XVIII.

Así como terminó en la cama de una cabaña abandonada, así igual se levantó a la noche siguiente para seguir sus aventuras. Dentro de ella se debatía una tormenta entre la desidia y la esperanza, en su mente no quedaba más espacio para los signos del futuro más allá de la primavera.

Sin embargo, así como su propio cuerpo dejaba de sentirse como suyo, así también aumentaba su sensibilidad al paso del tiempo. Perder la oportunidad de ser feliz una última vez era irrespetuoso a lo que habían significado tantos sacrificios.

Así que, triste y con las marcas de lágrimas aún frescas, dejó que Érebo la alzara entre sus brazos para continuar al siguiente paso de su aventura. Sentada sobre su hombro, su mirada despidió a la cabaña roja encima de la colina, mientras el viento de la noche desordenaba sus cabellos.

El perfume de esa noche sería difícil de olvidar, fresco y cargado de la promesa de nuevos frutos. Para Wilkie era el sinónimo de vida, del ciclo natural que pronto reiniciaría. El frío de esa noche era la caricia de una mano desconocida.

El mundo también era hermoso. Las hierbas eran un mar infinito de oro bajo la luz de la luna, pálidas bailarinas ante la brisa. El cielo cubría la Tierra con su manto de estrellas, constelaciones se movían ante el paso de ambos. La luna era una doncella tímida, distante y hermosa.

Así como el agua fluye en los ríos, así el tiempo se deslizó entre sus dedos a medida que Érebo y ella andaban a través de ese océano de plantas. A lo lejos, mucho más para que pudieran distinguirse detalles, un muro de negrura separaba el límite entre el cielo y la tierra.

—¿A dónde vamos? —inquirió, levantándose la capucha para protegerse las mejillas de la temperatura. Su barbilla estaba apoyada en la cabellera más negra que la noche, el aroma húmedo de los puertos y la lluvia recién caída calmaba su espíritu.

—Un lugar especial para mí. —El príncipe apenas ladeó su rostro, la capa del cielo reflejándose en sus propias ropas—. Y quizás para ti también lo será, amante como eres de la noche.

La tranquilidad de sus palabras relajaron un poco la expectativa. Si era Érebo el organizador de esa aventura, poco tenía que temer. Acomodó los guantes de su traje. Sopló la superficie, restregando una palma contra la otra hasta que sus dedos despertaron.

—Últimamente sonríes más.

—¿Tú crees?

Wilkie asintió.

—Te ves más feliz.

Érebo parpadeó, su media sonrisa fascinaba a la niña. Era como ver a un mono hablar. Posible en la naturaleza, pero imposible ser testigo del evento.

—Quizás me siento feliz. —Cerró los ojos. No los necesitaba en la noche, cuando todo su cuerpo cubría al mundo—. Cada jornada trae nuevos colores a la oscuridad. Te tengo a mi lado y las estrellas brillan como diamantes recién pulidos. Razones para sonreír me sobran, así que esto en mi interior debe ser felicidad.

—¿Qué cosa?

—No sé cómo expresarlo, pero puedes imaginarlo como una llama de vela. Es como si una llama encendiera mi pecho con un calor imposible de apagar por el frío o el viento. Solo yo o una persona muy cercana a mí podría extinguirlo. —Llevó una mano a la zona donde estaba el corazón de los humanos—. ¿Cómo está tu llama, Gorse?

La niña cerró sus ojos, sus pequeñas manos sobre el signo de Érebo en su pecho. El príncipe contuvo la respiración, el crujido de sus botas se intensificaba a medida que se acercaban a lo que, a ojos de Wilkie, había sido una pared.

El suspiro infantil hablaba de calamidad.

—Mi llama está a punto de extinguirse.

Los pasos de Érebo se detuvieron. Igual a un aviso, ambos abrieron los ojos. El respingo de la niña no hizo sonreír al dios. Tan cerca de la masa de árboles, una sospecha llena de desgracias se instaló en los hombros de aquel que olvidaba la humanidad de su acompañante.

Sin decir más palabras, el ente bajó a Wilkie con cuidado. El susurro de los ropajes de ambos se había extinguido tan cerca de ese lugar de indescifrables entrañas. Adentro, entre lianas y troncos de color negro, el calor de una bestia hizo retroceder un par de pasos a la niña.

—No temas, Gorse. —Seriedad era otra vez la máscara de Érebo, aunque una de sus manos acarició gentil la cabellera castaña—. Son ombús. Eran muy populares entre los campesinos de la zona. Sin embargo, cuando abandonaron el pueblo por mejores oportunidades en la ciudad, los árboles fueron tomando posesión de todo a su alrededor. Su sombra es casi siempre oscura, crecen amontonados y, aunque no hay oscuridad perpetua, el sol no puede entrar con normalidad.

Las grandes raíces de los árboles más cercanos parecían ocupar todo a su alrededor, mientras que las copas eran tan abundantes que era imposible distinguir donde iniciaba uno y terminaba el otro. Para Wilkie eran gigantes odiosos, iguales a los niños que gustaban humillar a otros en el colegio.

—Son horribles.

—Jeh, supongo. Podemos ir a otro lugar, si lo deseas.

—No, está bien. —La niña elevó la barbilla para mirar el rostro del hombre. Érebo ladeó el rostro—. Es un lugar especial para ti, ¿verdad?

El dios asintió.

—Entonces, quiero ver cómo es. —Sin esperar respuesta, deslizó sus dedos entre los de Érebo, casi tres veces más grandes—. Sé que no me harías daño.

—Nunca.

Pronto la masa de árboles los engulló en su oscuridad.

A diferencia del campo, aquí la temperatura era alta y los aromas, si es que así podía llamarse a algo en la atmósfera asfixiante, era putrefacción. El oxígeno allí era mínimo, así como los espacios sin troncos o nuevas raíces. Era el reino de los ombús, anárquico territorio donde la vida era solo la que ellos desearan.

A veces, los ojos brillantes de algún reptil captaban la atención de Wilkie y rompían su concentración de escalar o arrojarse de las raíces para seguir el ritmo de Érebo, atlético y juvenil con milenios de práctica encima. Allí, sus ojos poseían una calidez casi infantil. Wilkie lo imaginaba atrapado en los recuerdos de otros días, en los días de calidez de sus siglos de gloria.

Por ello, prefirió no pedir ayuda cuando la necesitara. Al rato, descubrió maneras de caminar entre las raíces o escalar las ramas más bajas de los árboles más pequeños. Extrañaba el cansancio de la actividad física.

—Cuando me recupere, quisiera ir a la playa.

Érebo giró sobre sí para observarla, su postura sentada encima de una rama lo suficiente alta para que Wilkie sintiera dolor de cuello.

—Playa... Me gustaría también ir, conocerla.

—Pero, ¿Grecia no está en la playa? —Su voz se sofocaba por el esfuerzo de escalar una raíz. Suspiró al sentarse arriba, una pierna en cada lado.

Érebo rió antes de saltar a la rama siguiente. Ya casi estaban en el sitio.

—Grecia es un país costero con miles de islas, sí. Pero no me refiero a eso. —Cruzó los brazos y apoyó parte de su peso en el tronco. Desde allí, observaba los esfuerzos de Wilkie por alcanzarlo—. Me gustaría conocer las playas cuando están llenas de turistas, de niños y de familias. El mar de noche es más... Trágico, por decirlo de alguna manera.

La niña se puso de pie. Llevaba los brazos de adelante para atrás, adelante para atrás, su vista fija en la siguiente raíz a alcanzar. Resopló, sus ojos entrecerrados.

—¡Puedes venir con nosotros cuando me —Saltó— recuper-AGH!

El impacto del cuerpo contra la madera de la raíz lo hizo ponerse en pie, los pasos del dios llevándole a la zona de inmediato. Su rostro estaba contorsionado en preocupación.

—¡Wilkie!

Asomó la cabeza, las penumbras ocultaban a la niña.

—¡Estoy bien!

La mano blanca moviéndose de lado a lado lo hizo suspirar, su corazón acelerado. Negó, movió los dedos en círculos hasta que las sombras levantaron a la niña y la colocaron a su lado.

—Te llevaré el resto del camino. Tienes piernas muy cortas. —Con suaves golpes, quitó los restos de tierra de su traje y deslizó los dedos entre sus cabellos para eliminar las hojas y ramas atrapadas. Rió ante su expresión.

Wilkie le apartó las manos en cuanto tocaron su cara.

—Tienes las manos mojadas y hueles feo. —Apretó un par de dedos sobre su nariz, su mueca llena de asco.

—Los dioses griegos tenemos características de humanos y hace calor. —Sin escuchar sus quejas, deslizó un brazo bajo sus rodillas y cargó su espalda bajo el otro brazo—. Se quitará cuando descansemos.

—O si te das un baño.

Entre los brazos de Érebo, el resto del camino fue un paseo bastante movido. El estómago de Wilkie se revolvió a medida que los saltos se daban contra los troncos de los árboles, las ramas más altas y las montañas de hojas podridas a los pies de los gigantes.

De vez en cuando, tenía la sensación de poder adivinar las formas de las estrellas a través del cielo verde del follaje. La grandiosidad de su aventura se encontraba en los detalles, en la insignificancia de su existencia contra la oportunidad que se le otorgaba.

El frío de la paz reposó en el corazón de Wilkie. Durante muchos meses deseó alcanzar el descanso y, gracias a ese dios caprichoso, recordaba como era la satisfacción de disfrutar.

Se animó a cerrar los ojos, la somnolencia capturándola entre el bamboleo y los deseos de dormir por el simple hecho de hacerlo. Érebo dedicó una mirada al rostro juvenil, contemplándolo apenas un instante para poder recordarlo en los momentos de dolor por vivir.

El camino entre los árboles poco a poco perdía parte de su oscuridad. A la distancia, un terreno en medio de la arboleda era bañado por la luminiscencia de las noches de luna. Estaba seguro que el fenómeno divertiría a Wilkie por un rato. En todos sus años vivo, no encontraba más que un par de ejemplos comparables a la situación.

De un par de saltos más, las estrellas volvieron a recibirlos bajo sus presencias. Debajo de sus suelas, la tierra era húmeda y las raíces poseían una magnificencia difícil de lograr por la mano del mejor jardinero.

—Gorse, ya hemos llegado.

La niña asintió mientras abría sus ojos y sus pies tocaban el suelo. El aliento se le paralizó en la garganta, sus labios en una perfecta "o" al deslizar la mirada por la totalidad del claro.

—Pero si es...

—Sí, es un pueblo en medio de un bosque.

Eran testigos de una escena digna de cualquier imaginación infantil que se considerara próspera. Lo que muchos siglos antes había sido un pueblo con casas de barro ahora era el divertimento de Wilkie. Ambos se pusieron en camino sin necesidad de intercambiar palabra.

Las raíces de los primeros árboles habían crecido hasta derrumbar, alzar o aplastar las estructuras de las casas. Varias ventanas destruidas se encontraban decoradas por ramas, las hojas verdes saludaban entre los vidrios astillados a los caminantes. Los caminos eran espacios donde los charcos habitaban con libertad, la vida acuática ajena al príncipe y a su invitada de honor.

Aunque la civilización había sido devorada por la fuerza de la naturaleza, no era difícil tarea identificar los detalles del paso humano. Un zapato flotaba cual embarcación en un río diminuto, tazas de cerámica pintada llenas de moho o colgadas de las copas, telas de colores rasgadas en partes y montones, decenas de muebles rotos por la acción de las plantas.

Además, estaba la presencia de unos ojos invisibles que los seguían. Vecinos a la espera de nuevos rostros, alegres de que al menos una alma humana posara de nuevo los ojos en ese lugar dejado de los dioses de la luz. En la penumbra, la niña confundió unas ramas muertas por el largo de huesos humanos.

—¿Hay algún cementerio cerca? —Sujetó la manga más próxima del traje ajeno, sus labios sin color por la posibilidad de encontrarse con una calavera o peor.

El príncipe posó una mano sobre su cabeza, aunque dejó que tomara la tela.

—Sí. Está más adelante. —Observó el cambio de su expresión y negó—. Podemos quedarnos aquí.

Wilkie se acomodó la capucha, un escalofrío ante la mirada insistente de aquellos abandonados a pudrirse en medio de un bosque de muerte. Suspiró, soltó a Érebo y asintió. En silencio, se digirió a la primera raíz sin tanto moho que encontró. El ente hizo lo mismo, apartándose la capa con un gesto antes de tomar asiento y cruzar una pierna sobre su rodilla contraria.

—Cuando estábamos en la cabaña, querías decirme algo. Algo sobre... Creo que era la vez en la que nos conocimos.

Érebo asintió.

—Ese día, cuando aparecí frente a ti en una nube de negrura, me pediste explicarte cómo había sucedido. —Wilkie cruzó ambas piernas sobre su regazo, sus manos en medio del espacio—. En esos momentos no lo comprendía ni yo mismo, así que ninguna de mis razones podría bastar.

Los ojos de la niña brillaron.

—¿Ahora tienes tu respuesta?

El príncipe ladeó la cabeza, una de sus manos sobre su rodilla, la otra manteniendo su peso en la raíz. La estatua de algún viejo héroe los observaba, su cuerpo ladeado y su rostro marcado por las colonias de hongos del lugar. La solemnidad de su expresión ahora parecía más un ruego de ayuda.

—Tengo más de mil años sin ser invocado, pero he preguntado y he observado todo este tiempo. —En su mente, los rostros de sus compañeros de oficio aparecían en rápida sucesión—. En primer lugar, están los cuentos que se ofrecen a cada niño con enfermedades terminales. Ninguno es religioso en el sentido moderno. No hay relatos de cristianismo, de judaísmo o musulmanes, sino relatos de los dioses de la muerte de diferentes religiones.

—¡Pero tú no eres un dios de la muerte!

Érebo elevó uno de sus dedos índices a ella.

—No me interrumpas. Se me irá la idea. —Wilkie cruzó los brazos y frunció el ceño, el príncipe la ignoró—. Junto a mi hermana Nix, soy el padre de Tanatos, dios de la muerte sin violencia, así como de su gemelo y de otros dioses encargados de temas parecidos...

—Ewww.

—No me juzgues en esto. Y no vuelvas a interrumpirme. —El tono de Érebo se había vuelto peligroso. La niña se cubrió los labios para callarse. El dios carraspeó—. De todas formas, a veces mezclan mis leyendas con las de mis hijos. El autor del libro me otorgó poderes adicionales, así que a ellos me supedito. Todos los recuerdos que quiso otorgarme están en mi cabeza, junto a la historia y las consecuencias.

—¿Quién es el autor?

—Un humano demasiado peligroso, Zunnini creo que es su apellido. —Suspiró—. De todas formas, sus libros nos dieron vida. El poder de invocación, sin embargo, queda en ustedes, los niños.

—Entonces... —Fue el turno de ignorar el ceño fruncido de Érebo—... Si hay otras copias de estos libros en otros hospitales, ¿habrá otros como tú?

—Quizás... O me llamarán a mí para cumplirlos sus deseos.

Wilkie suspiró, desordenándose los cabellos. La cabeza comenzaba a arderle por la información, cada vez más confusa.

—Ya no sé nada.

—¿A qué te refieres?

—De que no sé si eres real o estoy soñando esto. —Abrió los brazos en un gesto de intentar contener todos los acontecimientos de los últimos días—. Lo que entiendo es que eres la muerte. Es todo.

Érebo sonrió al tiempo que se ponía en pie. Tras un salto, se ubicó junto a la niña y se sentó. Pasó un brazo sobre sus hombros.

—¿Cambiaría algo para ti que todo esto fuera producto de tu imaginación? ¿Me querrías menos?

Wilkie parpadeó. Movió el rostro para poder detallar el sitio donde se encontraban. Suspiró.

—No. —Ladeó la cabeza para que sus miradas se encontraran—. Extrañé caminar, no tomar medicinas y jugar hasta sudar. Real o no, estoy contenta.

Érebo se inclinó para chocar su barbilla contra la frente de la niña, una de sus manos acariciaban su cabello. A lo lejos, el río entre los árboles fluía con su canto y los animales permanecían callados por respeto a sus pensamientos.

—Hey, Wilkie.

—¿Hum?

—Tus padres iban a discutir un tema importante hoy. Quiero que lo veas, ¿vale? Después te mostraré una escena más para que tomes tu decisión respecto a tu deseo.

En los ojos de Wilkie brillaron las estrellas al elevar el rostro. Asintió.

Érebo respondió su asentimiento, antes de rodearlos con su capa para caer en la oscuridad.

La cortina de la noche se abrió y, como una obra de teatro, los actores comenzaron su actuación. Los médicos y enfermeras comían en sus mesas, mientras que familiares de algún enfermo probaban descansar un rato del agotamiento de las habitaciones. En el aire estaba la amargura del café, el ácido del jugo de naranja y el limpio, esterilizado ambiente a limpieza.

La fuerza de la costumbre guiaba a los seres humanos en ese baile de aparente normalidad, ya que el arquitecto del edificio se había encargado que el ala infantil tuviera siempre luces. De las ventanas abiertas llegaba el canto de los primeros pájaros que regresaban de sus viajes. En los parterres, Wilkie captó el color de retoños rosas. Sus bulbos a punto de estallar todavía conservaban gotas de rocío.

Sus pasos no resonaban contra el suelo y sus presencias, si alguien la captaba, debía ser menos que una sombra por el rabillo del ojo. Avanzaban a la mesa donde un hombre de cabello castaño esperaba en una silla de ruedas, un vaso plástico humeante frente a él.

—La primavera va a nacer —comentó, ya consiente que era una visión producida por las habilidades de Érebo. Sus mariposas, seguramente, tendrían algo que ver en su omnipresencia. ¿Cómo, sino, podría ver lo que sucedía cuando debía estar durmiendo?

—Sí, faltan solo un día y media noche para limpiar la parte oscura del año pasado. Mañana me llevaré todo lo que ya forma parte de mi reino.

—Enfermo, muerto o viejo.

—Sí, enfermo, muerto o viejo. —Contra el linóleo, sus sombras eran la definición de color negro. Su reflejo era capaz de causar pavor en los corazones menos creyentes.

Ante la luz del sol, Érebo conservaba solo la presencia de su andar y porte. Los iris naranjas eran más cercanos a la miel de algunas mesas, mientras que su espada y capa estaban ausentes de sus ropajes. En la opinión de Wilkie, el gran dios también se había vuelto más pequeño, delgado, sus rasgos estaban decorados con el cincelado femenino de los preadolescentes.

Sin embargo, al llegar a la mesa, Wilkie solo tenía ojos para su padre. Sin poder evitarlo, besó sus mejillas y acarició sus cabellos. El hombre no se amedrentó, sino que miró a ambos lados como si buscara a alguien. La niña tomó la mano adulta y se instaló en el asiento contrario. En la taza había café.

—Dos cucharadas de azúcar y algo de leche —informó la niña al príncipe, orgullosa de su atención a los detalles.

Ringo apretó la taza, tamborileó en la mesa y se acomodó un par de veces en la silla de ruedas. A diferencia de los otros días, el hombre se esforzó en su apariencia del día. Cabellos bien peinados, corbata y traje, así como una colonia que recordó a la niña mejores tiempos. Incluso llevaba su maletín de cuero marrón, caritas felices de su autoría en cada esquina.

Abrió la boca para preguntar a Érebo si su padre había vuelto a clases, cuando Ringo levantó la mano y llamó a alguien. Al volver la mirada, Wilkie sintió un vuelco en el pecho.

Su madre se acercaba con una sonrisa. Y, sin necesitar pensar dos veces las razones, la niña comprendió la razón tras esa reunión.

Zunnini es un personaje en otra novela en la que estoy trabajando.

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