El ave de medianoche


    A pesar de que había tenido cientos de visiones a lo largo de sus cinco mil quinientos ocasos, la presencia de la mujer frente a Inaruti le resultaba amedrentadora. De aspecto lozano y pelo oscuro y corto, azotado por aquel viento de tormenta contranatural, la miraba con ternura, tal vez compasión. 

    Su ropa no estaba hecha de sorobel ni piel de animal, como la de los hombres de su yucayeque. Aunque jamás había visto ese tipo de atuendo, su mente la reconocía como una túnica de lino negra. 

    Adjunto a la atmósfera oscura y tormentosa que las envolvía, un reloj gigante, rodeado de engranajes y ruedas dentadas —Inaruti tampoco había visto ninguna de esas cosas antes, pero sus nombres bailaron en su lengua como una canción de areíto—, flotaba más allá del camino angosto y sinuoso en el que estaban de pie. El viento era tan fuerte y frío que parecía querer arrancarlas del suelo. 

   Cuando las manecillas avanzaron un minuto más, en medio de un ruido atronador, la mujer explicó:

   —El tiempo no es más que una infinidad de caminos posibles, determinados por nuestras decisiones. Todo tiene un precio. Para recibir algo debes dar algo equivalente a cambio, y viceversa.

   —¿Y si quiero salvar una vida? ¿Qué debo entregar? —preguntó Inaruti casi por inercia. Se vio en la necesidad de gritar para hacerse oír entre la confusa sinfonía de estruendos. 

   La mujer miró hacia los engranajes y las agujas se movieron otra vez. Sus ojos sabios, enmarcados por una piel pálida y pómulos firmes, volvieron a quedarse fijos en ella.  

   «Si una vida deseas salvar, con libertad debes pagar». 

   La mujer se arrojó al abismo tormentoso tras decir aquello, siendo levantada al instante por un gran pájaro de plumas negras y blancas que emergió desde el fondo, acunándola en su lomo antes de desaparecer.  

   Inaruti despertó junto al arroyo en el que solía lavar la ropa y bañarse. El cielo repleto de estrellas, como un puñado de arena extendida sobre tela de colores, le dio la bienvenida mientras las luciérnagas jugaban con su cabello negro.

   Sobre aquella montaña jamás salía el sol, pero Inaruti sabía que era dorado y caliente.

 
   Inaruti permaneció en silencio, con la cabeza inclinada contra el suelo de tierra y las palmas abiertas como único apoyo de su cuerpo. Tenía la piel erizada por la baja temperatura del ocaso. 

   Como las demás mujeres solteras de su yucayeque, su abundante cabellera, que le caía hasta las rodillas, era la única cobertura de su cuerpo. Ese día, por primera vez en su vida, se sentía avergonzada de ello. 

   Débiles rayos selenitas se colaban entre las ventanas de las paredes de troncos. La niebla de la noche arropaba todo dentro de la estructura.  

   —¡¿Cómo te atreves!  —vociferó el cacique, el líder del pueblo, colérico.

   Se movía de un lado a otro en la elevada base de tierra cubierta de pieles, que servía como trono en el caney desde el que gobernaba. Las tea de fuego agonizante, distribuidas alrededor de la estructura rectangular, otorgaban a aquellas facciones envejecidas un aspecto espectral. 

   —¿Acaso tus poderes de vidente eran tuyos para que se las ofrecieras a esa bruja a cambio de la vida de la princesa de otro país? ¿No se te ocurrió pensar en tu pueblo? ¿En las personas a las que debes proteger? 

    El entorno se había vuelto hostil, lleno de resquemor y miedo. La idea de no saber cuándo los atacaría el próximo enemigo provocaba tal ansiedad en la tribu, que parecía que el no haberles dicho que llovería durante la noche era lo mismo que descendiera fuego del cielo consumiéndolo todo.  

   Inaruti elevó la mirada hacia su hermana, la mujer encinta con una nagua de sorobel en las caderas, que era tres veces menor que el anciano al que llamaba esposo.

   Buscaba comprensión y benevolencia, pero solo encontró un resentimiento similar al de todos los nitaínos allí presentes.

   Sin el don, no era más que una mujer extraña y peligrosa, con más poder que cualquiera. Siempre fue tratada como una nigua, solo que ahora, no tenían motivo para simular su desdén hacia ella. 

   Inaruti tomó una bocanada de aire para detener el temblor de sus labios. 

«No se puede avanzar sin caer, deja que el tiempo planee al compás de la muerte efímera». 

   Bajo una intensa tormenta, en la misma época en que la que florecían las cayenas, el príncipe de Madàr se había presentado en el yucayeque con una larga espada sobresaliendo de su cinturón. 

   No vestía un bahague como los demás hombres del pueblo. Su ropa, tan cubierta como la mujer de su visión, consistía en una túnica del color del helecho. 

   Tampoco usaba barba, ni los pies descalzos. Su tez bronceada y pelo castaño, húmedo y corto, lo delataban como un residente de tierras mucho más cálidas. Un guerrero con abundancia de cicatrices en el rostro, que no parecía nada cómodo con las miradas y cuchicheos que había desatado.

   Dos meses antes, cuando regresaba de una expedición, se encontró con la desafortunada noticia de que su hermana mayor había caído enferma de muerte. Ningún médico de palacio o los alrededores había dado con la causa de la enfermedad.

   Cuando ya habían perdido la esperanza y su hermana apenas podía levantarse del lecho, su madre, quien también tenía la habilidad de ver el futuro, tuvo una visión en la que una chica de un pueblo lejano le daba las pautas precisas para curarla. Al tomar el brebaje que esta le había indicado, su hermana fue arrebatada de las puertas de la muerte. 

   Su madre, rebosante de agradecimiento, le había pedido a Fagel que viajara al otro lado del continente, a esa tribu oculta entre la jungla, para rescatar a la salvadora de su hermana. 

   No se había equivocado al afirmar que estaba en peligro de muerte. Las líneas oscuras que se extendían por sus mejillas nacaradas, ahora flácidas por las noches en vela y el hambre, hacían que sus ojos demostraran cuán intensa era la agonía a la que la habían sometido los de su pueblo.

   Fagel nunca había escuchado nada de esa raza hasta el día en que ascendió la montaña. Nadie antes había conseguido atravesar la barrera mágica de Inaruti sin que ella se diera cuenta.

   El recelo inicial de los nativos se convirtió en algarabía cuando el recién llegado reveló, con ayuda del intérprete de la tribu, la razón de su visita inesperada. Alababan a Yukiyú y todos los demás dioses por escuchar las oraciones de Inaruti y darles la oportunidad de concebir una nueva generación de bohíques, mediante ella y el príncipe.

   —Tal vez debería cambiarse de ropa. Haber subido a pie hasta esta montaña y bajo la lluvia debió ser muy difícil. Parece tener frío.

   Los nitaínos presentes rieron con orgullo ante las palabras del Cacique. Como si quisieran mostrar su imponencia, todos los hombres se habían pintado los rostros, cubierto con sus pieles y adornado sus antebrazos con brazaletes de oro. 

   Siempre se regodeaban de que las murallas naturales que le brindaba la montaña eran impenetrables y que sus guerreros, acostumbrados a la naturaleza dura y cambiante, eran los más fuertes de todo el continente. 

   El recién llegado, sentado junto al fuego encendido dentro del caney, temblaba. Ni siquiera el que mantuviera los brazos entrecruzados conseguía disimularlo. Sus dientes, los únicos blancos y parejos de toda la tribu, castañeaban un poco. 

   —Es curioso que digan eso cuando sus mujeres caminan desnudas con este clima, como si las fuertes fueran ellas y no ustedes. —Le dio una mirada superficial a Inaruti, quien estaba sentada a su lado, desnuda y temblando. Tenía el cuerpo lleno de moretones y los labios agrietados. Frunció el ceño con indignación—. Los Madarnos no somos tan débiles como para sucumbir ante una llovizna, ni depender de la magia de una niña en vez de en la valentía de nuestros hombres. 

   El traductor guardó silencio unos instantes antes de empezar a hablar.

   Cómo sabía que el Cacique y los demás guerreros enloquecerían de ira si entendían sus palabras, cambió todo lo que Fagel había insinuado. Anacauya, el anciano cacique que gobernaba esas tierras, asintió con alborozo.

   —Ya que está de acuerdo con tomar a Inaruti como esposa, nosotros…

   —Por otro lado, no sé si ella sobreviva al calor de nuestro desierto con una piel tan blanca. A diferencia de este sitio, los tres soles de nuestro mundo nunca dejan de mirar hacia allí. 

   —Ndikufuna kuphunzitsa…

   El sonido metálico que produjo la espada de Fagel al salir de su vaina precedió al sobresalto de los presentes. El petricor llenaba la sala. Las goteras del techo de palmas se volvieron estruendosas cuando el silencio asoló a todos los hombres presentes. 

   El semblante de Fagel, del color de la arcilla y el barro mezclados, se ensombreció mientras mantenía el filo contra el cuello del hombre que estaba tergiversando sus palabras. Este, al comprender que su vida estaba en juego por lo que estaba haciendo, se encargó de traducir letra por letra lo que había dicho.

   La reacción desconcertada e iracunda del envejecido cacique no se hizo esperar. 

   —¡¿Sobrevivir allá?! ¿Piensa llevarse a una de nuestras mujeres? 

   —No sé cuáles sean las costumbres en este pantano lleno de niebla y fango, pero en mi país, es la mujer la que se muda, no el hombre. 

   —¡¿Te burlas de nosotros?! ¿Acaso quieres morir?

   Los soldados que custodiaban la sala, habiéndose recuperado del sobresalto inicial, apuntaron sus lanzas en dirección al príncipe extranjero ante el grito de su jefe. El rostro de él continuó inmutable, como si estuviera convencido de que podía vencerlos a todos en un parpadeo.

   —Has venido a robarnos de nuevo. Las oraciones de nuestra bohíque, son lo único que mantiene intacta la barrera que nos separa de otras naciones y…

   —Entonces aceptan que dependen de la mujer que están maltratando. Solo eso necesitaba saber.

   Fagel, sin esperar a que el Cacique terminara de hablar o intentara echarlo, se puso de pie y salió del caney ante la mirada desconcertada de los demás hombres, que, demostrando lo cobardes que en realidad eran, no se atrevieron a acercársele. 

   Afuera llovía a cántaros. Debía ser la primera vez que Fagel veía tanta lluvia, porque se quedó mirando al cielo maravillado.

   Los alaridos de las mujeres jóvenes que compartían el bohío con Inaruti alertaron a los hombres del pueblo.  

   Dos noches después, cuando la lluvia había cesado, un ave del tamaño de la de su visión había hecho añicos el techo, arrancado a Inaruti de la casa circular de troncos y hojas en la que realizaba sus ritos. La sujetaba con sus garras de tal manera que sus brazos y piernas quedaban resguardadas de los ataques irracionales de su gente, que vociferaba “¡Guaraguao, guaraguao!” mientras le lanzaban todo lo que tenían a la mano.

   Las flechas y lanzas de los hombres de la tribu empezaron a pasar junto a ellos con el ruido de un silbido. Sus puntas encendidas iluminaban el cielo repleto de nubes negras. 

   El ave se elevó hasta que los llantos y aullidos de miedo se convirtieron en susurros e Inaruti al fin vio los tres soles de los que el príncipe había hablado. 

   La barrera que cubría la montaña era lo que impedía que sus rayos tocaran la tierra.

   Un graznido estridente la ensordeció mientras el ave descendía en picada montaña abajo, obligando a Inaruti a cerrar los ojos.

   Sintió como sus alas la cubrían con su suave plumaje antes de hacer una voltereta, invirtiendo posiciones mientras se tambaleaba en el aire. Un olor agrio, como de entrañas de robalo y urel, llenaba sus fosas nasales. 

   Inaruti vio la flecha. La punta de la misma había atravesado el costado del pájaro y goteaba sangre. El agua del río que nacía en la montaña se tiñó de rojo mientras se sumergían finalmente. Un quejido humano penetró los oídos de Inaruti antes de quedar sumida entre la profundidad acuosa y la oscuridad. 

   Inaruti despertó junto a un rastro de fuego que ya se había extinguido. Por primera vez desde que había nacido, una prenda ancha, pero cálida, le cubría el cuerpo mientras una especie de refugio hecho de ramas de tabonuco y bejucos, la resguardaba del frío de la madrugada en aquel bosque. 

   Las luces de las luciérnagas tintineaban por doquier, volviendo azul fluorescente las flores y hojas que tocaban. No se escuchaban animales. Los de su pueblo los habían extinguido casi al completo con sus hábitos carnívoros y su caza por placer. Inaruti solo comía casabe, pitahaya y peces. 

   Más allá de ella, contra el tronco de una palma junto al río y un rastro de sangre a sus pies, un hombre sin más cobertura que la especie de “pantalón” que llevaba bajo la túnica que ella ahora traía, agonizaba por la fiebre. La sangre destilaba por su costado lleno de cortaduras, apenas retenida por un pedazo de tela que presionaba con su mano sana y se había teñido de carmesí.

   Con las últimas fuerzas que le quedaban, Fagel alzó la mano al cielo y miró sus dedos ensangrentados, tratando de grabar en su memoria como se sentía tener ese tipo de extremidades. 

   Mientras aún eran niños, los Madarnos desarrollaban la habilidad de un animal sin perder su apariencia humana. A cambio de ese poder extra, cuando murieran y reencarnaran, en vez de en otro ser humano, lo harías en dicha criatura. 

   Ahí acababa todo. Una vez morías en tu etapa animal, te hacías uno con la tierra. Desaparecías. 

   En esos momentos, al borde de la muerte, Fagel no podía evitar hacerse preguntas: ¿lo reconocerían los suyos al ver un halcón de plumaje dorado y negro surcando el cielo? ¿Hubiera reconocido a Moira convertida en flor o vuelta una estrella de haberse reencontrado con ella?

   Fagel apretó los labios con un ligero temblor en ellos. 

   Si quince años antes no hubiera subido a la azotea para presumir a los demás niños sus habilidades recién adquiridas, y abriendo las alas forzando el vuelo, sus plumas, inmaduras y escasas no se hubieran desprendido por la fuerza del viento al descender… Si al caer en picada, en el último segundo, su fiel Moira, un halcón que habían criado en palacio, no se hubiera interpuesto entre él y el suelo de mármol, evitando que su cuerpo quedara destrozado frente a la entrada de palacio… ella no hubiera perdido su vida. Su única vida. La última. 

   Antes de enterrar en la arena del desierto dorado y ardiente a quien se había convertido en parte de su familia, Fagel había recogido la última de sus plumas para no olvidarla. No comía carne de ningún ser vivo desde entonces y aborrecía a quienes sí lo hacían, como los hombres de ese pueblo obsesionado con sus pieles.

   Los ojos de Fagel se tornaron dorados y empezaron a brillar. Sus brazos empezaron a cubrirse de plumas ante el dolor de los recuerdos. Respiró profundo y recuperó la calma. Sus alas quedaron ocultas bajo su piel bronceada, sin dejar rastros de su existencia anterior.

«El llanto oculto entre hojas, 
Atado el corazón secreto 
Un rostro como noche sangra, 
Confiando verás el sendero». 

   Fagel elevó la mirada al escuchar el crujido de las hojas, siendo aplastadas por pasos humanos. Soltó el mango de su espada al darse cuenta de que se trataba de la chica que había salvado.

   Le pareció curioso que, en su avance, Inaruti dejara pasos invertidos que daban la impresión de haber avanzado en la dirección contraria. Sus pies eran pequeños y estaban llenos de tierra. Su pelo no se había secado del todo, pero, aun en la noche eterna de ese sitio, brillaba como el mismo sol.

   Ahora que se hallaba bien cubierta, Fagel se animó a mirarla a los ojos. Nunca había visto unas cuencas tan oscuras y tiernas a la vez. Su abundante cabello negro le daba una apariencia etérea. Sintió una conexión con esa ciguapa desde la primera mirada que le dedicó.

   —Esos locos con taparrabos no tardarán en alcanzarnos. Y yo… —Fagel tuvo que tomar una bocanada de aire mientras se empujaba hacia atrás con ayuda de su pierna. Sentía tanto dolor que creía que se desmayaría en cualquier momento—, creo que es hora de que decidas si volverás con ellos o seguirás tu camino. Puedes tomar mi dinero si decides continuar. Ya descubrirás cómo usarlo, o tal vez un duende te asalte en el siguiente pueblo. —Suspiró—. Ni siquiera sé para qué te digo todo eso si ni siquiera me entiendes. 

    Inaruti se tambaleaba al caminar. Aún no se acostumbraba a moverse con toda esa tela encima. Al llegar junto al río, se detuvo frente a él y se arrodilló en el suelo.

   —Tal vez deberías dejar que te cure. Si no detiene el sangrado pronto, te morirás esta vez.

   Los ojos de Fagel se abrieron con estupor al escucharla hablar su idioma, no como aquel traductor que confundía las consonantes y hablaba lentamente, sino como si fuera… su idioma natal.

   Fagel asintió confundido mientras contenía el aliento. Un escalofrío le corrió cada terminación nerviosa al sentirla tocar su costado con sus manos pequeñas y frías, tras retirar la tela que detenía el efusivo sangrado. 

   Cuando sus dedos rozaron la herida de flecha, se produjo una luz que en pocos segundos se convirtió en una cobertura sólida y oscura. Parecía hielo sucio, pero cálido. La sangre dejó de brotar al tiempo que el dolor menguaba y la herida empezaba a cerrarse. 

   Al mismo tiempo, en la cima de la montaña que habían dejado atrás, la barrera que lo cubría todo se desvanecía, llenando de luz dorada hasta el último rincón del bosque. Inaruti sonrió satisfecha al tiempo que la brisa matinal le agitaba el larguísimo cabello. Fagel, ya habituado a la oscuridad, usó sus manos ensangrentadas para cubrirse de los rayos calientes. 

«Dame tus alas, termina el vuelo,
Ahora serás de tierra en vez de cielo».

   —Llevame al desierto, Fagel. Quiero volver a casa.

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