Capítulo 10: «Sujeta bien tu lengua y triunfarás.»

Después de las extrañas palabras que le había dedicado Gabriel, la princesa Dagmar no había pegado ojo en toda la noche, abrazada al huevo Elmaris; este se había convertido en un inusual consuelo. Las horas pasaban mientras daba vueltas en la cama; se había levantado un par de veces e incluso se acercó a la puerta. Pero se volvía a retirar porque no sabía muy bien que decir. «¿Estará apostado ahora mismo en mi puerta?», no dejaba de pensar.

Tan terrible fue su insomnio, que, a la mañana siguiente, y sin mirarle a los ojos, le había pedido a su escolta que le mandasen un café bien cargado.

—Necesito desperezarme —había murmurado la princesa antes de cerrar la puerta.

No había recibido aún la esperada nota de Lady Annabelle de Roche, con información sobre la siguiente reunión, y eso empezaba a inquietarla. «¿Y si se tratan de amigas imaginarias?», llegó a pensar. La incertidumbre y sentir que no controlaba la situación la tenían aterrada.

Mientras se lavaba la cara con agua fría, en un desesperado intento de arreglar el estropicio que su mente le había causado a su rostro por no descansar lo suficiente, alguien llamó a su puerta.

—Un momento —pidió, a la vez, que se secaba la cara con una toalla.

La princesa Dagmar se acercó a la puerta y la entreabrió con un poco de reparo. Jamás dejaba que nadie la viese sin arreglar y mucho menos con el pijama aún puesto, pero aquella mañana, le pesaba el cuerpo más de lo normal; así que decidió prescindir de todo protocolo.

Fue por eso, al comprobar que se trataba de su escolta, que le pidió que entrase; a pesar de la tensión entre ambos, se sentía lo suficientemente cómoda y cercana a él como para permitirle verla de aquella manera.

Primero, Gabriel, pareció congelarse ante tal petición, pero luego, sin dejar de lado su nerviosismo, entró y juntó la puerta, sin llegar a cerrarla del todo, no fuese que alguien pensara mal de ellos.

La princesa se encontraba tan apagada, que ni siquiera reflexionó en que estaba invitando a su escolta a su habitación, a solas. O más bien, lo que podría sugerir aquella situación, si alguien los veía.

—Princesa Dagmar —la saludó Gabriel, acalorado. A pesar de lo alto que era, en aquella situación, parecía un niño; no dejaba de tocarse las manos y de mirar al suelo, con las mejillas rojas.

Jamás se había adentrado en los aposentos de una dama y aquello lo inquietaba. La habitación femenina, era de tamaño mediano y contaba con todo lo necesario para una dama: una cama con dosel, sábanas de seda, un pequeño balcón para tomar el fresco y un tocador para asearse. Además, de un gran armario, un espejo de cuerpo entero y una mesa pequeña y de redonda destinada a tomar el desayuno.

No pudo evitar, al instante, imaginarse a la princesa Dagmar haciendo todas aquellas cosas tan rutinarias como desayunar, arreglarse y despertándose con los primeros rayos de luz.

—¿Qué necesita? —le preguntó la princesa, concentrándose en llevarse la taza de café a los labios.

No fue hasta ese momento en que Gabriel se armó de valor para mirarla por primera vez y lo que vio, lo dejó maravillado. Dagmar llevaba el cabello suelto, alborotado, con los rizos dorados cayendo por lo largo de su espalda. Vestía un camisón de tirantes, de color azul cielo y con un pequeño lazo en el pecho. Era largo hasta los pies, que los llevaba descalzos, pero era inevitable no intuir la figura de la princesa bajo aquella tela fresca. Y aquello no hizo más que acelerar aún más el corazón y el pulso del escolta.

—¿Gabriel? —preguntó Dagmar, con intención de llamar la atención de este.

La princesa lo miraba con una ceja alzada, preguntándose por qué parecía que su alma había abandonado su cuerpo hacía rato. Sus mejillas estaban encendidas y su mandíbula estaba tensa.

—¡Lo siento! —exclamó este, parpadeando intensamente.

Sin duda, para la princesa, Gabriel era todo un espécimen digno de estudio. Aun así, había algo en él que le decía que podría incluso confiarle sus más oscuros secretos.

—Quería comentarle que me reuniré pronto con un informante que dice poseer información sobre los huevos Elmaris —dijo a trompicones.

Aquellas palabras sonaron como gloria bendita para la princesa, que no pudo evitar que el brillo volviese a sus ojos por la emoción; casi como si volviera a la vida.

—¡Eso es maravilloso! —sonrió. Luego, recordó como lo había tratado anteriormente—. Siento haber dudado de usted, Gabriel.

Lo que acababa de decir la princesa animó a su escolta, que no pudo evitar sentirse útil ante tal reacción. Para ella, pronunciar aquella disculpa, no había sido tan difícil como esperaba.

—Por favor, mantenme informada —le pidió Dagmar, centrándose nuevamente en su café.

Gracias a Gabriel, parecía que podría empezar el día con buen pie. Se sentía emocionada por retomar la competencia y la energía parecía haber vuelto a su cuerpo.

—Por otro lado, quería comunicarle que han pedido que todas las participantes se trasladen a la sala de té, para la siguiente prueba.

Aquello fue lo que terminó por despertar a Dagmar, que parecía que acababa de recibir un milagro divino para mejorar, no solo su humor, sino también su aspecto; sus mejillas se volvieron a sonrosar, su piel volvió a resplandecer, con ese brillo tan especial que la caracterizaba, al igual que lo hicieron sus ojos.

—¿Tan pronto? —preguntó sorprendida—. ¡Eso es maravilloso! ¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Gracias, Gabriel! Ahora márchese, por favor, que tengo que adecentarme.

No le dio tiempo a responder ni a despedirse; la princesa Dagmar empujó a Gabriel hasta la puerta, la abrió y lo dejó en el pasillo. Tenía mucha prisa y una energía renovada.

No pasó mucho tiempo hasta que la princesa apareció, enfundada en un vestido color blanco, de flores amarillas. Llevaba como de costumbre los guantes, largos hasta el codo, y el cabello recogido en lo alto de la cabeza, adornado con horquillas, también de flores.

Cada vez que la miraba, Gabriel la veía más hermosa; los nervios se apoderaban de él y se sentía como un chiquillo.

—Me marcho —anunció—. ¿Puede vigilar el huevo? —preguntó Dagmar. Su voz parecía dulcificarse al pronunciar dicho requerimiento.

No sabía si estaba aprovechándose de él, pidiéndoselo tantas veces; pero lo cierto es que no había otra persona en el castillo en la que confiara. Y la opción de dejar el huevo desprotegido o tener que llevárselo a cuestas, le parecía demasiado riesgo.

—No hay problema —sonrió—. Mucha suerte, princesa.

Pronunció lo último con un atisbo de tristeza en los ojos, pero Dagmar ya se había marchado como para darse cuenta de que por más que lo intentara, una pequeña parte de Gabriel no quería verla coronada como reina.

Cuando llegó al salón del té, la princesa Dagmar se encontró con el resto de las participantes, tan confusas como ella. Todas se preguntaban a qué tipo de prueba se iban a enfrentar y ninguna tenía la respuesta.

Pronto Lady Annabelle de Roche se acercó a ella y se le pegó, como ya venía siendo costumbre últimamente. Una que la desagradaba mucho.

—Aún espero su carta —le recordó a Lady Annabelle, dándole un rápido vistazo desde su lado.

Esta sonrió y le aseguró que pronto la recibiría.

—Estábamos rematando los últimos detalles —agregó para tranquilizarla.

Pero lejos de conseguirlo, puso a Dagmar más alerta.

—Qué preparación, para una reunión de damas —comentó sarcástica la princesa.

Lady Annabelle ni se inmutó; su sonrisa no se borró de su rostro ni le tembló la voz al contestar.

—Merecerá la pena.

Por el rabillo del ojo, Dagmar, vio a Lilibeth, que hablaba con su amiga.

—¿Quién es? —preguntó, dejando de lado sus sospechas, por el momento y curiosa de saber quién se relacionaba con su principal rival.

A Lady Annabelle solo le faltó frotarse las manos. Era, sin duda, una cotilla profesional.

—Lady Blanche de Vernillard, hija de los Duques de Vernillard —le susurró en el oído.

A la princesa, su cercanía y su respiración en la oreja le pareció de lo más repulsivo; la piel se le puso de gallina y un escalofrío la recorrió entera. Aun así, trató de esconder la mueca de desagrado y agradeció la información forzando una sonrisa.

—¿Y cómo tiene el valor de relacionarse así, públicamente, con una bruja? —preguntó extrañada, Dagmar.

La respuesta, ya que Lady Annabelle parecía saberlo todo, no se hizo de rogar; se le notaba que disfrutaba con todo aquello.

—Sus padres son un tanto excéntricos, tengo entendido. Viven de la tierra, de las cosechas y los animales. Se relacionan con el pueblo —siguió comentando—, y no solo en ocasiones benéficas. A diario.

Aquello asombró a la princesa. Su madre no solo no se relacionaba con pueblerinos, sino que tampoco lo hacían con las otras familias, a excepción de la casa real. Tenía entendido, gracias a su hermano pequeño, qué padre si lo hacía a menudo. Pero era como si llevaran vidas paralelas, aun viviendo en la misma casa.

De repente, sin que nadie explicase nada, empezaron a desfilar un grupo de niños. Todas las participantes se quedaron mudas, viendo como el grupo de niños se agrupaban frente a ellas. Seguidamente, entró Flora.

—Bienvenidas, participantes —las saludó—. Bienvenidos, pequeños.

Flora transmitía calidez y ternura.

—Como podréis ver, hoy tenemos unos pequeños ayudantes. Niños y niñas, del reino del Sol —dijo sin dejar de sonreír—. Han venido, a nuestro encuentro, cincuenta y siete niños. Y vosotras sois cincuenta y siete también.

Dagmar, al igual que el resto de las asistentes, abrió la boca sorprendida y elevó las cejas.

—No tendremos que cuidar de ellos... ¿No? —le susurró Lady Annabelle.

—Deberéis pasar el día con estos pequeñajos. En eso consistirá la prueba de hoy —confirmó Flora.

Nadie sabía muy bien cuál era el propósito de aquello, pero nadie se quejó en voz alta. Aunque claramente no a todo el mundo le hacía ilusión aquella prueba, como a la princesa Dagmar.

La reina Flora fue leyendo en voz alta para emparejar a cada participante con un niño:

—La señorita Ciri quedará al cuidado de la princesa Dagmar —pronunció.

Dagmar se acercó a la reina y lo mismo hizo una niña pequeña. Era rubia y llevaba el cabello liso cortado por encima de los hombros. Su flequillo se esparcía por su blanca frente. Debía tener unos nueve o diez años; era delgada y menuda, dos grandes ojos azules adornaban su rostro.

—Princesa —la pequeña hizo una reverencia, aferrándose a su vestido verde manzana.

Este era sencillo, por lo que Dagmar imaginó que no era pobre, pero tampoco poseía título alguno. Aunque parecía educada.

—Llámame Dagmar, por favor, Ciri —le sonrió poniéndose a su altura.

La niña hizo lo mismo, enseñando su dentadura; le faltaba una paleta y era de lo más graciosa. Parecía una niña tierna y buena. Eso tranquilizó a Dagmar, pensando que sería fácil de entretener.

Se despidieron de la reina y mientras se alejaban, Dagmar imaginó que clase de actividades podía llevar a cabo con la niña: podía entretenerla, charlando mientras le enseñaba como tomar el té como una auténtica dama, o quizás podría llevarla a dar un paseo por el jardín. Seguro que le encantaría ver su colección de vestidos, horquillas y zapatos.

—¿Te gustaría que te enseñara mi colección de vestidos? Puedo peinarte, si quieres —le ofreció Dagmar, justo al doblar la esquina.

La niña, de repente, se soltó de su mano y Dagmar, al volver la vista hacia atrás, la vio con los brazos cruzados. La cara de Ciri había cambiado drásticamente.

—¿No puedes entretenerme con otra cosa menos tonta? —le preguntó a bocajarro.

Dagmar se sorprendió por el cambio de actitud de la niña, pero decidió seguir ofreciéndole su cara más amable; al final, era solo una niñita.

—¿Qué te gustaría hacer? —le preguntó con voz dulce.

La niña hizo chasquear su lengua y la miró con una ceja alzada.

—Tenía la esperanza de que me tocara la bruja... —comentó. Aquello fue un golpe bajo para Dagmar—. En cambio, me ha tocado una princesita.

Lo dijo a desgana y Dagmar tuvo que respirar dos veces antes de contestar; debía mantener la compostura.

—Querida, parecías contenta hace un segundo —le dijo, nuevamente poniéndose a su altura.

—Solo porque estábamos frente a la reina Flora —le espetó, sacándole la lengua.

Antes de que Dagmar pudiese reñirla, la niña echó a correr. ¡Menuda era! La mala suerte o el destino había hecho que Dagmar terminase emparejada, con una impostora, al igual que ella.

Sin saber muy bien que hacer y sin más opciones, terminó por agarrarse del vestido y empezar a correr detrás de la niña.

—¡Ciri! ¡Por favor! —no dejaba de gritar.

La niña se divertía viendo a Dagmar sudar corriendo tras ella. Se reía a carcajadas mientras la princesa la perseguía con el corazón acelerado. Tanto, que no se dio cuenta de que se estaban encaminando hacia su dormitorio. Fue al girar por el pasillo, que finalmente encontró a la niña congelada.

—Por favor, no lo vuelvas a hacer —le pidió Dagmar, jadeando.

Le faltaba el aire, maldita sea. La princesa era inquieta, pero no estaba acostumbrada a correr detrás de ningún niño.

—Creo que me acabo de enamorar —le susurró la niña.

Dagmar no entendió las palabras de Ciri hasta que su mirada se topó con Gabriel, que las miraba divertido, apostado en su puerta. No entendía qué hacía allí, si se suponía que estaba en su tiempo libre mientras ella estuviese en las pruebas. Pero lo que no sabía, es que se le había pedido a Gabriel reincorporarse por si la princesa decidía pasar tiempo con la niña en sus aposentos.

—¿Cómo has dicho? —se escandalizó Dagmar, reaccionando a las atrevidas palabras de la niña.

No tuvo tiempo a decir nada más cuando Ciri volvió a echar a correr, esta vez, en dirección a Gabriel. Para sorpresa de su escolta, la niña se tiró a sus brazos y este la tuvo que coger al vuelo. Dagmar se acercó a ellos para reñirla cuando vio a la niña tomar el rostro de Gabriel entre sus manos.

—¿Cómo eres tan guapo? —preguntó la niña.

Dagmar ahogó un grito y Gabriel soltó una carcajada. Aquello no podía estar pasando.

—¡Baja de su regazo! —le espetó Dagmar. Y cogiéndola por el torso, la obligó a bajar.

La niña se reveló una vez, sus pies tocaron suelo firme; se puso roja y encaró a la princesa.

—¡Quiero pasar el día con él! ¡Tú eres aburrida! —se quejó la niña.

Estaba teniendo una pataleta, y Dagmar, al borde de un ataque de pánico, no sabía qué hacer o que decir. Ciri parecía una desquiciada.

—¿Por qué no damos un paseo los tres? Las acompañaré, si me lo permiten, bellas damas —dijo Gabriel rescatando a la princesa. Aquello último, lo pronunció mirándola directamente a los ojos y Dagmar no pudo evitar sonrojarse.

La princesa no estaba muy convencida, pero Ciri empezó a tirar de su vestido mientras le suplicaba:

—¡Por favor, Dagmar!

Finalmente, la princesa, que quería superar la prueba a toda costa, no tuvo más opción que aceptar. Aunque la idea de que Gabriel las acompañara, no le hacía ni pizca de gracia. Extrañamente, le molestaba la actitud y la cercanía de Ciri con su escolta. ¿Qué era aquello que sentía y que jamás había experimentado? Antes de unirse a ellas, Gabriel pidió permiso para dejar el huevo Elmaris en el dormitorio de la princesa y cerró con llave. No fuese a ser que el diablillo de Ciri lo rompiese a descaro.

Por insistencia de la niña, después de dar un pequeño paseo por los jardines, decidieron hacer un pequeño pícnic al aire libre.

Gabriel fue el encargado de ir a buscar una manta, para que ni Dagmar ni Ciri se mancharan su ropa. Además, consiguió, gracias a su amistad con la cocinera, que le obsequiara con una pequeña cesta de fruta.

Mientras preparaba el escenario y ellas esperaban, Ciri no dejaba de elogiar al escolta:

—Tienes el cabello muy bonito, Gabriel —decía la niña—, y tu mandíbula es fuerte y varonil. ¿Has pensado en dejarte crecer un poco de barba?

Aquel comentario hizo que Gabriel estallara a carcajadas.

—¡Ciri! —la riñó la princesa.

Pero la pequeña rebelde parecía no escuchar lo que su cuidadora temporal le decía. Y seguía admirando la belleza de Gabriel.

—Debes hacer mucho deporte. Estás delgado, pero aún vestido, puedo ver los músculos de tus brazos. ¿Tienes abdominales?

—¡Por el amor de Dios! —estalló Dagmar.

Gabriel tuvo que aguantarse la risa en aquel momento, para no hacer enfadar aún más a la princesa y se puso de su lado, animando a Ciri a sentarse en el ya preparado escenario.

—Toma un poco de manzana, Ciri —le ofreció Gabriel.

La princesa los observaba molesta y con la mandíbula prieta. Era cierto que Gabriel era guapo, pero Dagmar pensaba que no estaba bien decirlo tan abiertamente. Pero la verdad es que, hasta que Ciri no lo había mencionado, no había empezado a observar que realmente estaba en forma. Ahora, por culpa de la niña, no podía evitar mirarle los brazos una y otra vez. Y la princesa se sentía mareada y acalorada.

Mientras disfrutaban de la calidez del sol y de la suave brisa que soplaba, la princesa captaba cada detalle sobre su escolta; incluso, la pestaña que descansaba en su mejilla izquierda. Pero no fue la única, pues la pequeña se acercó a Gabriel y se la quitó. La cercanía de ambos era tal que Dagmar se sintió excluida.

—Cuando sea mayor, ¿te casarás conmigo? —preguntó la niña, de repente.

La mandíbula de la princesa pareció caerle hasta el suelo y no dudó en alargar el brazo. Dagmar no pudo evitar darle un suave pellizco mientras Gabriel dejaba escapar una gran carcajada.

—¡Ay! —se quejó esta.

Dagmar fingió una sonrisa y se acercó a ella, tratando de evitar que volviera a lanzarse sobre Gabriel.

—No puedes ser tan directa, cariño —le dijo agarrándola del brazo—. Una dama no puede demostrar sus sentimientos antes que el hombre se le declare.

La niña la miró con el ceño fruncido y le sacó la lengua.

—¿Y cómo va a saber que me gusta, si no se lo digo? —espetó en respuesta.

Aquello dejó un poco descolocada a Dagmar, que se vio metida en un embrollo.

—Cuando amas a una persona —intervino Gabriel—, a veces, sin tener que expresarlo en voz alta, se nota en la mirada —le explicó. Aunque su mirada no se posaba sobre la pequeña.

De repente, Dagmar sintió el calor subírsele hasta las orejas. Quizás era por el sol, pero sentía su rostro arder.

La niña lo escuchaba con atención, con una sonrisa dibujada de oreja a oreja. Gabriel tenía buena mano para los pequeños, se le notaba. A diferencia de la princesa, que más bien no estaba acostumbrarse a relacionarse con nadie.

—¿A ver? ¿Estás enamorado, Gabriel?

Tal y como la pequeña se acercó al rostro de Gabriel, atenta, observando sus ojos, Dagmar alargó el brazo y tiró de ella escandalizada.

—¡No puedes acercarte tanto a un hombre! —le espetó. Era la tercera vez que se tomaba aquella libertad.

Entonces, la niña, se giró curiosa y se acercó a Dagmar. Aunque en su rostro veía la malicia.

—¿Y vos, princesa? ¿Tiene amor en los ojos? —sonrió pícara.

—¡No me mires los ojos! —chilló Dagmar, roja como un tomate, tratando de evitar que la niña se acercara a su rostro.

—¡Creo que brillan! —sonrió.

Mientras Dagmar no dejaba de reñirla y Gabriel se deshacía a carcajadas, el sol fue desapareciendo y casi en un suspiro, se escondió por las montañas.

Caída la noche, la reina Flora volvió a reunir a las participantes y a los niños y reveló que estos iban a dictaminar si sus cuidadoras habían superado la prueba.

—Sé buena con la princesa—le susurró Gabriel a Ciri en el oído.

Cuando llegó el turno de la pequeña, no dudó en expresar que la princesa Dagmar había aprobado. Entre el público, Gabriel le guiñó el ojo.

—La reina debe demostrar su bondad y amabilidad, cuidando a sus allegados y a su pueblo —dijo la reina Flora, revelando el propósito de aquella extraña prueba. 



¡Holis!

Esta semana he estado de bajón total,

porque noto que se acerca el final...

💔

¿Qué os ha parecido este capítulo?

Parece que Dagmar se ha encontrado con su propia miniatura jiji


Quien avisa no es traidor...

Y en este caso, aviso que se vienen cositas.


¡Os leo!





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