Capítulo 4: «La guerra no se gana con sentimientos.»
Las palabras de Gabriel se habían pegado al alma de la princesa Dagmar, como si de una bruma se tratara. Ella, que parecía haberse quedado muda, corrió dentro de la habitación y cerró la puerta tras de sí, sin dar respuesta alguna.
Sentía el corazón agitado e incluso experimentó sudores extraños. Se arremangó rápidamente y trató de aliviarse con agua fría; primero en las muñecas, luego en el cuello y finalmente en el rostro. Pero nada parecía funcionar y aquello, la llevó a pensar que quizás se estaba poniendo enferma. Y de la confusión pasó otra vez al enfado.
—¡No puedes caer enferma ahora, Dagmar! —gritó a su reflejo—, ¡Tienes que darlo todo! ¡Todo en esta guerra!
Fuera de sus aposentos, de espaldas a la puerta, el joven soldado se sentía de la misma forma; su pecho subía y bajaba con rapidez, como si le faltara el aliento, tenía el pulso disparado y las mejillas encendidas. ¿Es que acaso habían contraído el mismo virus?
Ninguno de los dos pegó ojo aquella noche; Gabriel, por su trabajo de vigilar que nadie entrara en los aposentos de la princesa, y Dagmar, por nerviosismo.
La princesa no dejaba de dar vueltas en su cama. Se levantaba, se volvía a acostar, caminaba nerviosa e intentaba espantar sus pensamientos, como si de moscas se tratara. Una y otra vez, en su mente, veía el rostro de Gabriel y reproducía como sus labios se habían movido lentamente pronunciando aquellas palabras. De la misma manera, revivía interminablemente la entrada escena de la bruja.
¡Una bruja! ¡Una bruja le había robado el protagonismo! Si se enteraba su madre... la iba a echar realmente de casa. La había amenazado encarecidamente y Dagmar sintió pánico al pensar en aquella posibilidad.
—Se suponía que iba a ser más fácil —murmuró.
Debía arreglar aquel embrollo y necesitaba estar concentrada. Solo esperaba que el joven soldado mantuviese las distancias, tal y como le había pedido antes de lo ocurrido. O de lo contrario, estaba segura de que iba a fallar en su misión.
No sabía muy bien el motivo, pero su cabeza le gritaba que se mantuviese alejada de aquel muchacho. Y el instinto de Dagmar casi nunca fallaba.
Cuando las participantes fueron llamadas para empezar la primera prueba, la princesa Dagmar no sabía muy bien que esperar. Anteriormente, hubiese estado completamente segura de poder superar todos y cada uno de los obstáculos que se le presentasen, pues su madre la había instruido bien. «Y con mano dura...», pensó. Pero en aquella competición, las reglas habían parecido cambiar a empeño del príncipe heredero; que soñaba con realizar cambios en la monarquía y la manera de hacer las cosas. Demasiado moderno para su poca paciencia.
En aquella ocasión, Maximiliano no se reunió con ellas. En cambio, la reina sí lo hizo, en el mismo sitio donde se había realizado la presentación inicial, pero a plena luz del día; lo que hacía parecer el salón muy distinto. La reina Flora actuó como conductora: les dio la bienvenida, las invitó a sentarse e hizo que sus sirvientes empezasen a repartir un extraño objeto.
Desde donde Dagmar estaba sentada, no podía ver bien de que se trataba. En cambio, no dejó de observar a la bruja, que esperaba su turno, dos mesas más lejanas. «Ni siquiera se ha cambiado de ropa», pensó disgustada.
Lilibeth Night lucía exactamente igual como lo había hecho la tarde anterior.
—Qué indecente —murmuró apretando los dientes.
Aún se sentía incapaz de aceptar que aquella muchacha estuviese entre las participantes. Solo la perdió de vista cuando vio uno de los sirvientes acercarse con una cesta; se plantó frente a su mesa y se aclaró la garganta.
—Huevos Elmaris —dijo antes de ofrecérselos.
Uno a uno fue sacando los huevos de la cesta y repartiéndolos a las participantes. Cuando Dagmar recibió el suyo, lo miró con extrañeza; era un huevo de gran tamaño, aunque no muy pesado y completamente blanco. ¿Pero qué se suponía que iba a salir de allí? Jamás había oído hablar de los huevos Elmaris.
—¿Qué clase de criatura saldrá de aquí? —preguntó la joven sentada a su derecha.
Su tez era blanca como la porcelana, tenía la nariz diminuta y respingona y el rostro manchado de pecas. Su cabello, pelirrojo, debía de ser lo suficientemente corto, pues el moño bajo que lucía era más bien pobre.
—Quizás una gallina —le respondió otra participante.
—Si fuese de gallina, sería una gallina monstruosamente gigante —comentó una muchacha, que, tras dar su opinión, aseguró ser granjera.
La princesa prestaba atención sin opinar ni intervenir, pues tampoco sabía de qué se trataba. Su compañera, la pelirroja, reparó en ella y se inclinó para hablarle. Dagmar, reticente, se apartó.
—No debería decirlo con tanto orgullo, ¿no cree? —le susurró la pecosa a Dagmar, manteniendo, esa vez, una distancia prudencial.
Pero la princesa no buscaba amigas, así que fingió no haberla escuchado; giró la cabeza y buscó a la bruja con la mirada. Aun así, aquella muchacha no parecía querer darse por vencida.
—Unas cuantas damas hemos coincidido en que sería bueno poder compartir nuestras opiniones, al menos, para encontrar un poco de consuelo —insistió—. Sobre todo, después de descubrir que una bruja ha tenido el descaro de presentarse al concurso—comentó ofendida.
Ella estuvo a punto de rechazarla cortésmente, pero entonces tuvo una mejor idea: Dagmar no quería compañía ni amistad, pero sí información. Lo más seguro era que las finalistas serían damas de buena y noble educación, porque, aunque los requisitos fueran secretos, una reina debía tener al menos unos mínimos para adaptarse a la vida en palacio. ¿Había mejor forma de vigilar a potenciales rivales?
—Estaré encantada de acompañarlas, si me lo permiten —contestó Dagmar con una dulzura calculada.
Su repentino cambio de actitud no pareció alertar a su compañera y eso hizo que la sonrisa de la princesa se ensanchara.
—Mi nombre es Lady Annabelle de Roche.
La pelirroja alargó la mano y se la ofreció a Dagmar. Aquel apellido revoloteó por la mente de la princesa, hasta que cayó en la cuenta; Lady Annabelle de Roche era la hija adoptiva de los Condes de Roche. Por lo que su origen, era más bien, dudoso. Se rumoreaba que la niña había sido traída de más allá del mar Azure y educada bajo una rigurosa educación con la intención de hacerla pasar por la hija biológica de los condes. Pero el pastel se descubrió pronto y se supo que el matrimonio jamás había logrado tener descendencia.
Dagmar no pudo evitar pensar en lo hipócrita que era, entonces. Ella misma hubiese podido ser granjera de no haber sido adoptada por los condes.
—Princesa Dagmar Arrowflare —se presentó, aceptando el saludo. Gracias a dios, llevaba guantes, pues la princesa odiaba cualquier contacto físico con extraños.
—Lo sé, todas deseábamos conocerla —Lady Annabelle sonó entusiasmada. Demasiado para el gusto de la princesa, que casi se arrepintió de haber aceptado la invitación de esta.
Una vez los huevos fueron repartidos, todas esperaban algún tipo de información sobre estos. Pero, en cambio, simplemente se les explicó que es lo que debían hacer con ellos.
—Las reglas son sencillas —anunció la reina—. Cada una de vosotras es responsable de su propio huevo y de sus cuidados. No recibiréis ayuda alguna.
En los cuentos que Nana, la sirvienta, le leía a Dagmar cuando era pequeña, se describía un único cuidado en cuanto a los huevos; debía incubarlo.
Dagmar frunció el ceño al imaginarse a sí misma sentada sobre el huevo. Lo observó de entre sus manos y a pesar de su tamaño, estaba segura de que iba a tener problemas para soportar su peso. Por lo que decidió que lo envolvería con una manta y le proporcionaría su propio calor. «¿Eso funcionará? ¿Será suficiente? ¿Cuánto tiempo va a tardar esta cosa en eclosionar?», dudó la princesa. Dagmar no hallaba sentido alguno a aquella prueba.
—Si un huevo se pierde, quedáis descalificadas. —Dagmar miró de reojo a la bruja y sonrió disimuladamente—. Si se rompe, descalificadas.
Había infinidad de opciones para entorpecer el camino de sus compañeras. La alegría inundó el corazón de la princesa mientras, en sus pensamientos, daba forma a su creatividad.
—No se permite el uso de magia para llevar a cabo la tarea.
La reina Flora dijo aquellas palabras mirando directamente a Lilibeth Night, que asintió, aparentemente, avergonzada. «Qué menos que sentir algo de vergüenza por sus orígenes...», pensó divertida, la princesa.
Al menos, parecía que la reina estaba en el mismo bando que Dagmar.
—La primera prueba coincidirá con las siguientes —explicó—. Lo que significa que durará todo el concurso, según lo programado. Serán responsables del cuidado del huevo y de su supervivencia hasta el final.
Quizás era una prueba para ver si iban a ser buenas madres, en un futuro. «Y más bien lejano», pensó Dagmar. La princesa estaba entusiasmada con ser reina, pero no demasiado con ser madre. Y menos, con el ejemplo, claramente tan poco maternal, que había tenido.
Pronto la reina Flora las despachó prometiéndoles un poco de tiempo libre y descanso. Hasta, al menos, la mañana siguiente, cuando iba a tener lugar la segunda prueba misteriosa.
La bruja parecía recelosa con su huevo; decidida a protegerlo, Dagmar vio como lo arropaba con cuidado contra su pecho.
—Con un poco de suerte, de tanto apretujarlo, lo rompe —murmuró Annabelle, divertida.
Dagmar sonrió, sin poder evitarlo. No era la única a la que le costaba aceptar aquella situación, pero sin duda, debía de ser la que más deseaba derrotar a Lilibeth Night, como venganza por robarle su protagonismo.
Se disculpó con su nueva amiga, diciendo que le dolía la cabeza y decidió abandonar el lugar. No deseaba seguir compartiendo el mismo aire que aquella impostora.
—Le haré saber cuándo será nuestra próxima reunión —le prometió a la princesa.
Dagmar atravesó la marea de participantes, pensando en cómo iba a arrebatarle la oportunidad de seguir concursando a la bruja, pero pronto se dio cuenta de que iba a ser complicado en aquella situación. Tal y como había observado desde hacía rato, la bruja no se despegaba del huevo, que parecía haberse convertido en su nueva y más preciada posesión. Iba a necesitar un plan más elaborado, no una simple travesura. Así que se tuvo que resignar, pero pronto su humor mejoró cuándo otra maravillosa oportunidad apareció frente a sus narices.
Por el momento, iba a conformarse con sabotear a otras participantes, mientras esperaba con ansias el turno de aquella bruja.
Como si el universo fuera capaz de leerle los pensamientos, Dagmar, detectó como una de las participantes había sido tan tonta como para dejar el huevo encima de su silla, torpemente tapado con un fular, para acercarse a la mesa vecina, a hablar con otras jóvenes. ¿Así es como pensaba reinar?
—Más que merecido —opinó Dagmar mientras se apropiaba de aquel huevo.
Lo recogió con disimulo y trató de recordar que el suyo era el que llevaba en el brazo izquierdo; no quería equivocarse. Aunque realmente no sabía si intercambiar huevos con otra persona iba a tener algún efecto. Pero era mejor no arriesgarse.
Nadie se dio cuenta del robo; estaban demasiado ocupadas, despellejándose las unas a las otras o suspirando por el príncipe heredero. Dagmar, simplemente, salió de la sala, sonriendo a su paso. Cuando se alejó del gentío y se creyó a salvo, tiró el huevo por la primera ventana con la que se topó.
—Siento que hayas tenido una vida tan corta —murmuró—, pero esto es la guerra y tú, un daño colateral.
La princesa Dagmar no podía ignorar completamente lo que le había producido hacer aquello. Pero lo apartó hacia un lado, por su propio bien, y puso rumbo a su alcoba. «No hay lugar para los remordimientos», trató de convencerse.
Una vez más, caminó distraída, sumida en sus propios pensamientos y al girar la esquina, vio una sombra alargada que hizo que el pulso se le disparara levemente.
—Un huevo Elmaris —se maravilló Gabriel al verla acercarse. No lo había podido evitar, pero inmediatamente se arrepintió y se mordió el labio.
Dagmar aminoró entonces el paso y observó al soldado apostado frente a su puerta. Lo observó fijamente mientras su mente trabajaba rápidamente.
—Perdón, no debería hablarle —se disculpó el joven, cayendo en su error. Podían incluso condenarlo por no haber acatado los deseos de la princesa.
Pero la mente de Dagmar ya había viajado más allá de aquel antiguo requerimiento. En cambio, quiso aprovechar la situación y se dijo a sí misma que era una oportunidad para tomar ventaja.
—Cuénteme todo lo que sepa de estos huevos—pidió decidida.
¡Holis!
¿Qué os parece la primera prueba?
¿Qué creéis que será un huevo Elmaris?
De momento, Dagmar y Lilibeth
no se han cruzado directamente. Pero eso, pronto, cambiará.
¡Os leo!
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