XIX
Wilkie abrió los ojos a un mar de luz.
La habitación de su infancia estaba tal cual la recordaba. Las paredes rosas con pósteres de diferentes series, peluches en una repisa que no dudaban en saludarla con sus rostros de algodón y su escritorio impecable, lápices en sus cajas, papel nuevo y los libros clasificados según uso. En la calle, los pájaros dedicaban sus canciones a los cielos sin nubes, el azul tan intenso que parecía irreal.
La belleza debió conmover su corazón, mas sus lágrimas solo eran de horror. En su pecho, las garras de la desesperación se marcaban en torno a sus entrañas como un ser de otro mundo. Luchó contra las sensaciones pero, al igual que el resto de su cuerpo, se encontró por completo a merced de los cables que medían su nivel cardíaco, del tubo que salía de su estómago para recibir alimentos. Veía sus pies, más largos y fuertes, pero nada de ella respondía a sus gestos.
Quiso estallar en gritos, lágrimas saladas pronto empaparon su mirada y le impidieron ver nada.
«Una vida más larga, llena de tus colores preferidos y amor.», la voz de Érebo flotaba a su alrededor, la máquina empezando a emitir pitidos enloquecidos por el terror de sus latidos. La saliva se atoró en medio de su garganta, empezó a toser. Sus pulmones rogaron para liberarse, sus dedos sin cambiar en su postura.
«La oportunidad de experimentar los cambios del futuro. Eso es lo que deseas, mi querida Wilkie. Y esto será lo que obtengas». La ayuda no venía, el cielo se tiñó de los colores de los coágulos de sangre. El cerebro ardía, de su laringe escapaban toses como explosiones de bombas.
La muerte rozó su mejilla contra su rostro, antes de darle el beso final envuelto en oscuridad.
Una mano la sujetó cuando estuvo a punto de dar su último suspiro, su agarre firme acostumbrado a cargar con el peso de otros seres como él. Y antes de poder pronunciar su nombre, se encontró de nuevo en la habitación de sus últimos meses.
Las luces habían vuelto a sus ojos, el lado derecho de su cuerpo sin estar agarrotado.
La oscuridad era el único testigo de su recuperación.
No hubo aplausos ni besos como en sus viejos cumpleaños.
Tampoco abrazos ni llanto como en la conversación de sus padres, donde decidieron terminar su historia de amor.
Menos admiración y paz, como lo que sintió Wilkie al observar un retrato de Érebo junto a su cama, el artista en el pasillo junto a la persona en la que debía confiar.
Soledad era lo único en ese despertar, así como lo sería su lucha contra la enfermedad. Todos decían ayudarla, mostrarle cierta calma a lo largo del camino pero, a fin de cuentas, era ella quien debía enfrentarse a las noches sin sueño y a los dolores tan agudos que no podía respirar.
La debilidad nunca ha impedido a la humanidad alcanzar sus objetivos. Sea pulverizando a los eslabones más débiles, sea manipulado las condiciones del ambiente o, con frecuencia, el uso de su propia mente para desafiar los límites de lo inimaginable. Por ello, cuando los adultos cayeron ante el hechizo de la presencia del dios, Wilkie supo que podría levantarse y alcanzar la ventana.
No llovía esa noche y, pese a todo, el encanto del hechizo humedecía las ventanas y regresaba la habitación al primer día de su amistad. La tormenta fantasmal movían los cabellos de la niña como un bailarín experimentado, mientras que su piel disfrutaba el impacto de las gotas. Tenía empapados rostro, brazos y cuello aunque, al tocar las zonas, permanecían seas como el desierto.
Los chasquidos de un par de botas la hicieron erguirse, su rostro apenas ladeado para verificar la presencia nueva. Sonrió apenas para demostrar su conformidad, el miedo a sus habilidades muy lejano de sus ánimos. El coqueteo entre las sombras y las luces artificiales siempre parecía fascinante, no importaba cuantas veces fuera testigo.
—Ya sé lo que quiero pedirte, si no es mucha molestia aunque no he cumplido toda mi parte del trato.
—¿Y qué es?
La niña débil, de pasos que dudaban al pisar, soltó el marco de la ventana y giró sobre sí. Las manos de Érebo la recibieron antes de que cayera al suelo, alzándola como si fuera menos que el aire. Quizás lo fuera, reflexionó el dios, con huesos tan delicados a punto de partirse, músculos frágiles por el poco uso y un cerebro apenas despierto, funcionando aún por mera inercia.
—Lo sabes mejor que yo, Érebo. —Sonrió al ser posada en el colchón—. Pero ahora sé que es imposible.
—Nada me es imposible, dulce Gorse.
—He pensado lo que dijiste... —comentó al ladearse, sus piernas estiradas y sus brazos, delgados como ramas, elevándose sobre su cabeza. Sus dedos parecían querer alcanzar el cielo—... Sobre lo de ser la muerte, los poderes y las leyendas, también sobre el sueño que me mostraste. No dejo de pensarlo. Creo que soñaría con eso si pudiera.
La iluminación de la habitación cambió cuando el dios se sentó en la ventana. Contra las luces artificiales, su figura se recortaba y eliminaba cualquier expresión en su rostro. Sin embargo, Wilkie podía leer cansancio y percibir, así como una imagen rápida, un puñado de amargura.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
—No puedes curar la muerte ni una enfermedad como la mía, ¿no?
Érebo tragó, su voz firme y emocional al susurrar.
—No. —Apretó un puño en su regazo, el otro acariciaba su rodilla derecha—. Lo único que puedo hacer es alejarla por un tiempo, pero no te librarás de los aspectos más graves de tu enfermedad.
—Entonces, ya sabes lo que deseo.
Érebo la miró con la intensidad del sol de mediodía. Su espada brilló en cuanto Wilkie regresó la atención.
—¿Estás segura que ese es tu deseo, Gorse? No puede cambiarse una vez digas que sí.
La niña rió.
—No querría nada más. Por favor, Érebo.
Mañana es el último día del maratón ❤
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