Epílogo: «El circulo está ahora completo.»

La princesa Dagmar Arrowflare había regresado a casa con las manos vacías; sin la corona, faltando a su promesa, y sin el corazón de su amado, que había resultado, contra todo pronóstico, ser el joven Gabriel Atwater.

Cuando cruzó el umbral, lo hizo sobrecogida por la emoción; la casa parecía distinta, más grande y luminosa. Nana la esperaba con una sonrisa cálida y fue, rápidamente, a recibirla con un abrazo cariñoso. Aunque Dagmar se sintiera derrotada, Nana, se sentía orgullosa de la princesa.

—Estoy bien, Nana... —mintió Dagmar. Esa era una vieja costumbre que aún le costaría un tiempo desechar.

Aunque a su sirvienta, no se le pasaba ni una y por ello la abrazó aún más fuerte. Dagmar no se quejó del cariño que recibía; el concurso le había ablandado el corazón.

De la planta superior, se escucharon pisadas apresuradas; por la escalera, no tardó en descender, a toda prisa, el hermano menor de la princesa.

—¡Dagmar! —exclamó emocionado.

Dominic corrió por los últimos escalones y cogiendo impulso, se abalanzó sobre su hermana mayor; Dagmar, sorprendida, tuvo que tirar sus pertenencias al suelo para cogerlo al vuelo. El joven de diez años se echó a reír a carcajadas mientras se apartaba los rizos dorados que le caían en la cara.

—Te he echado de menos —sonrió ella. Dagmar estaba asombrada; Dominic parecía distinto, menos niño, incluso más alto.

Había tantas cosas distintas... Empezando por ella misma. Ahora, tenía la oportunidad de empezar de cero, aunque no pudiera enmendar todos los errores que había cometido en un pasado.

—¿Mamá no va a regresar? —preguntó el jovencito, volviendo al suelo.

Dagmar negó con la cabeza. Gracias a la obsesión de Rosella con la corona, Dominic había sido criado por su padre y por la sirvienta, lejos de la influencia de su madre, que no se esforzaba por prestarle atención. Todo, por el simple hecho de ser varón. Y lo bueno de su hermanito, era que, a diferencia de ella, jamás había intentado mendigar el amor de la malvada madre. Simplemente, se había conformado con el cariño de su padre. Sin duda, él sí que había heredado su carácter.

—A partir de ahora, tendré más tiempo para jugar contigo —le prometió Dagmar.

Las palabras de la princesa hicieron feliz a su hermano menor, que siempre le demandaba pasar más tiempo con él. Cosa, que la princesa hacía, siempre que pudiera escapar de las garras de Rosella. Con Dominic, había sido con la única persona con la que siempre se había mostrado vulnerable y cariñosa. Lo amaba con locura.

—¿Sabes? He aprendido un juego nuevo... —sonrió la princesa.

A Dominic se le iluminaron los ojos.

Y fue exactamente a ello, a lo que jugaron durante el mes siguiente. Ambos habían descubierto su nuevo juego favorito.

Un mes había pasado desde su regreso. La reina Flora había rogado a su marido para que no encarcelaran a su hermana y finalmente, se había anunciado que la princesa Rosella quedaba exiliada del reino de Sol. A su vez, los cargos en contra del padre y del tío de Gabriel habían sido desestimados; ambos hombres habían recuperado su libertad y habían sido recompensados con títulos y tierras.

Nada se sabía de su joven amado, recién nombrado duque Gabriel Atwater. Dagmar no dejaba de soñar cada noche con sus labios y se desvelaba de madrugada, sintiendo el corazón pesado y el alma rota. Se había sentido tentada, de buscarlo, más de una vez; la princesa había escrito varias cartas que nunca fueron enviadas y que descansaban en el cajón de su mesita de noche, empapadas de lágrimas y cubiertas de polvo. Ante todo, quería respetar su decisión, aun si significaba desaparecer por completo. Además, no albergaba esperanzas de que Gabriel pudiera perdonarla.

Había seguido con su correspondencia con Lilibeth, que había acabado comprometida con el príncipe Maximiliano. Ambas jóvenes compartían al menos una carta semanal, donde la bruja le contaba como iban los preparativos y Dagmar bromeaba con regresar para reclamar la corona y al príncipe.

Este, le había hecho llegar el huevo Elmaris a casa, como regalo de despedida. Aunque a la princesa aún le preocupaba que eclosionara con un monstruo, lo aceptó de buen grado y siguió manteniéndolo caliente; se había vuelto una costumbre cuidar de este. Además, le recordaba a Gabriel.

Pero después de un mes, el huevo parecía intacto. Tanto, que a veces se le olvidaba que aún lo tenía.

—Señorita, tiene usted una visita —anunció Nana, sacándola de sus pensamientos.

Dagmar ni siquiera levantó la vista de su lectura. Estaba enfrascada en una novela romántica. Había descubierto que, aunque brevemente, a través de los libros podía experimentar aquello que sus propias acciones le habían terminado por privar.

—Si es un pretendiente, mándalo de regreso por donde ha venido —murmuró la princesa. No le interesaba casarse con ningún donjuán; había decidido seguir soltera el resto de su vida.

Aquello hizo que su sirvienta se riera; aunque la princesa había cambiado y salido de la oscuridad, seguía teniendo las mismas ocurrencias.

—Es un joven duque, alto, fuerte, moreno y de ojos cálidos —comentó picarona, Nana.

—Como si es un rey... —murmuró Dagmar en respuesta.

Nana carraspeó y tras pedirle que levantase la vista, añadió:

—Creo que ya se conocen —le indicó con una ceja alzada.

Aunque creía no albergar esperanzas, a Dagmar se le resbaló el libro de las manos. Tras unos segundos en los que ni siquiera respiró, se levantó ante la intensa mirada de la sirvienta y corrió hasta el piso de abajo con el corazón en un puño. No creía que fuera posible, pero deseaba que lo fuera; estaba dispuesta a llevarse otra decepción si no se trataba de él.

Al descender la escalera, se quedó sin aliento. No sabía si estaba soñando o lo que veía era real.

—Gabriel... —balbuceó.

El joven aguardaba en la entrada, ataviado sin el usual uniforme azul y dorado; en su lugar, vestía un elegante traje de color negro, con un pañuelo verde anudado al cuello y el cabello perfectamente peinado hacia un lado, como todo un caballero. ¿Era un sueño? La princesa seguía dudando.

Cuando sus ojos se encontraron, ambos enmudecieron; todo lo que pudieron hacer fue observarse en completo silencio.

—¿Les traigo un poco de té? —ofreció la sirvienta, rompiendo aquel momento.

Dagmar, que se había quedado a medio camino, reanudó su paso bajando las escaleras que le quedaban y sin apartar los ojos del joven, desestimó el ofrecimiento de la sirvienta.

—Princesa —pronunció él.

Dagmar se pellizcó, y no una, sino hasta tres veces. No podía creer lo que veían sus ojos e incluso empezó a sentirse mareada.

—¿Estoy soñando? —pensó ella en voz alta. Y se pellizcó por cuarta vez.

Gabriel alargó el brazo y detuvo sus dedos de hacerlo por quinta vez. La calidez del contacto hizo que un escalofrío recorriera a la princesa por completo; un remolino de sentimientos se formó en la boca de su estómago.

—No entiendo qué hace aquí... —balbuceó ella, incrédula.

¿Había vuelto para regodearse? ¿Para devolverle el daño que ella le había causado? Gabriel no apartaba su mirada de ella, completamente serio. Pero si fuera así, iba a aceptar su penitencia.

Aunque viniera a humillarla, solo por verle, aguantaría lo que fuera.

Sin embargo, el propósito de su visita seguía siendo un misterio. Al menos, hasta que dio un paso enfrente y sin cambiar su expresión, empezó a hablar:

—Vi cómo le ponía la zancadilla a Marian Grimar —confesó de repente el joven. La princesa se puso nerviosa al instante, creyendo que, efectivamente, iba a echarle en cara todas sus maldades—. También la vi tirar un huevo por la ventana, regodearse con el pañuelo del príncipe, atrancar la puerta de la bruja, ofenderla por lo bajo... Incluso la ayudé a colarse en su dormitorio.

La princesa se quedó sorprendida. Dagmar no sospechaba que Gabriel era sabedor todas sus fechorías durante el concurso real.

—Presencié y observé cada una de sus jugarretas —hizo una pequeña pausa. Luego, levantó la mano para acariciar la mejilla de la princesa—. Y, aun así, me enamoré perdidamente de usted. Y, probablemente, lo haga hasta mi último aliento.

Dagmar cerró los ojos, disfrutando de la caricia de Gabriel, y una lágrima rodó por su rostro. «¿Seguro que no estoy soñando?», se preguntó a sí misma.

No entendía como Gabriel había tenido el valor de presentarse en su casa a declararle su amor; la princesa, sentía que no se lo merecía. Él, era demasiado bueno para ser verdad.

—Siento el daño que le he causado —lloró la princesa.

Gabriel la obligó a volver a abrir los ojos y a mirarle. Con su mirada clavada en la de ella, el joven la atrajo suavemente y la besó en los labios; lo hizo de forma delicada, con ternura y amor. Pero las ansias que compartían los dos enamorados pronto convirtieron aquel gesto tímido, en una pasión desenfrenada. Habían estado lejos el uno del otro, pero no se habían dejado de pensar ni un solo instante. Ahora que se habían reencontrado, ninguno de los dos quería refrenarse.

Pero antes de seguir desbordando su pasión, Gabriel necesitaba hacer una cosa. Con esfuerzo y a regañadientes, se separó de ella un poco y tomó una bocanada de aire; la princesa lo miraba embriagada, con las mejillas sonrosadas y los ojos llenos de amor y deseo.

Fue entonces, cuando Gabriel dobló y descansó una rodilla en el suelo; a Dagmar, se le subieron aún más colores.

—Princesa Dagmar —pronunció él, nervioso—. Me prendé de usted a primera vista. Pero fue el tiempo que pasé a su lado el que hizo que me enamorara irremediable de usted.

Dagmar, que no cabía en su asombro, empezó a marearse. Con el corazón acelerado, aguardó a que Gabriel continuara hablando.

—No puedo concebir una vida sin vos —dijo al fin—. ¿Me haría el hombre más feliz de este planeta, casándose conmigo?

Dagmar ahogó un grito y se apresuró a decir, sin duda alguna, que sí.

Sin que ninguno de los dos necesitara añadir nada más, se entregaron el uno al otro. Permanecieron besándose y abrazados por un largo tiempo, con ansias y recorriendo sus cuerpos con las manos. Se habían extrañado.

Sin previo aviso, un crujido se escuchó y los obligó a volver a la realidad. Ambos, confusos, trataron de averiguar de donde provenía. Y no fue hasta que una luz dorada los cegó, que se dieron cuenta de que el huevo Elmaris había eclosionado. Del interior de este, humo blanco empezó a inundar la sala.

—¡Oh, no! —se temió la princesa.

De la misma forma que había saltado sobre Gabriel, la primera vez que se había topado con Nut, Dagmar se cernió sobre este.

La princesa estaba aterrorizada, mientras que el joven se encontraba entusiasmado.

Una pequeña silueta se dibujó en la neblina y una vez se disipó, un pequeño conejo los observó. Este, tenía el pelaje largo y blanco, aunque en la punta de sus orejas, su color cambiaba a gris, al igual que en su cola y sus patitas, donde parecía portar guantes. Los ojos del animal eran azules, muy parecidos a los de la princesa, y tenía largas pestañas.

—Parece inofensivo —pensó Gabriel en voz alta.

—No confíe en ello —tartamudeó la princesa.

Gabriel la animó a bajar de su regazo y acercarse al animal. Aunque al principio se negó rotundamente, finalmente, decidió hacer caso a su prometido; Dagmar, lo hizo con la esperanza de que Gabriel no se arrepintiera de su declaración.

«Asesinada trágicamente por su propio conejo Elmaris», pensó sarcástica la princesa.

Con cautela y lentitud, se acercó a la bola de pelo que seguía sin moverse, ni un centímetro, en el suelo; cualquiera que lo viera, podría llegar a pensar que se trataba de un peluche inofensivo.

—Por favor, que no muerda —deseó la princesa, en voz alta, mientras alargaba la mano para acariciarlo.

Con los ojos medio cerrados y con Gabriel esperando por si tenía que intervenir para salvarla, Dagmar rozó su cabello y se sorprendió gratamente; la princesa encontró el contacto suave y agradable. Una sonrisa apareció en su rostro inmediatamente.

Casi por instinto, Dagmar se enfocó en acariciar al conejito y este se dejó de buen grado; incluso, se tumbó en el suelo y le mostró la barriga.

Gabriel la observaba mientras la ternura lo invadía.

—La primera vez que la vi, creí que era un ángel —le contó a su amada.

Ella lo miró sorprendida, con lágrimas en los ojos. Al final, el huevo Elmaris parecía revelar que la princesa nunca había sido realmente malvada.

—Y aunque en su corazón estuviese oscuro, siempre supe que solamente se trataba de un eclipse. Sabía que, al salir el sol, este brillaría más que nunca —sonrió.

Dagmar corrió hasta Gabriel nuevamente, y lo abrazó fuerte, deseando no soltarlo jamás.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que no estaban solos, hasta que alguien habló.

—¿Quién eres? —preguntó Dominic, confuso.

Al ver aquella escena tan tierna, Nana empezó a hiperventilar. Gabriel y Dagmar se separaron, sonrojados, mientras Alfred los miraba tan avergonzado como ellos. Se habían centrado tanto el uno en el otro, que no habían sido conscientes de que tenían público.

—Señor, yo... Me gustaría hablar con usted... —empezó a desvariar el joven.

—¡Nos vamos a casar! —intervino Dagmar por él. Sus palabras fueron directas para su padre, que comprendió que su hija jamás volvería a pedir permiso para nada.

—¡Ya verá, princesa, qué vestido de novia más bonito va a tener! —se emocionó Nana. No pudo evitar echarse a llorar por la alegría.

—Que sea mejor que el de la bruja —bromeó Dagmar mientras le limpiaba las lágrimas con una sonrisa.

Ninguno de los presentes se opuso a aquel enlace. Incluso el conejo, al que terminaron por bautizar con el nombre de Gloves, saltó de alegría. Aquella noche, se dispuso la mesa para celebrar el compromiso de la princesa Dagmar Arrowflare y el duque Gabriel Atwater.

Entonces, la princesa, observando como las personas que más quería en el mundo se reunían alrededor de la mesa del salón de su casa, comprendió que su final feliz, finalmente, había llegado. 



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