Cuento de hadas maldito

«Dios, ¡qué hombre tan triste!», fue mi primer pensamiento al conocerte.

Estábamos en un campo arado, en los terrenos de Althorp House, rodeados de surcos marrones, colinas verdes y decenas de gamos moteados. Un cielo cerúleo y brillante reinaba sobre las tierras de mi familia. Sarah lucía tan incómoda tomada de tu brazo, que no me sorprendió que poco después dejaran de cortejarse.

Solo tenía dieciséis años entonces. Dudo mucho que te imaginaras que terminaría convirtiéndome en tu esposa.

-Debe estar tan solo. Es horrible verlo caminar por el pasillo con el ataúd de su mejor amigo. Necesita a alguien a su lado -te dije cuatro años después, al encontrarnos en una barbacoa de un amigo en común.

Seguías siendo un hombre tan triste.

-Gracias. Es usted una damisela encantadora -contestaste al tiempo que besabas el dorso de mi mano.

Nuestros amigos estaban imbuidos en su propia diversión, mientras tú yacías hundido en una depresión profunda. Por eso me acerqué a ti. Me atraían los más desfavorecidos. Esa fue mi perdición.

-Damisela encantadora no es precisamente las palabras que utilizaría para describirme -dije sonriendo al tiempo que replegaba mi mano con lentitud. Tus dedos se negaban a liberarme.

-¿Qué tal alegre, divertida y atractiva? ¿Tan llena de vida que abarrota de luz este corazón compungido?

Esa mirada. ¿Quién me iba a decir que con solo posar tus ojos en mí, podías hacerme olvidar los doce años de diferencia entre nuestras edades? En ese momento, cuando tu sonrisa se ensanchó y se proyectó solo para mí, el que fueras el anterior novio de mi hermana quedó eclipsado por completo.

¿Podían los cuentos de hadas, con princesas, príncipes encantadores y el amor tan fuerte como para ser eterno, ser reales en 1977? Con un suspiro y una sonrisa ruborizada, te hice saber que si tu objetivo era darme a conocer tu interés en mí, lo habías conseguido. Entonces saltaste sobre mí y me besaste. Pensé que aquello no era algo que hacía la gente normal, y tenía razón.

El que estuvieras encima de mí durante el resto de la noche, siguiéndome como un cachorro, años después de que mi hermana dijera que nunca se casaría contigo, debió darme la primera señal de lo infeliz que sería a tu lado; pero ya era muy tarde.

Me había enamorado de un caballero, de un príncipe de cuentos de hadas, del futuro rey de Inglaterra.
Nuestros escasos cortejos se mantuvieron lejos del ojo público, y como no, si mi novio había tenido decenas de amoríos fallidos; si suspiraba y vivía por una sola mujer. Una mujer que no era ni por lejos su futura esposa.

Un escándalo era lo mínimo que necesitaba la corona, por eso te animaron a cortejarme y olvidarte de tu amor imposible. Mi vida a tu lado se redujo a hacer lo que sería lo mejor para ti, lo que te haría quedar bien.

Tu comportamiento desde el principio de nuestra relación fue contradictorio. A veces me llamabas todos los días durante una semana, otras no me hablabas durante casi un mes, pero debía estar feliz. Eras el príncipe. El heredero. Ninguna de las chicas de mi piso habían sido elegidas por ti. Solo yo.

Sabías cómo encantarme, como hacerme olvidar mi vida solitaria a tu lado. Trece citas. Trece citas fueron suficientes para atraparme.
Me propusiste matrimonio justo en este lugar. No tuviste interés en seleccionarme un anillo, así que yo misma lo escogí. ¡Eras el príncipe! ¿Qué más daba? Convertirme en la futura reina, aunque abrumador, no podía ser tan difícil. Contigo a mi lado no podía equivocarme, ¿verdad?
Tonta de mí. Si a tu prometido le preguntan si está enamorado, y solo responde con un "Lo que sea que signifique el amor", corre, huye, no te cases con él.

Yo no huí. Creía que esa luz que decías ver en mí, ahuyentaría tu tristeza. Un enorme zafiro azul rodeado de diamantes en mi dedo anular, leer en la prensa que mi candidez había encandilado a una sociedad acostumbrada a los estrictos protocolos de la casa real británica... Seguía creyendo que los cuentos de hadas eran verdad, que si había conquistado a una nación entera, podía hacer lo mismo con mi mustio príncipe encantado.

Bajo la calidez del verano en la Catedral de San Pablo. Un ramo en cascada de casi un metro de longitud. Mangas abullonadas. Labios color coral. Mi boda fue descrita como de cuento de hadas. Nuestra foto besándonos en el balcón del palacio de Buckingham pasó a la historia.
Estaba tan nerviosa que invertí tus nombres en el altar, ¿y cómo no, si más de setecientos millones de personas estaban atentos a nuestros pasos? Dejé mi trabajo por ti, viví con tu familia -una vida increíblemente solitaria- preparándome para cumplir bien mi papel, y así, como de una obra destinada a transformarse en tragedia se tratara, me convertí en la princesa, la chica rubia y de pelo corto que se convertiría en un icono de bondad, y una vida llena de desgracia e infidelidades.

Creí que un hijo, un heredero, cambiaría las cosas, pero eso no lo mejoró. No era lo suficientemente alegre, ni discreta, ni hermosa, ni comprensiva. Tal vez nunca lo fui, pero tuviste que conformarte.
Ella, por el contrario, tu verdadero amor, había tenido una niñez perfecta mientras yo vivía dividida entre mis padres; ella había sido una niña de fuerza interior que exudaba magnetismo y confianza, mientras yo me escudaba en mi timidez. Ella era recordada como brillante y vivaz, mientras yo había repetido mis exámenes de escuela varias veces. Pero ella estaba casadísima. Eran dos amantes fingiendo ser amigos para no arruinar la reputación de la corona.

No importaba que los demás me alabaran por acercarme a la gente común sin rigidez, sin mostrar agobio o malestar. Que aunque mi altura me daba una apariencia fuerte, mi mirada y sonrisa sugirieran modestia. Era tan inadecuada desde tu punto de vista.

Me cansé de todo aquello y me lancé por las escaleras. Nuestro hijo no murió de puro milagro. Tal vez te diste cuenta de que iba en serio, y por eso tu conducta se relajó. Me pediste disculpas y prometiste cambiar, nos llevamos mejor hasta que nació nuestro segundo retoño. Luego volviste a hacerme sentir incompleta.
Cinco años fueron suficientes para que ya ni siquiera sintieras la necesidad de ocultar tus amoríos.
Si tu esposo reanuda la relación con la otra, en tus propias narices, ¿qué haces tú? ¿Seguir sonriendo ante las cámaras para mantener las apariencias?
Mi amargura era tal que quise demostrarte que no necesitaba que me amaras, que me importaba un comino la corona. Un amante, dos, tres... Todos me adoraban, me consideraban perfecta, pero no podía confiar en ellos. Ninguno consiguió sanar las grietas de mi corazón.
Cintas embarazosas de conversaciones telefónicas con nuestros amantes. Ambos arruinando nuestra reputación al tiempo que nos hacíamos daño. Un príncipe queriendo convertirse en tampón. ¡Cuánta dignidad! ¡Qué orgullosa me sentía de haber compartido alcoba contigo!
Mis hijos se convirtieron en el motor de mi vida mientras otros exploraban mi cuerpo. Correr descalza en su preescolar, era mi forma de decirle al mundo que estaba determinada a olvidar los protocolos e inhibiciones con tal de procurar a mis hijos una niñez lo más ordinaria posible.
Cuando los escándalos que nos rodeaban fueron tantos que tus padres, los reyes, no pudieron seguir ignorando mi dolor, nos aconsejaron divorciarnos. Nuestra sociedad estaba tan podrida que necesitamos de la aprobación del primer ministro y consejeros privados de alto nivel -voces de adorno que no eran más que un eco visible de los deseos de la reina-, para poner fin a un matrimonio desde el principio infeliz. Por supuesto que aceptaste, estabas eufórico por ello.
Confesaste en televisión tu prolongada infidelidad con ella. Yo me vestí de negro para celebrar la ocasión.
¿Así o más corto, mi rey? ¿Te parece atrevida la manera en la que la tela se me ciñe al cuerpo? ¿Crees que una princesa no puede vestir tan sensualmente? Tuviste que acostumbrarte porque no me importaba lo que pensaras. Me tenía sin cuidado lo que opinaran los humanos complejos y falibles como ustedes, las figuras simbólicas de una supremacía destinada a ser hecha añicos por sus propios miembros.
Pero ya estaba demasiado rota. Tu enfermedad, esa tristeza insondable, ya era parte de mí también.
Depresión, bulimia y automutilación. Un posible trastorno límite de personalidad, decían algunos. Mi vida se venía abajo. Mi cuento de hadas roto se convirtió en tortura y autodestrucción ... hasta que llegó él.
Un nombre muy largo para ser pronunciado, una vida de excesos y múltiples intereses amorosos como los míos. Nos vimos por primera vez tras el nacimiento de nuestro segundo hijo. Estaba demasiado hundida en la tristeza para sospechar lo importante que sería para mí.
Cuando lo vieron conmigo, empezaron las especulaciones. Se afirmaba que solo era un títere de su padre, quien deseaba más que nada en el mundo ser reconocido en la sociedad inglesa -¿la princesa desgraciada estaba condenada a ser usada por beneficio?-, pero a pesar de todo él seguía adorándome, me hacía feliz.
La reina, un multimillonario cruel y ambicioso al que llamabas padre... las semejanzas en nuestras vidas eran abrumadoras, y mi deseo de romper sus cadenas, como ya había hecho con las mías, poderoso.
Mi imagen, en un traje de baño azul celeste y cabizbaja en la pasarela del fastuoso yate de su padre, era en realidad la imagen de una mujer decidida a luchar por su felicidad. Nuestro plan estaba hecho. Dodi rompería la relación con su padre y viviríamos tranquilos cuidando de mis hijos. Él se liberaría del yugo de alguien que lo veía como un incompetente, y yo estaría al fin con un hombre que no me compararía constantemente con la novia que nunca olvidó.
La noche que viajamos a París para celebrar nuestros planes, recibí una llamada tuya. Me dijiste que era mi última oportunidad para dejar de intentar llamar la atención y volver a gozar de la perspectiva de convertirme en reina. Te dije que no me interesaba, que me quedaba con mi extranjero de camisas abiertas y chaquetas llamativas, en vez de la almidonada aristocracia inglesa llena de desprecio, infidelidades y personas con el interior más podrido que cualquier tumba abierta. Colgaste la llamada sin decir más; esa sería la última vez que te escucharía a ti o a mis hijos.
El túnel del Alma fue el lugar en el que se efectuó tu venganza, y el fin del estorbo que representaba para ti. Cuando fueron en mi auxilio, luego de que el Mercedes S280 impactara y se volcara contra el decimotercer pilar del túnel, estaba en el suelo del coche, recostada contra el respaldo del asiento del conductor. Aturdida por los golpes, permanecía con la barbilla hundida en mi pecho, la pierna izquierda levantada sobre el asiento trasero y la derecha doblada debajo del cuerpo. Sobre mi regazo descansaba la pierna izquierda de Dodi, deformada a causa del impacto. Estaba muerto.
Alguien me pidió que me mantuviera consciente mientras me sacaban con dificultad. Recuerdo haberme quejado del dolor que sentía. Pedí que me dejaran en paz cuando los paparazzis empezaron a fotografiarme mientras recibía los primeros auxilios en una camilla. Morí tres veces esa madrugada. ¿Sabías que a una persona puede desplazársele el corazón hacia el lado derecho? Justo eso acabó con mi vida, y yo que creía que después de haberte conocido no tenía corazón.
-Siempre supe que tenías una imaginación prodigiosa, Diana. En otro momento tu historia fantástica me hubiera entretenido, pero ¿por qué me dices todo esto justo ahora?
Paseé mi vista por el salón de paredes rojas con molduras doradas detalladas, obra de una artesanía exquisita. Los sofás y sillas de terciopelo rojo dispuestos alrededor de la sala, todos ellos de estilo clásico y elegante. Un candelabro grande y lujoso colgando del techo, los ojos indiferentes e insensibles del príncipe de mi cuento maldito, mostrándose como eran en realidad.
Sonreí como siempre. Sonreí para mí.
-Porque quiero ahorrarte la humillación de pedirme matrimonio y que te rechace, mi querido príncipe Carlos -dije convencida. Despertar de la muerte dieciséis años antes de que mi vida se arruinara me había hecho diferente-. Me di cuenta de que no son tus circunstancias las que te hacen un hombre triste. Eres la personificación de la tristeza. Tú y solo tú, vuelves miserables a los que te rodean, porque no eres capaz de renunciar a tus caprichos pueriles y sentar cabeza.
-Caprichos pueriles de un futuro rey -contestó tomando asiento en el sofá a sus espaldas. Lucía tan arrogante, tan jactancioso, tan despreciable-. Sabes que contigo o sin ti me convertiré en el dueño de toda Inglaterra, ¿verdad? Camila es y siempre será el amor de mi vida, solo te elegí a ti para complacer a mi madre.
-Lo sé, y me parece algo muy desafortunado. No tienes madera para gobernar, mi amor. Nunca la tuviste y nunca la tendrás. Ni siquiera puedes estar con la mujer que amas. Que triste tu existencia. Un rey sin voluntad propia, atado a los caprichos de la reina. Eso es lo que eres.
-¿Y ahora qué? ¿Viajarás en el tiempo de nuevo, Diana? -preguntó tratando de mantener su sonrisa burlona. Escuchar la verdad le había alterado. Su pusilanimidad volvía a tomar el control.
-No. Destruiré la corona desde dentro. Aquel adorno insípido del que tanto alardeas llegará a su fin. Pero no te preocupes, no lo haré yo sola.
Dejé que mis pasos repicaran en el piso de madera pulida, que reflejaba suavemente la luz del candelabro, y coloqué el revólver que guardaba en mi bolso sobre la mesa pequeña de madera oscura junto a su asiento. Carlos me miró con sorpresa.
-Si eres un rey como dices, toma una decisión por ti mismo por primera vez -dije antes de sonreír. Emprendí mi camino hacia la puerta dorada del fondo del salón, cerrándola a mis espaldas.
Avancé por el largo y espacioso pasillo, de techo abovedado e intrincadamente decorado, símbolo de toda la opulencia que estaba dejando atrás, y cuando iba a mitad de la alfombra roja, escuché un disparo. Me detuve un momento con la piel erizada y el corazón como tambor, y luego seguí mi sendero. La bandera de cruces rojas aspadas, con fondo azul, ondeaba como todos los días. La brisa gélida del fin de un gobierno demasiado largo me hizo sentir viva por tercera vez.
-¿Estás bien, Diana?
Cuando llevé la mirada hacia Dodi, quien, como lo habíamos arreglado, me esperaba fuera del palacio de Windsor, me di cuenta de que los verdaderos príncipes a veces llevan un mostacho espeso, cejas pobladas y te miran con amor.
No sabía qué fuerzas misteriosas me habían dado una nueva oportunidad de vivir, pero yo, Lady Diana Spencer, no descansaría hasta liberar a Inglaterra de las garras envejecidas y manipuladoras de la reina Isabel.
La cuenta regresiva hacia la desentronización había comenzado.







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