IX.

La necesidad de huir de la luz era uno de los mayores factores en su cambio de costumbre. Más bien, en sus únicas costumbres. También era el principal determinante en las muchas horas en soledad de la madrugada, cuando el resto de los habitantes de ese lado de la Tierra caían rendidos.

Incluso las buenas intenciones de Bonnie no podían ir más allá de la presencia del amo del sueño. A la una de la mañana caía rendido en la cama de ambos, su piel oscura en contraste con su mano blanca acariciando su espalda como un "buenas noches".

En esos momentos, la compañía de sus pastillas de colores eran las más adecuadas. Aliviaban la presencia del espectro de la diferencia, de las propias culpas que su mente no podía evitar echarse. Entre el crujir de las pastillas en su boca, no quedaba más que la dulce mescolanza de calores y fríos en la forma de sabores ácidos. Perfectas para los momentos de estrés, seguras en el empaque de sus lápices favoritos.

En cuanto dio un paso fuera del vehículo, la primera gota de lluvia cayó.

Los rayos del sol eran la memoria de un día antiguo. El poco calor del día se desvanecía en medio de un torrente de agua. Pronto se empapó la capucha que cubría la cara blanca como la fachada del hospital. Sin embargo, la figura no parecía molesta por la idea de mojarse. Su movimiento era pausado y parejo, tranquilo en el trabajo de cruzar la inmensidad del estacionamiento.

Por supuesto, era un decir ilusorio. Al igual que muchas ciudades del Ducado de Borginhugsun, los espacios estaban definidos de antemano para edificios específicos. PonsTerra no era la excepción. Aunque se le consideraba la capital de medicina del país, los estacionamientos estaban conformados por terrenos adquiridos en las adyacencias de los hospitales y siempre había problemas de espacio.

Serpiente no tenía problemas para recordar cuando esa grava y pintura todavía eran tierra. Los tiempos de su primera juventud siempre eran bienvenidos en su mente, las memorias volvían los pasos menos solitarios, los fantasmas de las luces blancas volviéndose lejanos y ajenos.

Al ocultar su manos de la constante lluvia, dobló el índice que le faltaba. La sensación de dolor le hizo detener sus pasos porque comprendía bien la ausencia de uno de sus miembros. Su mente jugaba con él aún en esos días de lluvia o en las noches de mayor calor, los momentos donde sus pensamientos solían alejarse del diseño para sitios más oscuros.

Igual a un pianista de repente ciego, la creación había evolucionado con su discapacidad. Ya nunca más volvería a pintar con su verdadera naturaleza, su mano izquierda inútil para los designios del arte. Incluso tras adaptarse a la voz de su mano derecha, no era difícil para él notar las diferencias en la esencia, en los trazos, incluso en los mensajes de sus obras. Allí donde antes había explosión de vida, ahora solo quedaba la decadencia.

Subió la rampilla junto a la escalera para entrar al halo de luz del interior del hospital, sus manos hicieron caer la capucha sobre sus hombros. Evitó mirar a los enfermeros o personas que entraban por las puertas. Su rostro, su piel, todo ello causaba las mismas reacciones en cualquiera. La energía que conservaba estaba enfocada en el próximo encuentro, en las verdades que tendrían que sacar a la luz tras cinco años evitando agitar demasiado el panal de abejas.

Ringo.

La palabra conjuraba la amargura de la medicina y el aroma a carne quemada. Era dolor y curiosidad, traición y amistad. Cerró los ojos lo suficiente para poder retornar la respiración normal. En el reflejo del vidrio de las puertas, la figura de un hombre diez años mayor le respondió la mirada.

Volvió a cerrar sus ojos, el cuerpo encorvado, la frente perlada de sudor. Ya no sentía el frío de los cantares de los dioses. Baco estaba muy lejos de ese lugar, Perséfone huía ante los recuerdos de su cautiverio. Hades, Osiris, Mictlantecuhtli, Morrigan, Yum Kimil eran los reyes allí, los amos de las almas que morían entre las paredes de la enfermedad y de la esperanza.

Entre las ramas de los árboles cercanos, el ulular del viento parecía susurrar los acontecimientos del pasado. La lava en sus venas despertándose con el ardor del día en que levantó su mano a la luz de las lámparas y contó solo cuatro dedos. Sin saber la razón, un escalofrío recorrió su mente. La escena del barro y la habitación sin lámpara podía esperar.

—Tánatos...—Escapó de su boca al volver la imagen dibujada a su memoria. Abrió de nuevo los ojos y dudó al comprender quien era el reflejo del vidrio. Érebo era el nombre que le había dado Wilkie a lo que veía, ¿pero por qué Érebo saldría de las sombras, cuando su papel era otro? Coincidencia o no, el corazón le latía en la garganta y los ojos naranja impresos en el vidrio parecían hacer una pregunta.

¿Tú también puedes verme?

Se alejó unos pasos, su cuerpo casi trastabillando en las escaleras. Soltó jadeos que cantaban como silbidos, el frío envolviéndole como una manta. Elevó la mirada al edificio, sus ojos buscaron hasta detenerse en una de las ventanas aún encendidas. Sin saber cómo, supo que allí se encontraba Wilkie y en esa habitación, si es que no se estaba volviendo loco, no estaba precisamente un espíritu benéfico.

Se abrazó a sí mismo y se apoyó en la baranda, su valor destruido ante la idea de volverse a enfrentar a una situación con un cadáver. El efecto de las pastillas estaba haciéndole mucho mal. Incluso el estómago le dolía. Dio un par de pasos para deslizarse de vuelta a casa, aunque fuera un riesgo alto no visitar a Bonnie por segundo día seguido.

La puerta se deslizó para dejar salir una figura.

—¿Serpiente? —La misma voz de hacía cinco años le trajo de nuevo a la vida, su cuerpo se paralizó con los ojos abiertos. Con un esfuerzo supremo, levantó la mirada a la mujer de vaqueros desteñidos y una cajetilla de cigarrillos en la mano.

—Amelia.

La chispa de la juventud se había desvanecido del rostro ajeno. Bolsas de desvelo bajo sus ojos, marcas de arrugas prematuras en las zonas de preocupación y la tristeza. El cabello desparramado en una coleta de caballo mal hecha, media zona de la cabellera suelta como si un rayo hubiera estallado en ellos. Sin embargo, Serpiente la encontró cálida, lo suficiente amable para no rendirse al impulso de escapar.

Sin hablar, se acercó a rodear el cuerpo ajeno con un abrazo necesitado por ambos. Ninguno produjo sonido alguno, la calidez de ambos fundiéndose un instante en el peso de sus respectivas vidas. No había espacio para caprichos ni preguntas incómodas, tampoco para la presencia de Wilkie sobre ellos. En ese instante eran sólo dos adultos perdidos en medio de preguntas sin respuestas.

Serpiente encendió dos cigarrillos antes de descansar otra vez contra la barandilla. En el silencio de su conversación, las caladas eran el único signo de mutua compañía. Cuando se compartía una comida, una bebida, incluso el mismo humo de sus pulmones, se podían decir más verdades que con cientos de oraciones.

—¿Es tan grave? —La voz ronca de Serpiente cortaba el ruido de la lluvia sin problema. Su presencia imponía por igual a la naturaleza y los hombres.

—No responde al tratamiento actual. —Con una personalidad acostumbrada a adaptarse a los demás, la voz de Amelia se fundía con la luz de las farolas, con el agua del cielo y con el fuego de cada calada—. Mañana van a intentar con otro. Si en cuatro días no ven cambios, la dejarán volver a casa.

Serpiente elevó los ojos a la ventana. Todavía estaba encendida. El dolor de estómago seguía allí, mas su visión se había estabilizado y el presentimiento que alguien le seguía también había desaparecido.

—¿Tenemos permiso para toda la noche?

—Bonnie entregó tu informe médico, puedes entrar cuando lo desees. Las ventajas de poder morirte con quemaduras de tercer grado por el sol, suspongo.

Amelia le miró de reojo, el perfil blanco brillaba en la oscuridad.

—Hay un McDonalds cerca. —Arrojó el cigarrillo en el jardín a su espalda—. Apuesto a que llevas meses sin comer comida chatarra de forma apropiada. ¿Qué te parece comprar algo para todos? Yo invito.

La madre miró la ventana. Serpiente estaba seguro que era la misma.

—Ya que. Necesito salir del hospital aunque sea unos minutos. Tengo el aroma hasta debajo de la piel.—Tomó el brazo de Serpiente, sus ojos fijos en la figura de sus rasgos—. Y creo que estás colocado, así que necesitas algo de café.

Una sonrisa de perro se formó en el rostro masculino.

—Debo tener un aliento a muerto.

En la habitación iluminada, dos almas aguardaban.

—¿Por qué crees se tarda tanto?

Sin necesidad de voltearse, Bonnie miró la figura de silla de ruedas. En el vidrio de la ventana, el reflejo venía acompañado de los colores de las lámparas y las luces del exterior. Eran explosiones de colores en medio de la oscuridad. Vida cercana a muerte, paralela a ella, siempre presentes una en la mano de la otra.

—No lo sé. —Encogió los hombros—. Serpiente tiene sus noches, como cualquier otra persona. Quizás decidió no venir.

—¿Eso te aliviaría?

—Quizás. Una pelea entre ustedes dos es lo que menos necesitan mis nervios en estos momentos. —Bonnie apenas ladeó la cabeza para arrojar una mirada al hombre en la silla de ruedas.

Ringo frunció el ceño, la espalda de su hermano estaba encorvada en una actitud inusual en él. Acarició la punta de cuero de sus reposabrazos, la punta de su lengua entre sus dientes. Sin Wilkie en la habitación, era como estar dentro de una cámara contra el pasado y los errores cometidos. El silencio entre ambos no se debía al desconocimiento entre dos desconocidos, sino a la brecha abierta por los desencuentros de sus propias opiniones.

Hizo girar las ruedas hasta quedar frente a los tesoros de Wilkie. Era desagradable el efecto de las luces sobre los objetos de la niña, la manera en la que palidecía los colores más inocentes en una forma muerta de sí mismos. La caja de pinturas y dibujos, las colchas de colores vivos, incluso el libro de cuentos favorito de la niña, todo ello se volvía algo estático lejos de lo que era Wilkie.

Pasos resonaron a su espalda, la sombra de Bonnie sobre su hombro.

Érebo se enamoró de la primavera. Curioso libro que tiene ella aquí, pareciera que tú se lo hubieras escrito. —Atento al pasar a las páginas, su atención parecía encontrarse en señales de alteración o mensajes oscuros. La ausencia de ellos parecía desconcertarle más que cualquier cosa.

—Se lo trajo uno de los enfermeros. —El padre suspiró. El título enseguida había llamado la atención de la niña, aunque poco tuviera que ver con la mitología alrededor del personaje—. Es una simple historia de amor. Cuando ella esté mejor con gusto te la leerá. Tiene voces para todos.

Una risa escapó del hombre de piel negra.

—Haz vuelto loca a esa niña. En vez de princesa, quiere ser una valquiria. Le tiene más miedo a la llorona que a los duendes y sueña con reyes de las tinieblas, en vez de ángeles. —Su tono, pese a todo, parecía más lleno de la nostalgia de alguna divagación tierna—. Por eso habla tan raro.

Ringo cerró el libro antes de posarlo con cuidado en medio de las almohadas, justo donde lo había encontrado. El dibujo de Érebo era amenazante en la portada, aunque el retoño entre sus manos no parecía correr el menor peligro. Si había una imagen que pudiera retratar la debilidad de un espíritu fuerte hacia el amor, era esa sin dudas.

Quizás por eso Wilkie había llamado «Érebo» a su esperanza.

—Contarle historias mitológicas o leyendas me parecía más interesante que hablar sobre la Sirenita o de Alicia y su país lleno de maravillas. —Una de sus ruedas gruñó al acomodarse en dirección a la ventana—. Menos las versiones de fantasía ideal que venden al mercado comercial.

—Wilkie es una niña inocente, quizás le haría bien escuchar alguna historia de verdadero amor de vez en cuando. —Los pasos pesados de las botas siguieron el gruñido de la silla de ruedas—. Todavía conservo algunas películas del viejo reproductor de cintas. ¿Quieres que las traiga?

Ringo apretó los labios. No le agradaba la idea de que su hija fuera expuesta a las versiones comerciales de las leyendas de sus años de estudio, pero era un regalo y esfuerzo por parte de un tío al que no veía desde el inicio de su enfermedad.

—Va...le. —Una especie de sonrisa torcida se formó en sus labios.

Bonnie levantó los brazos.

—No explotaste en miles de trozos. Estamos avanzando. —Bonnie posó una mano en los hombros de su hermano, quien apenas elevó la mirada con las cejas alzadas en un sentimiento de profunda sorpresa. La calidez de esa mano era conocida, más no recordaba lo mucho que podía llegar a extrañarla.

El bailarín parpadeó, sus ojos caídos al notar la delgadez de un cuerpo otrora lleno de la energía de la juventud.

Ringo tosió, apartó la mirada a un lado y se sumió en sus propias cavilaciones. Los mitos, las leyendas, incluso las historias tenían una manera de readaptarse a su tiempo. Cada uno de los cuentos tenía su razón de ser, cada dios antiguo su propia explicación en la naturalidad. Incluso una versión negativa y comercial podía guardar mensajes para los niños del mundo, para que Wilkie pudiera aprender a ver la vida a través de otros ojos.

En su corazón se admitió que, quizás, había querido llenar a su hija de versiones puras para que comprendiera la maldad humana incluso en su inocencia.

—Desearía haber sido mejor padre para ella, Bonnie. —Posó una mano sobre los dedos que se aferraban a sus hombros. Ignoró el temblor de su voz—. Es súper fácil actuar con fuerza frente a Amelia, pero la verdad es que no estoy listo para...

—Wilkie saldrá de esta. Responderá al tratamiento. —No había espacio a dudas en la afirmación—. Mírate. Todos pensaron que la sensibilidad no volvería y aquí estás. En un par de semanas podrás levantarte con ayuda de las barras. Ella puede más porque es tu hija y de Amelia.

La visión se volvió acuosa unos segundos para Ringo, quien se sorbió la nariz y asintió. Volvió a aferrar la mano que se apartó de él unos momentos. Ignoró la humedad de las uñas.

Esta vez, sus palabras no le traicionaron.

—Sí, debo tener esperanzas para Wilkie. Es una joven maravillosa, una niña espectacular. —Quizás si se lo repetía mil veces en la cabeza pudiera creerlo. El amor de Amelia le parecía más posible que la vida de su hija, quizás porque la segunda podía apagarse tan rápido que el llanto se le secaría en la garganta antes de poder asimilarlo.

Las noticias que el médico les había dado eran las peores. Un cuadro de continúa desmejora, un cuerpo que empezaba a colapsar sobre sí mismo. Los nervios eran heridos por las fuerzas necesarias para protegerlos. El primero de varios ataques, ya que la capa de protección se hallaba casi por completo destruida. Poca recepción a los medicamentos, la nula remisión de los síntomas ya adquiridos.

Podría quedarse dormida y nunca despertar. Hay que estar preparados para cualquier escenario.

Sólo un milagro podría salvarla.

El calor de su cuerpo aumentó al sentir el agarre de unos brazos flexibles. Con un rostro parecido al dibujo de Wilkie, se encontró sujeto por un abrazo fraternal. Sin decir palabras, dio un par de palmadas en los antebrazos. Una sonrisa sincera apenas asomó sus facciones. No recordaba la última vez que había sonreído por algo, así que sintió el movimiento irreal y ajeno.

—Estás vuelto mierda, hermano. Sin mí de verdad te va mal. —Besó su frente, las pieles de ambos haciendo tanto contraste como el primer día en que llegó del orfanato y Ringo sujetó su mano para que no tuviera pesadillas.

Soltó un suspiro como si hubiera aguantado la respiración varias décadas.

—¿Y eso qué?

—Tenía miedo de que te pelearas con Serpiente, pero parece que el sufrimiento te ha hecho madurar.

Ringo suspiró. Ojalá no hubiera sido en esas circunstancias.

Lamento la tardanza. La verdad es que tuve que agregar capítulos extras a mi esquema al hacer esta obra, de allí mi lentitud. Este fin de semana debería estar saliendo el capítulo once, así que me estoy poniendo al día para no arruinar eso :D 

Por el momento, muchas gracias por estar leyendo esa novela corta. Significa mucho para mí. ¿Cuáles son sus teorías? ¿Sus personajes preferidos? 

Un beso.

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