendría que demostrarme que era más capaz que yo. Porque aunque Leo no lo admitiera, aún no la había reclamado oficialmente como su Luna. Y mientras ese momento no llegara, yo seguiría siendo "el omega del Alfa Ginonix".
Podía ser débil, pero no iba a dejar que una humana común como Isabella Swan me desplazara tan fácilmente. No sin antes darle batalla.
Hoy es jueves. Había encontrado un poco de helado en la nevera y, como cualquiera, decidí servirme un poco. No podía imaginar que ese simple acto desencadenaría algo tan... incómodo. Resulta que ese helado, el que yo acababa de meter en mi boca, estaba reservado para Isabella Swan. Sí, para ella. Esa mocosa, que ni siquiera conoce esta casa del Alfa y ya tiene un lugar tan sagrado que yo no puedo ni tocar.
El enojo volvió a revolverme el estómago. Recordé los días en los que podía recorrer esta casa a mi antojo. Cada rincón, cada fotografía, todo estaba al alcance de mis manos. Ahora, esas fotos habían desaparecido. El lugar estaba vacío de la felicidad que alguna vez tuvo, frío incluso con la calidez que las cocineras licántropas intentaban darle. Era como si el tiempo se hubiera llevado los recuerdos y los hubiera dejado caer en el olvido.
Encontré la nevera casi sin pensar, buscando cualquier cosa que pudiera distraerme de mi propio descontento. El helado parecía una buena opción. Pero no imaginé que Leo se aparecería de repente.
—¡Se cae y te parto en tres pedazos, Elay!—gritó.
La cuchara tembló en mi mano, y el helado que estaba sosteniendo estuvo a punto de caer. Si no hubiera sido por Slax, mi lobo interno, probablemente habría terminado en el suelo junto con mi dignidad. Él tomó el control, estabilizando mi cuerpo justo a tiempo para salvar el pote de helado. Pero no pudo salvarme del golpe que esas palabras dejaron en mi corazón.
Miré a Leo, dolido. Nunca me había gritado antes. Nunca. Pero ahora todo era diferente. Ella era diferente. La prioridad era Bella, no yo.
—Lo siento mucho, Alfa —dije con la voz rota, apenas un susurro.
Vi cómo sus ojos se suavizaron al escucharme. Dio un paso atrás, creando una distancia que se sintió como un abismo entre nosotros. Su mandíbula se tensó, su incomodidad evidente. Pude notar el arrepentimiento en sus gestos, pero no había palabras que lo acompañaran.
—Lo siento, pequeño omega. Solo... deja el helado en el refrigerador —pidió, y sin esperar una respuesta, salió de la cocina.
Quedé ahí, inmóvil, mientras las dos cocineras me miraban con lástima. Una de ellas rompió el silencio.
—Joven Elay, no se lo tome muy en cuenta, ¿sí? —dijo con amabilidad.
—Ella... ella está muy diferente —respondí, tratando de contener las emociones que se arremolinaban en mi interior.
El esposo de la cocinera asintió con una mueca, como si comprendiera demasiado bien lo que quería decir.
—No es un tema que debamos hablar. Díganos qué desea comer, y lo haremos para usted, joven Elay.
Asentí en silencio, y pasé el resto de la mañana charlando con ellos, intentando distraerme. Pero no importaba cuánto intentara evadirlo, el dolor seguía ahí. Leo ya no era la misma. Ya no era mi Leo. Cuando éramos niños, me colmaba de abrazos, de besos, de su amor incondicional. Ahora apenas me dirigía la mirada.
La lección quedó clara: los helados no deben tocarse a menos que ella lo diga.
«Era tiempo de que te dieras cuenta de que tu idiotez tiene consecuencias claras»comentó Slax en mi mente, con su tono siempre directo.
Mordí mi labio inferior, tratando de contener el coraje que empezaba a hervir dentro de mí. Porque sabía que, al final del día, tenía razón.
[...]
Al llegar las dos y media de la tarde, ese jueves, escuché los pasos de Leongina descendiendo las escaleras. Su andar era sereno, y cuando apareció, me sorprendí al verla bien vestida, como si fuera a asistir a la universidad. Algo en mí se encendió: una mezcla de curiosidad y descontento. Dejé de ver la televisión, la apagué y me levanté. No iba a quedarme de brazos cruzados.
—¿Dónde vas? —le pregunté con un tono que no intentaba ocultar mi intriga.
Ella apenas me dedicó una mirada de soslayo antes de continuar hacia la cocina. Sus movimientos eran deliberados, como si yo no existiera. No tardé en darme cuenta de que estaba buscando el helado. El mismo que había causado el incidente de la mañana. Claro, iba a ver a su Luna. Isabella Swan.
Decidí interceptarla. No podía quedarme en silencio.
—¿Por qué no me hablas? —pregunté, esta vez con un dejo de reclamo en la voz.
Leongina no respondió. En lugar de eso, movió mi cabeza con una delicadeza que me enfureció aún más, como si fuera un maniquí que bloqueaba su camino. Cedí al toque, aunque dentro de mí hervía. Ella simplemente tomó el pequeño pote de helado, escogiendo su sabor favorito.
Con una cuchara en mano, abrió el pote y empezó a comer frente a mí, como si yo no existiera.
—¡Eres una ingrata! —le recriminé, indignado, mientras intentaba arrebatarle al menos una cucharada de ese dulce manjar.
Pero ella era más rápida. De alguna forma, terminé perdiendo el equilibrio y caí de sentón al suelo, todo mientras ella reía con una malicia cínica, disfrutando del helado sin ninguna preocupación.
Desde mi lugar en el suelo, la miré con un puchero. Me dolía más su indiferencia que la caída misma. Pero antes de que pudiera decir algo más, la puerta de la casa se abrió de golpe.
Ahí estaba ella, Yiara Klinsmann, la guardiana de Leo. Su presencia siempre tenía un aire de autoridad mezclado con una descarada confianza. Los ojos de Leo y los míos se posaron en ella al instante.
—¡Yiara! Dile que me invite y... y... ¡que ya no sea rencorosa también! —exclamé, casi como un niño buscando apoyo en un adulto.
Por un momento, fue como si volviera a nuestra infancia. Yiara siempre tenía una forma de corregir la actitud distante de Leo hacia mí, logrando que me prestara atención aunque fuera por unos instantes. Pero esta vez, mi esperanza se desvaneció rápidamente.
—Ignoren que he pasado. Solo venía por un botiquín. En casa no tengo —dijo Yiara, sin siquiera dirigirnos una mirada prolongada.
Pasó junto a mí, dejando tras de sí el aroma fresco y picante de legumbres. Ese aroma no era solo suyo; lo reconocí al instante. Era de Luca Marchelo. Yiara había sido reclamada oficialmente. Algo en mi interior se encogió al comprenderlo.
—Gabinete izquierdo inferior. Allí guarda el botiquín, Nana Naiar —indicó Leo, despreocupada, mientras continuaba comiendo su helado.
La escena me dolía más de lo que quería admitir. Leo seguía disfrutando de su helado como si no le importara mi presencia, mientras Yiara, que una vez fue mi aliada, apenas reconocía mi existencia.
—Me duele, me dueles, Yiara Klinsmann... —me quejé, dramáticamente llevándome una mano al pecho.
—Bla, bla, blah... Eso es lo único que escucho —respondió Yiara sin mirarme, celebrando al encontrar el botiquín—. ¡Ah! Ya lo encontré, gracias, Alfa.
Un gruñido frustrado escapó de mis labios, pero antes de que pudiera continuar con mi queja, Leo giró hacia el refrigerador. Sacó otro pote de helado, esta vez de chocolate, y con la misma cuchara que había usado para comer ella, lo extendió hacia mí.
—¿Para mí? —pensé, confundido y sorprendido.
Sin embargo, su atención no estaba en mí. La conversación se centró en Yiara.
—¿Por qué necesitas eso? —preguntó Leo, señalando el botiquín.
—Luca me lo pidió —respondió Yiara con naturalidad.
En cuanto esas palabras salieron de su boca, Leo dejó el pote de helado a un lado y salió disparada de la casa como un cohete, sin decir una sola palabra. Me quedé ahí, completamente descolocado.
—¿A dónde va con tanta prisa? —pregunté, mirando a Yiara, esperando una respuesta que explicara su reacción.
—A por su Luna. Vamos, cachorro, sirve de algo y busca el aroma de tu Alfa antes de que mate a algún vampiro por el camino —dijo Yiara, saliendo de la casa con un pequeño trote.
Me quedé un instante procesando sus palabras. ¿Leo, matando a alguien? Eso no podía ser bueno. Con un suspiro, acepté la orden a regañadientes. Dejé el pote de helado que iba a ser mío en la nevera, aunque no sin cierta tristeza. Sin embargo, tomé el pote del refrigerador que Leo había sido mezquina horas atrás y se lo paso.
—Lleva esto. Estoy seguro de que contigo estará más seguro que conmigo —dije, extendiéndoselo a Yiara.
Ella me miró, arqueando una ceja con curiosidad.
—¿Qué es?
—El helado para la Luna —respondí, tratando de sonar casual mientras me ajustaba la chaqueta—. Leo se habrá olvidado de llevarlo por el apuro.
Sin esperar respuesta, salí tras el rastro de Leo. Su aroma era inconfundible, y en Forks, entre el bosque y la humedad, se hacía más evidente. Cada paso que daba, mi mente no dejaba de especular. ¿Qué tan grave podía ser como para que Leo saliera disparada de esa forma? ¿Qué relación tenía Luca con esto?
El bosque de Forks estaba silencioso, salvo por los sonidos lejanos de los animales. Seguí el aroma con la esperanza de encontrarla antes de que algo estallara. No tenía ni idea de qué podía hacer si se ponía realmente seria, pero al menos, debía intentarlo.
—Leo… —susurré para mí mismo mientras apuraba el paso—. Espero que esto no sea tan malo como parece.
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