Capítulo dieciocho: Luna de miel
Mis ojos se abren cuando la luz del sol comienza a colarse entre el arbusto que cubre le entrada. Mis manos están aferradas al brazo de Jack, colocado con firmeza debajo de mi cuello y en la posición perfecta para no permitir que me aparte un solo centímetro de su lado. El fuego de la fogata se consumío por completo a lo largo de la noche, solo queda el suelo chamuscado como evidencia de que hemos dormido aquí. Debemos eliminar el rastro antes de seguir moviéndonos, sé que debería pensar en cómo hacer que este lugar se vea tan natural como antes de que llegáramos, pero lo único que mi cerebro consigue procesar es el hecho de lo cerca que está la cadera de Jack de mi trasero.
A pesar del dolor que se expande por cada centímetro de mi piel, recordándome cada uno de los golpes que he recibido en las últimas semanas, definitivamente no recuerdo cuándo fue la última vez que dormí tan bien. Me esfuerzo en no hacer ruido, tratando de que el cambio en el ritmo de mi respiración no me delate y pueda permanecer más tiempo en la misma posición. Me niego a que Jack deje de abrazarme, a que cumpla su promesa de volver a odiarme ahora que el sol ha salido, pero sé que me ha descubierto en el momento en que habla.
—Dime que ya despertaste.
El tono que usa para hablar es tenso, haciéndome saber que algo anda mal. Pronuncia las palabras casi en una súplica, alertándome de inmediato. El sueño restante desaparece por completo de mi cuerpo al escucharlo, al igual que mi deseo por quedarme inmóvil por un par más de minutos. Examino el lugar en un segundo, sin hacer movimientos bruscos en caso de estar en peligro, pero no hay huellas ni ningún indicio de que no estemos solos en la cueva. Con los latidos de mi corazón comenzando a acelerarse, lo único que puedo hacer es visualizar la mochila de provisiones para evaluar si es sensato o no tratar de alcanzar uno de los cuchillos.
—¿Qué pasa...? —susurro confundida al no encontrar nada, aun dándole la espalda.
—Solo muévete muy lentamente y ayúdame.
Mis cejas se fruncen al no comprender lo que ocurre, sin embargo, hago lo que me pide. Suelto su brazo y comienzo a girarme con tanta cautela como me lo permite mi cuerpo. La respiración de Jack es pesada y profunda, completamente voluntaria, a un ritmo que le permite conservar la calma. Cuando por fin consigo visualizar lo que lo tiene tan nervioso me es imposible contener una carcajada. Mi risa resuena en la cueva, lo que provoca que cubra mi boca con ambas manos en un intento por que regrese a mi cuerpo.
Una tarántula peluda de unos siete centímetros se encuentra caminando tranquilamente sobre el pecho de Jack, lo que lo tiene sudando. Mathews evita por completo hacer contacto visual con los ojos del arácnido, posando su mirada en el húmedo techo como si eso evitara que la criatura avanzara hasta su cuello. La bola negra con franjas naranjas como el cobre mueve sus largas patas con cautela y sigilo, examinando el terreno antes de dar el siguiente paso. Casi ha llegado al borde de la chamarra, amenazando con dejar la tela para pararse sobre la piel.
Por unos instantes me seduce la idea de dejarla seguir su camino solo por lo divertido que sería ver el salto de Jack. El veneno no sería suficiente para hacerle daño, y estoy segura de que llegaría hasta el techo y se aferraría a él como si se tratara de un gato a pesar de lo resbaloso de las paredes. Me recuerdo que estoy tratando de ser una mejor persona cuando esas ideas se apoderan de mi mente, pero es que me resulta tan cómico ver su preciosa mirada llena de pavor debido a un ser que no es ni siquiera del tamaño de su mano. Hubo una época en la que nunca hubiera creído que el talón de Aquiles del Silente engreído contra el que peleaba no fuese más que un artrópodo.
—Smith —pronuncia severo, lo cual eriza mi piel y me hace desear que vuelva a usar ese timbre de voz siempre que pronuncie mi nombre—. Carajo, deja de reírte y quítamela de encima.
—Lo siento, creo que tiene un saco de huevecillos —miento, sé que está haciendo su mayor esfuerzo por no moverse más de lo necesario—. ¿Y si lo rompo y las crías se...?
—¡April Smith!
Ahí está de nuevo. Tiene el mismo efecto que un suave respiro sobre una chispa que espera convertirse en una llama, retador y cargado con promesas de un peligro tentador. Siento de inmediato la piel de gallina y el vello de mi nuca erizándose. ¿Qué me pasa esta mañana? ¿Es porque no me he acostado con alguien desde hace ya siete meses? Sea como sea tengo que controlarme o esto resultará un desastre.
—Ya voy —prometo, aún con una sonrisa de oreja a oreja en mi rostro.
Tomo mi blusa, la cual afortunadamente ya está seca, y uso la tela para animar al arácnido a moverse. No es agresivo, sin embargo, si lo asusto seguramente acabará mordiendo a Mathews y le dará otro motivo más para detestarme. Empujo a la tarántula con tanto cuidado como puedo hasta que sus patas cobran velocidad, obligando a Jack a controlar sus escalofríos. Unos segundos más tarde consigo que la criatura vuelva a su escondite.
—¿¡Tan difícil era hacerlo antes!? —recrimina, poniéndose de pie y por fin volviendo a respirar.
—Buenos días a ti también —respondo, poniendome nuevamente la ropa seca y guardando la chamarra en la mochila.
Jack, contrario a mí, parece no haber despertado de buen humor. También comienza a vestirse, consciente de que no podemos permanecer aquí demasiado tiempo. Coloca la mochila en su hombro y revisa que no haya nadie esperándonos antes de salir. Tenemos que movernos, encontrar algo de civilización antes de quedarnos sin recursos.
La lluvia es intermitente los días siguientes. Las nubes solo se apartan de vez en cuando para darnos momentos de un sol sofocante que solo sirve para aumentar la humedad y contribuir a nuestra deshidratación. Nuestros pies están ampollados y la ropa empapada se siente pesada y fría. Nuestra piel irritada es incómoda y los rasguños en las manos y piernas se reproducen con cada paso sin rumbo que damos, al igual que las picaduras de los mosquitos.
En otras circunstancias los paisajes serían hermosos y el bosque ideal para acampar, pero ahora solo me parecen un constante recordatorio de que estamos perdidos. Al menos hemos hecho un buen trabajo cubriendo nuestro rastro, no nos hemos topado con ninguno de los hombres de Brian. Es una suerte que espero no se nos agote, porque ni Jack ni yo estamos en condiciones para pelear y salir victoriosos.
Las lluvias han sido de ayuda para movernos sin ser detectados, sin embargo, son en definitiva un arma de doble filo. El constante esfuerzo al caminar por terrenos resbaladizos hace que mis piernas se sientan como gelatinas. Al inicio nuestro ritmo para avanzar es bueno, a una velocidad aceptable, pero poco a poco los pasos se han vuelven pesados y cansados. Las discusiones comienzan cuando Jack insiste en que nos tomemos unos momentos para descansar al verme sin fuerza, pero yo insisto en seguir avanzando.
No sé si es en el cuarto o quinto día, pero una tormenta fuerte llega al amanecer con truenos que hacen eco entre las montañas. Los caminos se convierten en ríos de lodo, y las corrientes arrastran ramas y piedras. Por puro orgullo trato de demostrarle a Mathews que soy capaz de continuar, pero un deslave termina arrastrándome y casi pierdo la mochila con provisiones. Nos refugiamos, perdiendo por completo el tiempo y agotando nuestras provisiones.
Nos terminamos el último paquete de comida liofilizada el sexto día. Aunque era asquerosa, en estos momentos sería un banquete. Nos queda únicamente media barrita de proteína para cada uno, la cual estamos guardando como un tesoro. Tratamos de recolectar fruta, pero la mayoría de los arboles fueron severamente dañados por las tormentas. Encontramos solo ciruelas podridas o repletas de insectos.
El octavo día, por fin, el sol finalmente brilla por más tiempo y consigue calentar el suelo. La selva parece menos opresiva, pero ambos estamos al límite de nuestras fuerzas. La parte positiva es que ahora las mochilas pesan menos, pero si no cazamos algo pronto no sé cuánto tiempo más aguantemos viviendo únicamente de frutas mallugadas.
—¡Mierda! —exclamo frustrada cuando fallo el tiro y el conejo sale corriendo.
Usualmente soy bastante buena lanzando cuchillos, pero ahora estoy agotada. Me mareo cuando me pongo de pie y mantener la visión enfocada es una tarea complicada. Antes he pasado mucho más tiempo sin comer y en peores condiciones, pero los meses en la base de los Silentes me recordaron lo fácil que es acostumbrarme a tres comidas al día (y dos colaciones), un sueño decente y un lugar calientito para pasar la noche.
—Ya fallaste cinco veces —señala Jack, como si necesitara que alguien más llevara la cuenta por mí.
Luego de nuestro momento en la cueva la primera noche, las cosas volvieron a ser más o menos igual que antes. Apenas conversamos, en parte para no llamar la atención en caso de que alguien esté cerca y en parte porque necesitamos conservar tanta energía como nos sea posible. Nuestro récord es una plática continua de tres minutos e intercambios de monosílabas, ambos evitando a toda costa mencionar lo que pasó en la cueva y sin intención alguna de orillarnos a una situación similar.
—Pues deberías intentarlo tú a la siguiente —respondo tajante—. No haces más que quejarte al respecto.
El hambre nos tiene de mal humor y es más que obvio que ambos estamos estresados. La distancia que hemos tomado al dormir provoca que ninguno descanse bien, la mayor parte de las noches nos la pasamos haciendo guardia o temblando por el frío. No hemos tenido una dirección clara en días, por lo que no sabemos si estamos cerca de un lugar seguro o si simplemente estamos dando vueltas. La neblina de hace tres días cubrió la selva, limitando la visibilidad y desorientándonos. Tampoco hay rastro alguno de Roland, Paula o John, lo cual no ayuda a mantener una actitud positiva.
—Por si no lo recuerdas, yo conseguí guayabas —objeta, lanzándome una con la esperanza de que eso me tranquilice, pero solo logra que lo vea mal por echarme en cara que él tuvo éxito y yo no.
—Solo llena la cantimplora para que podamos regresar al maldito bosque.
—Disculpa, ¿me perdí de algo? —dice ofendido—. ¿Desde cuándo crees que estás a cargo?
—¡Nadie está a cargo, Mathews!
—Ah, por un segundo me dio la impresión de que no tenías eso claro.
—¿¡Puedes llenar la cantimplora de una vez!?
—¡Eso estoy haciendo!
—¡Pues no lo...! —Me interrumpo al presentir que no estamos solos. Sabía que era una mala idea acercarnos al canal de agua.
—¿¡No qué, Smith?! —Guardo silencio y lo ignoro, tratando de concentrarme en el ruido ajeno a la naturaleza—. Oh, ahora no hablas. ¿Qué? ¿No estoy recogiendo agua como te gustaría? ¿Tú lo harías más rápido que yo? ¿Acaso...?
Me acerco a él y pongo mi mano sobre su boca para callarlo de una vez por todas. Estoy segura de que escuché algo y trato de decidir si debemos escondernos o no. Mathews deja de pelear al ver mi expresión seria. La verdad es que, cuando no estamos discutiendo por estupideces, somos un equipo muy bueno. Nos las hemos arreglado para trepar hasta la rama más fuerte de un árbol, para ahuyentar a depredadores, para evitar mordeduras de serpientes y para racionar la comida tanto como fue posible.
No sé si él o yo podríamos admitirlo en voz alta, pero estoy segura de que sin la compañía del otro esto hubiera sido un millón de veces más complicado.
Vuelve a guardarse nuestra última píldora purificadora, enrosca la tapa de la cantimplora y se la coloca a un costado para reemplazarla por un cuchillo. ¿Tanto les costaba darnos un par de pistolas con balas suficientes para defendernos? Ambos contenemos la respiración y permanecemos quietos, atentos a nuestro alrededor. Somos conscientes de que estamos expuestos aquí. Necesitamos regresar a los árboles, en donde sus hojas sirven para camuflarnos, pero cualquier movimiento puede hacernos un blanco fácil de ser detectados. Cierro los ojos un momento, tratando de concentrarme.
Por fin el sonido de una voz se esclarece y yo suelto todo el aire que guardaba, aliviada. Guardo de inmediato el arma y me apresuro a esconder nuestras mochilas en los arbustos más cercanos.
—¿Qué haces? —susurra Mathews al verme.
—Solo sígueme la corriente.
—Pero las mochilas...
—No querrás que hagan preguntas —digo, solo conservando el cuchillo—. Ven.
Sigo la voz, tranquila y relajante, acompañada de varios sonidos de asombro y el sonido de los celulares al hacer fotografías. Jack y yo apartamos los obstáculos, desesperados por alcanzar a quien sea que esté en los manglares antes de que retome su camino. Escucho risas, personas disfrutando de por fin tener un buen clima para hacer una actividad al aire libre. Pocas veces he estado tan aliviada de encontrarme con desconocidos.
—...Y si miran hacia allá, podrán ver un martín pescador verde —explica el guía de turistas—. Es un ave pequeña pero muy ágil, perfecta para cazar en estos canales. ¿Ven cómo se queda quieto en esa rama? Está esperando el momento exacto para... ¡Madre mía!
El guía y las seis personas que lo acompañan se quedan pasmados al vernos. Es obvio que no me he visto en un espejo en los últimos días, pero por la cara de terror que muestran cada uno de los turistas deduzco que debemos vernos realmente mal. El conductor de la lancha se detiene de inmediato y se incorpora para mirarnos más de cerca, como si fuéramos una especie de aparición.
—Por todos los cielos, ¿están bien? —continúa el guía— ¿Necesitan ayuda?
Con el apoyo del conductor y un hombre robusto que vigila que no haya cocodrilos cerca, llegamos a la orilla del canal, donde un par de manos extendidas nos ayudan a subir a la lancha. Examino a todos con discreción, manteniendo el cuchillo al alcance en caso de que Brian nos haya tendido una trampa, pero no parece que estemos en peligro. Me relajo al ver a una familia, compuesta por una madre, un padre y su hija de unos diez años con una cámara morada colgada del cuello. Hay también un hombre mayor con una libreta en mano, donde alcanzo a ver que ha boceteado a varios animales. Por último, una pareja joven con conjuntos de ropa a juego. Todos se aseguran de que estemos bien, haciéndonos espacio con ellos y ofreciéndonos tomar asiento. Al escuchar cómo se enciende el motor, por primera vez en días, me permito respirar más lentamente.
El guía nos ofrece una toalla a cada uno, con lo que por fin podemos limpiarnos el lodo seco de la cara. La niña, animada por sus padres al ver nuestros labios secos, le entrega a Jack una botella de agua. Mathews le agradece con su mejor sonrisa, apresurándose a abrirla para compartirla conmigo.
—¿Qué les pasó? —pregunta la madre de la niña, y sé que tengo que hacer mi mejor actuación para que esto funcione.
—Oh, en realidad es una historia bastante divertida —respondo de inmediato, con tanto carisma como me es posible fingir. Lo cierto es que en estos años me he vuelto una mejor mentirosa.
—¿Divertida? —difiere Mathews de inmediato.
—Amor, ya acepté que fue una mala idea. —Jack me mira como si hubiera perdido la razón cuando mi mano se dirige a su pierna y la acaricia de arriba a abajo—. Nos dijeron que los tours se habían cancelado por el mal tiempo, pero yo insistí en que quería conocer el lugar. La tormenta nos encontró y bueno, terminamos perdidos.
—Fue una suerte cruzarnos con ustedes —secunda él una vez que ha comprendido mis intenciones de evitar preguntas incómodas que nos vinculen con el accidente aéreo. Toma mi mano para entrelazar sus dedos con los míos y, aunque sé que es mera actuación, un calor reconfortante sube por mi brazo hasta mi pecho.
—Lucen realmente mal —señala el guía—. ¿Necesitan que llamemos a alguien? En cuanto lleguemos podemos llevarlos a un hospital si lo...
—No hace falta —interrumpo, tal vez con demasiada prisa al recordar que Brian controla ese sector.
—Con regresar a nuestro hotel estaremos bien, aun nos quedan unos días para disfrutar la luna de miel. —Jack me rodea con un brazo y me atrae a su cuerpo, lo que desvía de inmediato el rumbo de la conversación gracias a la eufórica pareja a la que parecen salirles fuegos artificiales cuando escuchan esas palabras.
—¡Nosotros también estamos de luna de miel! —exclama entusiasmada la chica más joven, aferrándose al brazo de su esposo y mostrándome una ostentosa piedra que adorna su dedo. Él tiene en el rostro la misma enorme sonrisa que ella—. Nos casamos el fin de semana pasado.
—¡Qué coincidencia! —exclama él—. Estoy seguro de que es una señal del destino para augurar buena suerte en nuestros matrimonios. ¿Cómo se conocieron?
—En la universidad, somos novios desde entonces —respondo con naturalidad. No es la primera vez que tengo que mentir para mezclarme entre un grupo de turistas—. Es una historia hermosa, pero mi esposo la cuenta mucho mejor que yo.
Sé que, aunque Jack me dirige una sonrisa, quiere tirarme de la lancha por ese comentario.
—En definitiva tenemos que salir a tomar algo. ¡Así podrán contarnos todo! —continúa ella.
—Bueno... —habla nuevamente el guía, más tranquilo al vernos mantener una conversación normal a pesar de nuestro estado—. Vamos de regreso a San Blas, ahí seguramente podrán tomar un taxi y regresar a su hotel.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top