Capítulo 1: «Antes de juzgar, asegúrate de que eres perfecto.»
Se armó un escándalo. Cuando se anunció que finalmente el esperado concurso real iba a tener lugar, las mujeres de alta cuna y buena familia celebraron por doquier, sin saber, que en aquella invitación había letra pequeña. Pues contra todo pronóstico, el príncipe Maximiliano había decidido abrir la participación a cualquier muchacha de dieciséis a diecinueve años que desease presentarse, sin importar su procedencia, apellido o título.
—Ha perdido la cabeza —murmuró la princesa Dagmar. Sus mejillas se encendieron al pronunciar aquellas palabras y no pudo evitar, por culpa de la ira, arrugar el papel que se encontraba entre sus manos. Como si aquel gesto pudiera lograr borrar la terrible decisión del futuro rey.
—¡No puedes hablar así del heredero, Dagmar! —le riñó su padre—. Si alguien te escuchase te podrían denunciar.
A Alfred le preocupaba que el carácter de su hija la metiera en problemas; era tozuda, impulsiva y se sentía intocable. Por ello, era peligrosamente temeraria.
La princesa alzó la cabeza y después de mirar durante unos segundos, desafiante, a su progenitor, hizo rodar los ojos y tiró el papel arrugado al suelo con desdén.
—Recógelo y consígueme una nueva —le ordenó a su fiel sirvienta. Y sin más dilación, desapareció del comedor de su casa a paso firme y con aires de grandeza.
Cuando Alfred y la sirvienta se quedaron a solas, este dejó escapar un sonoro suspiro.
—No sé a quién ha salido esta niña... —pensó en voz alta, con cierta amargura.
La sirvienta lo miró y esbozó una pequeña sonrisa, tratando de animar a su empleador. Era bien sabido que la actitud de Dagmar se había tornado prácticamente igual a la que tenía la bella Rosella, la madre de la princesa.
No siempre había sido así, por supuesto. Cuando Dagmar era pequeña, era la bebé más risueña del reino, o al menos, eso opinaba la criada, que había sido contratada al mismo tiempo del nacimiento de la princesa. Pero conforme había ido creciendo, con la influencia de Rosella, la actitud de aquella muchacha se había tornado oscura.
La noticia no había sentado demasiado bien a la princesa; lo había hecho notar. Y como era de esperar, fue corriendo a hablar con su madre sobre los desvaríos, del que ella consideraba, su futuro esposo.
—Haz el favor de recuperar la compostura —le pidió su madre.
O más bien la amenazó y acompañó sus palabras cogiendo a la princesa del brazo, con fuerza y frialdad. Rosella estaba perfectamente peinada y vestida; como de costumbre. Aunque su belleza, al igual que la de la princesa, era deslumbrante, su alma y su corazón estaban ennegrecidos por el rencor y la codicia.
—No pienso dejar que me humillen así —lloriqueó la princesa, en un desesperado intento de que su madre la consolara. Pero fue en vano.
—Cuando seas reina, podrás hacer lo que te dé la gana. Por ahora, obedece y actúa como una dulce pretendienta. —Su madre le acarició el cabello rubio; más no era un gesto cariñoso—. La perfecta prometida para llevar la corona del reino.
Rosella sonrió cínicamente. Ella había educado y guiado a su hija mayor para que fuera una triunfadora, para que recuperase aquello que su hermana pequeña le había robado: un reino. Para ella, Dagmar era una herramienta que moldear a su antojo.
—¿Y debo mezclarme con el populacho para acudir a las entrevistas eliminatorias? ¿Qué sentido tiene eso? —volvió a quejarse la princesa.
Todo lo que veía Rosella en ella era una debilucha quejándose por costumbre. No importaba cuantas veces la doblegase; la niña no aprendía.
—Esto no cambia nada —le aseguró su madre—. Hablaré con mi hermana y le haré entender que no debes pasar ningún tipo de entrevista inicial.
Dagmar estaba segura de sí misma, pero no le apetecía nada tener que mezclarse con miles de mujeres para llegar hasta su objetivo. Para ella, aquello era insultante. Pero si alguien podía lograr que la princesa se saltase esas entrevistas, era su despiadada madre, consiguiendo el favor de la reina.
—Ahora, recomponte —le ordenó su madre—. Si echas a perder esta oportunidad, despídete de este lugar. Te pondré de patitas en la calle en menos de lo que canta un gallo.
La princesa contuvo la respiración. Sabía muy bien de lo que era capaz su madre y no quería terminar sufriendo el mismo destino que su propio padre; relegado a las sombras sin un ápice de atención y con igual desprecio.
Sin más dilación, Rosella abandonó la estancia y la princesa se quedó a solas con sus propios pensamientos; el pecho le subía y le bajaba exageradamente y aún le sudaban las manos. Su madre la aterrorizaba.
Pero su soledad duró poco, pues Alfred, que lo había escuchado todo a través de la puerta, se acercó a ella para intentar tranquilizarla. Aunque el roce de su mano en el hombro provocó que Dagmar diese un respingo.
—No te preocupes, cariño —le susurró—. Sabes que nunca dejaría que tu madre te echara de esta casa.
Sus palabras le parecieron una burla. Aquello enfureció a Dagmar, quien se giró con fuego en los ojos y encaró a su padre.
—¿De verdad? —preguntó cínicamente. Estaba colérica, pero le temblaban las piernas—. Todos sabemos que quien toma las decisiones es mamá. Tú no eres nada más que un adorno.
El corazón del bueno de Alfred se encogió; las palabras que salían por la boca de su hija parecían más cuchillos que otra cosa. Dudó por un segundo en volver a ofrecerle su apoyo, pero terminó desistiendo y se sumió en el silencio, donde convivía olvidado con su dolor.
Imitando a su propia madre, la princesa giró sobre sí misma y desapareció por la puerta, con aires de grandeza.
Al concurso real se presentaron un total de dos mil quinientas doce mujeres. Pero como era de esperar, sin tener la oportunidad de entrevistarse en una primera fase, ya se eliminaron a cuatrocientas noventa y cuatro aspirantes por falsedad de información; falta de pureza, por superar el rango de edad, por ser menor que el mínimo establecido o por enfermedades genéticas que imposibilitasen un heredero sano. También se excluyó a viudas, divorciadas y prometidas.
Pero tal y como se había prometido, no se pudo tener en cuenta el estatus, los títulos ni la posición social. Finalmente, doscientas afortunadas fueron seleccionadas.
Dagmar había sido una de ellas, y tal y como se le había prometido, sin tener que pasar ningún tipo de prueba; todo gracias al favor de la reina y los esfuerzos de su madre por escalar hasta la ansiada corona.
Cuando un mes después recibió la invitación oficial al concurso, no pudo evitar sentirse eufórica mientras releía una y otra vez las palabras atrapadas en tinta. Casi se le había olvidado que tendría que mezclarse con muchachas de dudosa procedencia.
Se contempló largo y tendido en el espejo, admirando cada curva de su menudo cuerpo y abrazando el papel cerca de su corazón; los tirabuzones dorados le caían como una cascada por los pechos. Se apartó el cabello y acarició el colgante que llevaba desde que tenía siete años: un zafiro con ornamentos. Aquel, que el príncipe heredero le había regalado cuando eran solamente unos críos, después de que su madre orquestara un malvado plan y de que ella actuase como una damisela en apuros, fingiendo haber sido asaltadas a medio camino mientras se dirigía a la cena de Navidad.
Como resultado, unos hombres habían sido capturados y encarcelados injustamente, sin darles la oportunidad de negar conocer a la princesa. A pesar de los remordimientos, había logrado impactar en el príncipe; es de las pocas ocasiones en las que la princesa recordaba a su madre expresando algo parecido al orgullo y la felicidad.
Se había visto obligada a aferrarse a ello para seguir teniendo la valentía de llevarlo puesto.
El príncipe heredero solo había tenido ojos para Dagmar; la pobre princesa que había pasado una situación traumatizante. Todos, incluido el heredero, la creían inocente. Su madre la había instruido bien para que lo pareciese y nadie, en su sano juicio, la creería capaz de semejante atrocidad. Pero aquello, no había hecho nada más que empezar.
«A conjunto de sus ojos, princesa.» Eso le había dicho mientras le entregaba el obsequio.
—Sus maletas y el carruaje la esperan —la sorprendió la criada.
Ella dio un respingo, abruptamente arrancada de aquel agridulce recuerdo, pero se recompuso rápidamente.
—Está muy hermosa hoy, princesa Dagmar —la elogió, posándose detrás de ella y contemplándola a través del espejo.
Ella le devolvió la mirada momentáneamente.
—Hoy y siempre, Nana —contestó en un murmuro.
Sus palabras cogieron por sorpresa a la sirvienta. Hacía mucho tiempo que la princesa no se dirigía a ella con aquel apelativo cariñoso; aquello la hizo emocionar y las lágrimas asomaron por sus ojos.
Dagmar fingió no darse cuenta, a pesar de que los recuerdos compartidos inundaban su mente y de que su corazón se había encogido brevemente. En cambio, desvió por última vez la mirada hacia su reflejo, orgullosa.
—La próxima vez que me veas, seré la futura reina —prometió.
Y así fue como la princesa Dagmar emprendió rumbo al palacio del Sol, con la clara intención de llevarse de regreso, tanto el corazón del príncipe Maximiliano, como la corona.
¡Holis!
Me emociona muchísimo compartir este nuevo proyecto.
No sé como será esta aventura, pero tengo muchísimas ganas de averiguarlo.
Hacía tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de meterme en la piel de una villana... ¿Y qué mejor oportunidad que la #ONC2023? ❤
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