XI.

Serpiente dejó escapar el humo de sus labios.

—Señor, no puede fumar aquí.

La enfermera se inclinaba sobre él. Su rostro estaba lleno de la amabilidad falsa de aquellos acostumbrados a tratar con público. La expresión desapareció en cuanto el pintor reveló la condición de su piel, sus ojos rojos vacíos contra la estupefacción ajena.

—Lo sé. —Un escupitajo negro impactó en la papelera junto a ellos. Luego, dejó caer el cigarrillo en el vaso vacío lleno de hielos con una sonrisa—. Lo siento. Tengo problemas.

—Oh, no se preocupe, señor. Es...Normal cometer errores. —Tosió, sus ojos subiendo y bajando por el pasillo. Movió los papeles en su mano mientras Serpiente se rascaba el cuello, las escamas del tatuaje apenas visibles contra el borde de la chaqueta—. Supongo que viene a ver a la pequeña Montoya. WilkieMontoya.

Serpiente negó.

—No, no. Vengo por el chico de al lado, pero hay demasiadas personas y aproveché sentarme aquí. Espero no molestar.

La enfermera movió la cabeza para ver el pasillo vacío. Una mueca entre fastidio y cierta paciencia apareció cuando el hombre soltó una risa ronca.

La puerta de la habitación se abrió, un hombre de piel oscura se asomó. Frunció los labios al ver la bandeja de comida.

—Italia.

—Sí, sí. Lo siento, ya voy. —Se levantó con una sonrisa de lado. Pasó junto a la chica. Se deslizó en el espacio entre Bonnie y el marco de la puerta—. Nos vemos, enfermera. Por cierto, bonito tatuaje de Mictecacíhuatl, hacía años que no veía uno tan bonito.

Señaló su propia mano, la mujer acariciándose la mano derecha por instinto. Bonnie frunció el ceño.

—Me disculpo por él, lo siento.

—No se preocupe. —Otra sonrisa, aunque esta vez un poco más real. Reanudó su caminar por el pasillo mientras Bonnie seguía el movimiento con la mirada—. Espero que la pequeña se recupere.

El hombre asintió antes de cerrar con el mayor de los cuidados.

—No era el momento de bromas. —Apenas giró la cabeza de lado. Serpiente se rascó la oreja.

—Prometí venir, no portarme bien. Dame algo de cuerda, dios.

Bonnie suspiró mientras se acariciaba la frente. Era uno de esos días, en definitiva. Quizás era mejor salir corriendo antes de que...

—Yoh, Ringo. Te ves algo más bajo hoy, ¿has perdido peso? ¿Una dieta arrolladora?

Mierda.

En cuanto Bonnie llegó junto a su hermano, ya estaba arruinado todo. La sonrisa de Serpiente no había hecho más que ampliarse, Ringo había perdido la suavidad en su expresión. Si hubiera estado sano, alguno de los dos ya estaría en el piso.

Amelia abrió la boca.

—Quizás deberíamos...

—Veo que sigues teniendo poco gusto al hablar o vestir, Italia —interrumpió el padre—. Aunque no me esperaba...

—Traje algo de comida. —El golpe de las cosas al ser colocadas sobre la mesa bastó para que Ringo apretara los dientes. Sin embargo, su mirada era cuidadosa cuando Serpiente avanzó a la cama de Wilkie, quien había permanecido en silencio durante el despliegue de egos.

—Gracias, Italia. Es muy considerado de tu parte.

—De nada, chica. Lo que sea.

Observó el proceso desde la perspectiva de una niña curiosa. La manera en la que Serpiente avanzaba como si el mundo le debiera algo, la forma en la que el rostro de su padre se teñía de rojo y la sonrisa, amplia, algo siniestra, del artista.

—Wilkie.

—Tío Serpiente. —Una risa se apoderó de él antes de sentarse a un lado de la cama y acariciar sus cabellos. Rodeó sus hombros con su brazo, acercándole para depositar un beso en su coronilla.

—Luces como un pedazo de mierda, niña.

—Oye, Italia. No te excedas.

—Vale, vale. Mi culpa.

Serpiente ignoró a la voz. Tomó la barbilla infantil para examinar mejor los efectos del tratamiento. Serpiente tuvo que contenerse para que sus labios no temblaran. La piel era traslúcida, quebradiza igual a los cabellos. El ojo lleno de vida estaba apagado, delineado por el cansancio en forma de bolsas bajo los párpados. Sus labios eran blancos, su expresión llena de miedo y de confusión.

No era la Wilkie de sus sueños, sino de su pesadillas.

—¿Me veo tan mal, tío Serpiente?

Serpiente suspiró, tragándose la angustia que trató de aferrarse a su garganta, para poder hablar sin que las palabras cedieran a sentimientos personales.

Los otros observaban atentos. Amelia con una suave sonrisa, Bonnie sentado en el alfeizar y moviendo el pie derecho. Ringo callado, estático, listo para saltar en cualquier instante.

—Te ves como yo. Fea, pero guapa. —Le guiñó el ojo, apartándose justo para sostener sus pequeños hombros. Estaba más delgada de lo que se había imaginado el hombre. No necesitaba presionar para sentir sus huesos bajo la pijama—. Seguro gustas a todos por tu personalidad.

Wilkie rio y Serpiente pudo alejarse sin que el corazón se le partiera. Se acercó a la mesa.

—Hice muchos dibujos, tío. —Empezó ella. Amelia los miraba con una alegría que Serpiente no podía entender. La niña se estaba muriendo frente a sus ojos, no creía que un instante de vida valiera siquiera la esperanza—. Me duele mucho el cuerpo para mostrártelos, pero mami puede sacar copias de algunos. Hice el tatuaje que me quiero hacer, a Érebo, unos cuentos. También te hice a ti, tío, como Ita, uno de los personajes de mi historia.

El sonido de la silla de ruedas se acercaba a Serpiente.

—¿Qué dices? Si me los puedes enseñar ahora. —De la bolsa marrón extrajo una cajita feliz y el juguete plástico que acompaña—. Y comes mientras me cuentas. Me muero por escuchar tu historia.

El calor del agarre en su brazo le hizo sonreír, así como tensarse bajo los dedos.

—¿Qué coño quieres?

—Hablar. No puedes darle eso a mi hija, menos cuando te has portado así.

—Se va a morir, al menos déjala comer algo bueno. —Miró a todos los adultos, el silencio de repente consumiendo la poca calidez de la habitación. Wilkie no desvió la mirada, su rostro tranquilo como si se hubiera vuelto sorda de pronto.

Amelia se puso en pie. Cualquier rasgo de amabilidad se había desvanecido.

—Por favor hablen afuera y Serpiente —El hombre la miró—. No vuelvas a decir algo así.

Los gritos del pasillo resonaban en las paredes. Vibraba el odio contra ellas, la intolerancia golpeaba las esquinas de la habitación y las mudas disculpas estaban ahogadas, en medio de una tormenta de orgullos que ninguno lograba comprender por completo.

La niña no escuchaba ni desea hacerlo. El entendimiento de sus años no alcanzaba a imaginar razones por las cuales dos personas a las que quería se pusieran así por algo. El resentimiento era un extraño para ella, incluso cuando la sombra se encontrara en algunos recuerdos. Los niños eran fáciles para ofender y para ser ofendidos, pero también eran los primeros en pedir disculpas con la sinceridad de sus corazones.

—Ya verás que pronto se arreglarán. —En el ritmo de la batalla, la suave lira de la voz de su madre era un consuelo. Era maravillosa a sus ojos en los momentos de crisis, incluso al hacer algo tan simple como cubrir su cuerpo con una colcha desteñida por el cloro—. El tío Serpiente sólo tiene algunas cuestiones que discutir.

—Eso parece más una pelea, mami.

Amelia apretó los labios y suspiró. Bonnie tamborileaba los dedos en la otra silla junto a la cama. Se mordía los labios, su mirada de vez en cuando digiriéndose a las voces y los gestos que podía adivinar frente al vidrio.

—Ya vuelvo. —Wilkie parpadeó al verlo ponerse en pie.

Amelia negó al tiempo que Bonnie salía con todo el peso de sus años, su andar elegante había dado paso a una firme resolución.

—No seas tan controlador...

—¿Controlador? —Interrumpió, su mano en la manija. La mujer desvió la mirada al suelo—. Estoy intentado crear algo de estabilidad en esta familia. Ya vuelvo.

Un chorro de palabras incontenibles entraron en el transcurso de abrir y cerrar la puerta, el portazo desvaneció cualquier rastro de sueño de la habitación. La inyección de odio que sintieron hizo estremecer a las dos.

Wilkie acarició los dedos de su madre.

—Tengo miedo, mami. ¿Se van a pelear a golpes? Se pueden hacer daño. —La presencia de pequeñas lágrimas se adivinaron en sus ojos. Amelia acarició sus cabellos castaños—. Mami, deténlos.

Besó su frente antes de acercar su cabeza a su pecho.

—Bonnie se encargará de ello. Las piernas que tiene no son sólo para bailar. Tu tío antes andaba metido en peleas callejeras. —Sonrió ante el «oooh» de la pequeña, así como su asentimiento—. Así se conocieron Bonnie y Serpiente, en una pelea de tu padre con él.

—¿Cómo amor a primera vista? —Amelia rió. Wilkie elevó la mirada. Desde allí, el maquillaje recién colocado la hacía ver tan guapa como en sus sueños—. Mamá, ¿quién te hizo esa raya en el ojo?

La mujer llevó un dedo al rimel que definía sus párpados. Sin tocarlos, una sonrisa distinta mutó en sus labios.

—Yo lo llamaría más bien total desprecio a primera vista. —Continuó, sus manos perdiéndose entre los cabellos infantiles—. Y fue Serpiente. Mencionó algo de tener experiencia con maquillaje. Mi cara estaba horrible ya, así que no perdía nada si mentía.

Los gritos seguían constantes, a veces seguidos de algún silencio o murmullo. Sin embargo, Wilkie tenía el baile del corazón maternal junto al oído. Mientras tuvieras esa música aliviando los ruidos del mundo cruel, la humanidad podía destruirse sin que movieras un dedo.

—¿Y cómo se enamoraron?

—Hum...Bonnie seguro querrá contarte. —Acarició el parche con cuidado, casi como sintiera la piel de su parpado—. Yo lo que sé de su amor es lo que sabe cualquier extraño: nada.

Wilkie masculló, cubriéndose el oído derecho para terminar de bloquear cualquier sonido de discusión. El abrazo se volvió más fuerte, la tranquilidad volvió junto a ella. La presencia de Érebo se sentía en el aire, pero no podía verlo desde esa postura.

La mano de la madre se enredó en los dedos izquierdos.

—Pequeña, ¿quieres que te cuente una historia?

—Sí, mami. —Un enorme bostezo escapó del pequeño cuerpo, sus ojos entrecerrados en cuanto Amelia la recostó en la cama—. Una historia de amor.

—Por supuesto.

Las flores se ven hermosas en el desierto, Wilkie. Aquel sitio lleno de muerte y de las más duras condiciones de vida se llena de belleza cuando una sola flor nace. Por más diminuta que sea, por más corto que es su existencia, un sólo bulbo es capaz de cambiar el mundo cuando abre sus alas.

Mami adora la sociedad, ¿sabes? Me gusta ver los fenómenos a los que se someten, la individualidad que surge de cada ser humano en su contexto. Por eso, cuando terminé mi grado y antes del posgrado, me tomé unos meses de descanso. No sabía qué deseaba hacer, así que decidí era tiempo para tachar uno de los ítemes de mi lista. Mientras tu padre realizaba su viaje de investigación a Grecia, yo decidí integrarme a un grupo de biólogos y de geólogos, amantes del montañismo, que se dirigía a Sudamérica.

Mientras ellos estudiaban, yo me dediqué a compaginar observaciones sobre su modo de actuar y sobre las personas que encontrábamos. Aprendí muchísimo en esos meses, de demasiados temas para poder expresarlo en palabras. Es la clase de viaje que sólo se puede explicar experimentándolo, algo así como las historias de amor. Nunca logras comprender por completo cuando te lo cuentan.

Algún día haremos ese viaje las dos, pero te daré un pequeño vistazo a lo que viví. He olvidado la incomodidad, las peleas, las quejas, pero recuerdo cada momento de triunfo al subir una montaña y mirar el paisaje a mis pies, los bailes y los sonidos de la lengua en cada sociedad. Tanta gente distinta que comparte raíces similares...Entre esas sociedades conocí la verdadera felicidad.

En Atacama, en especial, comprendí la secreta hermosura detrás del renacimiento.

Es el desierto más árido del mundo, al menos de aquellos nacidos por el calor. Es enorme, Wilkie, no puedo darte un tamaño exacto, pero sí te puedo decir que cubre un gran trozo de Chile. La tierra es rojiza, naranja incluso me atrevo a decir, tan seca que se pegaba a tu ropa al pedalear en la bicicleta. También nos subimos a un carro solar y la experiencia fue fantástica.

En la noche, la luna pintaba cada rincón con un pincel de plata. Casi no podías cerrar los ojos de lo grande que era, de lo cerca que se sentía. Era aterrador, de una forma que causaba placer, adrenalina.

Nos quedamos varados un tiempo en la ciudad cercana por cuestiones de salud. Un par de nuestros compañeros se enfermaron y el período de «lluvias» nos encontró todavía allí. Lo que al principio parecía una desgracia, se volvió una bendición cuando volvimos a un sector del desierto por los rumores que corrían.

Allí, Wilkie, en una tierra en la que nada podía crecer, había nacido un mar de flores. Y no te hablo de aquellas que parecen plásticas o de grandes, feos pétalos, sino de unas tan delicadas, tan brillantes, que parecían pintadas por la mano de un artista. Amarillo, blanco, rosa, rojo, azul...Colores y colores durante metros.

El perfume era atractivo, aunque el calor podía secarte en un instante. Todavía tengo algunas fotos, en especial de la historia que te quiero contar. No es una historia de amor común, pero creo que entra en lo que te gustaría. Un fenómeno de la naturaleza.

A medida que caminábamos, veíamos el contraste entre las zonas floridas y su alrededor. Los cactus palidecían de horror ante la hermosura, muchos parecían dar la espalda a los brotes. Los despreciaban, los ignoraban porque no era su zona estar allí. Las únicas flores que debían existir eran aquellas nacidas de ellos.

Claro, eso pensé hasta que vi a un cactus junto a una única flor. Creo que era una pata de guanaco; altiva, erguida por completo en el delicado tallo que sostenía la rosada cabeza de cinco pétalos. En mi vida vi otra flor tan orgullosa, tan pretenciosa.

En contraste, el cactus a su lado se inclinaba sobre ella. La protegía del inclemente sol sin rozarla siquiera con alguna de sus espinas. Me recordaba a un hombre sosteniendo la sombrilla a su novia de piel demasiado blanca para quemarse. Tras examinarlos a ambos, comprobé que el cactus también parecía dejar que la flor absorbiera agua de su cuerpo, de allí que hubiera nacido tan alejada de las demás.

Lo más tierno del asunto, al menos desde mi perspectiva, era la forma en la que ambos parecían verse frente a frente. La flor movía sus pétalos por el viento sólo para él, mientras que el cactus se mantenía firme incluso en la ventisca que nos hizo refugiarnos al mediodía. Era un amor imposible por la naturaleza y, sin embargo, allí estaba.

Me fui con una sensación dulce ese día. Además de un carrete completo de la flor y el cactus.

Al día siguiente, cuando volvimos con un guía para comprobar con detalle cada especie de flor, me dí cuenta que uno de los turistas del otro grupo había arrancado la flor y se la había dado a su pareja. La pata de guanaco no duró prendida en el bolso más de dos horas. Admito haber tomado los pétalos secos para colocarlos entre las flores. Quizás el vuelo de su color animara a alguien más en un momento de soledad.

Fue un momento muy triste. Día tras día, hasta que nos marchamos a nuestra siguiente aventura, comprobé que el cactus perdía color hasta que se volvió una masa naranja de espinas débiles. No importaba cuanta sombra colocara, cuanto tratamiento le diera según las recomendaciones de amigos, el cactus se hundió cada vez más en su soledad y, sin ser sorpresa, murió.

Lloré esa noche, lo admito. Me hizo extrañar muchísimo a tu padre. Recuerdo haberlo llamado para saber si estaba bien, si nada malo le sucedía. Lloré hasta que logró tranquilizarme de que ninguno de los dos éramos cactus o flores, que nuestra relación sería eterna. Dormí junto al teléfono esa vez, así como todas las jornadas que siguieron, para sentirme en casa.

Ya nunca acepté flores como regalo. No quiero ser la causa de la destrucción de otros amores.

La respiración de Wilkie se acompasó a los últimos tonos de la historia. Entre los brazos de su madre, el romance de los dos objetos había sido uno de los medicamentos para sus desgracias. Quizás no había escuchado el final ni tampoco entendido gran parte de los acontecimientos, pero la sensación de alegría estaba allí, cercana y familiar.

La discusión había menguado a un nivel de voz lo suficientemente bajo para que los malos pensamientos no afectaran la tranquilidad del pequeño cuarto. Sin embargo, la tensión se encontraba todavía en el aire como si las figuras siguieran en medio de la habitación.

Con el extremo cuidado de una persona experimentada en el trato de niños, Amelia deslizó el cuerpo en una postura cómoda para la parálisis de la niña. Sin detenerse un momento, acomodó el edredón después de revisar la bolsa de orine y la piel de sus piernas, zonas bajas y espalda. La falta de escaras era un alivio, pero era conveniente convencer a Sassyo para dar un paseo a la niña, aunque fuera por el mismo pasillo.

La cabeza se inflaba con mil y una preocupación, la presencia de su trabajo de grado muy lejos de cualquiera de sus pensamientos. Ella lo era todo en esos momentos, incluso en los instantes donde el cansancio amenazaba con transformarla en una sombra de ella misma. Su vida ahora era Wilkie y tenía miedo de la dependencia emocional, de que una tormenta viniera a apagar su sol para siempre.

No recordaba un día donde su carrera o matrimonio valieran tanto como cada bocanada de aire de esa criatura. Era aterrador saberse en una posición así. Ella, que se sentía orgullosa de sus logros, ahora incapaz de mantener los pies sobre el más firme de los suelos.

—¿Ya terminaron?

Los rostros en el pasillo tampoco eran de lo más alentadores. Cada uno mostraba un drama distinto. En medio de ambos, apoyado contra la pared, Bonnie ofrecía una oda a la seriedad; sus labios tan apretados que se habían teñido de blancos y su mirada en Serpiente llena de rencores.

Amelia miró a cada uno. Serpiente mantuvo su postura agachada en el suelo, en su rostro blanco la sombra de la capucha. Ringo no prestaba atención, sus manos apretadas en puños y la vena de su cuello palpitando a cada latido. Era el silencio del fuego consumiendo a la mecha antes de la explosión, era el movimiento de cola del depredador antes de saltar por su presa.

—Sí, ya hemos finalizado y nos vamos. —La voz del bailarín era como una bomba. Hasta el ruido de las respiraciones se desvanecieron cuando cruzó los brazos y se impulsó con su cadera. Erguido, frustrado, era más alto.

Ringo apartó la mirada.

—Haz lo que te dé la puta gana.

—Oh, eso vamos a hacer. —Interrumpió Serpiente, el rojo de sus ojos amenazante bajo la luz blanca.

—Chicos...

—Cállate la boca, Serpiente. Nos vamos, estoy harto de tus tonterías.

—Tsk...—El albino movió la barbilla como un chivo mascando, deslizó la lengua entre sus dientes. Su pareja no dijo nada, sólo le observó desde arriba, su barbilla algo elevada. Serpiente tragó saliva—. Bien, pero esto no se quedará así.

Con las manos en los bolsillos se puso en pie y siguió a Bonnie. Al pasar cerca de la silla de ruedas, los viejos enemigos se miraron un instante, antes de que cada uno desviara los ojos en direcciones contrarias. En el roce del aire se sentía una corriente eléctrica.

—Inadaptado infantil.

—Maldito inválido.

Bonnie soltó todo el aire de sus pulmones, mas no dijo nada. Estaban en un hospital, había niños enfermos alllí y ya Sassyo se había acercado un par de veces para pedir silencio. No podía causar más dramas.

—Nos vemos, Amelia. —Logró articular sin girar la cabeza ni detenerse. Apenas se puede mentir tanto.

La mujer asintió en su agotamiento, en la tormenta de emociones que siempre le dejaban esas peleas. El mal sabor de la boca era ya normal en sus interacciones con su esposo, por qué no agregarle también el mismo sazón a las relaciones con su cuñado.

—Seguro.

Hoy decidí actualizar un par de días antes 

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