Capítulo 17: «Dar para recibir, ese es el secreto de la vida.»
Lilibeth aporreó la puerta de la princesa sin ningún reparo; había presentido que algo iba mal y no solía equivocarse. Además, estaba el asunto del huevo... Después de darle muchas vueltas, aún le quedaba la duda de si la princesa Dagmar sería capaz de ello. «No ha podido ser ella», se dijo a sí misma por enésima vez.
Aunque claramente era la principal sospechosa, ahora, sentía que la conocía de verdad. «Nos apreciamos a nuestra manera», opinó en su mente. Y por eso mismo, estaba frente a su alcoba en aquel instante.
Sintiendo la urgencia en su corazón y a pesar de que la princesa no respondía a su llamado, Lilibeth, decidió tentar a la suerte y giró el pomo de la puerta con delicadeza. Los engranajes sonaron y, al abrirla completamente, entrevió un extraño bulto en medio de la cama, con las sábanas por encima.
Tal y como se había imaginado, al acercarse, lo vio removerse.
—Márchese —suplicó la princesa con un hilo de voz desde su escondite.
Sus palabras no la detuvieron y se sentó a la orilla de la cama.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó la bruja.
—¿Lilibeth? —balbuceó la princesa; al mismo tiempo, asomó la cabeza por debajo de las sábanas.
Que Dagmar reconociera su voz la hizo sonreír por un momento. Pero pronto esa alegría se vio empañada por la imagen estremecedora de la princesa; su piel estaba apagada, enrojecida y sus párpados hinchados. Las lágrimas aún empañaban su rostro y tenía la nariz sonrosada.
—¿Has estado llorando? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lilibeth; la preocupación la invadió de inmediato.
Había acudido tras notar su falta en la reunión con la reina Flora, que les había contado el propósito de la séptima prueba. Tras recibir la información de que debían prepararse para revelar uno de sus mayores secretos al mismísimo príncipe heredero, no había dudado en despedirse de Lady Blanche y correr, con una fuerte corazonada, hasta los aposentos de la princesa. Poco le importaba en aquel momento el concurso.
Cierto era que esperaba ver a su escolta apostado en su puerta, como venía siendo costumbre. Por ello, al ver que no se encontraba en su habitual puesto de trabajo, a Lilibeth se le terminaron de encender todas las alarmas en su cabeza.
Dagmar se reincorporó en la cama, bajó la vista hasta sus manos y se sorbió la nariz en respuesta.
—¿Aún no te han echado? —preguntó la princesa, con las mejillas encendidas por la vergüenza.
Primero, Lilibeth se sorprendió con sus palabras. «¿He confiado demasiado en ella?», se preguntó. Pero pronto volvió a observarla y sonrió. «No, no ha sido ella», dictaminó.
—¿Lo dices por el huevo Elmaris?
Ambas desviaron la vista hasta el suelo, donde aún yacían los restos del inocente; en un principio, con toda la preocupación que la embriagaba, había pasado desapercibido para la bruja.
—Prometo que no fui yo —trató de excusarse Dagmar—. Pero mi madre... —La princesa trató en vano de seguir con su explicación, pero la voz le falló e inevitablemente se echó otra vez a llorar. Su vulnerabilidad tomó a Lilibeth por sorpresa, pero no dudó en acercarse más a ella para consolarla, posando una mano en su hombro y acariciando su rostro con la otra.
Tal y como se había imaginado, no había sido cosa suya. Además, no podía deshacerse de la desagradable sensación que le había provocado toparse con la princesa Rosella Atwater.
—No te preocupes —le susurró—. Observa.
Y con un golpe de muñeca, hizo bailar los dedos en el aire y lo que parecía un huevo Elmaris estrellado, explotó como confeti de colores. Dagmar no sabía que era lo que acababa de suceder; confusa, miró a la bruja en busca de respuestas.
—Después de que te colaras por primera vez, hice copias ilusorias para despistarte —se explicó, con una sonrisa en los labios.
Aquello provocó que Dagmar llorase aún más y sin saber exactamente qué había ocurrido, Lilibeth la envolvió en un cálido abrazo para que se desahogara. Primeramente, se había asustado pensando que había desaparecido el huevo verdadero; pero había resultado ser uno de los señuelos.
—Llora todo lo que necesites.
La princesa Dagmar, que se encontraba desolada, le contó lo ocurrido a Lilibeth, que se quedó muda al escuchar cómo su madre había orquestado tantas maquinaciones.
Desde el principio, Rosella Atwater había movido los hilos desde las sombras; había presionado a la princesa para ser la mejor en todo, negándole el amor de una madre cariñosa y atenta, y la había instruido para ser tan despiadada como ella, infundiéndole miedo a cada paso que la pequeña daba. Incluso, había osado contratar a Lady Annabelle y sus secuaces para que atacaran a la princesa y que el príncipe heredero le prestara total atención. Además, no había sido la única vez que maquinaba de esa forma para convertir a su hija en la pobre damisela en apuros.
La princesa le confesó, entre lágrimas, que el padre de Gabriel y su tío habían sido encarcelados, años atrás, por su culpa. «Madre aseguró que unos plebeyos nos habían asaltado de camino al castillo», le contó. No podía sentirse más culpable de ello, pero tampoco había hecho nada para remediarlo.
Pensar que una madre fuera capaz de hacerle todo aquello a su hija, la repugnó a más no poder. Y como era de esperar, había sido la mismísima Rosella quien había robado el huevo de la bruja y lo había destrozado pensando que era el verdadero.
Lo que no le sorprendió, en verdad, fue que Gabriel y Dagmar se amaran en secreto, pues la bruja, se había dado cuenta hacía mucho tiempo de ello. Pero Rosella, no contenta con los sentimientos de su propia hija, le había revelado el oscuro secreto al escolta y este se había marchado con el corazón roto. Todo era un desastre.
—¿Qué edad tenías? —le preguntó, haciendo referencia a lo ocurrido con el padre y el tío de Gabriel.
—Siete —respondió con pesar. Luego, aceptó el pañuelo que le acababa de ofrecer la bruja y se sorbió por enésima vez la nariz.
Lilibeth pensó largo y tendido, con los ojos cerrados, al igual que sus puños; tenía la mandíbula prieta y un posado que la princesa jamás había observado. Sentía que la sangre le bullía; no había cosa que detestara más que las injusticias.
Cuando los volvió a abrir, tomó las manos de Dagmar con las suyas y le clavó la mirada con decisión.
—Eras una niña, princesa Dagmar —dictaminó—. Una niña manipulada por su malvada madre.
No podía hacerla responsable de los actos de una mujer adulta. Sin poder hacer nada, se había visto arrastrada al malévolo plan de su madre y dos hombres inocentes habían terminado por pagar los platos rotos.
Las palabras de la bruja dejaron a la princesa muda y pálida y aliviaron un poco su corazón roto; no esperaba que tratara de comprenderla, ni mucho menos que la defendiera.
—Pero fui cómplice de ello. He dañado a la persona que amo —lloró.
Lilibeth envolvió a la princesa con sus brazos, permitiéndole posar su cabeza en su pecho, y le susurró palabras de aliento; quería hacerle entender que no estaba sola.
Pasaron los minutos hasta que otra persona irrumpió en la habitación. No esperaban a nadie más, pero la puerta se abrió de par en par, sin siquiera anunciar su llegada y obligándolas a deshacerse de aquel, hermoso e inesperado, gesto de amistad que acababan de compartir. Al levantar la vista, los ojos de la princesa se toparon con alguien al que no esperaba ver en un lugar como aquel; todo lo que vio la bruja, fue a un hombre moreno, de unos cuarenta años, muy elegante, pero con la cara desencajada.
—¿Papá? —preguntó Dagmar, confusa.
Lilibeth enarcó las cejas. La princesa Dagmar le había contado cómo su padre se había mantenido siempre a un lado, fallando en proteger a su hija. Aun así, allí estaba, para sorpresa de todos; caminó decidido y abrazó fuertemente a su hija. La Dagmar del pasado lo habría apartado, incapaz de perdonarle que no la hubiera protegido de su propia madre. Pero la Dagmar del presente, con los sentimientos a flor de piel y los muros de su corazón resquebrajados, se dejó abrazar y lloró en el pecho firme de su padre.
Lilibeth se conmovió por aquella escena entre padre e hija y queriendo darles intimidad, se dispuso a abandonar la habitación; regresaría cuando la princesa la necesitara, pero entendía que la familia era lo más importante.
—Por favor, señorita Night, quédese —le pidió el padre de la princesa.
A la bruja le tomó por sorpresa que este supiera su nombre. Con los ojos suplicantes y en un susurro, volvió a pedirle que no abandonara la alcoba de la princesa y se presentó como Alfred.
Lilibeth y Dagmar se quedaron confusas con sus palabras, pero ninguna de las dos puso objeción alguna y atendieron los deseos del duque. En cambio, este, volvió a ponerse de pie y, mirando a su hija seriamente, le prometió que iba a poner fin a aquello.
—No puedo seguir permitiendo que tu madre vaya por el mundo haciendo lo que le place. Y mucho menos, involucrando a mi hija en sus planes maquiavélicos.
Dagmar no cabía en su asombro; no lo había visto jamás de aquella manera. Lilibeth aún no entendía lo que pintaba ella en todo aquello; pero quería ayudar.
—No quiero seguir en el concurso, papá —confesó Dagmar atropelladamente. Alfred ni se inmutó—. No quiero casarme con el príncipe. ¡No le amo!
Lilibeth sonrió a su lado; le enorgullecía la valentía y la sinceridad de la princesa. Además, por muy egoísta que le pareciera, era un alivio saber que Dagmar dejaba de ser su rival. Para ella, la princesa era increíblemente bella por fuera y por dentro.
—¿Algo más? —le preguntó Alfred a su hija, tratando de mantener la calma.
Las lágrimas volvieron a brotar por los ojos de la princesa mientras estallaba en llanto y el corazón de su padre se rompió al contemplarla de aquella manera.
—¡Me he enamorado de un joven soldado, papá! ¡Lo siento! —dijo Dagmar cubriendo su rostro, avergonzada.
Lilibeth quiso parar especial atención a la reacción de Alfred: tenía la esperanza de que aquel hombre entendiera la importancia de lo que escondía el corazón de la princesa.
—Si algo he aprendido en esta vida, es que no importa la posición ni la riqueza cuando se trata del amor —contestó este para sorpresa de las dos jóvenes—. Lo único que importa, es cómo de puros son esos sentimientos.
Sus palabras emocionaron a la princesa; de igual manera, conmovieron a la bruja. Esta última no pudo evitar sonreír, contenta por su amiga; por fin parecía haber recibido el apoyo que tanto merecía, aunque llegara un poco tarde.
—Gracias —le susurró la princesa, con un hilo de voz, mientras las lágrimas volvían a empañar su rostro.
—¡Mi hija hermosa! —exclamó Alfred, uniéndose al llanto de su hija—. Durante mucho tiempo he vivido a la sombra de tu madre, permitiéndole que te arrastrase a la oscuridad. Perdóname, por favor... —le suplicó.
Padre e hija se abrazaron nuevamente, mientras la bruja contemplaba la tierna escena con el corazón encogido. Lilibeth no pudo evitar pensar en su familia y en cómo los echaba de menos.
—Señorita Night —se dirigió a esta de repente—, necesitaremos su ayuda. Le ruego que nos preste su poder para acabar con Rosella Arrowflare.
Y así fue, como una nueva alianza nació. Los tres, juntos, trazaron un plan y buscaron la mejor manera de llevarlo a cabo. Nut, no tardó mucho en aceptar el llamado de la bruja y de unirse a sus filas.
Dagmar observó a su padre, a la ardilla y a Lilibeth en silencio; no pudo evitar sonreír. La princesa parecía sentirse nuevamente con energía, aunque solo fuera para acabar con la verdadera tirana de la historia.
¡Holi!
❤
Parece que se ha formado una nueva alianza.
¿Qué os parece?
¿Vosotros también habriais podido comprender a la princesa?
¡Os leo!
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