Primera parte XVII.
No se había ido de la mente el episodio de la noche lluviosa, donde mariposas negras flotaban a cada paso del vehículo lleno de calores y silenciados rencores. Incluso en la habitación de hospital, el sonido de teclas recordaba a las gotas que golpeaban las ventanas en medio de esa hora fatal.
Arrepentimiento era inexacto a su propio estado mental, ni siquiera la palabra podía acercarse a la tormenta de emociones y de pensamientos distintos en la cabeza de Bonnie. A cada instante presionaba el botón para iluminar la pantalla de su teléfono, más aun al enterarse del estado de su sobrina.
Una palabra, una frase, incluso un audio cortado, cualquiera de esos detalles habrían bastado para que su mente descansara un momento. Sin embargo, al procesar una y otra vez la misma discusión desde diferentes ángulos, sus conclusiones llegaban al mismo punto: los dos se habían portado como reverendos imbéciles.
Las columnas de decenas de mensajes se acumulaban en su historial a la par de las llamadas sin responder. Las redes sociales de Serpiente seguían siendo actualizadas con frecuencia, pero sus cuentas privadas llevaba días sin recibir alguna actualización.
¿En cuál de sus tantos huecos se había metido? Tenían amigos en común, pero no deseaba soportar los regaños de alguno por ofender a su delicada pareja. Bonnie acarició su cuello, el peso sobre sus músculos permanecía sin importar cuánto se estirara. El sonido de su pie contra el suelo era continuo.
Quería dormir unos días sin preocupaciones.
—¿Aún no te responde las llamadas? —El sonido del teclado se interrumpió—. Quizás debas volver a casa unas horas. Aquí nos las arreglamos.
—Tú tranquila. Ustedes son mi prioridad en estos momentos. El idiota tendrá que responder tarde o temprano.
—No seas tan así con él, Bonnie. Tu hermano también es un cascarrabias y sabes que lo trató muy mal. —Se relamió los labios—. Fue muy considerado de su parte traerle comida a Wilkie. ¿Te he contado lo que hizo por mí?
—Te brindó comida, te dio un café y un cigarro. Ya me los has contado...
—... ¡Un cigarrillo! Llevaba tantos días sin...
—... Pero eso no quita que cruzó una línea.
—... Descansar un poco. Serpiente parece ser torpe en estas cosas, demasiado sensible para la carga de la enfermedad de Wilkie. Ringo y tú esperan demasiado de él.
—Es un adulto con problemas. Todos los tenemos. Debe madurar, superarlos y seguir adelante.
Amelia ladeó el rostro, su mirada era compasiva y en extremo cuidadosa. El hombre pensaba que esos eran los ojos de una madre al regañar a su hijo pequeño.
—Vamos, Bonnie, dale algo de espacio. En esos minutos juntos, me dí cuenta de su gran corazón.
El hombre suspiró, se venía una conversación que no deseaba tener. Irguió su cuerpo en la silla, masajeándose la frente antes de volver a suspirar y prestar atención a su cuñada.
Al otro lado de la cama de Wilkie, Amelia lo miraba atenta a sus reacciones. Seguía más muerta que viva, pero sus cabellos estaban otra vez organizados en una coleta y, sobre sus rodillas, se encontraba una laptop encendida. En el sofá, un cuaderno grueso, lleno de anotaciones y banderillas de colores había sustituido a las pastillas para dormir.
—¿Cómo va tu tesis? Seguro Wilkie se muere por saber cuáles son las conclusiones de tus análisis.
Amelia estiró su mano a uno de los brazos de su hija, dándole un par de palmadas.
—Debe ser un poco más paciente. Debe mejorarse pronto para escuchar mis tonterías. —Nada en el cuerpo reaccionó a la voz femenina. Sin embargo, ella continuó hablando—. Wilkie es muy inteligente, Bonifacio. Todas las cosas que sabe y lo que dice, es increíble.
—Ringo y tú la usan como público para sus trabajos, no me extraña que haya absorbido tanta información. Es una niña normal con padres extraños.
—¡Qué va! Es mi pequeña genio... —La mujer rió, sus dedos sin dejar de acariciar la extremidad de la niña—. Aunque no soy una juez neutra, creo que todos los padres piensan eso de sus hijos.
—Sólo no pongan mucha presión en ella, eh. —Bufó mientras negaba— No es malo creer que los niños son listos, pero sí lo es someterlos a estándares demasiado altos.
—Conoces a Wilkie, hará lo que desee, aunque nosotros se lo prohibamos.
A su pesar, ambos sonrieron a la criatura en la cama. Uno con un dejo de esperanza, el otro con un deseo inconfesable en su corazón.
Los labios del bailarín flaquearon. No importaba las veces que la viera así, era imposible acostumbrarse a la presencia de tubos en su boca y nariz, a los electrodos pegados a su piel para vigilar ritmo cardíaco, actividad cerebral y otro montón de aspectos que no podía ni empezar a imaginar.
«Si despierta sin ningún tipo de secuelas, será un milagro», había dicho el médico cuando salieron los tres al pasillo. Sin el menor tipo de tacto ni cuidado por los resultados de la bomba que soltaba, la lista de posibles afecciones fue destripada en cada fase de preguntas y respuestas. El silencio de los tres adultos sería algo que Bonnie nunca olvidaría.
Sin embargo, mientras él se sentía cada vez más vacío, Ringo y Amelia sufrieron una transformación imposible de prevenir.
El primero se concentraba cada vez más en su propia terapia, en contarle a Wilkie los progresos que iba haciendo cada día, así como en recitar de nuevo los viejos clásicos de su infancia con energías renovadas. Durante todo el proceso tras su accidente, era la primera vez que su hermano lo veía sonreír como antes.
En cambio, Amelia se había arrojado otra vez sobre los libros para completar su tesis. Noches sin dormir ahora eran sinónimo de continuos golpes a su máquina, lecturas a enormes y complejos tomos, así como hablar a la niña en la cama sobre teorías y conclusiones.
Sin descanso, sin parar, como si se estuvieran preparando para el regreso de Wilkie a sus vidas. Darle ánimos a ella a través de sus propios esfuerzos en vivir.
Bonnie parpadeó, ¿qué estaba haciendo él, en cambio? Se levantó de la silla como un resorte. Tomó la chaqueta del respaldo casi sin pensarlo.
—Amelia.
—¿Hmm? —La mujer no levantó la mirada de la pantalla.
—¿Creen poder cuidar a Wilkie unos días sin mí? Tengo que... —Su voz se perdió en el impulso de energía repentino.
Amelia sonrió, sus ojos brillantes por el reflejo del documento.
—Sassyo siempre está aquí en las noches, lo sabes bien. Anda.
Bonnie asintió, sonriendo de lado antes de terminar de ajustarse la ropa y correr fuera de la sala.
A la salida de su cuñado, las imágenes de sus sueños volvieron a aparecer frente a ella. En la cama donde dormía Wilkie, la suspensión de sus peores pesadillas se hallaba todavía entre las posibilidades.
Entre los libros de la cama, llamó su atención aquel que pertenecía a una clase distinta. Envuelto en papel de seda, descansando en medio de una caja sin tapa, un álbum de fotografía la llamaba con sus remembranzas de días en los que todavía se podían perdonar los errores. Sin embargo, la tentación de tomarlo y contarle de nuevo a Wilkie todas sus aventuras junto a su padre, de los recorridos de la boda y todos los amigos ya olvidados, volvió a concentrarse en la pantalla.
El tecleado se reanudó pese a que, en una parte de su mente, el rostro de su esposo seguía presente en medio de las flores de los tocados y el aroma añejo de la pequeña capilla del vecindario. Redactaba los acercamientos a utilizar en su investigación, mientras que su colonia flotaba en el aire de sus recuerdos.
Aunque cada día había menos espacio para ella y su relación con Ringo, cada vez se sentía más cercana a él. Conversaban sobre el futuro, por primera vez en muchos meses. Sobre sus trabajos, sobre la recuperación de su movilidad. De acuerdo tácito, ambos comprendían el fin antes de que se acercara y, pese a todo, se negaban a expresarlo en voz alta cuando Wilkie se encontraba a tan pocos metros, quizás escuchando desde una parte de su mente.
—Tomemos un café en el comedor. —Fue el ofrecimiento de Ringo en esa mañana, su cabello húmedo por el baño tras la terapia—. Necesitamos conversar sobre unos asuntos.
—En tres días. Dame tres días para terminar de arreglar el marco teórico de mi tesis. —Había contestado ella, el nudo en su garganta mientras las ganas de tomar pastillas para calmarse crecían por los momentos.
—¿Prometido? —Los dedos de su esposo, una vez delgados y suaves, contenían una fuerza producto de solo utilizar sus brazos para moverse.
—Sí. Prometido. —Entre sus manos, Amelia comenzó a tener esperanza de no perderlo por completo.
Esperaba que el fuego de la emoción sobreviviera las tres noches.
Wilkie dormía, ajena a los acontecimientos. Érebo, en cambio, no perdía visión de ningún detalle.
En las primeras horas del día de la fecha límite entre Ringo y Amelia, una llamada entre dos hombres marcó también el tiempo final en otra relación. Al tercer timbre, la persona al otro lado de la línea saludó con una pregunta.
—¿Ochenta y dos horas te parece suficiente para llamarme? —El tono desganado de siempre estaba ausente de su voz. Furia, dolor, quizás algún detalle de miedo—. Serpiente se pudo haber muerto en estos días y te habríamos...
—Mira. —cortó la otra voz—. Cuando Serpiente y yo nos peleamos, siempre pasan estos dramas. Se va, lo busco, nos disculpamos y volvemos a estar en paz. Está a un paso de ser una relación tóxica de las clásicas.
—Bonnie, puedo entender perfectamente que tu relación es una mierda, pero sabes lo delicado que es Serpiente cuando se siente presionado...
—¡No me des discursos, Pin! ¡Sé como se pone! ¡Sé que se encierra, deja de comer y solo dibuja todo el día! —De haber sido un teléfono barato, lo habría roto por la fuerza de su agarre—. ¡Sé que tiene pesadillas y se olvida de tomar sus pastillas! ¡Y fuma, fuma hasta que se asfixia, hasta que no puede más!
Elevó una mano, para bajarla sin energías contra el asiento del pasajero. La ola de lava en su estómago causaba más debilidades que energía a sus impulsos. Quizás también fuera la pesadez en sus párpados, el extrañar las cobijas tras casi cuatro días sin un verdadero descanso. El silencio de la línea era como un juez más, un testigo extra que se burlaba de su incapacidad de llevar toda la situación a buen término.
—¿Qué lugares te faltan por buscar? —La calma todavía no había vuelto a las palabras de su amigo, pero podía imaginarlo en una postura más abierta a la conversación.
—El almacén principal y la guarida de la costa. —El bailarín soltó un bostezo. A través de las ventanas bajadas, el viento traía al vehículo el aroma a sal junto al grito de las gaviotas—. Contacté a sus clientes usuales, quienes me dijeron que sigue trabajando con normalidad. El poli de vigilancia provisional dijo que asistió a su cita semanal y no ha dejado el área. No está en casa ni con sus amigos. Ya que me llamas, supongo que contigo tampoco.
—Vas bien, entonces. —Una pausa, un crujido en la línea. Bonnie lo imaginó cruzando las piernas—. ¿A dónde irás primero?
—Bueno, el almacén principal está más cerca. —Cambió el teléfono de mano, sus dedos libres se deslizaron a la guantera. Tanteó la superficie hasta sentir el roce del estuche de cuero—. Pasaré por allí. Si no está, me pondré en camino a la playa. Lo único seguro es que llegaré en la noche.
—¿Y luego?
Dejó caer el estuche en la mochila de tiras negras y rojas, antes de deslizar el brazo en una de las agarraderas y abrir la puerta. Cerró con el teléfono en el hombro, cubriéndose del sol con el brazo. El calor era más tibio, pero contra el frío de la temporada parecía estar en un horno cada vez que alguno de los rayos lo rozaba.
—¿Luego qué? —El estacionamiento estaba casi pelado, salvo por otro vehículo justo frente a los almacenes; la pintura llena de conchas, los vidrios sucios y las hierbas naranjas creciendo a su alrededor lo volvían parte del mismo retrato de decadencia—. Hablo con él para que deje de portarse como un niño y me acompañe. Es parte de una familia ahora, joder.
El bufido del otro lado de la línea lo hizo fruncir el ceño. Detuvo sus pasos junto al cartel de anuncios lleno de papeles amarillentos. Sus ojos se desviaron a la estructura gris de los edificios, las puertas corredizas llenas de herrumbre y de grafitis.
—¿Qué te parece gracioso?
—Tú. —En su voz no había espacio a regaños, solo la seda de frases largo tiempo reflexionadas—. Ese día en las duchas, de verdad pensé que tu preocupación nacía de tu sobrina o la relación cada vez más seria con Serpiente, pero... Me doy cuenta que no es tanto así. La verdad, no recordaba haberte visto alguna vez con esa expresión.
—¿Qué carajo quieres decirme?
—Estás asustado, Bonnie. —Tosió—. Es el mismo miedo que experimentas antes de cada presentación, donde te pones irritante y cada detalle te molesta. También estás triste, amigo, porque no sabes como afrontar la enfermedad de tu sobrina ni los sentimientos que nacen dentro de ti. ¿Estoy equivocado?
Bonnie se mantuvo en silencio la distancia del estacionamiento a su destino. En sus ojos se reflejaban los números de las secciones en el laberinto de puertas. Su respiración era lo único que indicaba su presencia en la línea, presurosa, poco profunda. Las telarañas de las esquinas lo saludaron, las ratas huyeron ante su presencia.
Los pasos del hombre se detuvieron justo a la altura de la puerta con un gran número 120 en letras negras.
—Te envío un mensaje cuando localice a Serpiente —susurró para aliviar la preocupación que percibía en el otro. Apretó el botón rojo de la pantalla y acercó el aparato al pecho, sus dedos cerrados con firmeza, su corazón intentando volver a una mínima estabilidad.
Dejó caer la mochila. El golpe contra el suelo viajó por los pasillos vacíos. Un escalofrío despertó de nuevo su sentido de supervivencia. Dejó de moverse.
Negó. Sólo había un par de personas en esa zona, al menos por el momento. No tenía necesidad de crear películas, ya demasiados rollos llevaba en la vida. Del bolsillo de su chaqueta extrajo un llavero con múltiples llaves. El policía se las había prestado con la condición de devolverlas en cuanto encontrara a Serpiente.
Sin más preámbulo, suspiró al introducir la llave en la cerradura. Giró la llave.
Adentro, el almacén había sido acondicionado de tal manera que una persona podía habitar allí por cortos períodos de tiempo. Una cama estrecha, bolsas de ropa, cigarros y envoltorios de comida, así como un escritorio lleno de pinturas, folios y hojas blancas. El aire acondicionado hacía más ruido que su trabajo. En cuanto cerró la puerta, también se quitó la chaqueta y los zapatos para no asfixiarse.
Entre las cobijas, uno de los bultos se movió y la forma de unos cabellos blancos recortaron la penumbra. Por un instante, un rostro de ojos rojos se iluminó por una diminuta pantalla.
Según sus conocimientos, esa playa se había popularizado entre la comunidad gay de la ciudad y, cuando la empresa de los almacenes quebró, se apropiaron del sitio. Dos o tres almacenes servían para habitaciones de paso, sitios de intercambio de drogas, prostitución, encuentros casuales. Bonnie había escuchado hasta de fiestas nocturnas y bares de corta duración, pero nunca había estado demasiado tiempo allí.
Rumores oscuros también corrían sobre el uso de algunas habitaciones, allá perdidas en la zona más alejada de la entrada principal, donde el rumor de la civilización se hacía cada vez más lejano y el sol no encontraba cabida entre las sombras.
—Pin dijo que no llegarías hasta la noche.
Actualizaciones diarias de hoy al domingo.
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