VII.
Junto al agua, la tormenta trajo árboles caídos y calma en el vecindario. En las madrugadas de invierno, las blancas formas de las casas permanecían dormidas hasta que la luz lograba penetrar las caprichosas capas de la niebla y el frío.
Hoy no fue la excepción a la regla. La vieja casa donde había nacido Wilkie cobró vida justo cuando el primer rayo de sol iluminó los ventanales de la sala; brillaron los tapices, las portadas de los libros, incluso los restos de la cena de la noche anterior, abandonados en la mesa frente al televisor. La calefacción mantenía a raya las temperaturas tan bajas que la presencia del sol era casi un insulto.
El hombre en el sillón, envuelto entre sábanas, dejó caer la mano entre los cojines del suelo. Los cabellos negros de su cabeza cubrían parte de sus rasgos, la barba de la mañana ya visible como una sombra alrededor de la barbilla y parte del cuello. El aroma de su cuerpo no podía ser absorbido por la ventilación, crema ácida y el añejo de la cerveza pegado en cada poro de su piel. Más que un hombre, era la sombra de uno que había pasado parte de su existencia huyendo de las tinieblas.
Estaba despierto desde que el reloj marcó las seis de la mañana. Sin embargo, la llamada que le había despertado era una razón más por la cual no levantarse.
«Ringo, disculpe que lo moleste tan pronto» la voz profunda del pediatra de guardia con el cansancio en cada letra «pero ha ocurrido algo con Wilkie en la madrugada. Me gustaría hablar con ambos lo más pronto posible».
Posó el brazo derecho sobre sus ojos cerrados. La oscuridad de su piel era engañosa, una simple ilusión de sus propios desaciertos, pero no pudo evitar agradecer unos segundos más sin luz, sin la vacía esperanza de un nuevo día. Hoy más que nunca costaba siquiera respirar.
Llevaban más de un año en ese empuje y recoge, en el visitar de los médicos, en los continuos gastos en exámenes y en tratamientos. Una verdad se cocía cada día en Ringo, una realidad que esperaba nunca se volviera palpable. Sin embargo, no tenía las energías para mostrarse positivo. Más peso contenían sus miserias, más fuertes eran las debilidades que azotaban los músculos de su cuerpo.
La ola de completa desazón cosquilleó cada una de sus partículas en la búsqueda de una explosión.
Sin embargo, el puño de Ringo se cerró y golpeó uno de sus muslos. Los moretones de su propio castigo borraron el sentimiento al que se había entregado. Un segundo, un instante bastaba para perder la cabeza. Cualquier paso en falso sería devastador para su futuro.
«Estás atrasado» se dijo con la voz que le acompañaba desde la infancia. «No claudiques ante las burlas, eres tú el único obstáculo, si el mundo se rompe a tus pies, aprende a caer sin hacerte daño», se repitió una y otra vez mientras las piernas chillaban, mientras jadeaba por la lucha de su mente con su propia determinación.
«Si no hay puente, hazlo tú» gruñó al doblarse para coger el suficiente impulso de subirse a la silla.
«El dolor es pasajero, el dolor es mental» empujó con un movimiento los cojines, con todo el peso en sus palmas. Sin perder la energía, se apoyó en uno de los pasamanos, luego el cuerpo. El impacto de la silla contra su cadera llenó de blancura sus pensamientos. Apretó la boca para que el grito no se hiciera real, gotas de sudor formaron patrones en sus pantalones.
—Lo hiciste, bien, Ringo. Bien. —Hablar consigo mismo le impedía volverse loco. La conversación con otros seres vivos era importante para un ser humano, en especial a un hombre acostumbrado a tratar con cientos de personas, con las reglas de un mundo académico—. Caminarás en menos de lo que piensas.
Eran casi las ocho y media cuando al fin pudo reunir las energías para llegar al baño. Con mayor habilidad, pudo sentarse en el banquillo para retirarse la ropa con unos brazos cada día más musculosos. Sus ojos miraban con codicia las barras de aluminio instaladas a la altura del inodoro y del lavamanos. Pronto podría levantarse, siquiera poner la totalidad de sus pies en el suelo le bastaba.
La casa había sido organizada para que sus movimientos fueran más sencillos. Después de rechazar la ayuda diaria de una enfermera, Ringo había invertido parte de sus ahorros de jubilación para instalar una bañera adecuada a sus necesidades, tubos cerca de la cocina y la sala, además de ayuda para habilitar la habitación de invitados como su oficina y habitación. La rampilla en la entrada y un chico para que sacara el auto cada cierto tiempo, o lo trasladara, venían a menor precio gracias a la ayuda de la comunidad.
Después de ocuparse de sus necesidades inmediatas, ya afeitado y oliendo a la menta de su jabón preferido, se ocupó en limpiar los restos de la noche anterior. A la luz del día, con el sonido de los perros al ser paseados o la conversación de algún vecino, las imágenes oscuras de sus pensamientos eran simples tonterías.
Sin embargo, Ringo estaba consiente de su presencia y también de la debilidad de sus propias circunstancias. El monstruo que le visitaba en las noches era inteligente. Aprovechaba la soledad ante el televisor, la cena saborizada con la falta de risas infantiles. Cuando el sol estaba ausente, Ringo temblaba de miedo por las ideas que conjuraba, por los temores y las culpas que resurgían sin control.
Algunos arrepentimientos le acompañaban en la conciencia de la mañana. Entre las latas de cerveza, los restos de comida china y servilletas grasientas, fantasmas de su vida con Amelia, con Wilkie, juzgaban su nueva condición. Antes de ellas, con ellas, no existía la persona que se reflejaba en la superficie de aluminio.
Amelia.
El nombre de su esposa era como la luna al mar de sus sentimientos. Contradictorios, llenos de mares que seguían corrientes de pensamientos muy distintas. Las solas sílabas de su nombre conjuraban bellas imágenes, terroríficas pesadillas y anhelos ocultos tras el velo de la rabia. El golpe de ser traicionado cuando se está en el suelo, en uno de los momentos más difíciles de la vida de ambos, era un pecado imperdonable.
Pero, podía comprender las razones detrás de su traición: la presión de cuidar a una hija, de dejar de lado una carrera prometedora, el accidente casi fatal de una pareja, la soledad de la carga...Justificarla, por supuesto, estaba fuera de sus pensamientos. Por el momento, Wilkie y él mismo eran lo único que podían importarle de verdad.
¿Cómo podría recomenzar con Amelia, si no había nada dentro de él? ¿Cómo, cuando ella misma lo repetía una y otra vez, cuando no podía dejarlo ir ni por un segundo? Ringo debía arreglarse a sí mismo antes de reparar el vínculo con su mujer. Y aún así, cuando se repetía una y otra vez sus pensamientos, seguía intacta la emoción de verla otro nuevo día.
El amor, por supuesto, no desaparece ni por la traición más mórbida.
—Eres Perséfone y yo soy el Hades que salvaste. —Recordaba haberle dicho cuando se conocieron, allá en el lejano segundo año de sus respectivas carreras. Él, creyéndose sabio tras nombrar a todos los dioses principales del Panteón griego. Ella, curiosa por los significados de las constelaciones que veía en las noches en vela estudiando las divisiones celulares.
Los recuerdos secaron su garganta. De la cocina llevó la jarra de agua con un envase de ensalada del día anterior. Negó un poco al pasar junto a las fotos familiares. Wilkie protagonizaba casi todas ellas. La estrella de sus tinieblas.
El hombre no pudo evitar preguntarse si Érebo era resultado de sus propios estudios, de las largas horas que Wilkie había pasado en su oficina ojeando historias de los antiguos griegos. Ringo se detuvo en la puerta, ¿pero por qué no de la mitología nórdica? ¿De la tradición cristiana? La oscuridad que tanto amaba Wilkie estaba llena de dioses a los cuales dedicarle admiración. Ringo comprendía su fascinación, a él también le había gustado en sus años de juventud.
Quizás era, ahora que se detenía a reflexionar, porque Érebo era la mismísima oscuridad hecha dios. Un dios que, quizás, pudiera cumplirles un deseo.
Ringo sintió un escalofrío y levantó la mirada. Por un momento, pudo jurar que la habitación se había llenado de puntos oscuros y que, en el centro de ella, una par de ojos observaban con ojos naranjas.
A la misma hora, Amelia despertaba de una pesadilla con tumbas y lirios.
En realidad, no se podía decir que había soñado. Su mente se había fijado en el dedo meñique de Wilkie, rosa y pequeño. Sus memorias habían resurgido, de cuando ese meñique era un cuarto de su tamaño, más rojo que blanco como ahora. Luego, pasaron dos horas sin que su cuerpo lo registrara.
El sonido de un mensaje de texto entrante, de una llamada demasiado exacta para ser calculada.
El destino, a su alrededor, parecía conspirar para rendirse.
Otro mensaje entrante.
Ringo, por favor, ven.
El siguiente capítulo es super largo, ups.
Nos vemos la semana que viene.
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