Capítulo 14: «Juego, set, partido.»


El sudor caía por la frente de la princesa Dagmar, que, agotada de correr bajo el sol del reino de Sunrise, se escondía momentáneamente tras un monumento de piedra del príncipe Maximiliano, que triplicaba su tamaño. El campo de juego era el mismísimo patio del palacio; extenso y ancho. De su cintura, aún colgaba el pañuelo que la mantenía a salvo.

La reina, aquella misma mañana, las había convocado para someterlas a la quinta prueba del concurso. El juego era sencillo: las cuarenta concursantes iban a participar en un juego, por el que, deberían cambiar sus faldas por unos pantalones, anudar un pañuelo a su cintura y perseguirse, las unas a las otras, con la intención de robárselos. La supervivencia implicaba conseguir el de otras participantes y cuidar que nadie logrará arrancar el suyo propio. El juego se detendría cuando quedase la mitad de las concursantes en pie.

Por supuesto, el uniforme que había escogido la princesa era de terciopelo y azul cielo.

Escondida aún y recuperando el aliento, divisó a Lilibeth a unos metros; corría buscando refugio mientras otra participante le pisaba los talones. Dagmar sonrió al ver la escena; nada le apetecía más que ver cómo le arrancaban el pañuelo a la bruja. Pero pronto, la promesa de saldar una deuda apareció en su mente. «¿¡Pero que hace!? ¡Será burra!», se alarmó la princesa.

—Podría usar un pequeño hechizo para sacar ventaja... ¡Maldita doña sigo las reglas! —se quejó al tiempo que salía de su escondite. No podía creer que tuviera que echarle un cable a la bruja.

Acechando a las dos damas, Dagmar se les acercó por la espalda a una velocidad que cortaba el mismísimo aire. Ninguna de las dos se dio cuenta de su presencia; Lilibeth intentaba alejarse de su captora y la otra dama estaba demasiado ocupada en intentar atraparla. De hecho, a la princesa, no le costaba nada identificar quién era el gato y quién era el ratón en aquel juego. Fue por ello, que Dagmar pudo saltar con disimulo y sin mucho esfuerzo para derribar a la última, provocando que ambas terminaran rodando por la tierra oscura del patio.

Forcejearon en el suelo con intensidad; ninguna de las dos iba a dejarse ganar. La dama rubia y un tanto robusta, superaba en fuerza y tamaño a la princesa. Pero ella, era más astuta. Finalmente, y tras una pequeña batalla, Dagmar se hizo con el pañuelo de su contrincante; ella, no dudó en exhibirlo haciéndolo bailar en el aire con claro orgullo mientras Lilibeth se comportaba como una mera espectadora.

—¡Chúpate esa! —exclamó sacándole la lengua a su derrotada compañera. Esta, incluso, dejó escapar un gruñido ante tal descarada ofensa.

Lilibeth, que iba vestida de rojo, no daba crédito a lo que acababa de ocurrir, y una vez la participante eliminada abandonó el terreno de juego a regañadientes, siendo llamada por uno de los árbitros, no pudo evitar expresar su confusión ante lo sucedido.

—¿Por qué me has ayudado? ¿Y de dónde diablos has salido? —preguntó la bruja, de forma informal. La distancia que separaba a ambas se había acortado tras lo ocurrido, y casi sin pensarlo, habían empezado a tutearse, manteniendo una extraña y a veces tensa, relación de amor-odio.

—Te debía dos favores —espetó Dagmar—. Te he salvado de quedar eliminada y ahora, estoy a punto de devolverte el segundo.

Aquello no pareció esclarecer la mente de Lilibeth, pues parecía aún más confusa.

—¿Y cómo se supone que vas a devolverme el segundo favor? —preguntó con el ceño fruncido.

Dagmar levantó los brazos y se aseguró de que su coleta estuviese bien sujeta; realizó un par de estiramientos y se preparó en posición, como si fuera a salir corriendo en cualquier momento. Luego sonrió con suficiencia.

—Voy a darte un poco de ventaja —expresó con malicia. A ella, le gustaba jugar a ser el gato.

Lilibeth, que acababa de comprender a lo que se refería, no se lo pensó dos veces antes de echar a correr y huir, despavorida, ante la atenta mirada de la princesa, que aguardaba con ansias el momento de acabar con su rival.

Había pocas cosas que agradasen a la princesa Dagmar, y muchas que la disgustasen. Por ejemplo, odiaba estar sudada. Era una sensación pegajosa y asquerosa que no soportaba lo más mínimo. De la misma forma tenía pánico a lo que ella llamaba, animalejos, como Nut. No le gustaba la crema y no soportaba a la mayoría de las personas que la rodeaban. No hacía falta hablar de su aversión al frío y lo mucho que odiaba dejar tomarse las medidas y tener que escuchar a la modista cotorreando incesantemente.

Pero sin duda, lo que menos le gustaba a la princesa, era perder. Así que mientras escuchaba a la reina, parlotear y alabar a las veinte participantes que habían logrado acabar el juego, no pudo evitar fulminar con la mirada a la bruja. «Si no le hubiera dado tanta ventaja...», se mostró arrepentida. Pero lo cierto, es que, en el fondo, empezaba a gustarle su compañía.

Desde que esta se había convertido en su salvadora, aunque eso, a la princesa, aún era algo que le costaba digerir, había estado preguntándose, si cabía la posibilidad, de haberla juzgado injustamente. Lilibeth parecía ser una joven normal y corriente, a pesar de su condición mágica.

Aquella duda asaltaba su mente a menudo, mientras pensaba en cómo se había equivocado al haberse confiado con Lady Annabelle de Roche; ahora, Annabelle a secas. La había creído una mosquita muerta y había terminado por ser una auténtica villana. Esta y las otras damas involucradas, habían sido juzgadas y despojadas de sus títulos. A sus familias, se les había dado la oportunidad de elegir: podían jurar nuevamente lealtad a los reyes del reino del Sol o podían acompañar a sus hijas y vivir, al igual que estas, en el exilio, para siempre. No era ninguna sorpresa, que terminaran por elegir la primera opción y que se despidiesen de sus queridas niñas sin tan siquiera mirar atrás. Al fin y al cabo, lo que prevalecía para aquellas familias, era el honor y la riqueza que habían acumulado, así como el favor de los reyes para seguir prosperando.

En cuanto a los tres soldados que habían atacado a la princesa, fueron juzgados, declarados culpables y encarcelados. Gabriel y ella no volvieron a hablar de lo sucedido. En cambio, se ayudaban a sanar con pequeños gestos y preocupándose el uno del otro.

—Sepan que ha sido realmente divertido verlas jugar a todas. Enhorabuena —comentó la reina Flora. Dagmar parpadeó con intensidad y se obligó a volver a la realidad—. Y ahora, sin más dilación, descubramos el propósito de la quinta prueba —sonrió.

Pidió a los músicos que la acompañaban que hicieran un redoble de tambores. Dagmar chasqueó la lengua, sintiendo vergüenza ajena. Aquello, a sus ojos, se había convertido en una obra de comedia. Pero de las malas. «No me extraña que el rey no quiera saber nada de estas cosas...», pensó Dagmar.

Desde que la había desafiado frente a sus asesores, su tía no le había vuelto a dirigir la palabra. Dagmar no pensaba que estuviese enfadada, pero sí que sabía que le dolía en el orgullo. Al final, en algo se tenían que parecer ella y su madre.

Por el contrario, el príncipe Maximiliano, se había dejado ver poco. Pero lo poco que lo hacía, lo había hecho con su usual cálida sonrisa.

—La reina debe ser pragmática y capaz de sortear los obstáculos, haciendo acopio de la estrategia —reveló Flora. Los aplausos la sucedieron.

Terminada la prueba, las damas se retiraron; eran pocas las que quedaban y no se relacionaban entre ellas. A esas alturas del concurso, nadie parecía tener ganas de hacer amigos.

La princesa seguía preguntándose por qué continuaba en este; achacaba su participación al temor que le infundía su madre. Rosella, lejos de preocuparse por su hija, no se había dignado ni a escribir una mísera carta.

Sí que lo había hecho su padre, Alfred. Pero la princesa, tras divisar el remitente, había guardado la carta en un cajón y la había dejado olvidada. No estaba preparada para ello; muchos, eran los años, en los que su padre le había fallado. Y estos, le pesaban en el alma.

Dagmar volvió a sus aposentos aprisa; no podía esperar para darse un buen baño caliente, pues sentía los dedos de los pies entumecidos y las piernas le dolían de tanto esfuerzo.

Con ese objetivo fijo en su mente fue avanzando hasta su alcoba, aunque al ver a Gabriel, con una sonrisa dibujada en su rostro y apostado frente a su puerta, refrenó su deseo y lo aplazó por el momento.

—Me he reunido con mi contacto para hablar de los huevos Elmaris —le dijo, emocionado, antes siquiera de saludarla.

Dagmar no dudó en postergar su esperada sesión de mimos humeante y le pidió a Gabriel que se acomodase para charlar en su dormitorio. Esta vez, ninguno de los dos se ruborizó ni se sintió incómodo; conforme el concurso avanzaba, la relación entre ambos se tornaba más natural, más desenvuelta.

Dagmar se dejó caer en la cama mientras Gabriel tomaba asiento en la mesa de desayuno; tal y como llevaba haciendo últimamente. Poco le importaba ya, a esas alturas, lo que pudieran decir de ella.

—¿Qué ha descubierto? —inquirió Dagmar, ansiosa.

Hacía tanto tiempo que esperaba por aquella respuesta, que había estado pensando en sus infinitas variables. La princesa se había imaginado que el huevo solo fuese una prueba para ver si eran capaces de cuidarlo y de no romperlo. También barajó la posibilidad de que contuviera un monstruo al que exterminar, una vez este hubiese eclosionado. «Si un día me despierto a medianoche y noto un extraño aliento en el rostro, me va a dar un patatús», solía pensar con una mueca en el rostro. Tampoco descartaba que se tratara de algún artefacto capaz de vigilarlas. Aunque si así era, estaba más que perdida; la reina habría visto todas sus fechorías y como se lo había estado endilgando a su escolta, que, mayormente, le hacía de niñero.

—Los huevos Elmaris son un objeto mágico —le contó Gabriel. Sus ojos brillaban de emoción mientras le desvelaba el misterio a la princesa—. A ver, técnicamente, no son un objeto, pero se les llama así.

—Por favor, Gabriel —pidió Dagmar, perdiendo la paciencia; necesitaba que fuera al grano, que se dejara de tanto rodeo.

El escolta se arremangó con total naturalidad, sin ser consciente de que estaba perdiendo el decoro y dejando al descubierto sus antebrazos. Dagmar, sintiéndose acalorada, no pudo evitar desviar su mirada hasta estos, fijándose en como las venas y los músculos se le marcaban.

—El caso es que son capaces de absorber la energía de su amo —volvió a reconducir la conversación, el escolta—. La acumulan al tiempo que la criatura de su interior crece y cuando este eclosiona, un conejo mágico emerge de su interior.

—¿Un conejo? —balbuceó la princesa. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

—Mágico —la rectificó Gabriel—. El caso es que el aspecto de la criatura refleja el aura de la persona que ha estado a su cuidado. Es decir, su amo.

—¿Cómo? —preguntó incrédula.

—Si la persona tiene buen corazón, el conejo será adorable. Pero si, al contrario, el corazón de la persona es oscuro, el conejo será desagradable y al igual que su amo, malvado.

La princesa Dagmar no vio venir aquella posibilidad, aunque sí que tenía la sospecha de que, de su interior, pudiera salir un monstruo; por ello dormía con unas tijeras bajo la almohada.

La información que acababa de recibir le cayó como un jarrón de agua fría.

—¿Me estás diciendo, que esa cosa, va a reflejar mi aura? —tartamudeó poniéndose en pie y señalando el huevo Elmaris. Por un momento, en su mente, recreó el muy probable y fatal desenlace y un escalofrío la recorrió entera.

Gabriel asintió sin comprender por qué la princesa se veía tan contrariada.

—Pues tenemos un problema —concluyó esta.



¡Holis!

La distancia entre Dagmar y Lilibeth, se estrecha.

De la misma manera, ocurre con Dagmar y Gabriel.

Conozco la respuesta, o eso creo, pero aun así... 

¿Cuál es vuestra pareja favorita? ¡Solo podéis escoger una!

Se ha desvelado el misterio del huevo de Elmaris.

¿Qué creéis que hará Dagmar?


¡Os leo! 


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