XX.
La oscuridad observaba con gentileza, casi amor, a los miembros de la habitación.
Amelia y Ringo compartían el sofá, cada uno dormía con la cabeza apoyada en uno de los reposabrazos. Sus rodillas chocaban, sus pies de vez en cuando se rozaban para buscar más espacio. Bajo las cobijas, la familiaridad compartía espacio con los residuos de un amor a punto de evolucionar.
Sexo, llanto, dolor, perdón, una relación de cambios y de nuevas expectativas. Incluso en medio de la tragedia, se aceptaban. El amor del exterior no habría logrado arrancar a ninguno del corazón del otro.
Una garra igual a un dedo acomodó los cabellos de la mujer. El dios gustaba de ver su rostro, de imaginar cómo crecería Wilkie una vez la cura ayudara. La inmortalidad ayudaba a comprender la simple belleza en el cambio de las estaciones, en el tiempo límite de aquellos a los que amaba.
Sacudidas por una emoción sin nombre, las sombras se alejaron de ellos como si fueran un estorbo más a sus deseos. De afuera, las luces los consumieron. Ninguno se movió. El final de una crisis siempre exigía descanso a los nervios.
Con una sonrisa, la nube de negrura se escapó por la puerta entreabierta. En el pasillo, las luces se extinguieron alrededor de los hombres en las sillas. Bonnie apenas era una masa de chaquetas, sus piernas largas colgadas del borde, su cabeza apoyada del regazo de Serpiente. Los blancos brazos del albino brillaban en la penumbra, sus dedos perdidos en los poca cabellera de su novio.
El perdón de los pecados era fundamental en una relación. Todavía renacía en medio de la crisis, pero había amor y futuro para impulsar la verdadera unión. Un soplo de frío los envolvió a ambos, sus cuerpos se acercaron más uno contra el otro. Paz era lo que percibía a su alrededor.
Al finalizar su inspección, el príncipe regresó sobre sus pasos. A cada movimiento, su figura se amoldaba a las reglas físicas del mundo. El viento ululaba en cada bamboleo de su capa, el cuero de sus botas refulgía y su respiración, acompasada, era un susurro más en la habitación de almas.
El último miembro a recibir su atención se encontraba en la cama. Cruzada de piernas, los brazos sobre sus muslos, sus ojos castaños guardaban tras de sí mil sonrisas. La cama se encogió por el peso del ser.
No era una clase de amor de la que ninguno se alimentaba, ya que era tan puro que era mejor no ser tocado por terceros. Al envolver las manos de Wilkie entre las suyas, la niña casi pudo percibir el calor de la lava bajo su piel.
—Pequeña, mañana se abrirá el primer botón de primavera. ¿Sabes lo que significa?
—Ya no hay tiempo. —Un suspiro de derrota que no llegó a romperse en llanto. La calma total de sus sentidos era poco característico en ella, pero el dios no se mostró sorprendido. Ante la posibilidad de morir, los seres humanos, en especial los niños, poseían un sentido de la entereza que superaba a cualquier adulto.
Érebo separó una de sus manos para acariciar los cabellos ajenos. Secos, quebradizos, el estado de la niña no era el mejor. La piel había recuperado parte de su tono natural, pero seguía llena de diminutas marcas por la falta de sol. Sus ojeras todavía eran pronunciadas, la energía casi por completo ausente de sus gestos.
—Hay tiempo para una historia más. —El adulto ladeó la cabeza, acercándola más a él al pasar sus brazos debajo de sus axilas. La sentó en su regazo—. Siempre hay tiempo cuando un dios interviene.
—Faltan todavía cuatro historias... Es imposible parar tanto el tiempo. —Wilkie cerró los ojos antes de apoyar el oído derecho contra su pecho—. Incluso para ti, Érebo.
—No has de dejar que el pesimismo de las sombras te consuma, Wilkie. Incluso en mi reino hay esperanza en sitios en los que nunca pensé buscar
Sin prestar atención a la negatividad infantil, el dios movió su mano en dirección al baúl de dibujos. Entre oleadas de hilos negros, las hojas empezaron a colocarse una a una en las diminutas rodillas de la niña. Paciente, esperó a que abriera los ojos de nuevo.
Wilkie suspiró, incapaz de leer las ideas en el rostro ajeno. Echó una mirada rápida a los trazos, antes de elevar la barbilla a su interlocutor. Enarcaba una ceja que sumaba mil años a sus facciones.
—Sí, son mis dibujos. ¿Y? No me escuchas, faltan cuatro historias.
—Mira de nuevo, por favor. —Su voz era suave, baja, casi una plegaria. Las sílabas de sus ruegos estaban empapadas de tristeza.
Wilkie apretó los labios, suspiró otra vez y cumplió lo prometido. Érebo tuvo que hacer esfuerzos supremos para no reír por su expresión.
—No puede ser... Érebo... ¡ha vuelto todo el color! —La niña movió la hoja de papel con la misma euforia del día del trato. Volvió su atención al dibujo—. Falta tu corona, pero... No entiendo, está casi todo.
—Siete historias de amor me prometiste, Wilkie. Pero los cuentos no son la única manera de crear relatos coherentes. —El príncipe se fijó en el dibujo, en los trazos de creyón, en los detalles de la capa, las botas, la espada y las alas, en la firma de un nombre infantil en la esquina superior—. Películas, fotos, canciones. Un gesto vale para mí más que mil párrafos. Para el verdadero amor, Wilkie, una acción es más importante que todas las palabras del mundo.
—No estoy...
—Tu familia. —Suavizó el golpe de la interrupción con un toque en la nariz—. Tu familia y su necesidad de amarse, de seguir pese a la desgracia, completó las otras tres historias. Amores en crisis, amores pasajeros y amores eternos.
Wilkie parpadeó, una chispa encendió como fuego los carbones de su iris y se tradujo en una sonrisa tan grande como la luna misma. Sin poder pararla, los brazos rodearon el cuello del príncipe con el toque de más sincero agradecimiento.
Érebo parpadeó, el calor del bochorno calentó sus mejillas. Sin embargo, correspondió el gesto, cuidadoso de no dañar a la frágil figura.
—Aún falta una historia, querida gorse.
—No se me ocurre nada todavía. Un poquito más así, ¿sí?
El ente negó. Apartó a la niña sin espacio a réplicas. Al ver la expresión de Wilkie, su risa resonó como la madera al crepitar en las noches más silenciosas del invierno. Negó, depositándola en la cama como si fuera un trozo de la más valiosa plata.
—No hay necesidad de que pienses mucho. Es mi turno de contarte una historia a ti. —Wilkie se abrazó las rodillas mientras Érebo se echaba en la cama, sus pies todavía firmes en el suelo—. La historia de cómo me enamoré de la primavera y olvidé la belleza de la oscuridad.
En las afueras de la última noche de invierno, entre las ramas de un árbol preñado de flores blancas, el primero de los capullos tembló y comenzó a abrirse.
En los campos del Hades, me alcé de entre las sombras. No aparecí desde otra dimensión ni renacía de entre los nubarrones oscuros de las tinieblas. Soy parte misma de los días sin Éter, el vientre negro de lo más profundo de la Tierra. Yo soy la nada original del universo.
Las facciones de mi cara se deslizaron por la penumbra como el agua por el Aqueronte, mis manos tomaron la máscara con el cuidado de un padre amoroso y la posaron en medio de la noche sin luna. Los gritos de los fallecidos adornaron el hierro de mi armadura, los llantos de los recién llegados confeccionaron la malla de mi cota mientras que la corona, traslúcida, se adornaba por las lágrimas de aquellos abandonados a la soledad de la vida.
Dos puntos iluminaron la noche, dos diminutas novas se juntaron en mi rostro vestido por la capa de la muerte. Estiré los dedos, cerré los puños. El cálido aliento de los Anemoi acarició las plumas de mis alas. Mi forma se insufló de vida y adquirí el cuerpo de un hombre, de un rey.
El Hades se llenó de alaridos cuando escapé de entre sus dedos. El tono todavía resuena en lo profundo de mis oídos, sus vibraciones sacuden mi cuerpo cuando me detengo a pensar. Incluso cuando sus quejidos callaron por los cantos de los pájaros, las penumbras me recuerdan la necesidad de volver para cobijarlos bajo mi manto.
Los odios en su dolor, los desprecio en su cobardía, pero soy el único aliado para ocultar sus rostros de la creación. Su sufrimiento da propósito a mi existencia y, por ello, los estoy agradecido.
Sin embargo, en ese momento, el grito de auxilio era lo único que llenaba mis oídos, el alma llamándole con una dulzura que derretía la frialdad de mis milenios. Casi mil años sin que alguien recordara mi nombre en su lecho de muerte, sin que persona alguna necesitara mis protecciones y mi decisión.
Una sola persona bastó para recordarme mis deberes, para recuperar energía y adquirir un propósito. Podía considerarme vivo de nuevo en medio de un centro de enfermedades, de muerte.
Afuera encontré una luz más fuerte que mis propias sombras. Y en ellas Wilkie, te encontré a ti; una misión por la cual existir durante el tiempo que durara tu propia vida. Contigo, me di cuenta del verdadero significado de «la vida es injusta», pero creo que la muerte también posee culpa al permanecer pasiva a los caprichos de su hermana.
Así que, en mucho, decidí intervenir en tu favor. Y has sabido corresponder bien mis esperanzas, aunque muchas veces flaquees, te desees rendir. Eres fuerte, gorse. No importa lo que desees ni el tipo de decisión que tomes, será la correcta porque será tuya.
Fueron tus ideales los que me permitieron ver otros mundos, tu curiosidad la que me impulsó a recordar como era ser de nuevo un niño. Comprendí por qué los dioses de tantas culturas permanecían en esta ciudad. La luz, cuando está a punto de apagarse, es más poderosa que la más profunda oscuridad.
Yo no te he salvado, pero tú sí a mí. Tomaste mi alma y la volviste capaz de sentir, de amar, de reír y de cantar. Apartaste toda sombra de ella para llenarla con una luz que durará otros milenios.
Gracias a tu pureza, he conseguido enamorarme de nuevo. He comprendido por qué Hades amaba a Perséfone, por qué ella no podía vivir lejos de las luces de la primavera. Es vida, energía, renacimiento. Es todo lo contrario a mi propia existencia y es tan fascinante, ¡tan maravilloso!
Ninfas y criaturas del bosque son ahora mi fascinación, las flores, el cielo, los pájaros, el cielo azul, el sol. Hay tanto por ver, tanto por saber y experimentar. Volver justo ahora me sería una tortura. Hay demasiada belleza en el mundo para hundirme en la miseria.
No quiero olvidarte, Wilkie, ni el amor hacia la primavera. Lo único que te pido es que aceptes mis sentimientos, que comprendas a lo que deseo llegar aquí.
Al acabar la mezcla entre ruego y confesión, los dedos de Érebo sujetaban de nuevo las manos de la niña. En su rostro no se veía más que la ansiedad de la posible respuesta, así como la preocupación por la palidez de los rasgos infantiles.
Wilkie tragó.
—Entonces... ¿Me amas como Bonnie y Serpiente se aman? Y la historia va muy diferente el libro que me dio mi padre.
—El libro es comercial. Esa ninfa y yo compartimos otro tipo de amor. —Ante su sorpresa, el dios negó con lentitud, suspiró e intensificó el ardor de sus ojos—. Lo que siento por ti es muy distinto.
— ¿Entonces, cómo? No lo entiendo, las historias son de romance...
—Quizás esté haciendo un poco de trampa, pero son mis condiciones y puedo cambiarlas cuando desee. Es cierto, la historia de los dos no es romance en el sentido tradicional. Ni en el que puedas comprender. —Se relamió los labios, miró a todas partes como buscando una explicación. Se detuvo al ver a Ringo. Soltó un respingo, sonrió—. ¿Tu padre te ha contado sobre los cuatro tipos de amor?
Wilkie negó, su rostro ladeándose en dirección a sus padres.
—Los amores que existen son cuatro: eros, ágape, philia y estorgé. —Érebo se cruzó de piernas—. Eros es... la relación entre tu madre y su amante. Storgé es la relación en tu familia y tú. Philia es el amor entre Bonnie y sus compañeros de baile. En cambio ágape es...
—... ¿Es?
—Es como... Un profundo e indescriptible amor. Es amar sin condiciones ni deberes, solo amar al otro por sobre todas las cosas, incluso cuando haya que decir adiós. Ágape es amarte, Wilkie, aunque sé que tu tiempo es finito y nunca más volveré a verte. —El dios rió como si ahogara un llanto, bajó la cabeza y se mordió el labio inferior un instante—. Amarte y verte entre las flores del camino, cada primavera, cada puesta de sol. Y ser feliz por ti porque fuiste feliz.
Esta vez, Wilkie fue quien se acercó. Gateó a su regazo, tocó su rostro y alzó los labios a su frente, donde depositó un beso. El ser completo de Érebo temblaba.
—Así que ya lo sabes... Mi deseo.
—Te ayudaré a morir, si es lo que deseas. —La niña deslizó sus manos por las mejillas húmedas de lágrimas ardientes—. Aunque sea tan doloroso que casi no puedo ni respirar.
Fue el turno de Wilkie de reír.
—No seas tonto. —Se apartó lo suficiente para observar el rostro de su amigo con creciente ternura. No tenía miedo—. Tú lo has dicho, Érebo. Seguiré en la luz, las flores, el cielo azul de un día de playa, en los niños al jugar. En mamá, en papá y en mis tíos.
El ente la acunó entre sus brazos, sus lágrimas caían sin control en el cuerpo de la niña. El agarre era poderoso, pero ni el mismo Érebo estaba seguro de qué o de quién la protegía. La única amenaza en esa habitación, aparte de la enfermedad, era su propia presencia.
—Lo siento. —La voz profunda, quebrada, era débil como un río llegando al mar.
—¿Qué sientes?
—Mi egoísmo. —Tragó, dejándola al fin libre de un agarre desesperado en el que nunca debió caer—. Debería concederte tu deseo sin tomar en cuenta mis sentimientos, pero debo preguntar una vez más. ¿Estás segura?
—Yo soy la egoísta...
—... No eres egoísta...
—Sí, lo soy. Sé que aún me quedan tres años. —Dudó un instante antes de tomar aire de nuevo—. Los vi, el sueño... Tres años más y luego llegaría la muerte... Pero... yo...
—... No quieres sufrir hasta morir.
El adulto asintió, su atención se había desviado a la ventana y a la luz de la calle. Wilkie también observó los reflejos de varios colores, olfateó el aire a medicinas y a frescura de la noche. En el ambiente había una paz muy distinta a la del alivio, era la calma tras la tormenta.
—Me asusta el dolor... —Se abrazó a sí misma, su cuerpo delgado arqueándose hacia adelante por el frío que nacía de ella.
—Antes de conocernos, creía que las almas del inframundo eran de las más cobardes, que debían aprender a superar el dolor y llevarlo con valentía. Odiaba en especial a los suicidas, a los que ayudaban a la gente a morir o la generosidad de aliviar la vida en los moribundos. Es irónico viniendo de mí, claro, ya que nunca he muerto. —Soltó una risa socarrona. Por primera vez, Wilkie notó las arrugas de su rostro—. Ahora entiendo mejor sus dolores y sus penas. Nadie quiere sufrir. Morir de golpe o vivir sin dolor, esas son las opciones más humanas. El sufrimiento es una consecuencia de ser humano, natural hasta cierto punto, pero no por eso menos aterradora.
Wilkie sonrió.
—Puedes volver cada primavera. —Movía sus pies al borde de la cama, su expresión llena de vida como los primeros días de su amistad—. Estaré viajando por el mundo, así que no prometo estar siempre.
—Volveré. —Sus palabras eran más pesadas que cualquier tinta en contratos—. Desde que nazca el primer botón hasta que el sol se vuelva frío y las nubes tomen su protagonismo. Seis meses estaré buscándote entre el perfume de los pétalos y los colores del arcoíris.
La niña saltó de la cama con una carcajada, traslúcida como el ámbar de la miel. Su cuerpo se desplomó en la cama, sobre los dibujos. Los crayones se perdieron entre sus cabellos castaños, la caja vacía de los objetos que tanto quería Wilkie. Era un cajón de madera sin la menor importancia.
—Vamos, entonces.
La niña extendió su mano, Érebo la tomó y ambos se dirigieron a la ventana. El cuerpo que servía al dios se levantó de golpe, su rostro confuso en la oscuridad de ese mundo.
Al observarlo ponerse en pie a la salida, Wilkie detuvo sus pasos. Dejó escapar el aire. Su rostro buscó al de Érebo, quien pronto comprendió la razón de su mirada. Asintió.
—Nos quedan unos minutos. Haz que cuente —enarcó una ceja, desordenó sus cabellos para apartarse al marco de la ventana.
En silencio, cruzado de brazos, prestó atención al ritual final de Wilkie en la Tierra. Observó su mimo al guardar los dibujos en su caja correspondiente, al acomodar su cuerpo bajo sus cobijas preferidas. Ella besó la cabeza de los restos como se besa a un objeto querido.
Siguió su camino hasta la pareja afuera, sus besos en la frente de cada uno y las palabras que se llevó el viento, llenas de amor y de agradecimiento, de disculpas. Las escuchó y las olvidó porque no eran dirigidas a él, apropiarse de su significado cruzaría una línea. Dedicó una sonrisa de apoyo a las lágrimas de la niña.
Apretó los dientes cuando Wilkie se detuvo enfrente de sus padres. Las estrellas de su capa oscura brillaban a cada movimiento, su voz empezaba a fallarla a cada frase. Sus sílabas eran un compendio de temblores.
—Adiós, papá. —Los labios apenas rozaron la piel y fue el toque más tierno del que Érebo alguna vez fue testigo—. Me iré a un lugar donde nada duele. Podré ver todos los lugares que mamá y tú han visto, también los que no. Lástima que no puedas estar conmigo. Te amo.
Dedicó una última mirada a su padre. Luego, se colocó frente a su madre. Con ella no hubo besos. Subió su cuerpo sobre ella y se colocó en posición fetal, encogiéndose como si deseara fundirse en su cuerpo. Pasaron los suficientes minutos para que Érebo tuviera esperanzas de arrepentimientos, pero no bien nacieron los sentimientos Wilkie, limpiándose las lágrimas con las palmas, se alejó del regazo de Amelia con un suave «te amo, mami».
Al volver a su lado, Érebo también tenía ríos cayendo por sus mejillas. Entrelazaron sus dedos, el viento del exterior desordenó sus cabellos y elevó sus capas. El momento más oscuro de la noche había llegado.
Érebo posó un pie afuera. Su cuerpo no tardó en crecer más alto que los edificios a su alrededor, que los sueños más grandes de los arquitectos. En su mano, Wilkie era apenas una mancha dorada, asomándose al horizonte por medio de sus dedos.
Contuvo su respiración durante el segundo que sus pulmones tardaron en llenarse, antes de soltar todo el aire en la forma de un torbellino. Su enorme figura se hundió sobre sí misma, uniéndose pronto al cuerpo de Wilkie.
La risa de ambos llenó la noche, sus manos encontrándose en medio de la energía, en medio del cielo infinito de estrellas artificiales y lejanas.
Bailaban al ritmo de los pétalos amarillos deshojándose de su figura. Mariposas negras como la noche cayeron en bandada sobre los pétalos que volaban, alejándose en las direcciones que el viento dictaba. Un remolino de colores tan opuestos, tan ajenos el uno al otro y, sin embargo, tan unidos como las gotas del mar entre sí.
Intercambiaron una última mirada de invierno, antes de que los brazos de mariposa rodearan el diminuto nido de flores en la cabellera de la niña. En su frente, se posó una mariposa con un beso para sellar su deseo.
En el árbol de la ninfa preferida de Érebo, un botón terminó de transformarse en flor. A lo lejos, el sol dio su bostezo matutino y el primer día de primavera al fin nació.
Los aleteos parecían decir «adiós» ante la luz del sol que borraba toda la oscuridad. Las flores se dispersaron en una ráfaga olorosa a la sal del mar y el perfume a coco de los gorses.
En dos horas el epílogo.
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